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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (82 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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En el valle que se extendía por debajo del puesto de mando de Burr, la división de Kroy comenzaba a ponerse en formación de combate. Tres regimientos de infantería de la Guardia Real ocupaban el centro, flanqueados por sendos regimientos de levas, dispuestos en un terreno un poco más elevado, detrás de los cuales formaba la caballería. Era un espectáculo completamente distinto al que había ofrecido el desmañado despliegue del improvisado ejército de Ladisla. Los batallones, formando columnas cerradas, fluían hacia delante pisoteando el barro, la hierba crecida, los neveros que aún perduraban en las depresiones del terreno. Se detuvieron en las posiciones que les habían sido asignadas y empezaron a desplegarse, formando unas líneas de trazo perfecto, hasta tender una tupida red de hombres que cubría el valle de un lado a otro. El aire gélido resonaba con el lejano estruendo de sus pasos, con el retumbar de los tambores, con los gritos secos de los oficiales. Toda la maniobra se había completado con orden, milimétrica precisión y según las ordenanzas.

El Lord Mariscal Burr apartó de golpe las solapas de su tienda, salió fuera dando grandes zancadas y respondió a los saludos de los guardias y oficiales que había diseminados por el espacio de enfrente con enérgicas sacudidas de la mano.

—Coronel —gruñó mirando al cielo con gesto ceñudo—. ¿Seguimos con tiempo seco, pues?

El sol no era más que un borrón desleído que asomaba en el horizonte y el cielo era de un color blanco pastoso con franjas gris plomizo y algunas manchas aún más oscuras sobre los montes del norte.

—De momento sí, señor —repuso West.

—¿Aún no hay noticias de Poulder?

—No, señor. Pero los bosques son muy espesos, así que la marcha será trabajosa —no tan espesos como el propio Poulder, pensó West, pero se abstuvo de hacer un comentario tan poco profesional.

—¿Ha comido ya?

—Sí, señor, gracias —West no había comido desde la noche anterior, y tampoco entonces había comido mucho. Sólo de pensar en algo de comer le entraban náuseas.

—Bueno, es un consuelo que uno de nosotros haya podido comer —Burr torció el gesto y se puso una mano en el estómago—. Maldita indigestión. No me entra nada —hizo una mueca de dolor y soltó un eructo—. Perdón. Ah, ahí van ya.

Al parecer, el general Kroy ya debía de estar satisfecho con la disposición de cada uno de los hombres de la división, porque los soldados que había en el valle habían empezado a avanzar. Se levantó una brisa fresca y los estandartes de los regimientos, las banderas de los batallones y las enseñas de las compañías comenzaron a ondear. El sol desvaído titilaba en las afiladas hojas de los aceros y en las bruñidas armaduras, relucía en los galones dorados y en la madera pulida, destellaba en las hebillas y los arneses. Avanzaban todos al unísono haciendo un despliegue de poderío militar como pocas veces se habría visto. Un poco más allá, al este del valle, sobresalía entre los árboles una gran torre negra. La torre más próxima de la fortaleza de Dunbrec.

—Todo un espectáculo —masculló Burr—. Unos quince mil hombres armados en total, y casi el mismo número arriba en los montes —luego señaló con la cabeza a las fuerzas de refresco: dos regimientos de caballería que aguardaban, desmontados e inquietos, por debajo del puesto de mando—. Y otros dos mil ahí, esperando órdenes —volvió la vista hacia el desperdigado campamento, una ciudad de lonas, carromatos y cajas y barriles amontonados que se extendía por el valle nevado y por la que pululaban gran cantidad de figuras oscuras—. Y eso sin contar a los miles que quedan ahí: cocineros y mozos, herreros y conductores de carros, sirvientes y cirujanos —sacudió la cabeza—. No es poca responsabilidad, ¿eh? Seguro que no le gustaría ser el pobre idiota que tuviera que ocuparse de todo eso.

West esbozó una sonrisa.

—Desde luego que no, señor.

—Parece como si... —murmuró Jalenhorm, haciéndose sombra con una mano para protegerse del sol y escrutando el valle con los ojos entornados—. ¿No son...?

—¡El catalejo! —reclamó Burr, y un oficial que tenía al lado, haciendo una floritura, se lo entregó. El mariscal lo extendió de un tirón—. Vaya, vaya. ¿Quién tenemos ahí?

Era una mera pregunta retórica. No podía ser nadie más.

—Los Hombres del Norte de Bethod —dijo Jalenhorm empeñado como siempre en señalar lo obvio.

A través del tembloroso redondel de su catalejo, West los veía avanzar a toda prisa por terreno despejado. Salían a mares de los árboles que había cerca del río, en el extremo opuesto del valle, y se desplegaban por el campo abierto como una mancha oscura que brotara de una muñeca rajada. Unas masas grises y de un marrón sucio se iban solidificando en los flancos: la infantería ligera de los siervos. En el centro iban cobrando forma unas filas mejor ordenadas, en las que relucía el metal mate de las cotas de mallas y los aceros. Los Caris de Bethod.

