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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (49 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Jezal se tumbó en el suelo del carro. En realidad, Bayaz ya le había contado antes esa historia, pero tampoco tenía demasiado sentido decírselo. De hecho, le había gustado volver a oírla; al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. Había algo en la voz áspera y monótona del anciano que le resultaba reconfortante, sobre todo ahora que el sol empezaba a asomar entre las nubes. Casi ni le dolía la boca, siempre y cuando no la moviera, por supuesto.

Y así se quedó Jezal, tumbado boca arriba sobre un saco de paja, con la cabeza vuelta a un lado, balanceándose suavemente con el movimiento del carro y viendo pasar el paisaje. Viendo la hierba mecida por el viento. Viendo los reflejos del sol en el agua.

Paso a paso

Con los dientes apretados, West ascendía gateando por la pendiente helada.

Tenía los dedos insensibles, débiles y temblorosos de tanto clavarlos para buscar puntos de apoyo en la tierra escarchada, en las heladas raíces de los árboles, en la nieve congelada. Se le habían cortado los labios, la nariz no paraba de chorrearle agüilla y el borde de sus orificios nasales estaba horriblemente irritado. Incluso el aire que respiraba, que luego expulsaba en forma de vaho con un hormigueante resuello, le raspaba en la garganta y le ardía en los pulmones. Se preguntó si dejar su abrigo a Ladisla no habría sido la peor decisión de su vida. Y concluyó que seguramente era así. Descontando, desde luego, la decisión de salvar a aquel cabrón egoísta.

Ni siquiera cuando se entrenaba cinco horas diarias para prepararse para el Certamen había llegado a imaginarse que se pudiera estar tan cansado. Al lado de Tresárboles, el Lord Mariscal Varuz resultaba ridículamente blando. Todas las mañanas le despertaban de una sacudida antes del amanecer y apenas le dejaban descansar hasta que se habían ido las últimas luces. Los norteños, todos sin excepción, eran auténticas máquinas. Hombres tallados en madera que no se cansaban nunca, que no parecían sentir el dolor. Su ritmo implacable había conseguido que a West le dolieran todos los músculos del cuerpo. Estaba cubierto de cardenales y arañazos, provocados por cientos de caídas y tropiezos. Dentro de las botas, tenía los pies en carne viva y llenos de ampollas. Y, para rematarlo, ahí estaba el dichoso dolor de cabeza de siempre, latiendo al ritmo de su corazón acelerado y fundiéndose desagradablemente con la quemazón de la herida del cuello cabelludo.

El frío, el dolor y la fatiga ya eran bastante malos de por sí, pero peor aún era la abrumadora sensación de vergüenza, de culpa y de fracaso que le aplastaba a cada paso que daba. Le habían enviado junto a Ladisla para asegurarse de que no ocurriera ningún desastre. Y el resultado había sido un desastre de una magnitud casi incomprensible. Una división entera había sido masacrada. ¿Cuántos niños se habrían quedado sin padre? ¿Cuántas mujeres sin marido? ¿Cuántos padres sin hijos? Si hubiera podido hacer algo más, se dijo por enésima vez cerrando los puños de sus manos entumecidas. Si hubiera logrado convencer al Príncipe de que permaneciera al otro lado del río tal vez no habrían muerto todos esos hombres. Habían sido tantos los muertos. Por momentos no sabía si compadecerlos o envidiar su suerte.

—Paso a paso —masculló para sus adentros mientras seguía trepando a trancas y barrancas por la pendiente. Era la única forma de abordarlo. Si se aprietan los dientes con la fuerza suficiente y se van dando zancadas, al final se llega a cualquier parte. Un paso tras otro, cada uno de ellos doloroso, fatigado, helador y avergonzado. ¿Qué otra cosa se podía hacer?

En cuanto coronaron la colina, el Príncipe Ladisla se dejó caer junto a las raíces de un árbol, como solía hacer lo menos una vez cada hora.

