Read Antes de que los cuelguen Online

Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (57 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tresárboles se levantó y los otros le imitaron. Luego se pusieron a hacer los preparativos de última hora: ahuecaron las vainas para que las hojas salieran con rapidez, probaron las cuerdas de los arcos, se apretaron las hebillas. Poco tenía que preparar West. El espadón robado que tenía metido en su raído cinto, eso era todo. En compañía de aquellos tipos, se sentía un perfecto idiota. Se preguntó cuántos hombres habrían matado entre todos ellos. Si le hubieran dicho que habían liquidado una ciudad entera, más unas cuantas aldeas periféricas, no le habría sorprendido en absoluto. Incluso Pike parecía perfectamente capaz de matar a sangre fría. West tuvo que recordarse a sí mismo que no tenía ni la más remota idea de cuál era el motivo por el que le habían condenado a una colonia penal. Ahora, viendo la concentración con que repasaba el filo de su enorme hacha con el pulgar, viendo la frialdad de aquellos ojos que asomaban en medio de su cara muerta y abrasada, no le resultaba demasiado difícil imaginárselo.

West se miró las manos. Le temblaban, y no sólo de frío. Las juntó y se las apretó con fuerza. Luego alzó la vista y se encontró al Sabueso mirándole con una sonrisa de oreja a oreja.

—Para tener valor, antes hay que haber tenido miedo —le dijo, y, acto seguido, se dio la vuelta y se internó en el bosque detrás de Tresárboles y de sus demás compañeros.

La áspera voz de Dow el Negro se abatió sobre West desde detrás.

—Acompáñeme, matahombres. Y procure no rezagarse —escupió al suelo helado y luego se dio la vuelta y emprendió la marcha hacia el río. West echó una última mirada a los demás. Cathil le hizo una seña con la cabeza y él le devolvió el gesto, luego se dio la vuelta y siguió a Dow. Mientras correteaba agachado entre los troncos goteantes y escarchados de los árboles, el sonoro rumor de la cascada resonaba cada vez con más fuerza en sus oídos.

El plan de Tresárboles le empezaba a parecer bastante parco en detalles.

—Una vez que hayamos cruzado el arroyo y recibamos la señal, ¿qué hacemos?

—Matar —gruñó Dow sin darse la vuelta.

La respuesta, pese a su inutilidad, hizo que West sintiera una súbita punzada de pánico en las entrañas.

—¿Por dónde voy yo, por la izquierda o por la derecha?

—Por donde quiera, siempre que no se cruce en mi camino.

—¿Usted por dónde irá?

—Por donde haya más matanza.

Arrepentido de haber abierto la boca, West plantó los pies en la orilla con precaución. Corriente arriba se veía ya la cascada, un muro de roca oscura con un veloz chorro de agua blanca que asomaba entre los troncos negros de los árboles y arrojaba al aire vapor helado y ruido.

En aquel tramo el arroyo no tenía más de cuatro zancadas de ancho, pero las oscuras aguas corrían raudas formando espuma alrededor de las húmedas piedras de la orilla. Dow alzó su espada y su hacha y empezó a vadear el arroyo. Aunque al llegar a la mitad, el agua le cubrió hasta la cintura, siguió avanzando con paso firme hasta que por fin llegó a la otra orilla. Luego trepó a tierra, se apoyó empapado en las rocas y, al volverse y ver a West tan rezagado, frunció el ceño e hizo un gesto furioso con la mano, apremiándole a que le siguiera.

West buscó a tientas su espada, la puso en alto, respiró hondo y plantó un pie en el arroyo. El agua le entró a chorro en la bota y se arremolinó en torno a sus pantorrillas. Era como si de repente la pierna se le hubiera quedado aprisionada en un bloque de hielo. Dio un paso adelante y su otra pierna desapareció bajo el agua hasta la altura del muslo. Los ojos se le desorbitaron y se le cortó la respiración, pero ya era demasiado tarde para retroceder. Dio otro paso. La bota patinó sobre las musgosas piedras del lecho del arroyo y West se hundió hasta las axilas. Si el frío no le hubiese vaciado de aire los pulmones, habría pegado un grito. Aterrorizado, apretó los dientes y empezó a avanzar a trompicones, mitad andando, mitad nadando, hasta que finalmente llegó a la otra orilla y trepó a tierra jadeando. Con la piel entumecida y hormigueante, se acercó tambaleándose a las rocas y se apoyó detrás de Dow.

