Antes de que los cuelguen (19 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Logen descruzó sus piernas entumecidas, agarró el odre del agua, se puso de pie y, caminando muy despacio, se acercó al lugar donde estaba sentada Ferro. Una persona francamente extraña, desde luego, y no sólo por su aspecto, aunque bien sabían los muertos que tenía un aspecto de lo más extraño. Parecía tan dura, fría y afilada como una espada recién fundida; tan implacable como cualquier hombre que Logen recordara haber conocido. A primera vista, cualquiera diría que ni se molestaría en arrojar un leño para salvar a alguien que se estuviera ahogando, pero a él le había salvado la vida, y más de una vez. De todos los miembros del grupo, no sólo sería la primera persona en la que confiaría, sino también en quien más confiaría. De modo que se puso en cuclillas a su lado y le tendió el odre, cuya sombra bulbosa parpadeó en el rugoso muro que tenía detrás.

Ferro lo contempló un instante con el ceño fruncido y luego levantó la vista para mirar a Logen con idéntico gesto. Acto seguido, se lo quitó de la mano y volvió a inclinarse sobre su cazo, girando un poco sus huesudos hombros para darle la espalda. Ni una palabra de agradecimiento, ni siquiera un leve gesto, pero eso no importaba. Las montañas no se cruzan en un día.

Logen volvió a dejarse caer junto al fuego y miró el bailoteo de las llamas, que proyectaban su luz oscilante sobre los adustos semblantes de los miembros del grupo.

—¿Alguien se sabe una historia? —preguntó esperanzado.

Quai se chupó los dientes. Luthar frunció los labios y miró a Logen desde el otro lado de la hoguera. Ferro ni siquiera dio señal de haber oído la pregunta. Mal empezaban las cosas.

—¿Nadie? —silencio—. Bueno, yo me sé un par de canciones. A ver si me acuerdo de la letra —y, acto seguido, se aclaró la garganta.

—Está bien —le interrumpió Bayaz—. Al menos así nos libraremos de las canciones; yo me sé cientos de historias. ¿Qué les apetece escuchar? ¿Una historia de amor? ¿Una comedia? ¿Un relato aleccionador sobre la importancia de tener valor para hacer frente a las adversidades?

—El sitio este —le cortó Luthar—, el Viejo Imperio. Si en tiempos fue una nación tan poderosa, ¿cómo es que ha acabado convertida en esto? —y volvió bruscamente la cabeza hacia los muros desmoronados y hacia el paisaje que se extendía más allá. Kilómetros y kilómetros de nada—. En un erial.

Bayaz suspiró.

—Yo mismo podría contarles esa historia, pero tenemos la suerte de que nos acompañe en este viaje un natural del Viejo Imperio, que además es un apasionado de la historia, ¿no es así, maese Quai? —El aprendiz alzó la cabeza con desgana—. ¿Tendría a bien ilustrarnos sobre el tema? ¿Cómo llegó a esta situación un Imperio que en tiempos fue el centro radiante del mundo?

—Es una historia muy larga —masculló el aprendiz—. ¿Debo contarla desde el principio?

—¿Dónde si no deben empezar siempre los hombres?

Quai encorvó sus huesudos hombros y comenzó su relato.

—El todopoderoso Euz, sojuzgador de demonios, sellador de puertas, padre del Mundo, tuvo cuatro hijos, a cada uno de los cuales otorgó un don. Al mayor, Juvens, el talento para el ejercicio del Gran Arte, la capacidad de alterar el mundo con la magia, atemperada por el conocimiento. Al segundo, Kanedias, el talento para la fabricación, la capacidad de moldear la piedra y el metal, para darles cualquier uso imaginable. A Bedesh, su tercer hijo, Euz otorgó la facultad de hablar con los espíritus y de hacerles actuar según sus mandatos —Quai soltó un prolongado bostezo, se relamió y miró al fuego pestañeando—. Así nacieron las tres disciplinas puras de la magia.

