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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (72 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—Está al sur, señor, a unos dos días de marcha de nuestras posiciones.

Las cejas de Burr se arquearon hacia arriba.

—¿De veras?

—Con total seguridad, señor. Mientras nos desplazábamos hacia el norte, Tresárboles y sus norteños los estuvieron vigilando de cerca e incluso prepararon alguna que otra sorpresa desagradable a algunas de sus avanzadillas.

—Como la que nos prepararon a nosotros, ¿eh, West? Una soga tendida a lo ancho del camino. Ese tipo de cosas, ¿no? —el mariscal rió para sí—. A dos días de marcha de nuestras posiciones ha dicho, ¿verdad? Una información extremadamente útil. ¡Útil de cojones! —Burr hizo un gesto de dolor y se llevó una mano a la tripa mientras regresaba a su mesa. Luego cogió una regla y se puso a medir distancias en los mapas—. A dos días de marcha. Eso significa que debe de estar más o menos por aquí. ¿Está seguro?

—Completamente, Lord Mariscal.

—Si se dirige a Dunbrec, pasará cerca de las posiciones del general Poulder. Tal vez logremos obligarle a entablar batalla antes de que nos rodee y, si es así, incluso es posible que podamos darle una sorpresa que no olvidará jamás. ¡Bien hecho, West, bien hecho! —tiró la regla a la mesa—. Ahora conviene que se vaya a descansar.

—Preferiría ponerme a trabajar de inmediato, señor.

—Lo sé, y podría serme de utilidad, pero no se acabará el mundo porque se tome un par de días de descanso. Ha pasado por una dura prueba.

West tragó saliva. De pronto se sentía inmensamente cansado.

—Por supuesto, señor. Creo que debería escribir una carta... a mi hermana —le resultó extraño decirlo. Hacía semanas que no pensaba en ella—. Creo que debería hacerle saber que estoy... vivo.

—Buena idea. Le mandaré llamar cuando le necesite, coronel —y, dicho aquello, Burr se dio la vuelta y se enfrascó en sus mapas.

—No olvidaré lo que ha hecho —susurró Pike al oído de West mientras éste cruzaba con paso vacilante la puerta de la tienda para salir de nuevo al frío.

—No tiene importancia. No les echarán en falta a ninguno de los dos en el campo de prisioneros. Ahora es usted otra vez el sargento Pike. Los errores que haya podido cometer en el pasado han quedado atrás.

—No lo olvidaré. Ahora soy su hombre, coronel, pase lo que pase. ¡Su hombre! —West asintió con la cabeza mientras emprendía la marcha por la nieve con gesto ceñudo. La guerra mataba a muchos hombres. Pero a unos pocos les daba una segunda oportunidad.

West se detuvo un instante en el umbral. Dentro se oían voces, risas. Voces familiares, voces de otra época. Deberían haberle hecho sentirse a salvo, arropado, bienvenido, pero no fue así. Le inquietaban. Incluso le asustaban. Seguro que lo sabían. Seguro que nada más verle le señalarían y se pondrían a chillar. Se volvió hacia el frío. La nieve iba cuajando en el campamento. Las tiendas más próximas se veían negras sobre el suelo blanco, las de detrás, grises. Un poco más lejos ya no eran más que etéreos fantasmas y luego sólo vagas sombras atisbadas entre el aluvión de finos copos. Nada se movía. Respiró hondo y empujó las solapas de la tienda.

Los tres oficiales estaban sentados alrededor de una endeble mesa plegable que estaba pegada a una refulgente estufa. La barba de Jalenhorn había crecido hasta adquirir las proporciones de una pala. Kaspa llevaba una bufanda roja enroscada al cuello. Brint, enfundado en un chaquetón oscuro, repartía cartas a los otros dos.

—Maldita sea, cierra esa solapa, ahí fuera está helando —Jalenhorn se quedó con la boca abierta—. ¡No puede ser! ¡Coronel West!

Brint se levantó de un salto como si le hubieran dado un mordisco en el trasero.

