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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (26 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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El joven se encogió de hombros con modestia.

—No es la primera vez que me lo dicen.

—Hummm —ensartar una manzana y ensartar a un hombre no eran la misma cosa, pero ser rápido era un buen comienzo. Logen bajó la vista y contempló la espada de Ferro, luego le dio la vuelta entre las manos y la sacó de su vaina de madera. Le parecía un arma muy rara: el mango y la hoja estaban ligeramente curvados, era más gruesa en el extremo opuesto al de la empuñadura, sólo estaba afilada de un lado y apenas si tenía punta. La agitó un par de veces en el aire. Extraño peso, más propio de un hacha que de una espada.

—Un trasto muy raro —masculló Luthar.

Logen recorrió el filo con el pulgar. Un tacto rugoso, que agarraba un poco la piel.

—Pero muy afilado.

—¿Usted nunca afila la suya?

Logen frunció el ceño. Calculaba que en total debía de haberse pasado varias semanas de su vida afilando sus armas. Todas las noches, cuando se hacía un alto en el camino, después del almuerzo, los hombres se sentaban y repasaban su equipo: el chirrido de los aceros raspados con piedras y metales, los resplandores metálicos a la luz de la hoguera. Afilar, limpiar, pulir, tensar. Su cabello podía estar cubierto de barro, su piel, tensa de sudor rancio, y sus ropas, plagadas de piojos, pero sus armas siempre relucían como la luna llena.

Agarró el frío mango y sacó de su mugrienta vaina la espada que le había regalado Bayaz. Comparada con la de Luthar, e incluso con la de Ferro, se antojaba un trasto lento y feo. Su pesada hoja color grisáceo apenas si tenía brillo. La dio la vuelta entre sus manos. Una solitaria letra plateada relucía junto a la empuñadura. La marca de Kanedias.

—No me explico muy bien por qué, pero lo cierto es que no hace falta afilarla. Al principio lo intenté, pero lo único que conseguí fue desgastar la piedra —Pielargo se había encaramado a uno de los árboles y reptaba por una gruesa rama en dirección a una manzana que colgaba fuera de su alcance, cerca del extremo.

—Si quieren saber mi opinión, les diré que las armas son un reflejo de sus dueños —rezongó el Navegante—. El capitán Luthar, reluciente y apuesto pero sin experiencia en el combate. La dama Maljinn, fiera, cortante y de aspecto amenazador. El norteño Nuevededos, pesado, sólido, lento y simplón. ¡Ja! —se rió mientras avanzaba un poco más por la rama—. ¡Unas metáforas de lo más precisas! Hacer malabarismos con las palabras siempre ha sido uno de mis dones más...

Exhalando un quejido, Logen hizo un molinete con la espada. La hoja mordió la rama en el punto donde se unía al tronco hasta casi desgajarla. Más que suficiente para que el peso de Pielargo diera cuenta del resto y la arrancara del todo. Rama y Navegante se estrellaron contra la maleza que crecía a la sombra del árbol.

—¿Es lo bastante simple y lenta para usted?

Sin dejar de afilar su acero corto, Luthar estalló en violentas carcajadas, y Logen se le unió. Echarse unas risas con un hombre era un buen paso adelante. Primero vienen las risas, luego el respeto y la confianza.

—¡Por el aliento de Dios! —exclamó Pielargo mientras salía de debajo de la rama—. ¿Es que uno no puede comer sin que le dejen en paz?

—Un filo estupendo —dijo entre risas Luthar—, De eso no cabe duda.

Haciendo fuerzas, Logen levantó en alto la espada con una mano.

—Sí, el tal Kanedias sabía cómo hacer una buena espada.

—A hacer espadas se dedicaba —Bayaz había traspasado el arco desvencijado y había accedido al huerto—. Por algo le llamaban el Maestro Creador. Esa que tiene usted en la mano no es sino la más ínfima de sus creaciones, y fue forjada para la guerra contra sus hermanos.

