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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (83 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—Que nos pondríamos a matarnos los unos a los otros, me imagino, pero, según Escalofríos y sus muchachos, Bethod no anda sobrado de hombres. Somos más del doble que ellos.

—Puede ser, pero no olvides que le encantan las sorpresas.

—Vale —dijo el Sabueso mientras echaba un vistazo a los Caris, que habían levantado en vilo el árbol caído y lo estaban girando para bloquear la cima de la ladera—. Vale. Entonces ponemos ahí en medio el árbol ese y luego nos confiamos a la suerte.

—¿Confiarnos a la suerte? —gruñó Tresárboles —. ¿Cuándo ha funcionado eso? —Y, dicho aquello, se acercó a Hosco a grandes zancadas y se puso a susurrarle algo al oído. El Sabueso se encogió de hombros. Si se presentaban de pronto unos cuantos cientos de Caris, se verían en un serio aprieto, pero de momento bien poco podía hacer él al respecto. Así que se arrodilló junto a su petate, sacó su trozo de pedernal, reunió unas pocas ramas, las amontonó con cuidado y se puso a hacer chispas.

Escalofríos se puso en cuclillas a su lado, apoyando las palmas de las manos en el mango de su hacha.

—¿Qué haces?

—¿A ti qué te parece? —El Sabueso sopló las teas y observó cómo se avivaban las llamas—. Me estoy preparando un fuego.

—¿No estamos esperando a que empiece una batalla?

El Sabueso se echó hacia atrás, acercó a las llamas unas ramas secas y se quedó mirando cómo se prendían.

—En efecto, estamos esperando, y no hay mejor momento que ése para encender una fogata. Esperar es lo que más se hace en las guerras. En una profesión como ésta te puedes tirar semanas esperando. Así que la cuestión es si quieres pasarlas helado de frío o con un poco de comodidad.

Sacó una sartén del petate y la colocó sobre las llamas. Una sartén nueva y de las buenas; se la había cogido a los sureños. Luego desenvolvió un hatillo que había dentro. Cinco huevos, todavía intactos. Cascó uno en el borde de la sartén, lo vertió y lo oyó chisporrotear. Durante toda la operación, no había dejado de sonreír. Parecía que las cosas iban a mejor. Hacía un montón de tiempo que no se tomaba unos huevos fritos. Fue mientras estaba cascando huevos cuando lo olió, justo en el momento en que se produjo un cambio en la dirección del viento. Ahí olía a algo más que a huevos fritos. Volvió bruscamente la cabeza y frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —preguntó Cathil.

—Seguramente nada. —Pero más valía no correr riesgos—. Espera aquí un momento y ocúpate de los huevos, ¿eh?

—Vale.

El Sabueso pasó por encima del tronco caído, se dirigió al árbol más próximo, se apoyó en él, se puso en cuclillas y oteó la ladera. No se distinguía ningún olor. Y tampoco se veía nada entre los árboles, sólo la tierra húmeda salpicada de manchas de nieve, las ramas de los pinos goteando, las sombras inmóviles. Nada. Tresárboles le había puesto nervioso con su cháchara sobre sorpresas.

Se estaba dando la vuelta cuando de nuevo le llegó el mismo tufillo de antes. Se irguió, dio unos cuantos pasos ladera abajo, alejándose del árbol caído y de la hoguera, y volvió a escrutar los bosques. Tresárboles apareció a su lado con el escudo al brazo y la espada empuñada.

—¿Qué pasa, Sabueso, has olido algo?

—Puede ser —de nuevo venteó el aire. Lo aspiró lenta y prolongadamente por la nariz intentando tamizar los olores—. Seguramente no sea nada.

—No me vengas con esas, Sabueso, no sería la primera vez que tu olfato nos ha sacado de un buen aprieto. ¿Qué hueles?

La brisa cambió de dirección, y esta vez lo captó de lleno. Hacía bastante que no lo olía, pero no había error posible.

—Mierda —exhaló—. Shanka.

—¡Eh! —el Sabueso miró a su alrededor con la boca abierta. Cathil estaba pasando por encima del árbol caído con la sartén en la mano.