El norteño le miró con una sonrisa de suficiencia.

—Parece tener frío, muchacho.

—Estoy bien. Cumpliré con mi pa... pa... parte —castañeteó West. En su vida había sentido tanto frío.

—¿Que hará qué? Eh, muchacho, no le pienso dejar entrar a combatir en frío. Haría que nos mataran a los dos.

—No se preocupe por... —la mano de Dow le cruzó la cara. El pasmo que le produjo fue casi peor que el dolor. Boquiabierto, dejó caer su espada en el barro e instintivamente se llevó una mano a la mejilla—. Qué demonios...

—¡Úsela! —le siseó el norteño—. ¡Es suya!

West estaba a punto de abrir la boca cuando Dow le soltó con la otra mano un bofetón que le arrojó tambaleante contra las rocas, le abrió una brecha en el labio y luego le hizo caer al suelo mojado con la cabeza retumbándole.

—¿No es suya? ¡Pues demuéstrelo!

—Maldito hijo de... —luego sólo vino un gruñido ininteligible y las manos de West se cerraron alrededor del cuello de Dow. Apretaba, clavaba las uñas con furia ciega, enseñaba los dientes, gruñía como un animal salvaje. La sangre se movía a oleadas por su cuerpo. El hambre, el dolor y la frustración de la interminable y congeladora marcha le brotaban a borbotones.

Pero, por muy furioso que estuviera, Dow el Negro era el doble de fuerte que él.

—¡Úsela! —le gruñó, y, acto seguido, se liberó de los dedos de West y le aplastó contra las rocas—. ¿Ya se ha calentado?

Un objeto pasó volando por encima de ellos y cayó en el agua cerca de donde estaban. Dow le propinó un codazo de despedida y luego cargó orilla arriba lanzando rugidos. West desclavó el espadón del barro, lo alzó sobre su cabeza y, con la sangre retumbándole en la cabeza, corrió tras él profiriendo unos aullidos ininteligibles.

El terreno embarrado pasaba como una exhalación bajo sus pies. Abriéndose paso entre una maraña de arbustos y de leños podridos, irrumpió en el claro. Vio a Dow descargar su hacha sobre un boquiabierto norteño. Un chorro de sangre oscura salió disparado hacia arriba, una lluvia de negras manchas que resaltaban sobre las ramas enmarañadas y el blanco del cielo. Los árboles, las rocas y unas greñudas figuras humanas daban sacudidas y se tambaleaban, mientras su propio aliento le retumbaba en los oídos con la fuerza de una tormenta. De pronto apareció alguien junto a él. West soltó un tajo con su espada y notó que había dado en el blanco. La sangre le salpicó la cara; se tambaleó, escupió, parpadeó, resbaló hacia un lado y rápidamente volvió a erguirse. Tenía la cabeza repleta de gritos y gemidos, de estrépitos metálicos, del ruido que hacían los huesos al quebrarse.

Tajos. Hachazos. Rugidos.

Una figura tambaleante que aferraba una flecha que tenía clavada en el pecho venía hacia él. La espada de West le abrió el cráneo hasta la altura de la boca. El cadáver pegó una sacudida que le arrancó el acero de las manos. West se resbaló, estuvo a punto de caerse y lanzó un puñetazo a un cuerpo que pasó corriendo a su lado. Entonces algo se estrelló contra él y le arrojó contra un árbol, vaciándole de aire los pulmones. Alguien le apretaba con fuerza el pecho y le inmovilizaba los brazos, alguien trataba de arrancarle la vida.