—¡Hermanos! —dijo con desdén Luthar—. Entiendo muy bien cómo se sentía. Siempre acaba surgiendo algún problema con ellos. Por culpa de una mujer, en mi caso —dio un último toque a su espada con la piedra de afilar—. Aunque en materia de mujeres siempre he acabado siendo yo quien se las llevó al huerto.

—¿No me diga? —repuso Bayaz con sorna—. El caso es que sí que hubo una mujer metida en todo el asunto, aunque no de la manera en que usted piensa.

Luthar le dirigió una sonrisa repelente.

—¿Y de qué otra manera puede pensarse en una mujer? Porque si quiere saber mi opinión, le diré que... ¡aarggh! —un buen terrón de excremento de pájaro se estampó contra la hombrera de su zamarra y salpicó su pelo, su cara, sus aceros recién limpiados de motas negras y grises—. ¿Qué demonios...? —se levantó apresuradamente y miró hacia el muro que tenía encima. Arriba, apostada en cuclillas, estaba Ferro, limpiándose la mano con una hoja de hiedra.

Con el cielo brillante a sus espaldas, no era fácil asegurarlo, pero a Logen le pareció ver el esbozo de una sonrisa en su semblante.

El que desde luego no sonreía era Luthar.

—¡Maldita zorra! —chilló mientras se limpiaba la porquería blanca de la zamarra y la arrojaba contra el muro—. ¡Malditos salvajes! —y, abriéndose paso entre ellos, cruzó hecho una furia el arco desvencijado. Las risas era una cosa, pero todo parecía indicar que el respeto aún tardaría en llegar.

—Por si acaso os interesa, pálidos —les llamó Ferro—, los jinetes ya han pasado de largo.

—¿En qué dirección?

—Hacia el este, por donde vinimos, y a galope tendido.

—¿Nos buscan?

—¿Quién sabe? No lo llevaban puesto en un cartel. Pero si nos andan buscando, lo más seguro es que den con nuestro rastro.

El Mago torció el gesto.

—En tal caso será mejor que bajes de ahí. Hay que ponerse en marcha —caviló unos instantes y luego añadió—: ¡Y más vale que dejes de lanzarle mierda a la gente!

Y ahora... mi oro

A Sand dan Glokta, Superior de Dagoska. Estrictamente confidencial:

Me turba en lo más hondo saber de su escasez, de hombres y de dinero.

En lo que respecta a los soldados, tendrá que apañárselas con lo que tiene o con lo que usted mismo pueda conseguir. Como bien sabe, el grueso de nuestras fuerzas está comprometido en Angland. Por desgracia, los ánimos andan revueltos entre el campesinado de Midderland y eso tiene muy ocupado al resto de las tropas.

Con respecto a los fondos, me temo que por el momento no nos es posible desprendernos de ninguna cantidad. No vuelva a solicitarlo. Le aconsejo que exprima todo lo que pueda a los Especieros, a los nativos y a cualquiera que tenga a mano. Pida préstamos y trate de ir tirando con eso. De muestras de esa inventiva que tanta fama le granjeó en las guerras contra los kantics.

Confío en que no me defraudará.

Sult.

Archilector de la Inquisición de Su Majestad.

—Por así decirlo, Superior, todo va viento en popa ¡Desde que se abrieron las puertas de la Ciudad Alta, la fuerza de trabajo indígena se ha triplicado! ¡El foso se encuentra ya por debajo del nivel del mar a lo largo de toda la península y gana en profundidad día a día! ¡Lo único que retiene el agua son unas pequeñas presas situadas a ambos extremos, y, en cuanto dé la orden, lo inundaremos! —Vissbruck se recostó en su asiento y una sonrisa de satisfacción inundó su rechoncho rostro.
Como si la idea hubiera sido suya
.

