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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (23 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Había desechos desperdigados por todas partes. Armas rotas, maderos astillados. Unos cuantos baúles descerrajados, rollos de telas arrancadas y acuchilladas que se desplegaban sobre la tierra húmeda. Barriles reventados, cajas destrozadas: los restos revueltos de un pillaje.

—Mercaderes —gruñó Nuevededos bajando la vista—. Lo mismo que pretendemos ser nosotros. No parece que la vida valga gran cosa por aquí.

Ferro frunció los labios.

—¿Dónde la vale?

El viento barría la llanura y traspasaba la ropa húmeda de Jezal. Nunca había visto un cadáver, y ahora, ahí los tenía, sembrados por el suelo... ¿cuántos habría? Lo menos una docena. Cuando llevaba contados la mitad, comenzó a sentirse mal.

Ninguno de los demás parecía demasiado conmovido; nada raro, considerando lo familiarizados que debían de estar aquellos tipos con la violencia. Ferro gateaba entre los cadáveres, echándoles un vistazo y dando pequeños golpes a algunos con la misma falta de emoción que cabría esperar de un enterrador. La cara de Nuevededos indicaba que había visto cosas mucho peores, algo de lo que Jezal no tenía ninguna duda, como tampoco dudaba de que él mismo hubiera hecho cosas mucho peores. A Bayaz y Pielargo se les veía algo inquietos, pero no más que si se hubieran topado con unas huellas de caballo desconocidas. Quai ni siquiera parecía estar interesado en la escena.

A Jezal no le habría venido mal que en ese momento le hubieran prestado un poco de su indiferencia. Jamás lo habría reconocido, pero le estaban entrando ganas de vomitar. Esas pieles: flácidas, inmóviles y céreas, salpicadas de húmedas perlas de lluvia. Esas vestimentas: desgarradas, revueltas, sin botas, sin abrigos, sin camisas siquiera. Y las heridas. Abruptas líneas rojas, contusiones de un color azul oscuro, desgarrones, tajos, bocas abiertas en la carne.

Jezal se volvió de golpe en la silla, miró hacia atrás, miró a la izquierda y miró a la derecha, pero era la misma escena en todas partes. No había ningún lugar adonde huir, aun suponiendo que hubiera sabido en qué dirección se encontraba la población más cercana. Formaba parte de un grupo de seis personas y, sin embargo, se sentía absolutamente solo. Se encontraba en un vasto espacio abierto y, sin embargo, se sentía completamente atrapado.

Tenía la enervante sensación de que uno de los cadáveres le estaba mirando. Un joven, más o menos de su misma edad, de cabellos pajizos y orejas de soplillo. No le habría venido mal un buen afeitado, aunque eso, desde luego, poco importaba ya. Un tajo rojo le rasgaba el vientre, y a cada uno de sus lados descansaban sus manos ensangrentadas, como si trataran de cerrarlo. Dentro " relucían húmedas sus entrañas, teñidas de un rojo púrpura. Jezal notó que le venía una náusea. Ya llevaba un rato sintiéndose débil por lo poco que había desayunado aquella mañana. Estaba hasta las narices de las galletas secas, y apenas era capaz de meterse dentro la bazofia que preparaban los otros. Se apartó de aquella escena nauseabunda y clavó la vista en la hierba, tratando de aparentar que andaba a la búsqueda de alguna pista importante, mientras su estómago no paraba de retorcerse y de dar sacudidas.

Apretó con todas sus fuerzas las riendas y se esforzó por empujar hacia abajo el vómito que subía lanzado hacia su boca. Maldita sea, era un orgulloso hijo de la Unión. Más aún, era un noble, pertenecía a una distinguida familia. Más todavía, era un aguerrido oficial de la Guardia Real y un ganador, del Certamen de esgrima. Vomitar ante la visión de un poco de sangre le desacreditaría a ojos de aquella mezcla de idiotas y primitivos, y eso no podía permitirlo bajo ninguna circunstancia. El honor de su nación estaba en juego. Miró fijamente la tierra húmeda, apretó los dientes y ordenó a su estómago que se estuviera quieto. Poco a poco, comenzó a surtir efecto. Respiró hondo por la nariz. Aire fresco, húmedo, relajante. Todo bajo control. Se volvió hacia los demás.

