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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (88 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Ardee le dirigió una sonrisa torcida.

—Hasta las hijas de los plebeyos dicen que el Rey ya no durará mucho.

—Bueno, bueno —y Glokta alzó las cejas—. Cuando las hijas de los plebeyos dicen una cosa, por algo será.

—¿Quiénes son los favoritos?

—¿Por qué no me lo dice usted?

—De acuerdo, lo haré —se recostó en la silla y se frotó pensativamente la barbilla—. Brock, desde luego.

—Desde luego.

—Luego Barezin, supongo, y después Heugen e Isher.

Glokta asintió con la cabeza.
No tiene un pelo de tonta
.

—Son los cuatro grandes. ¿Quién más se nos ocurre?

—Imagino que Meed perdió toda posibilidad al ser derrotado por los Hombres del Norte. ¿Qué me dice de Skald, el Lord Gobernador de Starikland?

—Muy bien. No creo que tenga muchas posibilidades, así que si apuesta por él puede sacarse un buen pellizco, pero, sí, también estará en la lista.

—Si el voto por los candidatos de Midderland estuviera muy dividido...

—¿Quién sabe lo que podría pasar entonces? —se intercambiaron una sonrisa—. Si eso ocurriera, cualquiera podría llegar a salir —dijo Glokta—. Y luego hay que contar también con los hijos ilegítimos del Rey...

—¿Bastardos? ¿Los hay?

Glokta alzó una ceja.

—Me parece que yo conozco a unos cuantos —Ardee soltó una carcajada y Glokta se felicitó por ello—. Hay rumores, por supuesto, como ocurre siempre. No sé si ha oído hablar de Carmee dan Roth. Una dama de honor que era considerada toda una belleza. En una época, de esto hace ya muchos años, fue la favorita del Rey. Un buen día desapareció y más tarde se rumoreó que había fallecido al dar a luz, pero, ¿quién sabe? A la gente le encantan los cotilleos y las mujeres bellas también mueren de vez en cuando sin necesidad de dar a luz a un bastardo.

—¡Oh, cierto, muy cierto! —Ardee pestañeó y fingió que se desmayaba—. Somos unos pobres seres enfermizos.

—Claro que sí, querida amiga, claro que sí. La belleza es una maldición. No pasa un día sin que dé gracias a las estrellas por haberme librado de eso —dijo imitando una sonrisa lasciva con su boca desdentada—. Los miembros del Consejo Abierto acuden en masa a la ciudad y muchos de ellos, estoy convencido, no han puesto nunca el pie en la Rotonda de los Lores. Han olido a poder y quieren su parte. Quieren sacar tajada mientras haya algo que repartir. Puede que sea la primera vez desde hace diez generaciones en que el voto de los nobles vaya a servir para tomar una decisión de verdad.

—Y vaya una decisión —masculló Ardee sacudiendo la cabeza.

—Desde luego. La carrera puede ser larga y la competencia por los puestos de cabeza será feroz.
Por no decir letal
. No descarto la posibilidad de que en el último momento aparezca un candidato desconocido. Alguien que no tenga enemigos. Un candidato de compromiso.

—¿Y qué pasa con los miembros del Consejo Cerrado?

—Tienen prohibido presentarse, por supuesto, para garantizar la imparcialidad —y soltó un resoplido—. ¡Imparcialidad! Nada les gustaría más que poder endilgarle a la nación a un perfecto desconocido. Alguien a quien pudieran dominar y manipular a su antojo para así poder continuar con sus luchas intestinas sin que nadie les moleste.

—¿Hay un candidato así?

—Cualquiera que tenga voto puede serlo, así que en teoría los hay a cientos, pero los miembros del Consejo Cerrado no se ponen de acuerdo sobre ningún candidato, así que andan a la rebatiña sin la menor dignidad apoyando a los candidatos más fuertes, cambiando de bando de un día para otro, tratando de asegurarse su futuro y haciendo todo lo posible para mantenerse en sus cargos. El poder ha pasado con tanta rapidez de sus manos a las de los nobles que las cabezas se les han puesto a dar vueltas. Y algunas de ellas rodarán, puede estar segura.

