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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (86 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Aferrándose al barro, casi sin aliento para gemir, alzó la vista. El Temible avanzaba hacia él, sin prisas. Bajó una mano y se sacó el cuchillo del costado. Parecía un juguete entre sus enormes dedos. Poco más que un palillo de dientes. Le dio un papirotazo y el cuchillo voló hacia los árboles soltando un reguero de sangre. Luego alzó su enorme pie acorazado para descargarlo sobre la cabeza del Sabueso y machacarle el cráneo como una nuez en un yunque; y, el Sabueso, caído en tierra, indefenso y atenazado por el dolor y el miedo, no podía hacer nada mientras la sombra del gigante se iba proyectando sobre su cara.

—¡Maldito cabrón! —Tresárboles apareció volando desde los árboles, estrelló su escudo contra la cadera acorazada del gigante y lo apartó; la inmensa bota metálica se hundió junto a la cara del Sabueso, salpicándola de barro. El viejo guerrero no cejó en su acometida y, aprovechando que el Temible estaba desequilibrado, se puso a descargar tajos contra su costado desnudo, mientras el Sabueso jadeaba y se retorcía, intentando ponerse de pie, sin conseguir otra cosa que incorporarse un poco y apoyar la espalda en un árbol.

El gigante lanzó su puño acorazado con una fuerza capaz de derrumbar una casa, pero Tresárboles lo esquivó y lo desvío con su escudo. Luego alzó su espada y descargó un golpe que produjo una tremenda abolladura en la máscara del Temible y arrojó hacia atrás su enorme cabeza, dejándole tambaleante y echando sangre por el agujero de la boca. El viejo guerrero le acometió de nuevo y barrió de un tajo las planchas que cubrían el pecho del gigante, arrancando chispas al hierro negro y abriendo una enorme raja en la carne azul que había junto a ellas. Un golpe letal, sin duda, pero, al salir la hoja, sólo cayeron unas pocas gotas de sangre, y no dejó ninguna herida.

El gigante, que ya había recobrado el equilibrio, profirió un alarido que hizo que el Sabueso temblara de miedo. Retrasó uno de sus monstruosos pies, alzó su gigantesco brazo y lo lanzó hacia delante. Se estrelló contra el escudo de Tresárboles, arrancó un trozo del borde, hizo astillas el armazón de madera y siguió avanzando hasta impactar en el hombro del viejo guerrero, que soltó un gemido y cayó de espaldas. El Temible se cernía sobre él, alzando su gigantesco puño azul. Tresárboles soltó un gruñido y hundió hasta la empuñadura la espada en el muslo tatuado del gigante. El Sabueso vio salir la punta ensangrentada por detrás de la pierna, pero aquello ni siquiera pareció volverle más lento. La gran mano se precipitó hacia abajo y machacó las costillas de Tresárboles, que produjeron un ruido similar al de unos palos secos al quebrarse.

El Sabueso gemía, trataba de impulsarse hacia arriba dando manotazos a la tierra, pero su pecho estaba en llamas y no podía ponerse de pie, así que no le quedaba más que mirar. El Temible levantaba ya el otro puño, el que estaba recubierto de hierro negro. Lo alzó lenta y meticulosamente, lo retuvo un instante en el aire y luego lo dejó caer estrellándolo contra el otro costado de Tresárboles, que exhaló un suspiro y quedó aplastado contra el suelo. Cuando el enorme brazo volvió alzarse, sus nudillos azules estaban teñidos de sangre.

Entonces una línea negra surgió de entre la niebla y se clavó en la axila del Temible, derrumbándolo de costado. Era Escalofríos, que acosaba al gigante con una lanza, gritando y empujándolo por la ladera. El Temible rodó sobre sí, se puso de pie como una centella, hizo como si fuera a dar un paso atrás y, acto seguido, su mano, rápida como una serpiente, salió lanzada hacia delante y, como si fuera una mosca, propinó un papirotazo a Escalofríos, que desapareció entre la niebla aullando y pataleando.