—¡Imposible!

—¡Os lo dije! —gritó Kaspa arrojando sus cartas sobre la mesa y sonriendo como un demente—. ¡Os dije que volvería!

Le rodearon, le palmearon la espalda y le estrecharon las manos mientras tiraban de él hacia el interior de la tienda. Nada de grilletes, nada de espadas desenvainadas, nada de acusaciones de traición. Jalenhorn le condujo hasta la mejor de las sillas o, mejor dicho, hasta la única que no parecía estar a punto de desvencijarse, mientras Kaspa echaba vaho en el interior de una copa para limpiarla y Brint descorchaba una botella con un leve plop.

—¿Cuándo has llegado?

—¿Cómo has llegado?

—¿Estuviste con Ladisla?

—¿Tomaste parte en la batalla?

—¡Parad —terció Jalenhorn—, dadle un respiro!

West le hizo una seña con la mano indicándole que no había problema.

—Llegué esta mañana, y habría venido a veros de inmediato de no haber tenido dos reuniones ineludibles, primero con un baño y una navaja de afeitar y luego con el Mariscal Burr. Estuve con Ladisla, tomé parte en la batalla y he llegado hasta aquí caminando campo a través con la ayuda de cinco norteños, una muchacha y un hombre sin rostro —luego agarró la copa y la vació de un trago. Contrajo el semblante con una mueca de dolor y sorbió entre dientes mientras el ardiente licor se abría paso hacia su estómago. Empezaba a alegrarse de haberse decidido a entrar—. Anda, no te cortes —dijo ofreciendo la copa vacía.

—Caminando a campo traviesa —susurró Brint sacudiendo la cabeza mientras llenaba la copa—, con cinco norteños. Y una chica también, ¿no?

—Así es —West frunció el ceño preguntándose qué estaría haciendo Cathil en ese momento. Preguntándose si necesitaría ayuda... qué estupidez, sabía cuidarse sola—. Así que conseguiste que mi despacho llegara a su destino, ¿eh, teniente? —preguntó a Jalenhorm.

—Pasé unas cuantas noches de frío y de nervios a la intemperie —sonrió el grandullón—, pero lo conseguí.

—Sólo que ahora hay que llamarle capitán Jalenhorm —terció Kaspa mientras volvía a sentarse en su banqueta.

—¿No me digas?

Jalenhorm se encogió de hombros con modestia.

—En realidad te lo debo a ti. El Lord Mariscal me incorporó a su Estado Mayor cuando regresé.

—Aun así, el capitán Jalenhorm todavía encuentra tiempo para pasar un rato con unos tipos tan insignificantes como nosotros —Brint se humedeció las yemas de los dedos y se puso a repartir cuatro manos.

—Me temo que no tengo nada con lo que apostar —dijo West.

Kaspa sonrió ampliamente.

—No te preocupes, coronel, ya no jugamos con dinero. Ahora que no tenemos a Luthar para que nos deje a todos en la pobreza, no vale la pena.

—¿No apareció?

—Vinieron y se lo llevaron del barco. Hoff lo mandó llamar. Desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas.

—Es lo que hace tener conexiones en las altas esferas —dijo con amargura Brint—. Andará pavoneándose por Adua ocupado en alguna tarea insustancial y haciendo libre uso de las mujeres mientras a nosotros se nos hiela el trasero.

—Reconozcámoslo —soltó Jalenhorm—, ya hacía libre uso de las mujeres cuando nosotros estábamos ahí.

West torció el gesto. Todo aquello era tristemente cierto.

Kaspa rebañó sus cartas de la mesa.

—Vamos, que ahora ya sólo nos jugamos el honor.

—Aunque de eso no haya por aquí demasiado —bromeó Brint. Los otros dos rompieron a reír y a Kaspa se le derramó la bebida en la barba. West arqueó las cejas. Saltaba a la vista que ya estaban achispados, y, cuanto antes se uniera a ellos, tanto mejor. Vació la copa de un trago y echó mano de la botella.