—¡Coronel West, por favor! —jadeaba tratando de recobrar el aliento con su cara congestionada envuelta en su propio vaho. Al igual que suele ocurrirles a los niños pequeños, en su labio superior relucían dos hilillos de mocos—. ¡No puedo más! ¡Dígales... dígales que paremos un rato, por lo que más quiera!

West maldijo entre dientes. Los norteños ya estaban bastante hartos y cada vez se molestaban menos en disimularlo, pero, le gustara o no, Ladisla seguía siendo su comandante. Además del heredero al trono. West no podía ordenarle que se pusiera de pie.

—¡Tresárboles! —jadeó.

El viejo guerrero giró la cabeza y le miró con gesto ceñudo.

—Más vale que no me pida que paremos, muchacho.

—Lo necesitamos.

—¡Por los muertos! ¿Otra vez? ¡Ustedes los sureños no tienen redaños! No es de extrañar que Bethod les diera semejante paliza. ¡Y como no aprendan a marchar, se la volverá a dar, pueden estar seguros!

—Por favor. Sólo un momento.

Tresárboles lanzó una mirada iracunda a la figura despatarrada del Príncipe y sacudió la cabeza, asqueado.

—Está bien. Pueden sentarse un minuto, si eso hace que después vayan más deprisa, pero más vale que no le cojan gusto, ¿entendido? Todavía no hemos cubierto ni la mitad del camino que tenemos que hacer hoy si queremos llevarle la delantera a Bethod —y, dicho aquello, se alejó malhumorado para gritarle al Sabueso que parara.

West se puso en cuclillas, movió los dedos de los pies para que le circulara la sangre y, formando un cuenco con las manos, se las sopló para tratar de quitarse un poco el frío. Le habría gustado despatarrarse como Ladisla, pero sabía por propia experiencia que si dejaba de moverse luego le resultaría mucho más doloroso ponerse en marcha. A Pike y a su hija, que se encontraban de pie un poco más arriba, ni siquiera parecía faltarles demasiado el aliento. Una prueba concluyente, si es que acaso hacía falta alguna, de que trabajar el metal en una colonia penal proporcionaba una preparación más adecuada para marchar por un terreno como aquél que una vida de ininterrumpida holganza.

Ladisla pareció leerle el pensamiento.

—¡No se imagina lo duro que me resulta esto! —le soltó.

—¡Desde luego que no! —exclamó West, cuya paciencia estaba poco menos que agotada—. ¡Y encima tiene que cargar con el peso adicional de mi abrigo!

El Príncipe pestañeó, clavó la mirada en el suelo mojado y movió las mandíbulas.

—Tiene razón. Lo siento. Soy consciente de que le debo la vida. Pero, sabe, no estoy acostumbrado a este tipo de cosas. No estoy acostumbrado en absoluto —dio un tirón a las deshilachadas solapas del mugriento abrigo y soltó una risilla compungida—. Mi madre siempre me decía que un hombre ha de estar presentable en todo momento. Me pregunto qué pensaría de esto —a West no se le pasó por alto que no se había ofrecido a devolvérselo.

Ladisla encorvó los hombros.

—Me imagino que he de asumir una parte de responsabilidad en lo ocurrido —¿una parte? A West le habría gustado darle a probar una parte de sus botas—. Debería haberle hecho caso, coronel. Siempre lo supe. En la guerra no hay mejor estrategia que la cautela, ¿eh? Esa siempre ha sido mi máxima. ¿Cómo pude dejar que las palabras de ese loco de Smund me llevaran a actuar precipitadamente? ¡Siempre fue un idiota!

—Lord Smund lo ha pagado con la vida —masculló West.

—¡Ya podía haber muerto antes, así no estaríamos ahora metidos en este embrollo! —los labios del Príncipe se agitaron con un leve temblor—. ¿Qué cree que dirán de todo esto en nuestro país, eh, West? ¿Qué cree que dirán de mí ahora?

