Antes de que los cuelguen (29 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—¡Al galope! —rugió Bayaz, pero Jezal permaneció quieto en su silla con la boca abierta. El aire que había alrededor del Mago vibraba ahora con más intensidad si cabe. Las rocas que había a sus espaldas temblaban y se retorcían como los cantos del lecho de un río. El anciano frunció el ceño y se miró las manos—. No... —musitó haciéndolas girar ante sus ojos.

Las hojas pardas del suelo ascendían por el aire y flotaban como impulsadas por una ráfaga de viento.

—No —repitió Bayaz abriendo desmesuradamente los ojos. Todo su cuerpo se había puesto a temblar.

Jezal contempló boquiabierto cómo las piedras sueltas que tenían a su alrededor se alzaban del suelo y volaban por el aire. Empezaron a desgajarse las ramas de los arbustos, a desprenderse los terrones de hierba de las rocas, mientras su zamarra aleteaba impulsada hacia arriba por una fuerza invisible.

—¡No! —chilló Bayaz y, acto seguido, sus hombros se contrajeron sacudidos por un súbito espasmo. Un árbol que tenían al lado se partió en dos con un crujido ensordecedor y una nube de astillas salió volando arrastrada por el azote del aire. Alguien pegaba gritos, pero Jezal apenas si podía oírlos. Su caballo se encabritó y no fue capaz de sostenerse. Cayó al suelo de espaldas mientras a su alrededor el valle entero fulguraba, se estremecía, vibraba.

La cabeza de Bayaz rebotó rígidamente hacia atrás mientras una de sus manos pegaba zarpazos al aire. Una roca del tamaño de la cabeza de un hombre pasó volando junto a la cara de Jezal y se estrelló contra un peñasco. Una tormenta de desechos, un auténtico torbellino de maderas, piedras, tierra y bártulos rotos azotaba el aire. Los oídos de Jezal retumbaban con un estruendo aterrador en el que se mezclaban gritos, estallidos y cacharrazos. Apretó la cara contra el suelo, se cubrió la cabeza con los brazos y cerró con fuerza los ojos.

Pensó en sus amigos. En West, en Jalenhorn, en Kaspa, incluso en el teniente Brint. Pensó en su familia y en su casa, en su padre, en sus hermanos. Pensó en Ardee. Si volvía a verla, prometía ser mejor persona. Se lo juró a sí mismo con labios mudos y temblorosos mientras el viento asolaba el valle que le rodeaba. Jamás volvería a ser egoísta, jamás volvería a ser vano, jamás volvería a ser perezoso. Sería mejor amigo, mejor hijo, mejor amante, si salía vivo de aquélla. Si salía vivo de aquélla. Si salía vivo de...

De pronto, llegó a sus oídos el resuello aterrorizado de su propia respiración y el palpitar de la sangre acumulada en su cabeza.

El estruendo había cesado.

Jezal abrió los ojos. Se quitó las manos de la cabeza y una lluvia de ramas y tierra cayó a su alrededor. El desfiladero estaba lleno de hojas que se posaban lentamente en la tierra en medio de una polvareda asfixiante. No muy lejos, de pie, se encontraba Nuevededos, chorreando sangre por un corte que tenía en la frente. Avanzaba de lado, muy despacio. Delante de él había alguien. Uno de los hombres que habían bloqueado el camino a sus espaldas, un hombre alto con una mata de cabellos pelirrojos. Se rodeaban el uno al otro. Jezal, arrodillado y con la boca abierta, se los quedó mirando. Sentía vagamente que su deber era intervenir, pero no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo.

De pronto, el pelirrojo se abalanzó hacia delante haciendo molinetes con su espada. Un movimiento rápido, pero el de Nuevededos lo fue aún más. Dio un paso a un lado, de tal modo que la hoja sibilante le pasó rozando la cara, y, luego, mientras su enemigo pasaba junto a él, le dio un tajo en el vientre. El hombre emitió un gruñido y dio uno o dos pasos tambaleándose. La pesada espada de Nuevededos impactó en su nuca con un chasquido hueco. El tipo se enredó con sus propios pies y cayó de bruces chorreando sangre por la herida de la cabeza. Jezal la vio esparcirse lentamente por la tierra que rodeaba al cadáver. Un charco amplio y oscuro que se iba fundiendo poco a poco con el polvo y la tierra suelta del lecho del valle. Sin segundas oportunidades. Aquí no se jugaba a tres toques.

