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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (71 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—¿Satisfecha? —preguntó Glokta.

Ardee alzó la vista y le miró entre sus cabellos enmarañados.

—No del todo.

—¿Se sentirá más satisfecha con unas cuantas patadas más?

Las cejas de la muchacha se arrugaron mientras bajaba la vista y miraba a Fallow, que resollaba tirado sobre la alfombra. Dio un paso adelante y le clavó una vez más la bota en el pecho, luego se apartó tambaleándose y se limpió los mocos que le asomaban por la nariz.

—Ahora sí.

—Estupendo. Y usted, ya puede largarse —bufó Glokta—. ¡Largo de aquí, gusano!

—Claro, claro —babeó Fallow a través de sus labios ensangrentados y, acto seguido, se arrastró hacia la puerta, vigilado en todo momento por la amenazadora presencia de Frost—. ¡Claro! ¡Gracias! ¡Muchísimas gracias! —la puerta se cerró de golpe.

Ardee se dejó caer en una de las sillas, apoyó los codos en las rodillas y se sostuvo la frente con las palmas de las manos. Glokta advirtió que se agitaban con un leve temblor.
Hacer daño a la gente puede resultar verdaderamente agotador, si lo sabré yo. Sobre todo cuando no se está acostumbrado
.

—Yo que usted no me sentiría demasiado mal —dijo—. No me cabe ninguna duda de que se lo merecía.

Ardee alzó la vista; sus ojos tenían una expresión acerada.

—No me siento mal. Se merecía algo mucho peor.

Vaya, eso tampoco me lo esperaba.

—¿Desea que se le haga algo peor?

Ardee tragó saliva y se recostó lentamente en la silla.

—No.

—Como quiera.
Pero siempre resulta agradable tener la opción
. Tal vez quiera cambiarse.

Ardee bajó la vista.

—Oh —las manchas de la sangre de Fallow le llegaban hasta la altura de las rodillas—. No tengo nada que ponerme.

—En el piso de arriba tiene un armario lleno de ropa nueva. Ha sido idea mía. También me encargaré de proporcionarle algunos sirvientes de confianza.

—No los necesito.

—Sí los necesita. No quiero que esté aquí sola.

Ardee se encogió de hombros con gesto abatido.

—No tengo con qué pagarles.

—No se preocupe. Eso es cosa mía.
Con los mejores deseos de los generosísimos Valint y Balk
. No tiene que preocuparse de nada. Le hice una promesa a su hermano y tengo intención de cumplirla. Siento mucho que las cosas hayan llegado a este extremo. Pero estaba muy ocupado... en el Sur. Por cierto, ¿ha tenido noticias suyas?

Ardee levantó bruscamente la vista y le miró con la boca entreabierta.

—¿Es que no lo sabe?

—¿El qué?

La muchacha tragó saliva y clavó la mirada en el suelo.

—Collem estaba con el Príncipe Ladisla en esa batalla de la que todo el mundo habla. Se hicieron algunos prisioneros y se ha pagado su rescate, pero... él no estaba entre ellos. Se le da... —se interrumpió un instante y miró la sangre que manchaba su vestido—. Se le da por muerto.

—¿Muerto? —los ojos de Glokta palpitaron con fuerza. Las rodillas le flojearon. Dio un paso vacilante hacia atrás y se dejó caer en una silla. Ahora eran sus manos las que temblaban; se agarró la una con la otra.
Muertes. Ocurren todos los días. Yo mismo hace no mucho he causado miles de ellas sin preocuparme en lo más mínimo. He visto cómo se amontonaban los cadáveres y me he encogido de hombros. ¿Por qué me resulta tan difícil asumir ésta?
Y, sin embargo, lo era.

—¿Muerto? —susurró.

Ardee asintió moviendo lentamente la cabeza y luego hundió el rostro entre sus manos.

Triste consuelo

West se asomó entre los matorrales y, a través de la nieve que caía, miró ladera abajo hacia el lugar donde se encontraba la patrulla de la Unión. Encorvados alrededor de un cazo humeante, dispuesto sobre una triste lengua de fuego, los centinelas se sentaban formando un círculo irregular al otro lado del arroyo. Vestían gruesos abrigos, echaban vaho por la boca y sus armas estaban caídas en la nieve, casi abandonadas. West sabía muy bien cómo se sentían. Bethod podía presentarse esta semana o a la otra, pero al frío tenían que combatirlo todos los días minuto a minuto.

—Muy bien —susurró Tresárboles—. Será mejor que vaya usted solo. Puede que no les haga mucha gracia ver cómo se les vienen encima desde los bosques unos tipos con las pintas que llevamos yo y mis muchachos.

El Sabueso sonrió de oreja a oreja.

—A lo mejor se les ocurre disparar contra alguno de nosotros.

—Y eso sería una lástima —siseó Dow—, después de haber llegado hasta aquí.

—Denos un grito cuando estén listos para recibir a un grupo de norteños que vagan por los bosques, ¿eh?

—Eso haré —dijo West. Luego se sacó del cinto su espadón y se lo tendió a Tresárboles—. Será mejor que me lo guarde.

—Buena suerte —dijo el Sabueso.

—Buena suerte —dijo Dow retrayendo los labios hasta formar una sonrisa feroz—. Furioso.