—Los huevos están listos —dijo dirigiéndose a ambos con una sonrisa.

Tresárboles le hizo señas sacudiendo un brazo y gritó a todo pulmón:

—Que todo el mundo se meta detrás del...

De la maleza llegó el tañido de la cuerda de un arco. El Sabueso oyó la flecha, la sintió zumbar en el aire. Por regla general, los Cabezas Planas no solían ser buenos arqueros, y falló por una o dos zancadas. La mala suerte fue que acertara en otro blanco.

—Ay —exclamó Cathil parpadeando al ver que tenía una flecha hundida en un costado—. Ay... —y se desplomó dejando caer en la nieve la sartén.

El Sabueso corría ya colina arriba, sintiendo el frío raspándole en la garganta. Un instante después trataba de cogerla de los brazos y veía a Tresárboles levantándola de las rodillas. Era una suerte que no fuera pesada. Nada pesada. Otras dos flechas pasaron volando a su lado. Una de ellas acertó en el árbol caído y se quedó clavada vibrando, justo en el momento en que pasaban a Cathil por encima del tronco para parapetarse al otro lado.

—¡Hay Shanka ahí abajo! —gritaba Tresárboles—. ¡Han dado a la chica!

—¿Conque el lugar más seguro de la batalla? —refunfuñó Dow poniéndose a cubierto detrás del árbol mientras daba vueltas al hacha entre las manos—. ¡Malditos cabrones!

—¿Shanka? ¿Tan al sur? —dijo alguien.

El Sabueso cogió a Cathil por debajo de los brazos y tiró de ella para llevarla a la hondonada de la fogata. La muchacha gemía y pateaba el barro con sus talones.

—Me han dado —murmuró mirando la flecha y la sangre que comenzaba a empaparle la camisa. Luego tosió y miró al Sabueso con los ojos desorbitados.

—¡Ahí vienen! —gritaba Escalofríos—. ¡Preparaos, muchachos! —los hombres sacaban sus armas, se ceñían los cintos y las correas de los escudos, apretaban los dientes y se daban palmadas en la espalda unos a otros preparándose para el combate. Hosco estaba de pie detrás del árbol disparando flechas colina abajo como si tal cosa.

—Ahora tengo que irme —dijo el Sabueso apretando la mano de Cathil—, pero volveré, ¿de acuerdo? Tú quédate aquí muy quieta, ¿vale? Volveré.

—¿Cómo? ¡No! —el Sabueso tuvo que soltarse sus dedos de la mano. No le gustaba tener que hacerlo, pero, ¿qué otra opción había?—. No —repitió a su espalda con voz ronca mientras él corría hacia el árbol, tras el cual se agazapaba la delgada línea de los Caris, dos de ellos con una rodilla hincada y los arcos listos. Una fea lanza pasó por encima del árbol y se clavó en el suelo a su lado. El Sabueso se la quedó mirando un instante, luego la rodeó, se plantó de rodillas cerca de donde estaba Hosco y echó un vistazo a la ladera.

—¡Me cago en la puta! —los árboles estaban plagados de Cabezas Planas. Los árboles de abajo, los de la izquierda, los de la derecha. Oscuras figuras en movimiento, sombras que hacían aspavientos mientras trepaban por la colina. Parecía haberlos a cientos. En las filas de la Unión, a su derecha, reinaba la confusión: los soldados gritaban y sus armaduras se entrechocaban mientras preparaban sus lanzas. Las flechas zumbaban feroces al salir del bosque y se precipitaban sobre ellos—. ¡Me cago en la puta!

—¿Empiezas a disparar, eh? —Hosco soltó una saeta y sacó otra de su aljaba. Sin parar de proferir maldiciones, el Sabueso sacó a toda prisa una de las suyas, pero había tantos blancos que no sabía por cuál decidirse y el tiro se le fue alto. Ya los tenían muy cerca, tan cerca que incluso podía distinguir sus caras. Si es que a eso se le podía llamar caras. Fauces abiertas por las que asomaban feroces hileras de dientes, minúsculos ojos endurecidos e impregnados de odio. Armamento tosco: mazas claveteadas, hachas de sílex, espadas herrumbrosas, robadas a los muertos. Subían a toda velocidad, corriendo como lobos entre los árboles.