West se inclinó hacia delante y hundió los dientes en los labios del hombre hasta sentir como se juntaban. El tipo aullaba y le lanzaba puñetazos, pero West apenas sentía los golpes. Escupió la loncha de carne y luego le soltó un cabezazo en plena cara. El hombre pegó un alarido y se retorció mientras la sangre brotaba a borbotones de su boca desgarrada. Gruñendo como un perro rabioso, West cerró su dentadura alrededor de su nariz.

Mordió. Mordió. Mordió.

Tenía la boca llena de sangre y los oídos le atronaban, pero lo único que le importaba era apretar las mandíbulas cada vez más y más. Apartó de golpe la cabeza, retorciéndola, y el hombre se tambaleó hacia atrás, echándose las manos a la cara. Una flecha perdida se le hundió con un ruido seco en las costillas y el tipo cayó de rodillas. West se le echó encima, le hundió las manos en la pelambre y se puso a estrellarle la cabeza contra el suelo una y otra vez.

—Está muerto.

West le soltó de golpe, sus manos en forma de garra estaban llenas de sangre y de cabellos arrancados. Se puso trabajosamente de pie y, jadeando, miró a su alrededor con los ojos desorbitados.

Todo estaba en calma. El mundo había dejado de dar vueltas. Pequeños copos de nieve caían blandamente sobre el claro, posándose en la tierra húmeda, en los pertrechos que había desparramados por el suelo, en los cuerpos yacentes y en los hombres que aún seguían en pie. Tul no estaba muy lejos de él y le miraba. Detrás estaba Tresárboles con la espada en la mano. La amorfa masa rosàcea de la cara de Pike lucía algo que se parecía un poco a una mueca de dolor; su puño ensangrentado se cerraba sobre uno de sus brazos. Todos le miraban. Todos. Dow alzó una mano y le señaló. Luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—¡Le ha mordido! ¡Le ha arrancado la puta nariz de un mordisco! ¡Ya sabía yo que eras un loco furioso!

West los miró fijamente. Ya empezaba a remitir el retumbar de su cabeza.

—¿Qué? —masculló. Estaba cubierto de sangre. Se limpió la boca con una mano. Un regusto salado. Miró el cadáver que tenía al lado, un hombre caído de bruces en el suelo. De debajo de la cabeza le salía un reguero de sangre que descendía por la ladera y se estancaba alrededor de la bota de West. Entonces recordó... algo. Un violento retortijón de su estómago vacío le hizo doblarse en dos y vomitar una papilla rosàcea.

—¡Un loco furioso! —exclamó Dow—. ¡Eso es lo que es!

Hosco había salido ya de entre los matorrales y estaba en cuclillas, con el arco colgado del hombro, arrancándole a un cadáver un manto de piel ensangrentado.

—Buen abrigo —se dijo para sí en un susurro.

Doblado, mareado y completamente exhausto, West miraba mientras los demás registraban el campamento. De pronto, oyó la risa de Dow.

—¡Furioso! —exclamó con su voz áspera—. ¡Así es como le voy a llamar!

—Por aquí hay flechas —el Sabueso sacó un objeto de uno de los bultos que había por el suelo y sonrió—. Y también queso, aunque parece estar un poco rancio —con sus dedos sucios limpió de moho la cuña amarillenta, la dio un mordisco y volvió a sonreír—. Pues aún está bueno.

—Esto está lleno de cosas buenas —asintió Tresárboles, al que también se le empezaba a dibujar una sonrisa—. Y mal que bien todos seguimos de una pieza. Buen trabajo, muchachos —palmeó a Tul en la espalda—. Pero más vale que sigamos camino hacia el norte antes de que echen a éstos de menos. Cojamos deprisa todo lo que podamos y que alguien vaya a por los otros.

La mente de West aún no se había puesto a funcionar del todo.

—¿Los otros?

—Muy bien —dijo Tresárboles—, ve tú con Dow... Furioso —y se alejó con una media sonrisa.