Ferro estaba en cuclillas en el suelo con la mano hundida hasta la muñeca en la herida de uno de los cadáveres.

—Frío —dijo a Nuevededos—. Por lo menos lleva muerto desde la mañana —acto seguido, sacó la mano con los dedos embadurnados de sangre.

Antes de que le diera tiempo a bajarse de la silla, Jezal ya se había echado encima de la zamarra la mitad de su exiguo desayuno. Haciendo eses como un borracho, dio un par de pasos, resolló y soltó otra arcada. Mareado, se agachó apoyando las manos en las rodillas y echó una papilla de bilis sobre la hierba.

—¿Se encuentra bien?

Jezal alzó la vista, tratando de fingir despreocupación a pesar de tener un largo hilo de babas colgando de la cara.

—Algo que he comido debe de haberme sentado mal —musitó, y, acto seguido, se limpió la nariz y la boca con mano temblorosa. Una artimaña bastante patética, hubo de reconocer.

Pero Nuevededos se limitó a asentir con la cabeza.

—La carne de esta mañana seguramente. Yo también tengo el estómago un poco revuelto —luego le obsequió con una de sus repulsivas sonrisas y le tendió el odre del agua—. Será mejor que beba. Para limpiarse, ¿eh?

Jezal se enjuagó la boca y luego escupió el agua mientras contemplaba con el ceño fruncido cómo Nuevededos regresaba junto a los cadáveres. Era extraño. De no haber venido de quien venía, habría tomado aquello por una muestra de generosidad. Echó otro trago de agua y empezó a sentirse mejor. A continuación, se acercó con paso inseguro a su caballo y se montó.

—Los que hayan hecho esto iban bien armados y no eran pocos —decía Ferro—. La hierba está llena de pisadas.

—Debemos andarnos con cuidado —intervino Jezal con la esperanza de hacerse un hueco en la conversación.

Bayaz se volvió hacia él de golpe.

—¡Siempre debemos andar con cuidado! ¡Ni que decir tiene! ¿A qué distancia estamos de Darmium?

Pielargo entrecerró los ojos, miró al cielo y luego a la llanura. Acto seguido, se chupó un dedo y lo alzó para que le diera el viento.

—Incluso para un hombre dotado de tantos talentos como yo resulta difícil mostrarse preciso con las estrellas. A unos cincuenta kilómetros, poco más o menos.

—Pronto tendremos que abandonar el camino.

—¿No vamos a cruzar el río en Darmium?

—El caos reina en la ciudad. Está en poder de Cabrían y no deja entrar a nadie. No podemos correr ese riesgo.

—Muy bien, en tal caso será Aostum. Esquivaremos Darmium dando un amplio rodeo en dirección oeste. El trayecto es un poco más largo, pero...

—No.

—¿No?

—El puente de Aostum está en ruinas.

Pielargo torció el gesto.

—¿Ha volado, eh? Es una gran verdad que Dios se complace en poner a prueba a sus fieles. En tal caso tal vez tengamos que vadear el Aos.

—No —repitió Bayaz—. Las lluvias han sido copiosas y el gran río. Está muy crecido. Todos los vados están cerrados para nosotros.

El Navegante estaba perplejo.

—Usted, ciertamente, es mi patrón, y como digno miembro que soy de la Orden de los Navegantes, siempre haré todo lo posible por obedecerle, pero me temo que no veo otra solución. Si no podemos cruzar en Darmium, o en Aostum, y no podemos vadear el río...

—Hay otro puente.

—¿Lo hay? —durante unos instantes, Pielargo pareció desconcertado, pero de pronto sus ojos se dilataron—. No se referirá a...

—El puente de Aulcus sigue en pie.

Todos se miraron un instante, con el ceño fruncido.

—Pensé que había dicho que ese lugar no era más que una ruina —dijo Nuevededos.

—Un cementerio en ruinas, oí yo —masculló Ferro.

—Pensé que había dicho que nadie quiere acercarse ni de lejos a ese sitio.