El Sabueso acertó a uno en el pecho y lo vio caer hacia atrás. A otro le atravesó una pierna, pero los demás no aminoraban el paso. «¡Preparados!», oyó que rugía Tresárboles, y, a su alrededor, los hombres se levantaron y alzaron sus aceros, sus lanzas y sus escudos para prepararse a recibir la carga. El Sabueso se preguntó cómo demonios se podía preparar un hombre para una cosa así.

Un Cabeza Plana pegó un salto y voló por encima del árbol, gruñendo y echando espumarajos. El Sabueso vio un borrón negro que surcaba el aire, oyó un rugido pegado a su oído y, acto seguido, la espada de Tul se hundía en el Shanka y lo lanzaba hacia atrás, soltando sangre como si fuera agua de una botella rota.

A otro que trepaba por el árbol Tresárboles le arrancó de cuajo un brazo con la espada y luego lo echó ladera abajo empujándolo con el escudo. Ahora se abalanzaban en masa sobre el tronco caído. El Sabueso acertó en la cara a uno que no debía de estar a más de una zancada, luego sacó su cuchillo, lanzó un grito, se lo hundió en las entrañas y sintió el tacto cálido de la sangre derramándose en su mano. Antes de que cayera, le arrebató de la garra la maza, la volteó para alcanzar a otro, falló y salió disparado dando vueltas como una peonza. Los hombres aullaban mientras repartían tajos y hachazos a diestro y siniestro.

Vio a Escalofríos aplastar la cabeza de un Shanka contra el árbol con una bota, alzar su escudo por encima de su cabeza y hundirle el borde metálico en la cara. A otro lo derribó desmadejado de un hachazo, que salpicó de sangre los ojos del Sabueso, y luego agarró con los brazos a un tercero que había saltado sobre él desde el tronco, y los dos rodaron por la tierra mojada. Cuando dejaron de dar vueltas, el Shanka quedó arriba y el Sabueso le golpeó la espalda con la maza, una vez, dos veces, tres veces. Escalofríos se lo quitó de encima y se puso rápidamente de pie, pisándole al bicho la parte de atrás de la cabeza. Se lanzó a la carga y acabó de un hachazo con un Cabeza Plana justo en el momento en que ensartaba con su lanza el costado de uno.

El Sabueso parpadeaba mientras trataba de limpiarse la sangre de los ojos con el dorso de la manga. Vio a Hosco alzar su cuchillo y hundírselo a un Cabeza Plana en el cráneo; la hoja le salió por la boca y lo clavó con fuerza al tronco de un árbol. Vio a Tul descargar una y otra vez su enorme puño en la cara de un Shanka hasta dejarle el cráneo reducido a una papilla rojiza. Un Cabeza Plana que blandía una lanza se encaramó de un salto al árbol que tenía encima, pero, antes de que pudiera clavársela, Dow pegó un salto y le cortó de un tajo las piernas. El bicho soltó un aullido y giró sobre sí en el aire.

El Sabueso vio a un Shanka montado encima de un carl, al que acababa de arrancar de una dentellada un buen trozo de cuello. Desenclavó del suelo una lanza que tenía detrás de él y se la lanzó al Cabeza Plana, acertándole en plena espalda. Cayó hacia atrás, farfullando y lanzando zarpazos hacia sus hombros en un intento desesperado de arrancársela; pero la lanza le había atravesado de lado a lado.

Un carl que tenía los colmillos de un Shanka clavados en un brazo se revolvía y rugía mientras trataba de quitárselo a puñetazos con la mano que tenía libre. El Sabueso dio un paso para ir a ayudarlo, pero, antes de que pudiera alcanzarlo, otro Shanka se abalanzó sobre él blandiendo una lanza. Lo vio a tiempo, esquivó su embestida y, mientras pasaba de largo, le dio un tajo en los ojos con su cuchillo. Luego le soltó un mazazo en la parte de atrás del cráneo y lo sintió cascarse como si fuera un huevo. Se dio la vuelta para encarar a otro más. Era uno de los grandes y en una de sus garras sostenía un hacha enorme. El bicho abrió sus fauces, lanzó un gruñido y soltó espumarajos entre sus dientes.