—¿Será la suya una de ellas? —preguntó Ardee alzando la vista por debajo de sus oscuras cejas.

Glokta se chupó lentamente las encías.

—Si rueda la de Sult, es muy posible que la mía sea la siguiente.

—Confío en que no sea así. Ha sido muy bueno conmigo. Mejor que nadie. Más bueno de lo que me merezco —no era la primera vez que la veía recurrir a la estratagema de hablar con total sinceridad, pero no por ello dejaba de desarmarle.

—No diga tonterías —farfulló mientras retorcía los hombros en la silla, aquejado de una súbita sensación de incomodidad.
Bondad, sinceridad, una acogedora salita de estar... Es posible que el coronel Glokta hubiera sabido qué decir, pero yo aquí no soy más que un extraño
. Aún estaba tratando de encontrar una respuesta, cuando en la puerta del vestíbulo resonaron unos golpes—. ¿Espera a alguien?

—¿A quién quiere que espere? Todos mis conocidos se encuentran ahora en esta habitación.

Glokta aguzó el oído mientras se abría la puerta, pero no consiguió oír nada. El pomo de la puerta de la salita giró y la doncella asomó la cabeza.

—Perdonen, pero hay una visita para el Superior.

—¿Quién? —preguntó Glokta.
¿Severard, con noticias del guardia del Príncipe Raynault? ¿Vitari, con algún mensaje del Archilector? ¿Un nuevo problema que necesita solución? ¿Un nuevo conjunto de preguntas que realizar?

—Dice que se llama Mauthis.

Glokta notó que todo el lado izquierdo de su cara se ponía a palpitar.
¿Mauthis?
Hacía ya algún tiempo que no pensaba en él, pero en ese momento la adusta y demacrada imagen del banquero apareció al instante en su mente, tendiéndole un recibo con seca precisión para que él lo firmara.
Un recibo por un regalo valorado en un millón de marcos. Puede que en el futuro un representante de la banca Valinty Balk se presente ante usted para requerirle... algunos favores
.

Ardee le miraba con el ceño fruncido.

—¿Algo va mal?

—No, no es nada —graznó procurando eliminar el tono de asfixia de su voz—. Un antiguo colaborador. ¿Le importa si dispongo un momento de la habitación? Tengo que tratar unos asuntos con ese caballero.

—Desde luego que no —se levantó y se dirigió hacia la puerta, arrastrando la cola de su vestido por la alfombra. A mitad de camino, se detuvo, volvió la cabeza y se mordió los labios. Luego se acercó al aparador, abrió la puerta y sacó la botella y una copa. Finalmente, se encogió de hombros—. Lo necesito.

—Y quién no —susurró Glokta a sus espaldas antes de que saliera.

Un instante después, Mauthis traspasaba el umbral. Las mismas facciones afiladas, los mismos ojos fríos hundidos en sus cuencas. Y, sin embargo, se apreciaba en él algo distinto.
Un cierto nerviosismo. ¿Una cierta ansiedad, tal vez?

—Vaya, maese Mauthis, qué inmenso honor.

—Puede ahorrarse las cortesías, Superior —su voz sonaba aguda y chirriante, como el ruido de unos goznes herrumbrosos—. No me voy a sentir herido en mi orgullo y prefiero hablar a las claras.

—Muy bien, ¿en qué puedo...?

—Mis jefes, la banca Valint y Balk, no están demasiado satisfechos con el derrotero que han tomado sus investigaciones.

La mente de Glokta trabajaba a toda velocidad.

—¿El derrotero de mis investigaciones sobre qué asunto?

—Sobre el asesinato del Príncipe Heredero Raynault.

—Ese caso ya está cerrado, le puedo asegurar que no tengo ninguna intención de...