—Creía que había dicho que tenía cuatro hijos —refunfuñó Luthar.

Quai le miró de reojo.

—En efecto, y es ahí precisamente donde se encuentra la raíz de la destrucción del Imperio. Glustrod era el hijo menor. A él debería haberle correspondido el don de entrar en comunión con el Otro Lado. El conocimiento de los secretos que permiten convocar a los demonios del mundo inferior y someterlos a la propia voluntad. Pero como tales prácticas estaban prohibidas por la Primera Ley, lo único que dio Euz a su hijo menor fue su bendición, y todos sabemos lo que vale eso. Enseñó a los otros tres todos los secretos que sabía y luego partió, tras haberles encomendado que pusieran orden en el mundo.

—Orden —Luthar arrojó su plato a la hierba y lanzó una mirada desdeñosa a las oscuras ruinas que les rodeaban—. No parece que hicieran gran cosa.

—Sí que hicieron, al principio. Juvens se puso a la tarea con todas sus fuerzas, empeñando en ella todos sus poderes, toda su sabiduría. Encontró un pueblo de su agrado que habitaba a orillas del Aos y lo favoreció otorgándole leyes y conocimientos, un sistema de gobierno y ciencias. Les enseñó las técnicas que les permitieron conquistar a los pueblos vecinos y luego nombró Emperador a su jefe. Corrieron las generaciones, corrieron los años, y la nación fue creciendo y prosperando. Al sur, los territorios del Imperio llegaron a extenderse hasta Isparda; al norte, hasta Anconus; al este, hasta los mismos confines del mar Circular y aún más allá. Un Emperador sucedía a otro, pero ahí estaba siempre Juvens, actuando como su guía y consejero y cuidándose de que todo se conformaba a su gran proyecto. Todo era civilización, todo era paz, todo era bienestar.

—Casi todo —masculló Bayaz mientras atizaba el fuego con un palo.

Quai esbozó una sonrisa cómplice.

—En efecto. No hagamos como su padre, no nos olvidemos de Glustrod. El hijo ignorado. El hijo repudiado. El hijo engañado. Rogó a sus tres hermanos que compartiesen con él sus secretos, pero ellos eran muy celosos de sus dones y los tres se negaron. Veía los logros de Juvens, y le corroía la envidia. Encontró lugares oscuros en el mundo y estudió en secreto las ciencias prohibidas por la Primera Ley. Encontró lugares oscuros en el mundo y tocó el Otro Lado. Encontró lugares oscuros y habló en la lengua de los demonios, y oyó cómo sus voces le respondían —Quai bajó la voz hasta dejarla en un susurro—. Y las voces le dijeron a Glustrod que excavara...

—Le felicito, maese Quai —le interrumpió bruscamente Bayaz—. Su dominio de las historias parece haber mejorado de forma notable. Pero no entremos en detalles. Podemos dejar las excavaciones de Glustrod para mejor ocasión.

—Desde luego —murmuró Quai, con sus ojos oscuros iluminados por el resplandor de la hoguera y sus demacradas facciones hundidas en sombras—. Lo que usted diga, maestro. Glustrod urdía planes. Acechaba entre las sombras. Atesoraba secretos. Adulaba, amenazaba, mentía. No tardó mucho en conseguir que los débiles de voluntad se pusieran de su lado y que los fuertes de voluntad se enfrentaran entre sí, pues era astuto y tenía encanto y buena presencia. Ahora oía a todas horas las voces del mundo inferior. Le sugirieron que sembrara la discordia por todas partes, y él les hizo caso. Le apremiaron a que comiera carne humana, a que arrebatara su poder a los hombres, y así lo hizo. Le ordenaron que buscara a las personas con sangre de demonio que quedaban en el mundo, unos seres repudiados, exiliados, aborrecidos, para que formara con ellos un ejército, y él obedeció.

