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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (78 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Jezal, azorado y confundido a partes iguales, permanecía tieso como un palo sin saber cómo reaccionar ante aquel atrevimiento. De cerca, se advertía que las raíces de la cabellera negra de la mujer estaban grises; era teñida sin duda. En su tersa piel se adivinaban muchas arrugas y tenía un tono amarillento; sin duda se la había empolvado a conciencia. Su toga blanca tenía el dobladillo sucio y en su manga era patente la presencia de una mancha. Parecía tan vieja como Bayaz, tal vez más incluso.

Los ojos de la mujer se volvieron hacia el rincón donde se encontraba Quai y frunció el ceño.

—Qué clase de huésped sea ése, lo ignoro... pero todos son bienvenidos a la Gran Biblioteca Occidental. Todos son bienvenidos...

Jezal pestañeaba ante el espejo con una navaja de afeitar agarrada laxamente en una mano.

Un poco antes había estado reflexionando sobre el viaje, ahora que ya se aproximaba su final, y se había congratulado de las numerosas enseñanzas que había sacado de él. Tolerancia, comprensión, coraje, capacidad de sacrificio. Cuánto había crecido como hombre. Cuánto había cambiado. Pero en ese momento no estaba para congratularse de nada. Puede que el espejo fuera una antigualla, que su reflejo fuera oscuro y que la imagen que le devolvía estuviera algo distorsionada, pero no cabía ninguna duda de que su cara estaba hecha una auténtica ruina.

Su grata simetría se había perdido para siempre. Su perfecta mandíbula estaba marcadamente torcida hacia la izquierda y parecía más gruesa de un lado que del otro; su noble mentón estaba retorcido en un feo ángulo. El arranque de la cicatriz en el labio superior no era más que una tenue línea, pero luego se dividía en dos, se hendía profundamente en el inferior y lo echaba hacia abajo confiriéndole un gesto permanente de lascivia.

Nada de lo que hiciera servía de mucho. Sonreír sólo contribuía a empeorar las cosas, pues, al hacerlo, quedaban al descubierto los horrendos huecos de su dentadura, más propios de un boxeador sonado o de un bandolero que de un oficial de la Guardia Real. El único consuelo era que con toda probabilidad moriría durante el viaje de regreso y así ninguno de sus viejos conocidos le vería nunca tan horriblemente desfigurado. Un consuelo bien triste, desde luego.

Una solitaria lágrima cayó al bacín que tenía debajo de la cara.

Jezal tragó saliva, tomó aire con respiración entrecortada y se limpió su mejilla humedecida con el dorso del antebrazo. Acto seguido, encajó la nueva y extraña configuración de su mandíbula y agarró con fuerza la navaja. El mal estaba hecho y no había vuelta de hoja. Tal vez fuera un hombre más feo, pero también era mejor persona, y, como habría dicho Logen, al menos seguía vivo. Hizo una floritura con la navaja y se rasuró los pelos que crecían sueltos y desordenados en las mejillas, por detrás de las orejas y en la garganta. Los que había alrededor de los labios, en el mentón y en torno a la boca se los dejó. Le quedaba bien la barba, pensó, mientras secaba la navaja. O, por lo menos, contribuía a que se notara un poco menos la desfiguración de su rostro.

Luego se puso las ropas que le habían dejado. Una camisa que olía a moho y unos pantalones de un corte antiguo y ridículamente pasado de moda. Cuando por fin estuvo listo para ir a cenar, casi se le escapó una risa al ver su deformado reflejo. Los despreocupados moradores del Agriont a duras penas le habrían reconocido. De hecho, él mismo casi ni se reconocía.

El ágape nocturno no respondió a lo que cabía esperar de la mesa de tan ilustre figura histórica. La vajilla de plata estaba deslustrada en extremo, los platos muy usados y desconchados, y la mesa oscilaba tanto que Jezal estaba convencido de que en cualquier momento el almuerzo iría a parar al mugriento suelo. La comida la servía el desgarbado portero, con el mismo ritmo cansino con que les había abierto la puerta, de tal modo que cada uno de los platos llegaba más frío y más amazacotado que el anterior. El primero fue una sopa aceitosa de una insuperable insipidez. Luego vino un pescado tan hecho que casi había quedado reducido a cenizas, y hacía un rato les habían traído una carne tan poco hecha que casi parecía viva.