—¡Vamos! —le gritó mientras alzaba la maza y el cuchillo. Antes de que el Shanka pudiera echársele encima, Tresárboles apareció detrás del bicho y le abrió en canal desde el hombro hasta el pecho. La sangre brotó a chorros y el Cabeza Plana se hincó de rodillas. Se las arregló para incorporarse un poco, pero lo único que consiguió fue dejar su cara a la distancia ideal para que el Sabueso hundiera en ella su cuchillo.

Los Shanka empezaban a replegarse y los Caris lanzaban alaridos mientras los iban abatiendo a medida que se daban la vuelta. El último que quedó pegó un chillido y corrió hacia el árbol para tratar de saltarlo. Soltó un borboteo cuando la espada de Dow le abrió en la espalda una raja sangrienta por la que asomaban trozos de carne desgarrada y astillas blancas de huesos. Cayó enroscado sobre una rama, pegó unas cuantas sacudidas y luego se quedó inmóvil con las piernas colgando en el aire.

—¡Hemos acabado con ellos! —rugió Escalofríos, con el rostro ensangrentado medio oculto tras su larga melena—. ¡Les hemos machacado!

Los Caris prorrumpieron en vítores y aullidos mientras agitaban sus armas. La mayoría al menos. Un par de ellos estaban inmóviles en el suelo y otros cuantos yacían heridos, gimiendo y gorgoteando con los dientes apretados. Al Sabueso no le parecía que ésos estuvieran para celebraciones. Como tampoco lo estaba Tresárboles.

—¡Malditos estúpidos, cerrad la boca! De momento se han ido, pero vendrán más. ¡Es lo que ocurre con los Cabezas Planas, siempre vienen más! ¡Quitadme de en medio esos cuerpos! ¡Y recuperad todas las flechas que podáis! ¡Antes de que acabe el día volveremos a necesitarlas!

El Sabueso renqueaba ya en dirección a los rescoldos de la hoguera. Cathil estaba tumbada en el mismo sitio donde la habían dejado, tomando aire con una respiración acelerada y superficial y con una mano apretada contra las costillas alrededor del asta de la flecha. Al verle acercarse, sus ojos vidriosos se dilataron, pero no dijo nada. El tampoco dijo nada. ¿Qué iba a decir? Rasgó con el cuchillo la camisa ensangrentada de la muchacha, desde la flecha hasta el dobladillo, y luego la despegó hasta que pudo ver el asta. Estaba clavada en el costado derecho, entre dos costillas, justo debajo del pecho. No era un buen lugar para recibir una flecha, aunque en realidad ninguno era bueno.

—¿No es grave, verdad? —farfulló ella con los dientes castañeteándole. Estaba blanca como la nieve y sus ojos tenían un brillo febril—. ¿No es grave, verdad?

—No, no es grave —dijo mientras le limpiaba el barro de la mejilla con el pulgar—. Ahora tranquilízate, ¿eh? Todo saldrá bien —y mientras hablaba, se decía para sus adentros: «eres un maldito mentiroso, Sabueso, un maldito cobarde. Tiene una flecha clavada en las costillas».

Tresárboles se agachó junto a él.

—Hay que sacarla —dijo mirándole con un pronunciado ceño—. Yo la sujeto a ella y tú tiras.

—¿Que haga el qué?

—¿Qué dice? —susurró Cathil con los dientes manchados de sangre—. ¿Qué...? —el Sabueso agarró la flecha con ambas manos mientras Tresárboles sujetaba a la chica por las muñecas—. ¿Qué es lo que...?

El Sabueso dio un tirón, pero la flecha no salió. Volvió a tirar, y brotó sangre de la herida que había alrededor del asta y dos regueros oscuros resbalaron por el pálido costado de la muchacha. Tiró de nuevo, y Cathil pegó una sacudida, lanzó unas patadas al aire y chilló como si la estuviera matando. Tiró, pero la flecha seguía quieta. No se había movido ni medio dedo.

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