—Hablando claro, Superior, están al tanto. Creo que será mucho mejor para usted si da por sentado que no hay nada que ellos no sepan. Porque, la verdad sea dicha, ése suele ser el caso. El asesinato ha sido resuelto con una celeridad y una competencia pasmosas. Mis jefes están encantados con el resultado. El culpable ha sido llevado ante la justicia. Así que a nadie le reportará ningún beneficio que ahonde usted más en este desdichado asunto.

Eso sí que es hablar claro. Pero, ¿por qué habrían de importarle a Valinty Balk mis averiguaciones? ¿Me dan dinero para frustrar el ataque de los gurkos y ahora parece molestarles que investigue un complot gurko? No tiene sentido... a no ser que en realidad el asesino no viniera del Sur. A no ser que los asesinos del Príncipe Raynault estén mucho más cerca de lo que creemos...

—Se trata tan sólo de algunos cabos sueltos —alcanzó a farfullar Glokta—. No hay ninguna razón para que sus jefes se pongan furiosos.

Mauthis dio un paso adelante. A pesar de que no hacía calor en la salita, su frente estaba perlada de sudor.

—No están furiosos, Superior. Usted no tenía manera de saber que se sentirían molestos. Pero ya lo sabe. Si decidiera continuar con sus investigaciones, ahora que sabe que eso les desagrada, sí que se pondrían furiosos —se inclinó hacia Glokta y añadió casi en un susurro—. Superior, permítame que me dirija a usted como lo haría una pieza del tablero que hablara con otra pieza. No queremos verles enfadados —había un tono extraño en su voz.
No es una amenaza. Es un ruego
.

—¿Quiere darme a entender —murmuró Glokta sin apenas mover los labios— que informarían al Archilector Sult de su pequeña donación para la defensa de Dagoska?

—Eso es lo mínimo que harían —la expresión de Mauthis no dejaba lugar a dudas.
Miedo
. Miedo dibujado en esa máscara impertérrita que tenía por cara. Había algo en aquella situación que hizo que Glokta sintiera un leve regusto amargo en la lengua, un leve frío en la espalda, una leve opresión en la garganta. Era una sensación que recordaba haber sentido en un tiempo ya lejano. Era lo más parecido al miedo que había sentido desde hacía mucho.
Me tienen cogido. Total y completamente. Lo supe desde el momento en que firmé. Ese fue el precio y no tengo más remedio que pagarlo
.

Glokta tragó saliva.

—Puede decirles a sus jefes que no se realizarán más averiguaciones.

Mauthis cerró los ojos un instante y expulsó una bocanada de aire con un inequívoco gesto de alivio.

—Será un auténtico placer hacerles llegar ese mensaje. Que tenga un buen día —y, dicho aquello, se dio la vuelta y dejó a Glokta solo en la salita de estar de Ardee, mirando fijamente la puerta y preguntándose qué era exactamente lo que acababa de pasar.

La morada de las piedras

La proa del bote se clavó con un fuerte crujido en la playa pedregosa y los guijarros de la orilla soltaron un gemido y rasparon la parte inferior de la embarcación. Dos de los remeros saltaron al agua y arrastraron el bote unos pocos pasos más. Una vez que lo tuvieron firmemente encallado, se apresuraron a subirse de nuevo, como si el agua les causara un intenso dolor. Jezal no se lo podía echar del todo en cara. La isla de los confines del Mundo, el destino final de su viaje, el lugar al que llamaban Shabulyan, tenía un aspecto bastante intimidatorio.

Un extenso montículo de roca pelada y yerma, azotado por el frío oleaje, que se aferraba a los puntiagudos promontorios y arañaba las playas desabrigadas. Más allá, el terreno ascendía mediante una sucesión de quebrados acantilados y traicioneras laderas de canchales que formaban una amenazadora montaña negra que se recortaba sobre el cielo oscuro.

—¿Quieren bajar a tierra?

Los cuatro remeros no hicieron ademán de moverse y su capitán negó lentamente con la cabeza.

—Se cuentan cosas muy malas de esta isla —dijo en la lengua común, pero con un acento tan cerrado que apenas resultaba inteligible—. Dicen que está maldita. Les esperaremos aquí.