Bayaz y Cawneil comían en un silencio sepulcral mientras se miraban fijamente desde cada extremo de la mesa, como si se hubieran hecho el firme propósito de conseguir que todos los demás se sintieran incómodos. Quai se limitaba a llevarse comida a la boca mientras sus ojos oscuros miraban alternativamente a cada uno de los Magos. Pielargo acometía cada plato con fruición mientras sonreía a todos los presentes como si estuvieran disfrutando del almuerzo tanto como él. Logen contemplaba con expresión ceñuda el tenedor sobre el que se cerraba su puño mientras daba torpes pinchazos al plato como si se tratara de un pendenciero Shanka, metiendo de vez en cuando las abultadas mangas de su jubón en la comida. A Jezal no le cabía ninguna duda de que Ferro habría podido usar su cubertería con suma destreza, de haberle dado la gana, pero había optado por comer con las manos y cada vez que sus ojos se cruzaban con los de alguno de los otros comensales le lanzaba una mirada asesina como retándole a que le afeara su forma de comer. Seguía llevando la misma ropa sucia de hacía una semana, y, por un instante, Jezal se preguntó si le habrían ofrecido ponerse un vestido. Casi se atraganta al imaginársela.

Ni la comida ni la compañía ni el entorno respondían a lo que Jezal habría elegido, pero el hecho era que hacía unos pocos días se habían quedado prácticamente sin nada que echarse a la boca. Durante ese lapso de tiempo sus raciones alimenticias se habían limitado a un manojo de raíces terrosas que Logen había arrancado de una ladera de la montaña, a seis huevos minúsculos que Ferro había robado de un nido situado en un risco y a unas cuantas bayas de una amargura indescriptible que Pielargo había arrancado de un árbol, elegido aparentemente al azar. Jezal tenía tanta hambre que incluso habría sido capaz de comerse el plato. Y, de hecho, mientras trataba de cortar un trozo de carne llena de nervios, se preguntó si en el fondo no sería una opción más sabrosa.

—¿Sigue en condiciones de navegar el barco? —gruñó Bayaz. Todo el mundo levantó la vista. Era la primera vez que alguien hablaba desde hacía un buen rato.

El ojo oscuro de Cawneil le dirigió una mirada gélida.

—¿Te refieres al barco que emplearon Juvens y sus hermanos para navegar hasta Shabulyan?

—¿Qué otro iba a ser?

—En tal caso, la respuesta es no. No está en condiciones de hacerse a la mar. Se encuentra en el viejo embarcadero cubierto con un pútrido mantillo de verdín. Pero no temas. Luego se construyó otro, y, cuando ése se pudrió también, otro más. El último se mece al ritmo que marcan las mareas, amarrado a tierra, con una buena capa de algas y mejillones, pero dotado siempre de una tripulación y bien surtido de provisiones. No he olvidado la promesa que hice a nuestro maestro. Yo tomé buena nota de cuáles eran mis obligaciones.

Las cejas de Bayaz se juntaron formando un gesto iracundo.

—Lo cual quiere decir, me imagino, que yo no lo hice, ¿no es así?

—Yo no he dicho eso. Si crees detectar un tono de reproche en mis palabras, es tu propia culpa la que te aguijonea, no mis acusaciones. Yo no tomo partido, ya lo sabes. Nunca lo he hecho.

—Hablas como si la pereza fuera la mayor de las virtudes —masculló el Primero de los Magos.