—Nunca habría sido mi primera elección, pero no hay otro remedio. Cogeremos el río y seguiremos su margen septentrional hasta llegar a Aulcus —nadie se movió. Pielargo, en concreto, lucía en su rostro una expresión de anonadado espanto—. ¡A qué esperan! —exclamó Bayaz—. Salta a la vista que este lugar no es seguro —y, dicho aquello, apartó su caballo de los cadáveres. Quai se encogió de hombros, luego dio una sacudida a las riendas, y el carro avanzó traqueteando por la hierba en pos del Primero de los Magos. Pielargo y Nuevededos, ceñudos y llenos de negras premoniciones, se pusieron también en marcha.

Jezal echó un vistazo a los cadáveres, que seguían ahí tirados contemplando con ojos acusadores el cielo que comenzaba a oscurecerse.

—¿No deberíamos enterrarlos?

—Si le apetece —gruñó Ferro aupándose de un salto a la silla de montar—. A lo mejor consigue enterrarlos de una vomitona.

Una compañía sanguinaria

Cabalgar, eso era lo que hacían. Eso era lo que llevaban haciendo desde hacía varios días. Cabalgar en busca de Bethod mientras el invierno se les echaba encima. Atravesando bosques y tremedales, valles y colinas. Bajo la lluvia y el aguanieve. Buscando señales de que estaban en el buen camino, y sabedores de que no encontrarían ninguna. Una soberana pérdida de tiempo, en opinión del Sabueso, pero si se ha sido lo bastante tonto de pedir una misión, lo mejor es cumplirla.

—Valiente trabajo de mierda —gruñó Dow haciendo muecas de disgusto, sacudiéndose, enredando con las riendas. Nunca se le había dado bien montar a caballo. Le gustaba estar con los pies en tierra apuntando al enemigo—. Esto es una pérdida de tiempo. ¿Cómo has podido prestarte a hacer de explorador para esos tipos, Sabueso? ¡Valiente trabajo de mierda!

—Alguien tiene que hacerlo, ¿no? Al menos ahora tengo un caballo.

—¡Oh, no sabes cuánto me alegro por ti! —se burló—. ¡Ahora tienes un caballo!

El Sabueso se encogió de hombros.

—Es mejor que andar.

—¿Conque mejor que andar, eh? —se mofó—. ¡Eso lo arregla todo!

—Y además tengo pantalones nuevos. De buen paño de lana. Ya no noto tanto el viento helado en mis partes.

El comentario arrancó una risa a Tul, pero no parecía que Dow tuviera ganas de reírse.

—¿Conque ya no notas el viento en tus partes, eh? Por los muertos, ¿en qué nos hemos convertido? ¿Ya te has olvidado de quién eres? ¡Tú eras el que estaba más unido a Nuevededos! ¡Fuiste tú el que vino con él de las montañas! ¡Apareces en todas las canciones a su lado! Has estado en la avanzada de grandes ejércitos. ¡Miles de hombres han aguardado a que les dieras una orden!

—Me parece que nadie salió muy bien parado de todo eso —masculló el Sabueso, pero Dow ya la había tomado con Tul.

—¿Y qué me dices de ti, eh, grandullón? Tul Duru, Cabeza de Trueno, el cabrón más fuerte de todo el Norte. Luchaste con osos y ganaste, eso es lo que se cuenta. Tú solo defendiste el desfiladero cuando ya habían barrido a todo tu clan. Un gigante, dicen, de casi tres metros, nacido en medio de una tormenta y con el vientre lleno de truenos. ¿Qué ha sido de ti, eh, gigante? ¡Los únicos truenos que ahora te oigo son los que te tiras al cagar!

—¿Y qué? —le respondió desdeñoso Tul—. ¿Acaso tú eres distinto? Los hombres solían pronunciar tu nombre en susurros porque no se atrevían a decirlo en voz alta. ¡Sólo de pensar que podías andar a algunas leguas a la redonda se pegaban al fuego y agarraban con fuerza las armas! ¡Dow el Negro, solían decir, tan sigiloso, astuto e implacable como un lobo! ¡Ha dado muerte a más hombres que el invierno, y con bastante menos piedad! ¿Y a quién le importa eso ahora, eh? ¡Los tiempos han cambiado y has rodado por una colina hasta caer tan bajo como todos nosotros!