—En fin, te diré una cosa —soltó Jalenhorm mientras ordenaba torpemente las cartas—. No sabes cómo me alegra no haber tenido que transmitir a tu hermana el mensaje que me diste. Hace semanas que casi no duermo pensando en cómo decírselo y aún no se me había venido nada a la cabeza.

—Pero si tú nunca tienes nada en la cabeza —terció Brint, y los otros dos volvieron a estallar en carcajadas. Esta vez el propio West consiguió que sus labios esbozaran una sonrisa, aunque tampoco le duró mucho.

—¿Cómo estuvo la batalla? —le preguntó Jalenhorm.

West se quedó unos instantes mirando fijamente su copa.

—Muy mal. Los Hombres del Norte nos tendieron una emboscada, Ladisla cayó en la trampa y perdimos nuestra caballería. Luego se levantó de golpe una niebla tan densa que ni siquiera veías tu propia mano delante de tu cara. Antes de que supiéramos lo que estaba pasando, ya teníamos a su caballería encima. Yo debí de recibir un golpe en la cabeza. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbado de espaldas en el barro y tenía a un norteño abalanzándose hacia mí... con esto —se sacó el espadón del cinto y lo puso sobre la mesa.

Los tres oficiales lo miraron como hipnotizados.

—Me cago en la puta —masculló Kaspa.

A Brint se le salían los ojos de las órbitas.

—¿Cómo conseguiste acabar con él?

—No fui yo. Esa chica de la que os he hablado...

—¿Sí?

—Le machacó los sesos con una maza. Me salvó la vida.

—Me cago en la puta —exclamó Kaspa.

—Guau —Brint se recostó pesadamente en su silla—. ¡Debe de ser toda una mujer!

West contemplaba con el ceño fruncido la copa que tenía en la mano.

—Desde luego —recordaba la sensación de tener a Cathil durmiendo a su lado, su aliento junto a su mejilla. Toda una mujer—. Desde luego que sí —vació la copa, se levantó y volvió a meter el espadón en el cinto.

—¿Te vas? —inquirió Brint.

—Tengo que ocuparme de un asunto.

Jalenhorm se puso de pie.

—Quisiera darte las gracias, coronel. Por haberme elegido para llevar el despacho. Creo que tenías razón. Nada de lo que hubiera hecho habría servido de nada.

—No —West tomó aire y lo expulsó de golpe—. Nadie pudo hacer nada.

Hacía una noche despejada, seca y fría, y las botas de West resbalaban y chapoteaban sobre el barro semihelado. Acá y allá ardían hogueras y, en torno a ellas, se apiñaban en la oscuridad grupos de hombres envueltos en todas las ropas de que disponían, echando vaho por la boca y con sus rostros demacrados iluminados por el parpadeo amarillento de las llamas. Por encima del campamento, en lo alto de una ladera, había una hoguera que ardía con más fuerza que las demás, y hacia allí se dirigió West, haciendo eses a causa de la bebida. Sentados a su alrededor vio dos figuras que iban cobrando forma a medida que se acercaba.

Dow el Negro fumaba en pipa y de su fiera sonrisa brotaban volutas de humo de chagga. Encajada en sus piernas cruzadas, había una botella abierta y, a su alrededor, desparramadas por la nieve, varias otras, ya vacías. Un poco más lejos, a la derecha, se oía a alguien cantando en norteño en medio de la oscuridad. Una voz poderosa y profunda que cantaba fatal.

—Le rebanó hasta tocar hueeeeso. No, no es así. Hasta tocar hueeeeso. Hasta tocar... un momento, cómo era.

—¿Todo bien? —preguntó West alargando las manos hacia las llamas crepitantes.

Tresárboles alzó la vista con una sonrisa de oreja a oreja y osciló un poco de atrás adelante. West se preguntó si no sería la primera vez que había visto sonreír al viejo guerrero. El norteño señaló colina abajo con el pulgar.