—A veces lo es, sobre todo si actuar significa tomar parte en vuestras trifulcas. Olvidas, Bayaz, que todo esto ya lo he visto antes, y en más de una ocasión; es un esquema que me resulta tedioso. La historia se repite. Los hermanos luchan entre sí. Del mismo modo que Juvens luchó con Glustrod, que Kanedias luchó con Juvens, ahora Bayaz lucha con Khalul. Hombres más pequeños en un mundo más grande, pero no por ello con menos odio, ni más dispuestos a la clemencia. ¿Acabará esta sórdida rivalidad igual de bien que las anteriores? ¿O será aún peor?

Bayaz resopló con desdén.

—No pretendas hacerme creer que algo de esto te importa, o que si te importara serías capaz de alejarte de tu lecho más de diez zancadas.

—Claro que no me importa. No tengo ningún problema en reconocerlo. Nunca fui como tú o como Khalul, ni siquiera como Zacharus o como Yulwei. Carezco de una ambición insaciable y mi arrogancia no es un pozo sin fondo.

—Sí, desde luego —Bayaz se chupó asqueado las encías y arrojó su tenedor, que cayó con estrépito en el plato—. Lo que tú tienes es una vanidad sin límites y una pereza infinita.

—Soy una persona de pequeños vicios y pequeñas virtudes. Rehacer el mundo para que se acomode al grandioso proyecto que he diseñado para él nunca me ha interesado. Siempre he aceptado el mundo tal y como es, y por eso soy una enana entre gigantes —sus somnolientos ojos se fueron posando en cada uno de sus huéspedes—. El pie de un enano no puede aplastar a nadie —cuando la mirada escrutadora de Canweil recayó en él, Jezal soltó una tos y se concentró en la carne correosa que tenía en el plato—. Pero bien larga es la lista de los que tú has pisoteado para satisfacer tu ambición, ¿no es cierto, amor mío?

La irritación de Bayaz comenzaba a pesar como una losa en el ánimo de Jezal.

—No hace falta que recurras a acertijos, hermana —rezongó el anciano—. Capto lo que quieres decir.

—Ah, lo olvidaba. Tú eres de los que hablan siempre a las claras, de los que no soportan ningún tipo de subterfugios. Eso me dijiste justo después de asegurarme que jamás me abandonarías y justo antes de que me dejaras para irte con otra.

—No tuve elección. No eres justa conmigo, Cawneil.

—¿Que no soy justa contigo? —bufó ella, y esta vez su furia se abatió sobre Jezal desde el otro lado de la mesa—. ¿De qué me hablas, hermano? ¿Es que no me abandonaste? ¿Es que no te fuiste con otra? ¿Es que no le robaste al Creador primero sus secretos y luego a su hija? —Jezal, que ya no sabía dónde meterse, encorvó los hombros sintiéndose tan estrujado como una nuez en un cascanueces—. ¿Es que ya te has olvidado de Tolomei?

La expresión de Bayaz se volvió aún más gélida.

—He cometido errores y aún sigo pagando por ellos. No hay ni un solo día en que no piense en ella.

—¡Qué nobleza la tuya! —replicó con sorna Cawneil—. ¡Seguro que ella se desmayaría de gratitud si pudiera oírte! También yo pienso en aquel día alguna que otra vez. El día en que acabaron los Viejos Tiempos. Ahí estábamos, congregados ante la Casa del Creador, ávidos de venganza. Echamos mano de todo nuestro Arte, de toda nuestra furia, y ni siquiera logramos hacer un arañazo a las puertas. Y, llegada la noche, el susurro de tu voz rogó a Tolomei que te dejara entrar —apretó sus manos ajadas contra el pecho—. Qué tiernas palabras usaste. Unas palabras que jamás te habría creído capaz de pronunciar. Incluso una vieja cínica como yo se sintió conmovida. ¿Podía una criatura inocente como Tolomei negarte lo que le pidieras, ya fuera que te abriera la casa de su padre o que te abriera las piernas? ¿Y cuál fue la recompensa que obtuvo por todos sus desvelos, eh, hermano? ¿Por ayudarte, por confiar en ti, por entregarte su amor? ¡Qué dramática tuvo que ser la escena! Los tres ahí arriba, en los tejados. Una joven ilusa, su celoso padre y su amante secreto —dejó escapar una amarga carcajada—, No suele ser una buena combinación, pero aun así nadie habría pensado que acabaría tan mal. ¡Los dos, padre e hija, precipitándose en la larga caída hacia el puente!

