Antes de que los cuelguen (18 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Logen vio que los demás miraban fijamente a Ferro. Luthar y Quai fruncían el ceño ante aquel sobrenatural despliegue de destreza en el manejo del arco. Medio tendida sobre la silla de montar, con la cuerda tensada al máximo y la punta brillante de la siguiente saeta totalmente inmóvil, Ferro gobernaba su montura con la sola ayuda de sus talones. Logen a duras penas conseguía hacerse obedecer por un caballo con las riendas en la mano, pero seguía sin entender cuál era la conexión entre el descabellado relato de Bayaz y lo que estaba pasando.

—Desde un principio la Primera Ley planteó innumerables contradicciones. Toda la magia proviene del Otro Lado, se derrama sobre la tierra como la luz del sol. El propio Euz tenía una parte de demonio, como también la tuvieron sus hijos: Juvens, Kanedias, Glustrod... y algunos otros. Esa sangre les concedió muchos dones, y también maldiciones. Poder, larga vida, una fuerza y una visión fuera del alcance de los simples mortales. Su sangre se transmitió a sus hijos, aunque cada vez más diluida, luego a los hijos de sus hijos, y así sucesivamente a lo largo de los siglos. Los dones se saltaban una generación, y luego otra, y, de pronto, aunque nunca con demasiada frecuencia, volvían a aparecer. Ahora que el mundo de arriba y el de abajo se hallan tan separados, es raro ver esos dones encarnados. Somos unos auténticos privilegiados por poder ver un caso.

Logen alzó las cejas.

—¿Ella? ¿Es mitad demonio?

—Mucho menos de la mitad, amigo mío —dijo Bayaz riéndose—. Euz sí que era mitad demonio, y tenía el poder de derribar montañas y de arrancar mares de su lecho. Esa mitad bastaría para inocular en su sangre un espanto y un deseo capaces de pararle el corazón. Esa mitad le cegaría si la mirara. Una mitad no. Sólo una mínima fracción. Pero en esa mujer hay un vestigio del Otro Lado.

—¿Conque el Otro Lado, eh? —Logen bajó la vista y contempló el pájaro muerto que tenía en la mano—. De modo que si yo la tocara, quebrantaría la Primera Ley, ¿no?

Bayaz se rió entre dientes.

—Una pregunta muy aguda. Siempre me sorprende usted, maese Nuevededos. No sé lo que opinaría Euz al respecto —el Mago frunció los labios—. Pero creo que yo sería capaz de perdonárselo. Aunque lo más probable es que ella —y su monda cabeza señaló a Ferro— le arrancara la mano.

Logen estaba tumbado bocabajo oteando entre la hierba alta un apacible valle por cuyo fondo discurría un arroyo. En el lado que quedaba más cerca de su posición, había un agrupamiento de casas o, más bien, de esqueletos de casas. Los tejados habían desaparecido, los muros ruinosos apenas llegarían a un hombre por la cintura, los restos de las piedras que los habían formado yacían desperdigados por las laderas del valle, semiocultos entre la hierba ondulante. Una escena que bien podría haber pertenecido al Norte. Después de las guerras había quedado lleno de aldeas abandonadas. Se expulsaba a sus habitantes, sacándolos a rastras o quemándolos dentro de sus casas. Logen lo había visto hacer cientos de veces. Y en más de una ocasión él mismo había tomado parte. No se sentía orgulloso de ello de hecho, no estaba orgulloso de casi nada de lo sucedido en aquellos tiempos. O, en cualquier otro, puestos a pensar en ello.

—No parece un sitio muy habitable —susurró Luthar.

Ferro le miró con desdén.

—Hay sitio de sobra para esconderse.

Comenzaba a caer la noche, el sol estaba ya muy bajo en el horizonte y las ruinas de la aldea se iban poblando de sombras. No había ni rastro de gente allá abajo. Ningún ruido aparte del rumor cantarín del agua, del lento discurrir del viento entre la hierba. Ni rastro de gente, pero Ferro tenía razón. Que no hubiera ni rastro de gente no significaba que no hubiera peligro.

—Será mejor que vaya ahí abajo a echar un vistazo —susurró Pielargo.

—Yo, claro —dijo Logen mirándole de reojo—. Porque usted piensa quedarse aquí, ¿verdad?

—No tengo talento para la pelea. Bien lo sabe usted.

—Hummm —masculló Logen—. Ningún talento para solventar las peleas, pero talento de sobra para provocarlas.

—Yo me dedico a encontrar cosas. Estoy aquí para Navegar.

—Tal vez pudiera encontrarme un almuerzo decente y un lecho donde dormir —le dijo Luthar con su quejumbroso acento de la Unión.

Ferro expresó su furia sorbiendo entre dientes.

—Alguien tiene que bajar —gruñó, y, acto seguido, comenzó a reptar ladera abajo—. Yo iré por la izquierda.

Nadie más se movió.

—Nosotros también vamos —le soltó Logen a Luthar.

—¿Yo?

—¿Quién si no? Tres es un buen número. Vamos, y procure no hacer ruido.

Luthar se asomó entre la hierba y oteó el valle, luego se chupó los labios y se frotó las palmas de las manos. Nervios, Logen lo veía muy claro, nervios, pero también orgullo, como un muchacho inexperto que antes de entrar en combate alza la barbilla para tratar de demostrar que no tiene miedo. A Logen no le engañaba. Lo había visto cientos de veces.

—¿Tiene pensado esperar hasta mañana? —refunfuñó.

—Preocúpese de sus propios defectos, norteño —bufó Luthar mientras comenzaba a descender arrastrándose por la ladera—. ¡Que bastantes tiene! —Las ruedecillas de sus relucientes espuelas armaron un ruido de mil pares de demonios mientras salía del talud arrastrándose torpemente con el trasero empinado.

Antes de que pudiera recorrer un par de zancadas, Logen le detuvo agarrándole de la zamarra.

—¿No pensará ir con eso puesto?

—¿Cómo?

—¡Las espuelas! ¡He dicho sin hacer ruido! ¡Ya puestos a ello, podría colgarse unos cascabeles de la verga!

Luthar le lanzó una mirada asesina mientras hacía ademán de levantarse para quitárselas.

—¡Manténgase agachado! —le siseó Logen tirándole de espaldas sobre la hierba.

—¡Suélteme!

Logen volvió a tirar de él hacia el suelo y luego le clavó un dedo en el pecho para que le quedaran bien claras las cosas.

—¡No estoy dispuesto a que me maten por culpa de sus espuelas, entendido! Si es incapaz de moverse sin hacer ruido, quédese aquí con el Navegante —luego lanzó una mirada iracunda a Pielargo—. A lo mejor ustedes dos pueden entrar navegando en la aldea una vez que hayamos comprobado que el lugar es seguro —acto seguido, sacudió la cabeza y comenzó a reptar por la ladera.

Ferro estaba ya a mitad de camino del arroyo. Reptaba y se deslizaba por encima de los muros derruidos, se colaba por los huecos que se abrían entre ellos, siempre agachada, con la mano en la empuñadura de su sable curvo, rápida y sigilosa como el viento que soplaba en la llanura.

Impresionante, sin duda, pero Logen tampoco era manco a la hora de desplazarse con sigilo. De joven era famoso por ello. No llevaba la cuenta del número de Shanka, y de hombres, a los que había sorprendido por la espalda. La primera noticia que tendrás de la presencia del Sanguinario será la sangre que mana de tu cuello, eso es lo que solía decirse. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: era un tipo sigiloso.

Se deslizó hasta el primer muro y, silencioso como un ratón, pasó una pierna por encima. Luego se aupó, suave como la mantequilla, sin meter ruido, sin levantar el cuerpo. El pie que había dejado atrás se enganchó a unas piedras sueltas y las arrastró consigo. Las buscó a tientas para quitárselas, derribó varias más con el codo y se desprendieron con un estruendo. Trastabilló y posó en el suelo su tobillo herido, se le retorció, aulló de dolor, perdió el equilibrio y se cayó sobre una mata de cardos.

—Mierda —gruñó mientras se levantaba aferrando con una mano la empuñadura de su espada, que se le había quedado enredada entre los pliegues de su zamarra. Suerte que no la había desenvainado; de haberlo hecho, lo más probable es que se la hubiera clavado. Le había ocurrido a un amigo suyo. Estaba tan enfrascado en soltar gritos de guerra que tropezó con la raíz de un árbol y se cortó un buen pedazo de cabeza con su propia hacha. De vuelta al barro a paso ligero.

Se agazapó entre las piedras caídas, a la espera de que alguien saltara sobre él. Pero nadie vino. Sólo se oía el respirar del viento por los huecos de los viejos muros y el canto del agua en el arroyo. Siguió avanzando con cautela junto a un amontonamiento de piedras bastas, traspasó los restos de un umbral y se deslizó por encima de un muro semiderruido, todo ello resollando y cojeando debido a su pie malo y sin apenas molestarse ya en no hacer ruido. Allí no había nadie. Nada más caerse se había dado cuenta. Una actuación tan desafortunada como la suya no habría pasado inadvertida. A esas alturas el Sabueso estaría llorando de desesperación, de haber estado vivo. Hizo una seña con la mano hacia lo alto del montículo y, un instante después, vio a Pielargo ponerse de pie y devolverle la seña.

—No hay nadie —se dijo.

—Menos mal —siseó la voz de Ferro a no más de dos zancadas a su espalda—. Has inventado una nueva forma de explorar, pálido. Haz todo el ruido que puedas para así atraerlos hacia ti.

—Ando un poco desentrenado —gruñó Logen—. Además, da igual. Aquí no hay gente.

—Pero la ha habido —Ferro estaba de pie dentro del esqueleto de una de las edificaciones derruidas, mirando al suelo con el ceño fruncido. Un rodal de hierba quemada rodeado de unas cuantas piedras. Restos de una hoguera.

—De hace uno o dos días a lo sumo —masculló Logen tras hundir un dedo en las cenizas.

Luthar apareció por detrás de ellos.

—Bueno, así que al final resulta que no había nadie —su semblante estaba contraído en un gesto petulante, como si quisiera dar a entender que él había tenido razón desde el primer momento. A Logen no le pareció que aquello viniera a cuento.

—¡Tiene suerte de que sea así, porque si no ahora estaríamos cosiendo los trozos sueltos que quedaran de usted!

—¡Yo sí que voy a tener que coseros a los dos, pálidos de mierda! —bufó Ferro—. ¡Tendría que coseros juntas vuestras inútiles cabezas! ¡Servís para menos que un par de sacos de arena en el desierto! Por ahí hay huellas. De caballos y de más de un carro.

—¿Mercaderes quizás? —preguntó esperanzado Logen. Ferro y él se miraron a los ojos durante un instante—. Tal vez sea mejor que de ahora en adelante nos mantengamos alejados del camino.

—Eso sería demasiado lento —Bayaz había llegado ya a la aldea. Quai y Pielargo venían un poco más atrás con el carro y los caballos—. Muy, muy lento. Seguiremos por el camino. En un terreno como éste veremos venir a cualquiera con mucha antelación. Con tiempo de sobra.

Luthar no parecía muy convencido.

—Si los vemos, también ellos nos verán a nosotros. Y, entonces, ¿qué?

—¿Entonces? —Bayaz alzó una ceja—. Entonces contamos con el famoso capitán Luthar para que nos proteja —el Mago echó un vistazo a la aldea en ruinas—. Agua y algo parecido a un cobijo. Parece un buen sitio para acampar.

—Más que de sobra —masculló Logen, que ya había empezado a hurgar en el carro en busca de unos leños para hacer un fuego—. Estoy hambriento. ¿Dónde se han metido los pájaros esos?

Sentado alrededor de la hoguera, Logen observaba comer a los demás por encima del borde de su cazo.

