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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (53 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Glokta sintió un temblor en la pierna; hizo una mueca de dolor y se sentó en una silla vacía.

—Vamos, que esto no es normal.

—Ez obvio —rezongó Frost.

—En todo caso, ya no cicatriza tan bien como al principio —ninguna de las heridas que tenía en la piel se estaba cerrando.
Todas permanecen abiertas, tan muertas y secas como trozos de carne en una carnicería
. Tampoco parecía que las quemaduras se estuvieran desvaneciendo.
Estrías carbonizadas marcadas en la piel, como si fuera un pedazo de carne recién sacado de la parrilla
.

—Así lleva todo el tiempo, sentada, mirando y sin decir palabra —dijo Severard.

Glokta frunció el ceño.
¿A esto era a lo que quería dedicarme cuando decidí entrar en la Inquisición? ¿A torturar chiquillas?
Se frotó sus ojos escocidos con una mano para limpiárselos de humedad.
Claro que esto que tenemos aquí es mucho más y mucho menos que una chiquilla
. Se acordó de las manos que le aferraban, de los tres Practicantes luchando a brazo partido para quitársela de encima.
No debemos caer en el mismo error que cometimos con el Primero de los Magos
.

—Hay que tener una mentalidad abierta —murmuró.

—¿Sabe lo que diría mi padre de eso? —en vivo contraste con la tersura juvenil de su rostro, la voz sonó tan ronca, profunda y chirriante como la de un anciano.

Glokta sintió una palpitación en el ojo izquierdo y el hormiguear del sudor bajo su toga.

—¿Tu padre?

Los ojos de Shickel brillaban en la oscuridad mientras le dirigía una sonrisa. Casi parecía que los cortes que tenía en la cara sonrieran también con ella.

—Sí, mi padre. El Profeta. El Gran Khalul. Diría que una mentalidad abierta es como una herida abierta. Ambas son vulnerables al veneno. Ambas son susceptibles de volverse purulentas. Ambas sólo sirven para producir dolor a quienes las poseen.

—¿Ahora quieres hablar?

—Ahora he decidido hacerlo.

—¿Por qué?

—¿Y por qué no? Ahora ya sabe que soy yo y no usted quien toma las decisiones. Haga sus preguntas, tullido. Cuando se presenta la oportunidad de aprender, no hay que dejarla escapar. Bien sabe Dios la mucha falta que le hace. Un hombre perdido en el desierto...

—Ya me sé lo que sigue —Glokta hizo una pausa.
Son tantas las preguntas posibles, pero, ¿qué se puede preguntar a un ser así?
—. ¿Eres un Devorador?

—No es ése el nombre que nosotros nos damos, pero sí, lo soy —y, sin dejar de mirarle, inclinó ligeramente la cabeza—. Lo primero que hicieron los sacerdotes fue obligarme a que me comiera a mi madre. Eso fue cuando me encontraron. O lo hacía o me mataban, y entonces aún tenía muchas ganas de vivir. Después lloré, pero de eso hace ya mucho tiempo y todas mis lágrimas ya se han secado. Me doy asco, desde luego. A veces quisiera matar, a veces quisiera morir. Lo merezco. De eso no me cabe ninguna duda. Es mi única certeza.

A estas alturas ya debería haber aprendido a no esperar respuestas claras. Como esto siga así, voy a acabar por añorar a los Sederos. Por lo menos comprendía sus crímenes. De todas maneras, siempre es mejor obtener alguna respuesta que no obtener nada.

—¿Por qué comes carne humana?

—Por la misma razón que las aves comen gusanos. Por la misma razón que las arañas comen moscas. Porque Khalul lo quiere así y nosotros somos las criaturas del Profeta. Cuando Juvens fue traicionado, Khalul juró vengarle, pero era él solo contra muchos. Por eso hizo su gran sacrificio: transgredió la Segunda Ley y los justos se unieron a él y su número fue creciendo con el paso de los años. Algunos lo hicieron por propia voluntad. Otros no. Pero ninguno ha renegado de él. Ahora tengo innumerables hermanos y todos nosotros hemos de sacrificarnos también.