Abajo, en la Ciudad Alta, comenzaban a oírse los rezos matinales. Un extraño gemido que surgía de las torretas del Gran Templo, se expandía por Dagoska y traspasaba los muros de los edificios, incluso los del lugar en que se encontraban en aquel momento, la cámara de audiencias de la Ciudadela.
Kahdia llama a los suyos a la oración
.

Al oír aquel sonido, los labios de Vurms se fruncieron.

—¿Otra vez esa dichosa hora? ¡Ya están ahí esos malditos nativos con sus estúpidas supersticiones! ¡Jamás deberíamos haberles permitido que regresaran a su templo! ¡Esos malditos cánticos suyos me producen dolor de cabeza!

Sólo por eso ya valdría la pena
. Glokta sonrió de oreja a oreja.

—Si a Kahdia le hace feliz, su dolor de cabeza no me preocupa gran cosa. Le guste o no, necesitamos a los nativos, y a los nativos les gusta cantar. Acostúmbrese, se lo aconsejo. O, si no, envuélvase la cabeza en una manta.

Mientras Vurms seguía con sus refunfuños, Vissbruck permanecía sentado en su silla, escuchando.

—A mí, debo reconocerlo, ese sonido me relaja, y, en cualquier caso, lo que no se puede negar es que las concesiones del Superior han tenido un efecto muy positivo en la actitud de los nativos. Con su ayuda se han podido reparar las murallas terrestres, se han reemplazado las puertas y los andamios ya se están desmontando. También se ha adquirido piedra para construir nuevos parapetos, pero, ay, ahora resulta que los albañiles se niegan a trabajar si pasa un solo día más sin que se les pague. Mis hombres, por su parte, sólo están cobrando un cuarto de su soldada, y la moral es baja. El endeudamiento es el problema, Superior.

—Vaya si lo es —masculló furioso Vurms—. Los graneros están casi al completo y se han abierto dos nuevos pozos en la Ciudad Baja, pero el coste ha sido muy alto y yo ya he agotado todo mi crédito. ¡Los mercaderes de grano me la tienen jurada!
Seguro que no tanto como me la tienen jurada a mí todos los mercaderes de la ciudad
. Apenas si puedo aparecer en público debido al escándalo que montan en cuanto me ven. ¡Mi reputación está en peligro, Superior!

Como si no tuviera otras, preocupaciones aparte de la reputación de este asno.

—¿Cuánto se adeuda?

Vurms frunció el ceño.

—En concepto de alimentos, agua y equipamiento general, no menos de cien mil marcos.

¿Cien mil? A los Especieros les encanta hacer dinero, pero es mayor aún el odio que tienen a perderlo. Eider no obtendrá ni la mitad de esa cifra, ni aun suponiendo que realmente lo intente.

—¿Y qué me dice usted, general?

—Sumando la contratación de los mercenarios, la excavación del foso, la reparación de las murallas y las nuevas armas, armaduras y municiones... —Vissbruck soltó un resoplido—. El total asciende a cerca de cuatrocientos mil marcos.

Glokta estuvo a punto de asfixiarse con su propia lengua.
¿Medio millón? El rescate de un Rey, más incluso. Dudo mucho que Sult pudiera proporcionar una cantidad como ésa, en caso de que estuviera dispuesto a hacerlo, que no lo está. No pasa un solo día sin que muera alguien por deudas infinitamente menores
.

—Sigan trabajando como sea. Prometan lo que quieran. El dinero está de camino, se lo aseguro.

El general ya había empezado a recoger sus papeles.

—Hago cuanto puedo, pero la gente empieza a dudar de que vayan a cobrar alguna vez.

Vurms fue más directo.

—Nadie se fía ya de nosotros. Sin dinero no podemos hacer nada.

—Nada —gruñó Severard. Frost sacudió lentamente la cabeza.

Glokta se frotó sus ojos irritados.