—Puede que tardemos un poco.

—Esperaremos.

Bayaz se encogió de hombros.

—Esperen, pues —bajó del bote y se puso a caminar entre las olas, que le llegaban por la rodilla. Lenta y de mala gana, el resto del grupo le siguió por las aguas heladas en dirección a la playa.

Era un lugar inhóspito y desolado, un lugar propicio sólo para las piedras y el agua helada. Las olas rompían ávidas contra la costa y retrocedían sorbiendo celosas los guijarros de la playa. Un viento implacable azotaba la tierra yerma y atravesaba los pantalones empapados de Jezal, revolviéndole el cabello, metiéndoselo en los ojos, helándole hasta los tuétanos. Le arrebataba cualquier entusiasmo que pudiera sentir por haber llegado al final de su viaje. Se colaba por las grietas y las oquedades de las rocas y las hacía cantar, suspirar y gemir formando un lúgubre coro.

La vegetación era muy escasa: un poco de hierba descolorida, debilitada por la sal, unos cuantos arbustos espinosos, más muertos que vivos. Más arriba, alejados del mar, se atisbaba algún que otro grupo de árboles marchitos aferrados con desesperación a la dura roca y doblados según la dirección del viento, como si de un momento a otro fueran a ser arrancados. Jezal casi podía sentir su dolor.

—¡Un paraje encantador! —gritó, y, nada más salir de sus labios, sus palabras fueron arrastradas por el feroz vendaval—. ¡Si a uno le entusiasman las rocas!

—¿Dónde si no iba a ocultar un hombre sabio una piedra? —exclamó Bayaz—. ¡Entre miles de piedras! ¡Entre millones de piedras!

El lugar, desde luego, no andaba escaso de piedras. Peñascos, rocas, cantos y guijarros los había a montones. Era la ostensible ausencia de cualquier otro elemento lo que hacía que el lugar resultara tan desagradable. Jezal echó la vista atrás, acometido por el angustioso pensamiento de que los cuatro remeros pudieran haber decidido hacerse a la mar con el bote y dejarlos abandonados en la isla.

Pero seguían en el mismo sitio, metidos en el esquife que se mecía junto a la playa. Más allá, en el proceloso océano, el cascarón de Cawneil aguardaba fondeado con las velas arriadas. Su mástil, una línea negra que se recortaba sobre un cielo turbulento, se balanceaba lentamente impulsado por el encrespado oleaje.

—¡Tenemos que encontrar un lugar resguardado del viento! —bramó Logen.

—¿Es que hay algún lugar resguardado del viento en este maldito lugar? —le respondió Jezal desgañitándose.

—¡Más vale que lo haya! ¡Necesitamos encender un fuego!

Pielargo señaló hacia lo alto de los acantilados.

—¡Puede que allá arriba encontremos una cueva o algún abrigo, yo les guiaré!

Emprendieron penosamente la marcha por la playa, primero resbalando sobre los guijarros, luego saltando de roca en roca. Como destino, no parecía que los confines del Mundo justificaran el esfuerzo que había que hacer para llegar hasta ellos. Sin haber salido del Norte, podrían haber encontrado todas las frías piedras y las aguas heladas que hubieran querido. A Logen aquel lugar desolado le daba mala espina, pero no se ganaba nada con decirlo. A fin de cuentas, ésa era una sensación que no le había abandonado durante los últimos diez años. Invocar al espíritu, encontrar la Semilla y luego largarse pitando, ése era su plan. ¿Y después qué? ¿De vuelta al Norte? ¿De vuelta a Bethod y a sus hijos, a una sucesión interminable de cuentas pendientes, de ríos de odio? Logen hizo una mueca de dolor. Un panorama bastante poco apetecible. Claro que, si hay que hacer algo, es mejor no demorarlo para no tener que vivir temiéndolo; eso habría dicho su padre, aunque, bien pensado, su padre siempre estaba diciendo cosas y muchas de ellas tampoco servían de mucho.

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