Logen sintió que le rozaban el hombro por detrás y estuvo a punto de levantarse de un salto. De pie, a su lado, estaba Ferro, tendiéndole el odre de agua.

—Gracias —gruñó él mientras se lo cogía de la mano, tratando de que no se notara que el corazón le estaba martilleando las costillas. Echó al odre un trago corto, lo cerró propinando un golpe al tapón con la palma de la mano y luego lo dejó a un lado. Cuando alzó la vista, vio que Ferro no se había movido. Seguía de pie junto a él, contemplando el bailoteo de las llamas. Logen se echó a un lado para dejarla un hueco. Ferro le miró furiosa, se chupó los dientes, dio una patada al suelo y, luego, muy lentamente, se puso en cuclillas, cuidándose de que quedara bastante espacio entre ellos. A continuación, estiró las manos para acercarlas al fuego y en su boca relució el brillo de sus dientes.

—Hacía frío ahí arriba.

Logen asintió.

—Estos muros no paran demasiado bien el viento.

—No —los ojos de Ferro recorrieron el grupo y se encontraron con los de Quai—. No se detenga por mí.

El aprendiz sonrió de oreja a oreja.

—Extraña y siniestra era la hueste que se congregó en torno a Glustrod. Aguardó a que Juvens dejara el Imperio y luego se introdujo subrepticiamente en Aulcus, la capital, para poner en marcha el plan magistral que había trazado. Fue como si un ataque de locura sacudiera la ciudad. Se enfrentaron hijos contra padres, esposas contra maridos, vecinos contra vecinos. Los propios hijos del Emperador asesinaron a su padre en la escalinata de palacio y, luego, ebrios de codicia y de envidia, se enfrentaron entre sí. Entonces, el maligno ejército de Glustrod, que se había colado en las cloacas de la ciudad, salió a la superficie y convirtió las calles en osarios y las plazas en mataderos. Algunos de ellos tenían la facultad de adoptar formas distintas de las suyas, la capacidad de robar rostros.

Bayaz sacudió la cabeza.

—Adoptar formas. Insidioso y funesto ardid —al recordar a una mujer que le había hablado con la voz de su difunta esposa en medio de la fría oscuridad, Logen frunció el ceño y encorvó los hombros.

—Funesto ardid, sin duda —apostilló Quai ensanchando su enfermiza sonrisa—. Porque, ¿en quién se puede confiar, si uno ya ni siquiera puede fiarse de sus propios ojos, de sus propios oídos, para que le ayuden a distinguir al amigo del enemigo? Pero lo peor estaba aún por llegar. Glustrod convocó a los demonios del Otro Lado, los sometió a su voluntad y los mandó que destruyeran a todos los que se opusieran a él.

—Convocar y mandar demonios —siseó Bayaz—. Disciplinas malditas. Un riesgo terrible. Un abominable quebrantamiento de la Primera Ley.

—Pero Glustrod no reconocía más ley que su propia fuerza. No tardó en encontrarse sentado sobre una pila de cráneos en el salón del trono del Emperador, succionando carne humana, igual que un bebé succiona leche, y regodeándose con su terrible victoria. El Imperio quedó sumido en el caos, aunque no fuera sino un pálido remedo del caos primigenio que reinaba antes de la llegada de Euz, cuando nuestro mundo y el mundo inferior eran uno.

Una ráfaga de viento suspiró entre las grietas de las ancianas construcciones de piedra que les rodeaban. Logen se estremeció y se envolvió mejor en la manta. Aquella maldita historia empezaba a ponerle nervioso. Robos de caras, envíos de demonios, devoradores de carne humana. Pero Quai no paraba.

—Cuando se enteró de lo que había hecho Glustrod, la furia de Juvens fue terrible, y buscó la ayuda de sus hermanos. Kanedias, sin embargo, se negó a acudir. Permaneció encerrado en su casa, perfeccionando sus máquinas y despreocupado de cuanto sucedía en el mundo exterior. Juvens y Bedesh reclutaron un ejército sin su ayuda y entraron en guerra con su hermano.