Oyó una especie de restregón áspero y, al alzar la vista, vio a Nuevededos moviéndose con paso vacilante alrededor de otro hombre, un tipo gigantesco. Los dos gruñían y se lanzaban tajos con sendos cuchillos. Jezal los miró boquiabierto. ¿Cuándo había empezado eso?

—¡Apuñálele! —le gritó Nuevededos trabando a su adversario—. ¡Apuñálele, me cago en la puta! —Jezal permanecía arrodillado, mirando hacia arriba. Una de sus manos se aferraba a la empuñadura de su acero largo como si fuera un manojo de hierba al borde de un precipicio, la otra colgaba flácida a un lado.

Se oyó un ruido seco. El gigantón exhaló un quejido. Una flecha había aparecido en su costado. Luego se oyó otro ruido seco. Dos flechas. A continuación, apareció una tercera pegada a las otras. El hombre se deshizo lentamente de la tenaza de Nuevededos y cayó de rodillas, tosiendo y gimiendo. Gateó hasta donde estaba Jezal y se sentó muy despacio, gesticulando y profiriendo una especie de extraño maullido. Luego cayó de espaldas sobre el camino y las flechas que tenía clavadas quedaron hacia arriba como si fueran juncos a orillas de un río. Después ya no se movió más.

—¿Dónde se ha metido Finnius?

—Ha escapado.

—¡Traerá más gente!

—Había que elegir entre él y este de aquí.

—¡Ése era mío!

—Claro. Si hubieras conseguido mantenerlo ahí quieto un año entero, a lo mejor Jezal se decidía por fin a sacar el acero, ¿eh?

Voces extrañas que nada le decían. Con las piernas temblorosas, Jezal se puso lentamente de pie. La boca se le había quedado seca, tenía las rodillas flojas y le zumbaban los oídos. Bayaz estaba tendido boca arriba en medio del camino a sólo unas zancadas de distancia; a su lado, arrodillado, se encontraba el aprendiz. Uno de los ojos del Mago estaba cerrado, el otro lo tenía entreabierto y su párpado palpitante dejaba entrever una rendija blanca del globo ocular.

—Ya puede soltar eso —Jezal bajó la vista. Los nudillos blancos de su mano seguían aferrando la empuñadura de la espada. Se esforzó por aflojar los dedos y poco a poco la soltó. Tenía la palma dolorida de tanto apretar. De pronto, sintió en el hombro el pesado golpe de una mano.

—¿Está bien? —era la voz de Nuevededos.

—¿Eh?

—¿Está herido?

Jezal se miró a sí mismo y se puso a darles vueltas a las manos como un estúpido. Había suciedad, pero no sangre.

—Creo que no.

—Bien. Los caballos se han escapado. Qué otra cosa iban a hacer, ¿no? Si yo tuviera cuatro patas, a estas alturas ya habría recorrido la mitad del camino de regreso al mar.

—¿Cómo?

—¿Por qué no va a buscarlos?

—¿Quién le ha nombrado a usted jefe?

Las pobladas cejas de Nuevededos se juntaron un poco. Al punto, Jezal adquirió conciencia de lo cerca que estaban el uno del otro y de que la mano del norteño seguía posada en su hombro. Solamente la tenía apoyada, pero aun así sentía su fuerza a través de la zamarra y daba la impresión de ser lo bastante fuerte para arrancarle de cuajo un brazo. Maldita lengua suya, siempre le estaba metiendo en líos. Lo mínimo que esperaba recibir era un puñetazo en los morros, y tampoco descartaba que le diera un golpe fatal en la cabeza, pero Nuevededos se limitó a fruncir los labios con gesto pensativo y luego le habló.