West salió de entre los árboles y comenzó a descender por la suave pendiente en dirección al arroyo. Caminaba despacio, aplastando la nieve crujiente con sus botas y manteniendo las manos alzadas sobre la cabeza para que se viera que no iba armado. Aun así, tampoco le habría extrañado nada que los centinelas le dispararan nada más verle. Si había alguien con aspecto de ser un salvaje peligroso, ése era él, bien lo sabía. Los últimos jirones de su uniforme estaban ocultos bajo un revoltijo de pieles y retales, atados alrededor de su cuerpo con bramante, y, sobre ellos, llevaba una zamarra mugrienta que había robado a un norteño muerto. Una barba rala de varias semanas cubría su cara costrosa, y sus ojos, hundidos por el hambre y el agotamiento, estaban irritados y acuosos. Su aspecto era el de un hombre desesperado y, lo que es más, sabía que lo era. Era un asesino. El hombre que había matado al Príncipe Ladisla. El peor de los traidores.

Uno de los centinelas alzó la cabeza, le vio y se levantó torpemente de un salto, agarrando su lanza de la nieve y dando un golpe al cazo, cuyo contenido chisporroteó al caer sobre el fuego.

—¡Alto! —gritó con mal acento norteño. Al instante, los demás se apresuraron a ponerse de pie, agarrando sus armas, y uno de ellos tentó con sus manos envueltas en mitones la cuerda de su ballesta.

West se detuvo, y los copos de nieve se posaron suavemente en sus cabellos enmarañados y en sus hombros.

—Tranquilos —les gritó en la lengua común—. Soy uno de los vuestros.

Todos le miraron fijamente.

—¡Ya veremos! —gritó uno—. ¡Cruza el agua, pero muy despacio!

Descendió pesadamente por la ladera, se metió en el arroyo y lo vadeó, apretando los dientes cuando el agua helada le llegó a la altura del muslo. Ascendió con paso vacilante la ribera contraria y los cuatro centinelas avanzaron con nerviosismo hacia él y le rodearon apuntándole con sus armas.

—¡Vigiladle!

—¡Puede que sea una trampa!

—No es una trampa —dijo lentamente West, mirando las puntas que oscilaban en el aire y procurando mantener la calma. Era vital mantener la calma—. Soy uno de los vuestros.

—¿De dónde has salido?

—Estaba con la división del Príncipe Ladisla.

—¿Con Ladisla? ¿Y has llegado hasta aquí andando?

West asintió con la cabeza.

—Andando, sí —la postura de los cuerpos de los centinelas comenzó a relajarse, las puntas de las lanzas vacilaron y empezaron a alzarse. Parecían estar a punto de creerle. Después de todo, hablaba la lengua común como un nativo y no había más que verle para darse cuenta de que debía de haber recorrido cientos de leguas a campo traviesa.

—¿Cuál es su nombre? —inquirió el de la ballesta.

—Soy el coronel West —dijo con voz quebrada. Aunque era verdad, se sentía un mentiroso. Ya no era el mismo hombre que partió hacia Angland.

Las miradas de los centinelas se cruzaron por un instante con un gesto de inquietud.

—Pensé que estaba muerto —masculló el de la lanza.

—No del todo, muchacho —repuso West—. No del todo.

Cuando West apartó las solapas de la tienda y pasó adentro, el Lord Mariscal Burr estaba enfrascado en el estudio de unos mapas arrugados que cubrían su mesa. A la luz del farol se apreciaba que las tensiones del mando le habían pasado factura. Se le veía más viejo, más pálido, más débil. Tenía la barba y el pelo crecidos y alborotados. Había perdido peso y su arrugado uniforme le quedaba demasiado holgado; sin embargo, al verle, se levantó de un salto con su vigor de siempre.

—¡Que me aspen si no es el coronel West! ¡Por todos los demonios, jamás pensé que volvería a verle! —agarró la mano de West y se la estrechó con fuerza—. ¡Me alegro de que haya salido con vida! ¡Vaya si me alegro! No me duelen prendas decirle que he echado muy en falta una cabeza fría como la suya —luego miró inquisitivamente los ojos de West—. Pero se le ve muy cansado, querido amigo.

Para qué negarlo. West nunca había sido uno de los tipos más apuestos del Agriont, eso ya lo sabía, pero siempre se había enorgullecido de poseer un aspecto honesto, amable, grato. Le había costado reconocer su propia cara cuando se miró al espejo tras darse su primer baño en varias semanas, enfundarse un uniforme prestado y afeitarse. Sus rasgos habían cambiado; estaban más afilados y habían perdido color. Tenía los pómulos curtidos y muy marcados, sus ralos cabellos y sus cejas estaban jaspeados de un gris metálico, el perfil de su mandíbula se había estrechado confiriéndole una cierta apariencia lobuna. Broncas arrugas surcaban sus pálidas mejillas, se montaban sobre el caballete de su afilada nariz y se le dibujaban en las comisuras de los ojos. Los ojos eran lo peor de todo. Estrechos. Voraces. De un gris gélido, como si el frío helador se le hubiera incrustado en el cráneo y aún rondara por ahí dentro a pesar del calor. Había intentado pensar en los viejos tiempos, sonreír, soltar una carcajada, emplear expresiones que antes solía usar, pero todo quedaba ridículo en aquel rostro pétreo. El hombre endurecido que le devolvía la mirada desde el cristal se negaba a desaparecer.

—El viaje ha sido muy duro, señor.

Burr asintió con la cabeza.

—Ha tenido que serlo, desde luego. