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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (13 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—Si es así, le pido disculpas —dijo en el tono menos contrito que quepa imaginarse—. ¿Qué impresión le ha causado nuestra ciudad?

—Un lugar caluroso y lleno de escalones —Glokta se dejó caer en una de las fastuosas sillas—. ¿Dónde está el Lord Gobernador?

El ceño se acentuó un poco más.

—Lamentablemente, mi padre no se encuentra bien y no puede asistir a la reunión. Es un hombre anciano y, como comprenderá, necesita reposar. No obstante, yo puedo hablar en su nombre.

—¿De veras? ¿Y qué tienen ustedes dos que decirme?

—Mi padre está muy preocupado por las obras que ha emprendido usted en las defensas. Se me ha comunicado que los soldados del Rey, en lugar de defender las murallas de la Ciudad Alta, han sido puestos a excavar hoyos en la península. ¡Se da usted cuenta de que nos está dejando a merced de los nativos!

Glokta soltó un resoplido.

—Los nativos, aunque de mala gana, son ciudadanos de la Unión. Créame si le digo que se sentirán más inclinados a mostrarse compasivos que los gurkos.

De su compasión tengo experiencia de primera mano.

—¡Son unos primitivos, y muy peligrosos además! —dijo con desdén Vurms—. ¡No lleva usted aquí lo bastante para comprender hasta qué punto suponen una amenaza para nosotros! Debería hablar con Harker. Él sí que tiene las ideas muy claras sobre los nativos.

—Ya he hablado con Harker, y sus ideas no me han gustado. Sospecho que tal vez se haya visto forzado a replanteárselas, bajo tierra y en la más absoluta oscuridad.
De hecho, ahora mismo debe de estar replanteándoselas todo lo rápido que le permita su minúsculo cerebro
. Y en cuanto a los temores de su señor padre, no es necesario que siga preocupándose por las defensas de la ciudad. Siendo como es un anciano necesitado de reposo, no me cabe la menor duda de que se mostrará muy satisfecho de delegar en mí esa responsabilidad.

Un espasmo de rabia sacudió el agraciado rostro de Vurms. Abrió la boca para proferir una maldición, pero se lo pensó mejor.
Más le vale
. Se recostó en su silla y, adoptando una expresión pensativa, se puso a frotarse el índice contra el pulgar. Cuando por fin habló, lo hizo con una sonrisa amable y en un tono de una acariciante suavidad.
Ahora tocan las lisonjas
.

—Superior Glokta, me da la impresión de que hemos empezando con mal pie...

—A mí sólo me funciona uno.

La sonrisa de Vurms se atenuó un poco, pero siguió adelante.

—Es evidente que de momento tiene usted la sartén por el mango, pero mi padre cuenta con muchos amigos en Midderland. Si yo quisiera, podría llegar a convertirme en un estorbo muy considerable para usted. Un estorbo muy considerable o una gran ayuda...

—Me alegra mucho que haya optado por cooperar. Qué tal si empieza diciéndome qué ha sido del Superior Davoust.

La sonrisa se borró por completo del rostro de Vurms.

—¿Por qué habría de saberlo?

—Todo el mundo sabe algo.
Y debe de haber uno que sabe bastante más que el resto. ¿Es usted, Vurms?

El hijo del Lord Gobernador se tomó un momento para pensar.
¿Duro de entendederas o culpable? ¿Trata de encontrar una forma de ayudarme o está pensando en cómo borrar sus huellas?

—Sé que los nativos le odiaban. Siempre estaban conspirando contra nosotros, y Davoust era un infatigable perseguidor de traidores. No tengo ninguna duda de que cayó víctima de una de sus maquinaciones. Yo que usted haría averiguaciones en la Ciudad Baja.

—Oh, verá, tengo el convencimiento de que las respuestas están aquí, en la Ciudadela.

—En mí no las encontrará —repuso Vurms, mirando a Glokta de arriba abajo—. Créame lo que le digo, me sentiría mucho más contento si Davoust siguiera entre nosotros.

Puede que sí, o puede que no; en cualquier caso, está visto que hoy no obtendremos ninguna respuesta.

—Muy bien. Hábleme entonces de los víveres con que cuenta la ciudad.

—¿Víveres?

—Alimentos, Korsten, alimentos. Según tengo entendido, desde que los gurkos cortaron las rutas terrestres, todas las provisiones vienen por mar. Alimentar a la población ha de ser sin duda una de las máximas prioridades de un gobernador.

—¡Mi padre se cuida en todo momento del bienestar de su pueblo! —exclamó Vurms—. ¡Disponemos de provisiones para seis meses!

—¿Seis meses? ¿Para todos los habitantes?

—Por supuesto.
Mejor de lo que me esperaba. Una cosa menos de la que preocuparse en esta inmensa maraña de preocupaciones
. Sin contar a los nativos —añadió Vurms, como si la cosa no tuviera ninguna importancia.

Glokta permaneció un instante en silencio.

—¿Y qué comerán si los gurkos ponen cerco a la ciudad?

Vurms se encogió de hombros.

—La verdad, no había pensado en ello.

—¿Ah, no? ¿Qué cree usted que ocurrirá cuando empiecen a morirse de hambre?

—Bueno...

—¡El caos, eso es lo que ocurrirá! ¡No podremos resistir si tenemos a las cuatro quintas partes de la población en nuestra contra! —Glokta, asqueado, se chupó sus encías desnudas—. ¡Va usted a acudir a los mercaderes y va a conseguir provisiones para seis meses! ¡Para todo el mundo! ¡Quiero seis meses de abastecimiento para poder alimentar hasta a las ratas de las alcantarillas!

—¿Por quién me ha tomado? —dijo en tono altivo Vurms—. ¿Por su chico de los recados?

—Creo que usted será lo que yo le diga que sea.

Todo resto de simpatía había desaparecido ya del semblante de Vurms.

—¡Soy el hijo del Lord Gobernador! ¡No tolero que se dirija a mí de esa manera! —se levantó de golpe, arrancando un chirrido estridente a las patas de su silla, e hizo ademán de dirigirse hacia la puerta.

—Estupendo —murmuró Glokta—. Todos los días parte un barco rumbo a Adua. Un barco muy rápido, que transporta su cargamento directamente al Pabellón de los Interrogatorios. Ahí le darán a usted un trato muy distinto, puede creerme. No me resultaría difícil conseguirle un camarote.

Vurms se paró en seco.

—¡No se atreverá!

En los labios de Glokta se dibujó una sonrisa. La versión más repelente, desdentada y lasciva de su sonrisa.

—Hay que ser un hombre muy audaz para apostar su vida a lo que yo me atreva o no a hacer. ¿Hasta dónde llega su audacia? —el joven se chupó los labios, pero no aguantó la mirada de Glokta durante mucho tiempo.
No esperaba otra cosa. Me recuerda a mi viejo amigo, el capitán Luthar. Mucho relumbro y arrogancia por fuera, pero sin un carácter detrás en que apoyarlo. Basta pincharlo con un alfiler para que se desinfle como un odre de vino
.

—Alimentos para seis meses. Seis meses para todo el mundo. Y ocúpese de tenerlo todo arreglado con prontitud.
Chico de los recados
.

—Por supuesto —gruñó Vurms, que seguía con la vista clavada en el suelo.

—Luego pasaremos a ocuparnos del agua. Pozos, cisternas, bombas hidráulicas. La gente necesitará algo con lo que limpiarse el sudor después de tanto trabajo, ¿no cree? Me informará de ello todas las mañanas.

Los puños de Vurms se abrían y cerraban pegados a sus costados, los músculos de su mandíbula trabajaban con furia.

—Por supuesto —alcanzó a barbotar.

—Por supuesto. Ya puede retirarse.

Glokta se le quedó mirando mientras se alejaba henchido de rabia.
Ya he hablado con dos de los cuatro. Dos de los cuatro, y ya me he creado dos enemigos. Necesitaré aliados si quiero sacar esto adelante. Sin aliados, no duraré gran cosa, por muchos documentos que tenga. Sin aliados, no conseguiré impedir que entren los gurkos, si finalmente se deciden a intentar entrar. Peor aún, todavía no sé nada de Davoust. Un Superior no puede desaparecer sin dejar rastro. La única esperanza es que el Archilector tenga paciencia
.

Esperanza. Archilector. Paciencia
. Glokta frunció el ceño.
Nunca se han visto tres palabras que compaginen peor
.

En eso consiste la confianza

La rueda del carro giró lentamente, y chirrió. Dio otra vuelta más, y volvió a chirriar. Ferro la miró con el ceño fruncido. Maldita rueda. Maldito carro. Luego desplazó su desprecio del carro a su conductor.

Maldito aprendiz. No se fiaba ni medio pelo de él. El joven se volvió hacia ella, le sostuvo la mirada durante un momento insultante y luego se apresuró a desviarla. Como si supiera algo sobre ella que la propia Ferro ignorara. La sacaba de quicio. Apartó la vista de él y se fijó en el primero de los caballos y en su jinete.

El maldito jovenzuelo de la Unión, cabalgando con la espalda tiesa, sentado en la silla de montar igual que un rey en su trono, como si nacer con una cara agraciada fuera un logro del que sentirse infinitamente orgulloso. Guapo, atildado y delicado como una princesita. Ferro sonrió con sorna para sus adentros. La princesita de la Unión, eso es lo que era. Odiaba a la gente guapa aún más que a los feos. Había que desconfiar siempre de la belleza.

Se tendría que mirar bien lejos para encontrar a una persona menos agraciada que el gigantesco cabrón de los nueve dedos. Montaba medio tirado sobre la silla como si fuera un gran saco de arroz. Marchaba con lentitud, rascándose, olfateando, rumiando como una vaca enorme. Tratando de aparentar que en su interior no anidaba un instinto asesino, una furia criminal, un demonio. Pero ella conocía la verdad. Le envió un saludo con la cabeza y Ferro le respondió con el peor de sus ceños. Era un demonio con piel de cordero, a ella no la engañaba.