—Una guerra terrible —dijo entre dientes Bayaz—, con armas terribles y un terrible número de víctimas.

—La lucha se extendió de un extremo al otro del continente, subsumió todas las pequeñas rencillas y engendró una serie infinita de enemistades, crímenes y venganzas, cuyas secuelas siguen emponzoñando el mundo en que vivimos. Pero al final Juvens se alzó con la victoria. Glustrod quedó cercado en Aulcus, sus engendros fueron desenmascarados y su ejército se dispersó. Y, entonces, en aquel momento de máxima desesperación, las voces del mundo inferior le susurraron un plan al oído. Abre una de las puertas del Otro Lado, le dijeron. Fuerza los candados, rompe los sellos y abre de par en par las puertas que construyó tu padre. Quebranta una vez más la Primera Ley y déjanos regresar al mundo, le dijeron. Si así lo haces, nunca más serás ignorado, repudiado, engañado.

El Primero de los Magos asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Pero le volvieron a engañar.

—¡Pobre iluso! Las criaturas del Otro Lado son todo mentiras. Quien trate con ellas se expone a los mayores peligros. Glustrod ejecutó los rituales, pero, con las prisas, cometió un pequeño error. Quizá se tratara tan sólo de un grano de sal fuera de lugar, pero los resultados fueron desastrosos. La gran fuerza que Glustrod había convocado, una fuerza lo bastante poderosa como para abrir un hueco en la fábrica del universo, fue liberada sin forma ni razón. Glustrod se destruyó a sí mismo. La grandiosa Aulcus, la hermosa capital del Imperio, quedó devastada, y todos sus territorios limítrofes, emponzoñados para siempre. Hoy, la ciudad no es más que un cementerio en ruinas. Un monumento adecuado a la locura y el orgullo de Glustrod y sus hermanos —el aprendiz alzó los ojos y miró a Bayaz—. ¿He dicho la verdad, maestro?

—La ha dicho —susurró el Mago—. Bien lo sé yo. No en vano, lo vi con mis propios ojos. Entonces no era más que un joven idiota con una lustrosa y poblada melena —añadió, pasándose una mano por su calva—. Un joven idiota que sabía tan poco de magia, de sabiduría y de los entresijos del poder como usted ahora, maese Quai.

El aprendiz agachó la cabeza.

—Vivo sólo para aprender.

—Y, a ese respecto, parece haber progresado usted bastante. ¿Qué le ha parecido la historia, maese Nuevededos?

Logen soltó un resoplido.

—Había esperado algo un poco más humorístico, pero suelo aceptar lo que se me ofrece.

—Una sarta de sandeces, si quieren saber mi opinión —dijo Luthar con desdén.

—Hummm —resopló Bayaz—. Suerte que a nadie se le haya ocurrido pedírsela. Tal vez sea mejor que se ocupe de limpiar estos cacharros antes de que se haga demasiado tarde, capitán.

—¿Yo?

—Uno de nosotros obtuvo la comida, otro la cocinó y un tercero ha entretenido al grupo contando una historia. Usted es el único que aún no ha aportado nada.

—Aparte de usted.

—Oh, yo ya estoy demasiado mayor para chapotear en un arroyo a estas horas de la noche —el semblante de Bayaz se endureció—. Lo primero que debe aprender un gran hombre es a ser humilde. Los cacharros le aguardan.

Luthar abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor y se levantó furioso de su sitio, arrojando la manta a la hierba.

—Malditos cacharros —dijo, y, tras recogerlos del suelo que rodeaba la hoguera, se dirigió al arroyo dando fuertes pisadas.

Mientras se alejaba, Ferro le miró con una expresión extraña, que tal vez fuera su particular versión de una sonrisa. Luego se volvió hacia el fuego y se relamió. Logen quitó el tapón del odre de agua y se lo tendió.

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