Antes de que el gigante pudiera seguirlo, se oyó un rugido atronador y la espada de Tul se estrelló contra su hombro acorazado y le hizo doblar una rodilla. Luego surgió Dow de la niebla y le atacó por detrás, arrancándole un trozo de pierna. Escalofríos, que había vuelto a levantarse, gruñía y le tiraba lanzadas. Parecía que entre los tres habían conseguido cercar al gigante.

Por más grande que fuera, a esas alturas ya debería estar muerto. Las heridas que le habían infligido entre Tresárboles, Escalofríos y Dow tendrían que haber bastado para enviarlo de vuelta al barro. Pero, en lugar de eso, se alzó de nuevo, con seis flechas clavadas y la espada de Tresárboles ensartada en su carne, y de detrás de la máscara de hierro salió un rugido que hizo al Sabueso temblar de pies a cabeza. Escalofríos cayó de culo a tierra, con el semblante pálido como la leche. Tul parpadeó, trastabilló y dejó caer la espada. Incluso Dow el Negro dio un paso atrás.

El Temible bajó un brazo y agarró la empuñadura de la espada de Tresárboles. Se la extrajo de la pierna y luego dejó caer a sus pies el arma ensangrentada. No había dejado ninguna herida en su carne. Absolutamente ninguna. Luego se dio la vuelta, se internó en la oscuridad de un salto y la niebla se cerró tras de él. El Sabueso oyó el ruido que hacía al abrirse paso entre la maleza: jamás se había alegrado tanto de ver a alguien alejarse.

—¡Vuelve! —gritó Dow aprestándose a salir disparado para perseguirlo colina abajo, pero Tul se interpuso en su camino y alzó una mano.

—Tú no vas a ninguna parte. No sabemos cuántos Shanka puede haber ahí abajo. Ya acabaremos con él en otra ocasión.

—¡Apártate de mi camino, grandullón!

—No.

El Sabueso se impulsó hacia delante y, con el semblante contraído por el dolor del pecho, comenzó a trepar por la colina, ayudándose con las manos. La niebla empezaba a levantarse dejando tras de sí una atmósfera clara y gélida. Hosco bajaba por el lado contrario, con el arco tensado y una flecha lista para disparar. El barro y la nieve estaban sembrados de cadáveres. De Shanka la mayor parte, aunque también había algún que otro carl.

Al Sabueso le pareció que tardaba una eternidad en llegar arrastrándose hasta Tresárboles. Su viejo camarada estaba tumbado boca arriba en el barro; a su lado, inmóvil, se tendía el brazo que llevaba atado el escudo roto. Aspiraba aire por la nariz produciendo un leve resuello y luego lo expulsaba por la boca, acompañado de un borboteo de sangre. Sus ojos giraron en sus órbitas para mirar al Sabueso, que se acercaba reptando. Luego estiró un brazo, le agarró de la camisa, tiró de él hacia abajo y, apretando sus dientes ensangrentados, le susurró al oído:

—¡Escúchame, Sabueso! ¡Escucha!

—¿Qué, jefe? —graznó el Sabueso, al que el dolor del pecho casi impedía hablar. Esperó, escuchó, pero ya no dijo nada más. Tresárboles miraba con los ojos muy abiertos las ramas del árbol que tenía encima. Una gota de agua cayó sobre su mejilla y resbaló por su barba ensangrentada. Eso fue todo.

—De vuelta al barro —dijo Hosco, con la cara tan flácida como una telaraña vieja.

West se mordía las uñas mientras veía al general Kroy y a su Estado Mayor acercarse cabalgando por el camino, un grupo de hombres vestidos de oscuro y montados sobre oscuros corceles con un aspecto tan solemne como el de una procesión de enterradores. De momento había parado de nevar, pero el cielo tenía un furioso color negro, que hacía que pareciera casi de noche, y en el puesto de mando soplaba un viento gélido que arrancaba crujidos a la lona de la tienda de campaña. El tiempo prestado del que había dispuesto West estaba a punto de agotarse.