Glokta señaló el brasero.

—¿Sientes dolor?

—No, pero remordimientos sí, muchos.

—Es curioso. A mí me ocurre justo lo contrario.

—En eso tiene usted más suerte que yo.

Glokta soltó un resoplido.

—Es fácil decirlo cuando uno no aúlla de dolor cada vez que tiene que orinar.

—Apenas recuerdo ya lo que sea el dolor. Todo eso pasó hace mucho tiempo. A cada uno de nosotros se le otorga un don diferente. Fuerza, rapidez, una resistencia sobrehumana. Algunos de los nuestros pueden adoptar distintas formas, o engañar a la vista, o incluso emplear el Arte de la misma manera en que Juvens se lo enseñó a sus aprendices. Cada uno de nosotros tiene un don distinto, pero la maldición es igual para todos —Shickel miró fijamente a Glokta con la cabeza ladeada.

A ver si lo adivino.

—¿No puedes dejar de comer?

—Nunca. Y de ahí que el ansia de esclavos de los gurkos sea inagotable. Nada se resiste al Profeta, bien lo sé. El Gran Padre Khalul —alzó la vista al techo con gesto reverencial—. Sacerdote Supremo del Templo de Sarkant. El hombre más santo que jamás haya hollado la tierra. Azote de los orgullosos, rectificador de agravios, voz de la verdad. La luz que desprende brilla como la de las estrellas. Cuando abre la boca a través de él habla la voz de Dios. Cuando...

—Y seguramente también caga zurullos de oro. ¿Cómo puedes creerte semejante basura?

—¿Qué importa lo que yo crea? Yo no elijo. Cuando tu señor te encomienda una tarea, haces todo lo que puedas para llevarla a cabo. Por siniestra que sea.

Eso puedo entenderlo.

—Algunos sólo parecemos servir para las tareas más siniestras. Una vez que uno ha elegido señor...

Desde el otro lado de la mesa Shickel soltó una risa ronca y seca.

—Muy pocos son los que elijen. Hacemos lo que se nos manda. Nos mantenemos en pie o caemos al lado de los que nacieron junto a nosotros, de los que tienen nuestra misma apariencia, de los que hablan nuestro mismo lenguaje, y de las razones sabemos tan poco como pueda saber el polvo al que regresamos —la cabeza se le desplomó hacia un lado y una de las heridas que tenía en el hombro se abrió como si fuera una boca—. ¿Cree que me gusta haberme convertido en esto? ¿Cree que no sueño con ser igual que los demás? Pero, una vez que se ha producido la transformación, ya no hay vuelta atrás. ¿Entiende?

Oh, sí. Pocos lo entenderían mejor.

—¿Por qué te enviaron aquí?

—La obra de los justos no tiene final. Vine para ver cómo Dagoska volvía al redil. Para ver cómo la gente adoraba a Dios de acuerdo con las enseñanzas del Profeta. Para ver cómo mis hermanos y hermanas se alimentaban.

—Pues parece que has fracasado.

—Otros vendrán luego. Nada se resiste al Profeta. La ciudad está condenada.

Hasta ahí llego. Probemos otro enfoque.

—¿Qué sabes de... Bayaz?

—Ah, Bayaz. Era el hermano del Profeta. Con él empezó todo y con él todo acabará —su voz se redujo a un susurro—. Un mentiroso, un traidor. Fue quien mató al maestro. El asesino de Juvens.

Glokta frunció el ceño.

—No es eso lo que a mí me han contado.