Ferro estaba en cuclillas al borde del oscilante cerco de luz: el rostro en sombras, medio hundido en el cuenco; los ojos, lanzando miradas desconfiadas a su alrededor; los dedos, metiendo comida en la boca a toda prisa como si temiera que en cualquier momento pudieran arrebatársela. Luthar mostraba mucho menos entusiasmo. Mordisqueaba un ala empleando tan sólo los dientes delanteros, como si tuviera miedo de envenenarse si la rozaba con los labios; en su plato, alineados ordenadamente a un lado, reposaban los trozos que había desechado. Bayaz, con la barba reluciente de jugo de carne, masticaba con fruición.

—Está bueno —dijo con la boca llena—. Tal vez debería plantearse la posibilidad de dedicarse a la cocina, maese Nuevededos, si alguna vez se cansa de... —le señaló con la cuchara—... lo que sea que usted hace.

—Hummm —soltó Logen. En el Norte todo el mundo se turnaba para ocuparse del fuego, y hacerlo se consideraba todo un honor. Un buen cocinero era casi tan apreciado como un buen guerrero. Nada que ver con lo de ahora. El grupo aquel era un desastre en materia de guisos. Bayaz apenas sabía hacer otra cosa que calentar el agua para su té. Quai, en un día bueno, tal vez fuera capaz de sacar una galleta de una caja. Logen tenía serias dudas de que Luthar supiera de qué lado había que colocar la cazuela en el fuego. En cuanto a Ferro, parecía desdeñar la misma idea de guisar. Logen suponía que estaba acostumbrada a comer la carne cruda. O tal vez viva.

En el Norte, cuando los hombres se congregaban alrededor de las grandes hogueras para comer tras un duro día de marcha, existían unas normas muy estrictas para determinar el puesto que le correspondía a cada cual. El jefe se situaba siempre en el lugar más destacado, acompañado de sus hijos y de los Grandes Guerreros. Luego venían los Caris, que se distribuían atendiendo a su fama. Los siervos podían considerarse afortunados si se les permitía disponer de sus propios fuegos más pequeños en algún lugar apartado. Cada hombre tenía su sitio, y sólo lo cambiaba si así se lo indicaba el jefe, en pago por algún servicio importante que le hubiera hecho o por haber dado muestras de un valor excepcional en el campo de batalla. Ocupar un sitio distinto del que a uno le correspondía podía conducir a una patada, o a la muerte. El lugar que se ocupaba en torno al fuego equivalía poco más o menos al lugar que se ocupaba en la vida.

Allí, en la llanura, las cosas eran un tanto distintas, pero, aun así, Logen creía descubrir un cierto criterio en la disposición de sus compañeros, y no podía decirse que fuera un criterio demasiado acertado. Bayaz y él se sentaban bastante cerca del fuego, pero los demás estaban mucho más lejos de lo recomendable desde el punto de vista de la comodidad. El viento, el frío y el relente de la noche deberían arrimarlos, pero ellos parecían empeñados en mantenerse alejados los unos de los otros. Echó un vistazo a Luthar, que contemplaba su cuenco con el mismo desdén que si estuviera lleno de orina. Ni asomo de respeto. Echó un vistazo a Ferro, que le lanzaba dardos amarillos con los ojos entornados. Ni asomo de confianza. Logen sacudió apesadumbrado la cabeza. Si no había ni respeto ni confianza, cuando llegara la hora de pelear, el grupo se desmoronaría como un muro sin mortero.

Pero, en su tiempo, Logen había sabido ganarse el favor de públicos bastante más difíciles. Tresárboles, Tul Duru, Dow el Negro, Hosco Harding; se había enfrentado a todos ellos en combate singular y a todos los había derrotado. Luego les había perdonado la vida a cambio de que le siguieran. Cada uno de ellos había hecho lo imposible por acabar con él, y la verdad es que razones no les faltaban, pero al final se había ganado su confianza, su respeto, su amistad incluso. A base de pequeños gestos y de mucho tiempo, así era como lo había conseguido. «La paciencia es la mayor de las virtudes» y «las montañas no se cruzan en un día», eso solía decir su padre. Puede que el tiempo corriera en contra del grupo, pero las prisas tampoco conducían a nada. Más valía ser realista con ese tipo de cosas.

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