—Ni rastro de caballos —aquello hizo crecer la inquietud de West. Ya había pasado por la experiencia de tener un encontronazo casi fatal con la caballería de Bethod y no tenía ninguna gana de volver a pasar por eso.

—Una sensación agradable la de ver por fin al enemigo —dijo Burr expresando justo la sensación contraria a la de West—. Se despliegan con gran eficacia, eso está claro —sus labios se curvaron hacia arriba formando una extraña sonrisa—. Pero se están desplegando exactamente donde nosotros queremos que lo hagan. El cebo ya está puesto y ahora sólo falta que salte el cepo, ¿eh, capitán? —le pasó el catalejo a Jalenhorm, que echó un vistazo y sonrió también.

—Justo donde nosotros queremos —repitió. West tenía las cosas mucho menos claras. No había olvidado que la delgada hilera de jinetes norteños que aparecieron en lo alto de la colina también estaban justo donde Ladisla pensaba que debían estar.

Los hombres de Kroy se detuvieron y, con la misma calma que si estuvieran en una inmensa plaza de armas, volvieron a recomponer las líneas: formaron filas de a cuatro en fondo, con las compañías de refresco perfectamente formadas justo detrás y una delgada hilera de ballesteros al frente. West alcanzó a oír las voces de mando que ordenaban disparar y vio las primeras andanadas de flechas salir volando desde las líneas de Kroy y caer sobre las filas enemigas. Mientras observaba, se clavaba las uñas en la palma de la mano hasta hacerse daño y apretaba los puños, deseando vehementemente la muerte del máximo número de norteños posible. Pero lo que hizo el enemigo fue descargar también una andanada de flechas y luego lanzarse en masa a la carga.

El aullido sobrenatural de su grito de guerra flotó por el aire gélido hasta alcanzar a los oficiales que permanecían delante de la tienda. West se mordió el labio al recordar la última vez que lo había oído resonar entre la niebla. Costaba trabajo creer que sólo hubieran pasado unas pocas semanas desde aquello. De nuevo sentía un vergonzante alivio por encontrarse en retaguardia, pero un escalofrío que le recorrió la espalda le recordó que en aquella ocasión no había servido de nada.

—Por todos los demonios —soltó Jalenhorm.

Nadie más habló. Con los dientes apretados y el corazón acelerado, West permanecía inmóvil haciendo esfuerzos desesperados por sujetar con firmeza el catalejo mientras los Hombres del Norte cargaban con furia en el valle. Los ballesteros de Kroy lanzaron una segunda andanada y luego se replegaron a través de unos huecos abiertos en las prietas filas y formaron detrás. Se bajaron las lanzas, se alzaron los escudos y, prácticamente en silencio, las líneas de la Unión se prepararon para recibir el embate de las vociferantes hordas norteñas.

—Contacto —gruñó el Lord Mariscal Burr. Las líneas de la Unión parecieron ondularse y oscilar un poco, el desvaído reflejo del sol pareció reverberar con mayor rapidez sobre la masa humana y un difuso rumor se expandió por el aire. En el puesto de mando nadie abría la boca. Todos oteaban por sus catalejos o escudriñaban protegiéndose del sol y estirando el cuello para tratar de ver lo que estaba pasando en el valle mientras contenían la respiración.

Tras un tiempo que se hizo eterno, Burr bajó el catalejo.

—Perfecto. Están aguantando. Al parecer, sus amigos norteños estaban en lo cierto, West; aun sin contar con Poulder, disponemos de ventaja numérica. Cuando le llegue el turno, deberíamos poder aplastarlos.

—Allí arriba —musitó West—, en el promontorio sur —se vio una especie de destello en la línea de árboles y luego otro. Un destello metálico—. La caballería, señor. Me apuesto lo que sea. Al parecer, Bethod ha tenido la misma idea que nosotros, sólo que en el flanco contrario.

—¡Maldita sea! —bufó Burr—. ¡Comuniquen de inmediato al general Kroy que la caballería enemiga ocupa los montes del sur! ¡Díganle que deje ese flanco y se prepare a recibir un ataque desde la derecha!

Uno de sus ordenanzas se plantó de un salto en la silla de su montura y salió al galope en dirección al cuartel general de Kroy, arrojando frío barro con las pezuñas de su caballo.

—Ya empezamos con los trucos, y seguro que no será el último —Burr cerró de golpe el catalejo y lo estrelló contra la palma de su mano—. No podemos permitirnos un fracaso, coronel West. Nada debe interponerse en nuestro camino. Ni la arrogancia de Poulder ni el orgullo de Kroy ni la astucia del enemigo, absolutamente nada. Hoy la victoria tiene que ser nuestra. ¡No podemos fallar!

—No, señor.

Pero West no tenía nada claro qué podía hacer él al respecto.

Los soldados de la Unión procuraban no meter ruido, lo cual quería decir que montaban un escándalo similar al que produciría un enorme rebaño de ovejas al que se estuviera metiendo a empujones en un esquiladero. Gemían, gruñían y avanzaban dando resbalones en la tierra húmeda, mientras las armaduras traqueteaban y las puntas de las lanzas golpeaban las ramas bajas de los árboles. El Sabueso los contemplaba y sacudía la cabeza.