—Usted y yo somos diferentes. Diferentes en casi todo. Ya veo que la gente como yo, y yo en concreto, no le merecemos demasiado respeto, y no le culpo por ello. Bien saben los muertos de mis muchos defectos, y yo tampoco los ignoro del todo. Tal vez piense que usted es un tipo muy listo y que yo no soy más que un idiota, y seguramente tiene razón. Estoy convencido de que sabe usted muchas más cosas que yo. Pero, a la hora de combatir, siento decirle que hay pocos hombres que tengan más experiencia que yo. No se lo tome a mal, pero creo que los dos sabemos que usted no es uno de ellos. Nadie me ha nombrado jefe, pero alguien tiene que ocuparse de esa tarea —se acercó un poco más a él y su enorme zarpa apretó el hombro de Jezal con una firmeza paternal, a mitad de camino entre el gesto tranquilizador y la amenaza—. ¿Le parece mal?

Jezal caviló unos instantes. Se sentía totalmente sobrepasado y los acontecimientos que habían tenido lugar hacía unos minutos demostraban hasta qué punto era así. Bajó la vista, miró al hombre que Nuevededos acababa de matar y le pareció que la hendidura que tenía en la cabeza se abría para tragarle. Puede que de momento fuera preferible hacer lo que le dijeran.

—No, no, en absoluto.

—¡Estupendo! —Nuevededos sonrió, le dio una palmada en el hombro y le soltó—. Aún hay que coger a esos caballos y me parece que es usted el hombre más indicado para llevar a cabo esa tarea.

Jezal asintió y se alejó con paso vacilante para ir a buscarlos.

Las Cien Palabras

Algo raro estaba pasando ahí, de eso no había ninguna duda. El coronel Glokta probó a moverse, pero por alguna extraña razón sus miembros no le respondían. Un sol cegador le daba de lleno en los ojos.

—¿Hemos derrotado a los gurkos? —preguntó.

—Desde luego que sí —dijo el Haddish Kahdia, apareciendo en su campo visual—. Con la ayuda de Dios, los hemos pasado por la espada. Los hemos masacrado como si fueran ganado —dicho aquello, el anciano indígena siguió mascando una mano amputada que tenía junto a la boca. Ya había dado cuenta de un par de dedos.

Glokta estiró el brazo para cogerla, pero en lugar de mano lo único que tenía era un muñón sangriento cortado a la altura de la muñeca.

—Por todos los diablos —susurró el coronel—, pero si lo que se está comiendo es mi mano.

Kahdia sonrió.

—Y está absolutamente deliciosa. Permítame que le felicite.

—Absolutamente deliciosa —masculló el general Vissbruck, y, acto seguido, le arrebató la mano a Kahdia y sorbió una tira suelta de carne—. Debe de ser por haber practicado tanto la esgrima de joven —su rostro rechoncho y sonriente estaba embadurnado de sangre.

—La esgrima, claro —dijo Glokta—. Me alegro de que le guste —aunque la verdad es que todo aquel asunto empezaba a resultarle un tanto extraño.

—¡Vaya si nos gusta! —exclamó Vurms. En sus manos ahuecadas sostenía los restos de un pie de Glokta como si fueran una rodaja de melón y los mordisqueaba con delicadeza—. ¡Los cuatro estamos encantados! ¡Sabe a cerdo asado!

—¡A buen queso! —exclamó Vissbruck.

—¡A dulce miel! —terció arrobado Kahdia mientras espolvoreaba un poco de sal en el diafragma de Glokta.

—¡A dulce dinero! —ronroneó la voz de la Maestre Eider desde algún lugar situado un poco más abajo.

Glokta se incorporó apoyándose en sus codos.

—Oiga, ¿qué hace usted ahí abajo?

La mujer alzó la vista y le sonrió.

—Usted me quitó mis anillos. Lo mínimo que puede hacer es darme algo a cambio —sus dientes se hundieron como pequeñas dagas en el muslo derecho de Glokta y le arrancaron de cuajo una bola de carne. A continuación, sorbió con voracidad la sangre de la herida y rebañó la piel con la lengua.