—No tengo ni idea, Alteza —tampoco sería mucho peor que lo que solían decir. En un intento de aplacar su ira, West se esforzó por ponerse en el lugar de Ladisla. No estaba en absoluto preparado para aguantar la dureza de una marcha como aquélla, carecía de cualquier tipo de recursos, dependía de los demás para todo. Un hombre como él, que en su vida habría tomado una decisión más importante que la elección del sombrero que se iba a poner, se veía de pronto obligado a asumir la responsabilidad de haber sido el causante de la muerte de miles de personas. No era de extrañar que no supiera cómo encarar la situación.

—Si al menos no hubieran salido huyendo —Ladisla apretó los puños y golpeó enfurruñado las raíces del árbol—. ¿Por qué no se mantuvieron firmes y combatieron esos malditos cobardes? ¿Por qué no combatieron?

West cerró los ojos y puso todo su empeño en ignorar el frío, el hambre y el dolor y en no dejarse invadir por la furia que anidaba en su pecho. Siempre ocurría lo mismo. Justo cuando parecía que Ladisla al fin iba a conseguir despertar en él una cierta compasión, dejaba caer algún comentario abominable que hacía que la repugnancia que sentía por el personaje volviera a apoderarse de él.

—No sabría qué decirle, Alteza —consiguió pronunciar entre dientes.

—Bueno —gruñó Tresárboles—, se acabó. En pie otra vez y nada de excusas.

—¿No iremos a ponernos otra vez en marcha, coronel?

—Me temo que sí.

El Príncipe suspiró y se levantó haciendo una mueca de dolor.

—No alcanzo a comprender cómo pueden mantener este ritmo, West.

—Paso a paso, Alteza.

—Claro —murmuró Ladisla mientras comenzaba a dar tumbos entre los árboles siguiendo a los dos presidiarios—. Paso a paso.

West movió un poco sus doloridos tobillos para desentumecerlos y, cuando se disponía a ponerse de pie, notó que una sombra se proyectaba sobre él. Alzó la mirada y vio que Dow el Negro le bloqueaba el paso con su fornido hombro y le miraba enseñándole los dientes a menos de medio metro. El norteño señaló la espalda del Príncipe, que se alejaba lentamente.

—¿Quiere que me lo cargue? —gruñó en la lengua del norte.

—¡Como le ponga a alguno de ellos la mano encima le...! —West había escupido la frase sin pensar en cómo iba a terminarla.

—¿Me qué?

—Le mato — ¿qué iba a decir si no?

Se sentía como un niño que lanzara bravatas en un patio de escuela. En un patio extremadamente frío y peligroso y a un niño que le doblaba el tamaño.

Pero Dow se limitó a sonreír.

—Tiene muy malas pulgas para ser tan poca cosa. ¿A qué viene de pronto tanto hablar de muerte? ¿Está seguro de que tiene redaños para eso, eh?

West trató de mostrarse lo más grande posible, pero no resultaba fácil estando en una posición inferior en la pendiente y con el cuerpo contraído por la fatiga. Ante una situación de peligro hay que demostrar que no se tiene miedo, por mucho que se tenga.

—Póngame a prueba —a él mismo le pareció que sus palabras sonaban muy poco convincentes.

—Puede que lo haga.

—Cuando llegue el momento, hágamelo saber. No quisiera perdérmelo.

—Oh, no se preocupe por eso —susurró Dow antes de girar la cabeza y lanzar un escupitajo al suelo—. Sabrá que ha llegado el momento cuando se despierte con el pescuezo rebanado —y, acto seguido, reemprendió despreocupado la marcha por la ladera embarrada caminando despacio para dejarle claro que no le tenía ningún miedo. A West le habría encantado poder hacer lo mismo. Mientras se abría paso entre los árboles, siguiendo a los otros, el corazón le latía acelerado. Apretó el paso, superó a Ladisla y se puso a la altura de Cathil.

—¿Está bien? —le preguntó.

—He estado peor —la joven le miró de arriba abajo—. ¿Y usted cómo está?