—Es una suerte que no haya nadie por aquí, porque si no hace tiempo que nos habrían oído —bufó Dow —. A estos imbéciles los oiría hasta un cadáver al que trataran de tender una emboscada.

—No hace falta que tú les ayudes a meter más ruido —le siseó Tresárboles desde delante, y, acto seguido, les hizo señas de que avanzaran.

Resultaba extraño volver a marchar con una banda tan grande. Les acompañaban cuarenta Caris y de lo más variopintos que pudiera imaginarse. Altos y bajos, jóvenes y viejos, y provistos de todo tipo de armas y armaduras, aunque, por lo que el Sabueso alcanzaba a apreciar, todos ellos eran gente curtida en el combate.

—¡Alto! —Y los soldados de la Unión se detuvieron entre gruñidos y traqueteos y se pusieron a formar una línea a lo largo de la parte más alta del promontorio. A juzgar por la cantidad de hombres que había visto subir por el bosque, el Sabueso calculó que iba a ser una línea bien larga, y a ellos les tocaba justo al final. Oteó los árboles vacíos que había a la izquierda y frunció el ceño. Resultaba un tanto solitario eso de estar al final de una línea.

«Pero también es más seguro», se dijo para sus adentros.

—¿Qué pasa? —preguntó Cathil sentándose en el tronco caído de un gran árbol.

—Aquí estaremos a salvo —dijo en la lengua de la muchacha, tratando de esbozar una sonrisa. Seguía sin tener ni idea de cómo debía comportarse con ella. De día la distancia entre los dos era enorme, un abismo infranqueable, creado por la raza, la edad y el idioma, que no sabía si alguna vez llegaría a franquear. Era extraño, pero de noche ese mismo abismo desaparecía por completo. Se entendían muy bien en la oscuridad. A lo mejor, con el tiempo, conseguían arreglar eso, o a lo mejor no y todo quedaba en nada. En cualquier caso, se alegraba de tenerla ahí. Hacía que volviera a sentirse un ser humano y no un simple animal que trata de escabullirse por el bosque huyendo de un fregado para caer en otro.

Vio a un oficial de la Unión que se salía de la formación y avanzaba hacia ellos, acercándose a Tresárboles con una especie de palo pulido metido debajo del brazo.

—El general Poulder quiere que se queden aquí en el ala izquierda para defender nuestro flanco más alejado —hablaba con lentitud y en voz muy alta, como si bastara con eso para hacerse entender si no conocieran su lengua.

—Muy bien —dijo Tresárboles.

—¡La división se desplegará a lo largo del terreno elevado que queda a su derecha! —Y, acto seguido, señaló con un brusco movimiento de su palo los árboles en donde, lenta y ruidosamente, se estaban desplegando sus hombres—. ¡Aguardaremos a que las tropas de Bethod estén enzarzadas con la división del general Kroy y luego caeremos sobre ellas y las barreremos del campo de batalla!

Tresárboles asintió con la cabeza.

—¿Necesitan que les echemos una mano?

—No creo, la verdad, pero ya les enviaremos recado si las cosas se complican —Y, dicho aquello, se alejó todo ufano para volver a unirse a sus hombres. Cuando sólo había dado unos pocos pasos, resbaló y estuvo a punto de dar con su trasero en el barro.

—Se le ve muy seguro —dijo el Sabueso.

Tresárboles alzó las cejas.

—Demasiado, para mi gusto, pero si eso quiere decir que nos van a dejar fuera del fregado, creo que podré vivir con ello. ¡Manos a la obra! —gritó volviéndose hacia los Caris—. ¡Coged el tronco ese de ahí y arrastradlo hasta ese montículo!

—¿Para qué? —preguntó uno que estaba sentado frotándose una rodilla con gesto hosco.

—Para que podamos parapetarnos en caso de que a Bethod le dé por hacernos una visita —le ladró Dow—. ¡Manos a la obra, imbéciles!

Los Caris dejaron sus armas y se pusieron a trabajar refunfuñando. Al parecer, unirse al legendario Tresárboles no resultaba tan divertido como se habían imaginado. El Sabueso no pudo reprimir una sonrisa. Deberían habérselo olido. Nadie se convierte en un líder legendario a base de encargar a sus hombres trabajos ligeros. El Sabueso se acercó al viejo guerrero, que miraba hacia los bosques con el ceño arrugado.

—¿Te preocupa algo, jefe?

—Buen sitio este de aquí arriba para ocultar unos cuantos hombres. Buen lugar para quedarse aguardando a que la batalla esté bien enzarzada y luego bajar a la carga.

—Claro que sí —dijo sonriendo el Sabueso—. Por eso estamos aquí.

—¿No te das cuenta? ¿Acaso no habrá pensado Bethod lo mismo? —Al Sabueso se le empezó a borrar la sonrisa—. Si dispone de algunos hombres de refresco, tal vez piense que no es mala idea mandarlos aquí arriba para que esperen a que llegue su momento, igual que estamos haciendo nosotros. Puede que los mande a través de ese bosque de allá, luego subirán por esa colina y se plantarán justo donde estamos ahora. ¿Qué supones que ocurriría entonces?

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