Aun así, era preferible al maldito Navegante. Siempre hablando, siempre sonriendo, siempre carcajeándose. Ferro aborrecía la charla, las sonrisas, las carcajadas, en ese mismo orden. Maldito estúpido enano con sus estúpidas fábulas. Bajo aquel cúmulo de mentiras, tramaba algo, se mantenía al acecho, lo sentía.

Y por último, el Primero de los Magos, que era del que menos se fiaba de todos. Le vio desviar los ojos hacia el carro. Miraba el saco en donde había puesto la caja. Una caja cuadrada, gris, mate, pesada. Debía de creerse que nadie se había dado cuenta, pero ella le había visto. Todo era ocultación en aquel hombre. El maldito calvo del cuello de toro y el cayado de madera se comportaba como si se hubiera pasado toda la vida haciendo el bien, como si no tuviera ni idea de cómo se hace estallar a un hombre en mil pedazos.

—Pálidos de mierda —se dijo para sus adentros. Se inclinó hacia delante, escupió al camino y luego clavó una mirada asesina en las cinco espaldas que cabalgaban por delante de ella. ¿Por qué se había dejado embaucar por Yulwei para embarcarse en semejante locura? Qué hacía ella viajando hacia el helado occidente, un lugar donde no se le había perdido nada. A esas alturas ya podría estar de vuelta en el Sur, combatiendo a los gurkos.

Haciéndoles pagar la deuda que tenían contraída con ella.

Maldiciendo en silencio el nombre de Yulwei, siguió a los otros hasta el puente. Parecía muy antiguo: una estructura de piedras picadas cubiertas de manchas de liquen con un camino en el que se marcaban los profundos surcos dejados por el paso de los carros. Miles de años de carros pasando de un lado a otro. Bajo su único arco, burbujeaba el río, un curso de agua gélida que fluía a gran velocidad. Junto al puente se alzaba una cabaña de poca altura, que con el paso de los años se había fundido casi con el paisaje. El viento cortante arrebataba las volutas de humo que salían de la chimenea y las dispersaba por el paisaje.

En el exterior, montando guardia, había un único soldado. El que sacó la pajita más corta, tal vez. Se apretaba contra la pared, envuelto en un grueso abrigo. En la cabeza llevaba un casco coronado por una crin de caballo que daba sacudidas azotada por el viento y, a un lado, con aspecto abandonado, estaba su lanza. Bayaz detuvo su montura delante del puente y saludó al guardia con la cabeza.

—Vamos a subir hacia la llanura. Rumbo a Darmium.

—No se lo aconsejo. Ahí arriba hay peligro.

Bayaz sonrió.

—Donde hay peligro también hay beneficios.

—Los beneficios no sirven para parar las flechas, amigo —los miró a todos de arriba abajo y se sorbió la nariz—. Variopinta compañía trae usted, ¿eh?

—Procuro coger a los mejores guerreros allí donde los encuentro.

—Claro —echó un vistazo a Ferro, que le respondió torciendo el gesto—. Serán muy duros, seguro, pero la llanura es un lugar bastante letal, y más ahora. Todavía quedan comerciantes que se animan a subir, lo que ya no hacen es volver. Los salteadores del loco de Cabrían andan por ahí sueltos, en busca de pillaje. Y también la gente de Scario y de Goltus, que no son mucho mejores. A este lado del arroyo, mantenemos un atisbo de ley y de orden, pero cuando estén allí arriba tendrán que arreglárselas ustedes solos. Si les pillan en la llanura, no podrán obtener ayuda —volvió a sorberse la nariz—. Ningún tipo de ayuda.

Bayaz asintió con gesto sombrío.

—No la necesitamos —acto seguido, espoleó su caballo y cruzó al trote el puente hasta llegar al otro lado. Los demás le siguieron, Pielargo primero, luego Luthar, después Nuevededos. Quai sacudió las riendas y el carro cruzó traqueteando el puente. Ferro cerró la comitiva.

—¡Ningún tipo de ayuda! —gritó el soldado al pasar Ferro, antes de volver a encajarse en el tosco muro de la cabaña.

La gran llanura.

Podría haber sido un buen terreno para cabalgar, un terreno seguro. A Ferro le habría resultado muy fácil ver venir a un enemigo desde muchos kilómetros de distancia, pero ahí no se veía a nadie. Sólo una interminable alfombra de hierba alta, que se ondulaba sacudida por el viento y se expandía en todas direcciones hasta perderse en un lejanísimo horizonte. Lo único que rompía la monotonía del paisaje era la senda, una línea de hierba seca más baja, punteada de tramos de tierra negra pelada, que surcaba la llanura con una trayectoria tan recta como la de una flecha en vuelo.

A Ferro no le gustaba aquella inmensa uniformidad. Cabalgaba con el ceño fruncido, mirando a izquierda y derecha. En las estepas de Kanta, la tierra yerma estaba llena de puntos de referencia: rocas quebradas, valles erosionados, árboles secos que proyectaban sombras que parecían garras, lejanas grietas umbrías abiertas en el terreno, refulgentes riscos inundados de luz. El cielo de las estepas de Kanta era un espacio vacío e inmóvil, un cuenco reluciente con dos únicos contenidos, el sol de día y las brillantes estrellas de noche.

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