De súbito sintió un impulso casi irresistible de darse la vuelta y salir corriendo. Un impulso tan pueril que de inmediato tuvo otro igual de inadecuado: ponerse a reír a carcajadas. Por suerte, pudo reprimir la tentación de hacer cualquiera de las dos cosas. Desde luego fue una suerte que pudiera contener el impulso de reírse. La situación no era como para tomársela a risa. A medida que el retumbar de los cascos se fue aproximando, se preguntó si después de todo no sería mala idea salir corriendo.

Kroy detuvo violentamente su corcel y desmontó, luego se dio un tirón al uniforme para estirárselo, se ajustó el cinto de la espada, se dio la vuelta con brusquedad y enfiló hacia la tienda. West le interceptó, con la esperanza de poder meter baza antes que él para así ganar un poco más de tiempo.

—¡General Kroy, felicidades, señor, su división ha combatido con gran tesón!

—Por supuesto que sí, coronel West —Kroy pronunció su nombre como si se tratara de un insulto gravísimo, mientras los miembros de su Estado Mayor iban formando un amenazador semicírculo a su alrededor.

—¿Puedo preguntarle cuál es nuestra situación?

—¿Nuestra
situación
? —repitió el general—. Nuestra situación es que hemos conseguido que los Hombres del Norte se batan en retirada pero sin infligirles una derrota aplastante. Al final les dimos un buen vapuleo, pero mis unidades tuvieron que emplearse a fondo, hasta el último hombre. Estaban demasiado agotados para emprender una persecución. ¡El enemigo ha logrado retirarse a los vados gracias a la cobardía de Poulder! ¡Quiero ver cómo se le separa del servicio! ¡Quiero verle ahorcado por traición! ¡Y por mi honor que lo veré! —dicho aquello, inspeccionó con mirada iracunda el puesto de mando mientras sus hombres intercambian murmullos de indignación—. ¿Dónde está el Lord Mariscal Burr? ¡Exijo ver al Lord Mariscal!

—Desde luego, pero si antes tuviera a bien... —las palabras de West quedaron ahogadas por el ruido creciente de más cascos de caballería, y, al cabo de un instante, otro grupo de jinetes aparecía rodeando a toda velocidad la tienda del mariscal. Quién iba a ser sino el general Poulder y su numerosísimo Estado Mayor. Junto a ellos, irrumpió en el puesto de mando un carromato, y el reducido espacio quedó atestado de hombres y bestias. Poulder saltó de su corcel y avanzó a grandes zancadas por el suelo embarrado. Tenía el pelo revuelto, la mandíbula apretada con fuerza y un largo arañazo le cruzaba una mejilla. Le seguía su séquito de uniformes carmesí: los aceros tintineando, los cordones dorados pegando botes y los rostros encendidos.

—¡Poulder! —bufó Kroy—. ¡Hay que tener valor para presentarse delante de mí! ¡Hay que tener valor! ¡El único valor que ha mostrado en todo el día!

—¿Cómo se atreve? —aulló Poulder—. ¡Exijo una disculpa! ¡Discúlpese inmediatamente!

—¿Disculparme? ¿Disculparme yo? ¡Ja! ¡Es usted quien va a tener que pedir disculpas, ya me ocuparé yo de ello! ¡El plan era que apareciera por el flanco izquierdo! ¡Hemos estado más de dos horas luchando sin tregua!

—Casi tres horas, señor —apostilló, inoportunamente, un miembro del Estado Mayor de Kroy.

—¡Maldita sea, tres horas! ¡Si eso no es cobardía, no sé qué otra definición darle!

—¿Cobardía?
—aulló Poulder. Un par de miembros de su Estado Mayor llegaron incluso a posar las manos en las empuñaduras de sus aceros—. ¡Discúlpese de inmediato! ¡Mi división sufrió un ataque sostenido y brutal en nuestro flanco! ¡Yo mismo me vi forzado a encabezar una carga! ¡A pie! —y, volviendo bruscamente la cara, se señaló con una de sus manos enguantadas el corte que tenía en la mejilla—. ¡Nosotros sí que hemos combatido de verdad! ¡Hemos sido
nosotros
los que hemos conseguido la victoria!