De repente West se dio cuenta de lo lamentable que debía de ser su aspecto. Sobre su mugriento uniforme llevaba un saco viejo, al que había practicado unos agujeros para pasar los brazos, ceñido en la parte de arriba con el cinturón, donde llevaba entremetida su pesada espada, que siempre estaba golpeándole una pierna al caminar. Sus mandíbulas, que no paraban de castañetear, lucían una barba de varios días, salpicada de una erupción, y suponía que el color de su tez debía de ser una mezcla de un rojo chillón y un gris cadavérico. Se metió las manos bajo las axilas y esbozó una sonrisa triste.

—Helado.

—Se nota. A lo mejor debería haber conservado su abrigo.

No pudo menos que asentir con la cabeza. Vio asomar entre las ramas de los pinos la espalda de Dow y carraspeó.

—Ninguno de ellos habrá intentado... molestarla, ¿verdad?

—¿Molestarme?

—Bueno, ya sabe, una mujer entre tantos hombres, en fin, no están acostumbrados —dijo azorado—. Me he fijado en cómo la mira ese Dow y la verdad...

—Es muy noble de su parte, coronel, pero yo que usted no me preocuparía. Dudo mucho que hagan algo más que mirar, y, además, estoy acostumbrada a tratar con gente peor.

—¿Peor que ése?

—El jefe del primer campo en el que estuve se encaprichó conmigo. Supongo que mi piel aún debía de conservar algo de la lozanía de la libertad. Me quitó la comida para ver si así conseguía salirse con la suya. Estuve cinco días sin probar bocado.

West hizo una mueca de dolor.

—¿Y bastó ese tiempo para hacerle desistir?

—No desistió. Cinco días fue todo lo que yo pude aguantar. Al final se hace lo que se tiene que hacer.

—Quiere decir que...

—Se hace lo que se tiene que hacer —Cathil se encogió de hombros—. No me enorgullezco de ello, pero tampoco me avergüenzo. Ni el orgullo ni la vergüenza dan de comer. Lo único de lo que me arrepiento es de esos cinco días que me pasé sin probar bocado, cinco días en los que podría haber comido bien. Se hace lo que se tiene que hacer. Da igual quién seas. Una vez que se empieza a pasar hambre... —volvió a encogerse de hombros.

—¿Y qué me dice de su padre?

—¿Pike? —alzó la vista y miró al presidiario de la cara abrasada, que caminaba delante de ellos—. No es mi padre. No tengo ni idea de qué fue de mi verdadera familia. Probablemente estará desperdigada por todo Angland, si es que siguen vivos.

—Entonces, es...

—A veces fingir que se es de la misma familia hace que la gente se comporte de otra manera. Supongo que de no ser por Pike ahora seguiría forjando metal en el campo.

—Y en lugar de eso está disfrutando de una agradabilísima excursión.

—¡Ja! Hay que saber apañárselas con lo que a una le toca en suerte —luego agachó la cabeza y, apretando el paso, se apartó de él caminando entre los árboles.

West la miró mientras se alejaba. Como diría un norteño, aquella mujer tenía redaños. Ladisla podría haber aprendido un par de cosas de su férrea determinación. West giró la cabeza para mirar al Príncipe, que avanzaba por el barro dando delicados tumbos y con un ceño altanero en el semblante. West exhaló un suspiro de vaho. Daba la impresión de que ya era demasiado tarde para que Ladisla aprendiera algo.

Un mísero mendrugo de pan y una taza de caldo helado, ése era todo su almuerzo. A pesar de los ruegos de Ladisla, Tresárboles se había negado a que se encendiera un fuego. No quería correr el riesgo de que los descubrieran. Así que permanecían sentados hablando en voz baja en medio de la creciente oscuridad, un poco apartados del grupo de los norteños. Hablar venía bien, aunque sólo fuera para ver si así conseguían olvidarse del frío, de los dolores, de la incomodidad. Aunque sólo fuera para ver si así les dejaban de castañetear los dientes.

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