—Cada cual cuenta las cosas a su manera, hombre roto. ¿Aún no lo ha aprendido? —sus labios se fruncieron—. No entiende nada de la guerra en que está luchando, ni de las armas, ni de las víctimas, ni de las victorias y las derrotas que tienen lugar día a día. Ni siquiera intuye cuáles son los bandos, las causas, las razones. El campo de batalla está por todas partes. Le compadezco. Es usted como un perro que tratara de comprender los argumentos de los sabios y sólo oyera ladridos. Los justos están en camino. Khalul barrerá todas las mentiras de la tierra e instaurará un orden nuevo. Juvens será vengado. Así ha sido predicho. Así se ha ordenado. Así se ha prometido.

—Dudo mucho que tú lo veas.

Shickel le sonrió.

—Lo mismo le digo. Mi padre habría preferido tomar la ciudad sin lucha, pero si tiene que luchar para conseguirla, lo hará, sin piedad y con el respaldo de la cólera de Dios. Éste es sólo el primer paso del camino que ha elegido. Del camino que ha elegido para todos nosotros.

—¿Y cuál es el siguiente paso?

—¿Se cree que mis señores me informan de sus planes? ¿A usted sí? Soy un gusano. No soy nada. Y, sin embargo, soy mucho más que usted.

—¿Qué va a pasar ahora? —bufó Glokta. Silencio nada más.

—¡Contéstale! —bufó Vitari. Frost cogió del brasero un hierro con la punta incandescente y lo hundió en el hombro desnudo de Shickel. Un vapor sibilante y fétido se elevó en el aire, la grasa salió escupida y chisporroteó, pero la muchacha permanecía muda. Sus ojos adormilados observaban arder su carne con indiferencia.
Aquí no voy a obtener ninguna respuesta. Sólo preguntas. Siempre más preguntas
.

—Ya he tenido suficiente —gruñó Glokta echando mano de su bastón e incorporándose trabajosamente mientras se retorcía en un intento tan inútil como doloroso de despegarse la camisa de la espalda.

Vitari señaló a Shickel, cuyos ojos entrecerrados brillaban mientras miraba fijamente a Glokta con una media sonrisa en los labios.

—¿Qué hacemos con esto?

Un agente prescindible de un señor indiferente, enviado contra su voluntad a un lugar lejano para luchar y matar por unos motivos que apenas comprende, ¿Me suena de algo?
Glokta contrajo el rostro mientras daba su dolorida espalda a la hedionda cámara.

—Quémala —dijo.

Glokta estaba en la terraza, al relente de la noche, contemplando con gesto ceñudo la Ciudad Baja.

En lo alto del peñón soplaba el viento, un viento frío procedente de la oscuridad del mar que le azotaba la cara y los dedos que tenía posados en la baranda, a la vez que agitaba los faldones de su toga, golpeándoselos contra las piernas.
Lo más parecido al invierno que hay en este maldito crisol de razas
. Junto a la puerta, encerradas en sus cajas negras, las llamas de las antorchas aleteaban y parpadeaban: dos solitarias luces en medio de la creciente oscuridad. Fuera había más luces, muchas más. En las jarcias de los bajeles de la Unión que había fondeados en el puerto ardían los faroles, y sus reflejos centelleaban y espejeaban en las aguas. Brillaban luces en las ventanas de los oscuros palacios que había a los pies de la Ciudadela y en lo alto de las majestuosas torretas del Gran Templo. Más abajo, en los arrabales, ardían miles de antorchas. Un interminable reguero de puntos luminosos fluía desde los edificios y se desparramaba por las calles que conducían a la Ciudad Alta.
Refugiados que abandonan sus hogares con poco más que lo puesto en busca de una incierta seguridad, ¿Podremos garantizársela durante mucho tiempo una vez que hayan caído las murallas terrestres?
Sabía la respuesta.
No
.

—¡Superior!

—Hombre, maese Cosca. Qué bien que haya podido venir a hacerme compañía.