West avanzaba a bandazos entre los árboles, deshaciendo el camino que había hecho antes. Resbalando, patinando con las prisas, sintiendo que otra vez le volvía a palpitar la sangre en la cabeza.

—Hay que proteger al Príncipe —se decía para sí. Vadeó el arroyo sin apenas notar el frío, trepó a la orilla y ascendió por la ladera, dirigiéndose apresuradamente hacia el acantilado donde había dejado a los otros.

Oyó el grito de una mujer, que al instante se interrumpió, y luego el gruñido de una voz masculina. El horror se abatió sobre todas las partes de su cuerpo. Los hombres de Bethod les habían encontrado. Puede que ya fuera demasiado tarde. A trompicones, resbalando por el barro, apremiaba a sus piernas doloridas para que subieran más deprisa la ladera. Tenía que proteger al Príncipe. El aire le quemaba en la garganta, pero se forzaba a seguir, agarrándose a los troncos de los árboles, clavando los dedos en las ramas caídas y en el barrujo escarchado.

Irrumpió jadeando en el claro que había junto al acantilado, empuñando con fuerza su espada ensangrentada.

Dos figuras forcejeaban en el suelo. Debajo estaba Cathil, con la espalda en tierra, revolviéndose y lanzando patadas y zarpazos a alguien que tenía encima. El hombre ya había conseguido bajarle los pantalones por debajo de las rodillas y ahora trataba de desabrocharse su cinturón con una mano mientras con la otra bregaba para taparle la boca a la muchacha. West dio un paso adelante, alzó la espada y, de repente, el hombre volvió bruscamente la cabeza. West parpadeó. El presunto violador no era otro que el Príncipe Ladisla.

Al ver a West, se apresuró a ponerse de pie y luego dio un paso atrás. Tenía una expresión azorada, casi una sonrisa, como un colegial al que se ha pillado robando un pastel de la cocina.

—Lo siento —dijo—. Pensé que tardarían más.

West le miraba fijamente sin entender del todo lo que pasaba. —¿Más?

—¡Maldito cabrón! —chilló Cathil reculando por el suelo mientras se subía los pantalones—. ¡Te voy a matar, hijo de puta!

Ladisla se llevó un dedo a los labios.

—¡Me ha mordido! —y extendió la punta ensangrentada de su dedo, como si fuera una prueba incontestable de la ofensa que se había cometido contra su persona. Sin darse cuenta, West comenzó a avanzar. El Príncipe debió de advertir algo en su semblante porque dio un paso atrás y alzó una mano mientras con la otra se sujetaba los pantalones—. Un momento, West, yo sólo...

No hubo acceso de rabia. No hubo ceguera temporal, ni miembros descontrolados, ni siquiera un mínimo atisbo de dolor de cabeza. No hubo ira. Jamás en su vida se había sentido West más tranquilo, más sereno, más seguro de sí. Eligió hacerlo.

Su mano derecha salió disparada hacia delante y golpeó con la palma el pecho de Ladisla. El Príncipe Heredero soltó un grito ahogado al caer hacia atrás. Su pie izquierdo se retorció sobre el barro. Trató de plantar en tierra el pie derecho, pero detrás no había suelo. Sus cejas se alzaron, sus ojos y su boca se abrieron en un mudo gesto de asombro. El heredero al trono de la Unión cayó, separándose de West, lanzó unos manotazos en un intento vano de agarrarse a algo y dio una vuelta en el aire... luego desapareció.

Se oyó un grito breve y entrecortado, seguido de un golpe sordo, y otro, después el traqueteo de unas piedras que caían.

Luego silencio.

West permanecía inmóvil, parpadeando.

Se volvió para mirar a Cathil.

BOOK: Antes de que los cuelguen
3.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Second by Chantal Fernando
Unknown by Unknown
Ladies Night by Christian Keyes
Her Dream Cowboy by Emily Silva, Samantha Holt
Bocetos californianos by Bret Harte
Collateral Damage by Stuart Woods
The Heart Queen by Patricia Potter