—Un Superior de la Inquisición desaparece sin dejar ni el más pequeño vestigio. Al llegar la noche, se retira a sus aposentos y cierra la puerta con llave. A la mañana siguiente, no responde. Derriban la puerta y qué encuentran...
Nada
. La cama se había usado, pero no hay ni rastro de un cuerpo. Ni la más mínima señal de lucha siquiera.

—Nada —masculló Severard.

—¿Qué es lo que sabemos? Davoust sospechaba que dentro de la ciudad se estaba fraguando una conspiración, que había un traidor cuya intención era rendir Dagoska a los gurkos. Creía que estaba involucrado un miembro del consejo. Parece lógico pensar que descubrió la identidad de esa persona y entonces fue silenciado.

—Pero, ¿por quién?

Hay que darle la vuelta a la pregunta.

—Si no podemos encontrar al traidor, tenemos que conseguir que venga hasta nosotros. Si trabaja para dejar entrar a los gurkos, nosotros tenemos que conseguir mantenerlos fuera. Tarde o temprano, se descubrirá.

—Arriezgado —farfulló Frost.
Arriesgado, desde luego, sobre todo para el nuevo Superior de la Inquisición de Dagoska, pero no tenemos otra opción
.

—Entonces, ¿esperamos? —preguntó Severard.

—Esperaremos y nos ocuparemos de las defensas. A la vez que tratamos de conseguir algo de dinero. ¿Tienes algún capital, Severard?

—Algo tenía, pero se lo di a una chica de los arrabales.

—Ah, lástima.

—No crea, folla como una posesa. Se la recomiendo encarecidamente, si es que está interesado.

Glokta hizo un gesto de dolor al sentir un chasquido en la rodilla.

—Qué historia más conmovedora, Severard, y eso que nunca te había tenido por un romántico. Si no estuviera tan mal de fondos, me pondría a cantar una balada.

—Puedo preguntar por ahí. ¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Oh, no mucho. Digamos, ¿medio millón de marcos?

Una de las cejas del Practicante se arqueó de golpe. Se metió la mano en el bolsillo, hurgó un momento y luego la sacó y la abrió. Unas cuantas monedas de cobre brillaban en su palma.

—Doce perras —dijo—. Doce perras, eso es todo lo que puedo conseguir.

—Doce mil es todo lo que puedo conseguir —dijo la Maestre Eider.
Poco más que un grano de arena en el desierto
—. Mi gremio está nervioso, los negocios no van demasiado bien, la mayor parte de nuestros activos están comprometidos en alguna que otra operación. Y en este momento tampoco disponemos de demasiada liquidez.

Yo diría que disponen de bastante más de doce mil, pero, ¿qué más da? Yo mismo dudo que tengan por ahí escondidos medio millón de marcos. Lo más probable es que en toda la ciudad no haya esa cantidad.

—Uno se sentiría tentado de pensar que no me aprecian mucho.

La Maestre resopló con sorna.

—¿A alguien que les ha expulsado del Templo? ¿Que ha armado a los nativos? ¿Que les exige dinero? Desde luego no puede decirse que sea usted el hombre al que más aprecien en el mundo.

—¿Andaría muy errado si dijera que claman por mi sangre?
Y por una gran cantidad de ella, me supongo
.

—Pudiera ser, pero de momento creo que he conseguido convencerlos de que es usted bueno para la ciudad —durante un instante pareció tantearle con la mirada—. Porque es usted bueno para la ciudad, ¿no?

—Si su prioridad es evitar que entren los gurkos, sí.
Porque ésa es nuestra prioridad, ¿o no?
Aunque no me vendría mal contar con un poco más de dinero.

—Nunca viene mal contar con un poco más de dinero, pero ése es el problema con los mercaderes. Les gusta mucho más hacerlo que gastarlo, aunque sea por su propio interés —exhaló un hondo suspiro, hizo tamborilear las uñas sobre la mesa y se miró la mano. Pareció pensárselo un momento y luego empezó a quitarse los anillos de los dedos. Cuando ya se los había sacado todos, los arrojó a la caja del dinero.

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