—¡Faltaría más! Después de una escaramuza, no hay nada como darse un paseo a la brisa del atardecer —el mercenario se le acercó cerniendo el cuerpo. Caminaba con brío, tenía los ojos chispeantes, el cabello primorosamente peinado y los mostachos tan tiesos como si se los hubiera encerado.
Es como si de pronto hubiera crecido un par de centímetros y se hubiera quitado lo menos diez años de encima
. Se plantó de un salto junto al antepecho, cerró los ojos y respiró hondo por su afilada nariz.

—Para ser alguien que viene de una batalla, tiene usted un aspecto inmejorable.

El estirio le sonrió de oreja a oreja.

—Más que en la batalla, he estado un poco por detrás de ella. Siempre he pensado que las primeras líneas no son el mejor lugar para combatir. Hay tanto ruido que nadie te oye. Y, además, las posibilidades de palmarla son mucho mayores.

—Sin duda. ¿Qué tal nos ha ido?

—Los gurkos siguen estando fuera, así que yo diría que, para lo que son las batallas, no nos ha ido del todo mal. No creo que los muertos estuvieran de acuerdo conmigo, pero a quién le importa su opinión —dicho aquello, se rascó alegremente el cuello—. Hoy ha ido bastante bien la cosa. Pero mañana y pasado mañana, ¿quién sabe? ¿Alguna señal de esos refuerzos? —Glokta negó con la cabeza y el estirio aspiró con energía una bocanada de aire—. No es que a mí me importe, desde luego, pero a lo mejor usted quiere plantearse la posibilidad de una retirada mientras la bahía siga en nuestras manos.

A todo el mundo le gustaría retirarse. Incluso a mí
. Glokta soltó un resoplido.

—El Consejo Cerrado me tiene atado corto y dice que no. El honor del Rey no lo permite, según me informan, y, al parecer, su honor vale más que nuestras vidas.

Cosca alzó las cejas.

—El honor, ¿eh? ¿Se puede saber qué es eso? Cada hombre piensa que es una cosa distinta. Cuanto más se tiene, peor te sienta, y si no tienes nada, jamás lo echas en falta —sacudió la cabeza—. Y, sin embargo, algunos hombres piensan que no hay nada más importante en el mundo.

—Hummm —masculló Glokta chupándose las encías.
El honor no vale lo que vale una pierna o unos dientes. Aprender esa lección me costó muy caro
. Luego escrutó el oscuro perfil de las murallas terrestres, que estaban salpicadas de hogueras. Aún se oían vagos ruidos de combate y, ocasionalmente, alguna flecha en llamas remontaba en el aire y caía en los devastados arrabales.
Ni siquiera ahora para el maldito asunto
. Respiró hondo.

—¿Qué posibilidades tenemos de resistir otra semana más?

—¿Otra semana? —Cosca frunció los labios—. Razonables.

—¿Y dos semanas?

—¿Dos? —Cosca chasqueó la lengua—. Menos buenas.

—Lo que quiere decir que un mes entero es absolutamente imposible.

—Imposible es la palabra exacta.

—Parece como si la situación le divirtiera.

—¿A mí? Me he especializado en las causas perdidas —obsequió a Glokta con la mejor de sus sonrisas—. En los últimos tiempos son las únicas que me ofrecen.

Conozco esa sensación.

—Resista en las murallas terrestres todo lo que pueda y luego emprenda la retirada. Las murallas de la Ciudad Alta serán nuestra nueva línea de defensa.

La sonrisa de Cosca era tan luminosa que casi parecía brillar en la oscuridad.

—¡Resistir todo lo que podamos y luego retirarnos! ¡Me muero de ganas de empezar!

—Y, ya de paso, tal vez no sería mala idea prepararles unas cuantas sorpresas a nuestros huéspedes gurkos para cuando finalmente traspasen las murallas. Ya sabe —y Glokta agitó la mano con gesto vago—, trampas de alambre, pozos ocultos, picas embadurnadas de excrementos, esa clase de cosas. Apuesto a que usted tiene experiencia en ese tipo de combate.

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