Dow se limitó a sonreír.

—A eso iba yo, hombre, a eso exactamente. En tiempos fuimos alguien, todos nosotros. Grandes Guerreros. Hombres Renombrados. Hombres Temidos. Recuerdo que mi hermano solía decirme que no había nadie mejor que Hosco Harding con un arco o un acero en la mano, nadie mejor que él en todo el Norte. ¡La mano más firme de todo el Círculo del Mundo! ¿Qué me dices de eso, eh, Hosco?

—Hummm —repuso Hosco.

Dow asintió con la cabeza.

—Exactamente lo que yo estaba diciendo. Míranos ahora. ¡Más que rodar por una colina hemos caído desde un acantilado! ¿Nosotros haciendo de recaderos de los sureños? ¿Unas mujercitas con pantalones de hombre? ¿Unos malditos comedores de alfalfa, con sus grandes palabras y sus pequeñas espadas?

El Sabueso se revolvió incómodo en la silla de montar.

—El tal West sabe lo que se hace.

—¡El tal West! —repitió Dow con sorna—. Sabe distinguir el culo de la boca, y sólo con eso ya es bastante mejor que todos los demás, pero es más blando que la grasa de un lechón, bien lo sabes tú. ¡No tiene huevos! ¡Ninguno de ellos los tiene! Me quedaría de una pieza si muchos de ellos hubieran visto algo más que una escaramuza. ¿Crees que aguantarán una carga de los Caris de Bethod? —Dow soltó una agria carcajada—. ¡Ja, ésa sí que es buena!

—No se puede negar que son una panda de inútiles —masculló Tul, y el Sabueso malamente podía mostrarse en desacuerdo—. La mitad de ellos están demasiado hambrientos para alzar un arma, y menos aún para soltar un mandoble con un poco de energía, eso suponiendo que consiguieran adivinar cómo se hace. Todos los buenos han marchado hacia el norte para enfrentarse a Bethod y aquí sólo han dejado las sobras.

—Las sobras de un orinal, me parece a mí. ¿Y tú qué, eh Tresárboles? —le llamó Dow—. La Roca de Uffrith, ¿eh? ¡Una espina que Bethod tuvo clavada seis meses en el culo, un héroe para todos los hombres decentes del Norte! ¡Rudd Tresárboles! ¡Un hombre labrado en piedra! ¡El hombre que nunca retrocedía! ¿Quieres honor? ¿Quieres dignidad? ¿Quieres saber cómo debe ser un hombre? ¡Déjate de gilipolleces, ya lo has encontrado! ¿A ti qué te parece todo esto, eh? ¡Haciendo de recaderos! ¡Buscando a Bethod por estos tremedales cuando todos sabemos que no está aquí! ¿Un trabajo de niños y encima tenemos que dar las gracias?

Tresárboles detuvo su caballo y lo hizo girar lentamente. Encorvado sobre la silla, con aspecto cansado, se quedó mirando a Dow.

—Abre las orejas y por una vez escucha, porque no quiero tener que repetirlo a cada kilómetro —dijo—. El mundo no se parece nada a como a mí me gustaría que fuera. Nuevededos ha vuelto al barro. Bethod se ha proclamado Rey de los Hombres del Norte.

Los Shanka se están preparando para caernos encima desde las montañas. He llegado demasiado lejos caminando, he luchado demasiado tiempo y te he oído soltar suficiente mierda como para llenar una vida entera, y todo eso a una edad en la que debería estar con los pies en alto recibiendo los cuidados de mis hijos. Así que ya te puedes imaginar que mi mayor problema no es precisamente que la vida no haya resultado ser lo que tú esperabas. Tú verás lo que haces, Dow; si te apetece, sigue dando la tabarra sobre el pasado, como una vieja amargada que se lamenta de que las tetas ya no se le sostengan solas, o si no, cierra ese agujero que tienes por boca y ayúdame a sacar esto adelante.

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