—Kanedias era incapaz de sentir piedad —gruñó Bayaz—, ni siquiera hacia su propia hija. La lanzó desde el tejado ante mis propios ojos. Luchamos, y yo le arrojé al vacío envuelto en llamas. Y así se consumó la venganza de nuestro maestro.

—¡Oh, fantástico! —Cawneil aplaudió con fingido entusiasmo—. ¡A todo el mundo le gustan los finales felices! Pero dime una cosa, ¿qué fue lo que te hizo llorar tanto a Tolomei cuando yo jamás conseguí arrancarte ni una mísera lágrima? ¿Decidiste que te gustaban las mujeres puras, eh, hermano? —y pestañeó haciendo una irónica demostración de coquetería, que resultaba extrañamente perturbadora en su rostro avejentado—. ¿Inocencia? Una virtud fugaz e inútil, que nunca me he vanagloriado de poseer.

—¡Qué cosa más rara en alguien como tú, que a tantos ha poseído!

—Oh, muy bien, mi viejo amante, felicidades. La viveza de tu ingenio siempre fue lo que más me gustó de ti. Khalul, sin duda, era el mejor en la cama, pero nunca tuvo tu pasión ni tu osadía —ensartó con saña un trozo de carne con el tenedor—. ¿Viajando a los confines del Mundo a tu edad? ¿Para robar aquello que nuestro maestro prohibió? ¡Hace falta valor, desde luego!

Bayaz lanzó una mirada desdeñosa al otro extremo de la mesa.

—¿Qué sabrás tú del valor? ¡Tú, que durante todos estos largos años sólo te has querido a ti misma! ¡Que no has arriesgado nada, no has dado nada, no has creado nada! ¡Tú, que has dejado que se marchiten todos los dones que te concedió nuestro maestro! Guárdate tus polvorientas historias, hermana. A nadie le interesan y a mí menos que a nadie.

Los dos Magos se quedaron mirándose en un gélido silencio mientras la atmósfera se iba adensando con su furia contenida. Las patas de la silla de Nuevededos emitieron un leve chirrido al apartarla cautelosamente de la mesa. Ferro, que estaba enfrente de él, tenía fijada en su semblante una expresión de honda desconfianza. Malacus Quai enseñaba los dientes y clavaba sus ojos iracundos en su maestro. Jezal no podía hacer otra cosa que permanecer sentado y contener la respiración, confiando en que al final de aquella discusión incomprensible no acabara uno de ellos en llamas. Sobre todo él.

—Bueno —se aventuró a decir el Hermano Pielargo—. Yo, por mi parte, quisiera dar las gracias a nuestra anfitriona por esta excelente comida que... —los dos ancianos Magos clavaron en él sus despiadadas miradas—. Ahora que nos acercamos... a nuestro... destino final... hummm... —el Navegante tragó saliva y bajó los ojos hacia el plato—. Entiendo; no he dicho nada.

Sentada desnuda en una silla, con una pierna pegada al pecho, Ferro se rascaba una costra que tenía en la rodilla, y fruncía el ceño.

Fruncía el ceño mientras contemplaba las paredes de la habitación, imaginándose el enorme peso de las viejas piedras que la rodeaban por todas partes. Se recordaba a sí misma mirando con idéntico gesto los muros de su celda en el palacio de Uthman, aupándose para asomarse por la minúscula ventana, sintiendo el sol en su cara, soñando con la libertad. Recordaba los grilletes raspándole los tobillos, la cadena, larga y fina, pero mucho más resistente de lo que aparentaba. Se veía forcejeando con ella, mordiéndola, dándole tirones con el pie hasta desgarrarse la piel y hacerse sangre. Odiaba las paredes. Para ella siempre habían sido como las fauces de un cepo.

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