—¡Maldita sea, Poulder, usted no ha hecho nada! ¡La victoria pertenece por entero a mis hombres! ¿Un ataque? ¿Un ataque de quién? ¿De los animales del bosque?

—¡Ajá! ¡Exacto! ¡Muéstreselo?

Uno de los miembros de su Estado Mayor corrió de un tirón el hule que había en el carromato, dejando al descubierto lo que a primera vista parecía ser un montón de harapos ensangrentados. Arrugando la nariz, empujó el bulto, que cayó al suelo y rodó hasta quedar boca arriba mirando al cielo con unos ojos de un color tan negro como el de un escarabajo. Tenía una mandíbula enorme y desfigurada por la que asomaban unos dientes afilados que apuntaban en todas direcciones. Su piel, áspera y callosa, era de un color marrón grisáceo, su nariz, poco más que un muñón informe. El cráneo, aplanado y sin pelo, tenía una especie de gruesa protuberancia y su frente era estrecha y huidiza. Uno de sus brazos era corto y musculoso, el otro, mucho más largo y un poco curvado; ambos acababan en unos apéndices que más que manos parecían garras. Todo en aquel bicho resultaba deforme, contrahecho, primitivo. West lo contemplaba con la boca abierta.

Estaba claro, no era un ser humano.

—¡Ahí lo tiene! —chilló triunfalmente Poulder—. ¡Atrévase a decirme ahora que mi división no ha entrado en combate! ¡Había cientos de estos... de estos... bichos ahí arriba! ¡Miles más bien, y luchaban como endemoniados! ¡Lo único que pudimos hacer fue mantener el frente, y suerte han tenido de que lo lográramos! ¡Exijo! —exclamó echando espumarajos—. ¡Exijo! —rabió—.
¡Exijo!
—aulló con la cara congestionada—. ¡Sus disculpas!

Los ojos de Kroy palpitaban de incredulidad, de furia, de exasperación. Retorcía los labios, movía las mandíbulas, apretaba los puños. Estaba claro que no había ningún artículo de las ordenanzas que hiciera referencia a una situación de ese tipo. Y entonces la tomó con West.

—¡Exijo ver al Mariscal Burr! —le soltó ciego de rabia.

—¡Lo mismo digo! —chilló con voz aguda Poulder, que no estaba dispuesto a ser menos.

—El Lord Mariscal está... —los labios de West siguieron moviéndose en silencio. Se le habían agotado las ideas. No le quedaba ninguna estrategia, ningún subterfugio, ninguna treta—. Está... —para él no habría ningún vado por el que pudiera retirarse. Estaba acabado. Lo más probable es que ahora fuera él quien terminara en una colonia penitenciaria—. Está...

—Estoy aquí.

Para gran asombro de West, Burr acababa de aparecer en la entrada de la tienda. Incluso bajo aquella tenue luz, saltaba a la vista que se encontraba gravemente enfermo. Su tez tenía una palidez cenicienta y una película de sudor recubría su frente. Tenía los ojos hundidos y rodeados de unas ojeras oscuras. Le temblaban los labios y sus piernas estaban tan débiles que tenía que aferrarse al poste de la tienda para no caerse. West distinguió en la pechera de su uniforme una mancha oscura que tenía toda la pinta de ser de sangre.

—Me temo que durante la batalla me he sentido un tanto... indispuesto —dijo con voz ronca—. Me habrá sentado mal algo que he comido —su mano temblaba sobre el poste y Jalenhorm estaba pegado a su hombro, listo para sujetarlo si se caía; sin embargo, haciendo un esfuerzo sobrehumano, el Lord Mariscal se mantenía en pie. West echó una mirada nerviosa a la iracunda concurrencia, preguntándose qué pensarían de aquel cadáver andante. Pero los dos generales estaban demasiado enfrascados en sus propias rencillas para fijarse en esas cosas.

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