El coronel Glokta alzó las cejas.

—Tiene razón, por supuesto. Toda la razón —la verdad es que dolía mucho menos de lo que cabía esperar, pero tener que estar sentado recto resultaba bastante agotador, así que se dejó caer en la arena y se quedó tumbado, contemplando el cielo azul—. Todos ustedes tienen mucha razón.

La Maestre Eider ya le había llegado a la altura de las caderas.

—¡Ah, me hace cosquillas! —dijo entre risas el coronel. Qué cosa más placentera, pensó, ser devorado por una mujer tan hermosa—. Un poco más a la izquierda —susurró cerrando los ojos—, sólo un poquito más a la izquierda...

Con la espalda tan rígida como un arco tensado al máximo, Glokta se incorporó en el lecho sacudido por un dolor atroz. Su pierna izquierda temblaba bajo las sábanas pegajosas, sus músculos atrofiados estaban anudados por unos calambres desgarradores. Con los pocos dientes que le quedaban se mordió el labio para no pegar un aullido, expulsó por la nariz un resuello compulsivo y contrajo el rostro en un intento desesperado de aplacar el dolor.

Justo cuando parecía que la pierna se le iba a desgarrar, los tendones se relajaron de golpe. Glokta cayó sobre el lecho húmedo y permaneció tumbado, respirando con fuerza.
Mierda de sueños
. No había ni una sola parte de su cuerpo que no le doliera, ni una parte de su persona que no estuviera debilitada, temblorosa y empapada de un sudor frío. De pronto, frunció el ceño en la oscuridad. Había un extraño ruido en la habitación. Una especie de siseo continuo.
¿Qué es eso?
Poco a poco, poniendo mucho cuidado, se dio la vuelta, se bajó de la cama, llegó renqueando hasta la ventana y se asomó fuera.

Era como si la ciudad se hubiera volatilizado. Un telón gris había caído sobre ella, dejándole aislado del mundo exterior.
Lluvia
. Los goterones impactaban contra el alféizar y estallaban formando una fina rociada que esparcía por la cámara una fresca neblina que humedecía la alfombra que había debajo de la ventana y los cortinajes que enmarcaban el vano, proporcionando un poco de alivio a la sudorosa piel de Glokta.
Lluvia
. Se había olvidado de su existencia.

Un resplandor rasgó el cielo, un rayo en la lejanía. Las oscuras siluetas de las torretas del Gran Templo se recortaron durante un instante sobre las sonoras tinieblas y luego la oscuridad volvió a cerrarse, acompañada del furioso retumbar de un trueno lejano. Glokta sacó un brazo por la ventana y dejó que el agua fría le salpicara la piel. Una sensación desacostumbrada, extraña.

—Qué increíble —se dijo.

—Las primeras lluvias han llegado —Glokta casi se ahoga al darse la vuelta. Se tambaleó y tuvo que agarrarse a las piedras mojadas que enmarcaban la ventana en busca de apoyo. La habitación estaba oscura como boca de lobo, no había forma de saber de dónde procedía la voz.
¿Me lo habré imaginado? ¿Seguiré soñando?
—. Un momento sublime. Parece como si el mundo reviviera —a Glokta se le heló el corazón en el pecho. Una voz masculina, profunda, sonora.
¿La voz del hombre que se llevó a Davoust? ¿Y que ahora se me llevará a mí?

Un nuevo resplandor iluminó la sala. El hombre que había hablado estaba sentado en la alfombra con las piernas cruzadas. Un anciano de tez oscura y cabello largo.
Entre la puerta y yo. Imposible salir, aun cuando fuera mejor corredor de lo que soy
. La luz desapareció con la misma celeridad con la que había llegado, pero la imagen del hombre permaneció durante unos instantes grabada a fuego en la retina de Glokta. El estallido del trueno desgarró los cielos y retumbó en la amplia cámara a oscuras.
Nadie oirá mis desesperados gritos de socorro, aun suponiendo que hubiera alguien a quien le importara
.

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