—Tul se está echando una meada. Y cantando. Y yo estoy como una cuba —cayó lentamente hacia atrás y se aplastó contra la nieve con las piernas y los brazos estirados—. Y también he estado fumando. Estoy borracho, estoy tan mamado como el cabrón de Crinna. ¿Dónde estamos, Dow?

Dow entrecerró los ojos y miró al otro lado de la hoguera con la boca abierta como si estuviera contemplando algo muy lejano.

—Estamos en el culo del mundo —dijo agitando la pipa en el aire. Luego rió con socarronería, agarró a Tresárboles de una bota y se puso a sacudirlo—. ¿Dónde íbamos a estar si no? ¿Quieres probar, Furioso? —y le tendió bruscamente la pipa a West.

—Bueno —dio una calada a la boquilla y sintió que el humo le mordía los pulmones. Tosió, arrojó una nube marrón al aire gélido y dio otra calada.

—Dame eso —soltó Tresárboles volviendo a sentarse y arrebatándole la pipa.

El vozarrón de Tul, cantando con total desafino, flotaba en la oscuridad.

—Balanceó su hacha como... ¿como qué? Balanceó su hacha como... mierda. No. Un momento.

—¿Saben dónde está Cathil? —preguntó West.

Dow le lanzó una mirada lasciva.

—Oh, no debe de andar lejos —y señaló con la mano un grupo de tiendas que había un poco más arriba—. Por ahí arriba, creo.

—Por ahí —repitió Tresárboles riéndose entre dientes—. Por ahí.

—¡Era el... Sanguinaaaario! —llegó el gorgoteo de Tul desde los árboles.

West tiró por la pendiente siguiendo las huellas marcadas en la nieve que conducían hacia las tiendas de arriba. El chagga comenzaba a hacerle efecto. Tenía la cabeza ligera y sus pies se movían con soltura. Ya no sentía frío en la nariz, sólo un grato cosquilleo. Oyó la voz de una mujer que se reía suavemente. Sonrió y avanzó unos pasos más sobre la nieve crujiente en dirección a las tiendas. A través de una estrecha abertura en la lona brotaba de una de ellas un cálido chorro de luz. La risa sonaba ahora más alta.

—Ju...Ju...Ju...

West frunció el ceño. Aquello no era una risa. Procurando no hacer ruido, se acercó un poco más. Otro sonido se coló en su mente embotada. Un gruñido intermitente, como el de un animal. Se aproximó otro poco y, conteniendo la respiración, se agachó para asomarse por el hueco.

—Ju...Ju...Ju...

Vio la espalda desnuda de una mujer dando botes de arriba abajo. Una espalda delgada en la que se distinguían los tendones, contrayéndose al ritmo de sus movimientos, y los nudos de su columna, que oscilaban bajo la piel. Avanzó un poco más y alcanzó a ver su cabello, unas greñas castañas. Cathil. Debajo de ella, apuntando hacia West, sobresalían dos piernas nervudas, uno de cuyos pies, de gruesos dedos retorcidos, le quedaba tan cerca que casi podía tocarlo.

—Ju...Ju...Ju...

Una mano se deslizó por debajo de la axila de la mujer y otra la rodeó una rodilla. Se oyó un leve gruñido, y los amantes, por llamarlos de alguna manera, rodaron sobre sí e intercambiaron posiciones. A West se le abrió la boca. Vio un lado de la cabeza del hombre y la miró fijamente. El contorno peludo de su barbilla afilada era inconfundible. El Sabueso. Su trasero subía y bajaba empinándose hacia donde estaba West. La mano de Cathil aferró una de las velludas nalgas y se puso a estrujarla siguiendo el ritmo de sus movimientos.

—Ju...Ju... Ju...

West, con los ojos como platos, se tapó la boca con una mano, embargado de una extraña mezcla de repulsión y excitación. Estaba atrapado entre el deseo de mirar y el deseo de salir corriendo, y, por fin, casi sin pensarlo, optó por lo segundo. Dio un paso atrás, tropezó con una de las estacas de la tienda y cayó al suelo soltando un grito ahogado.

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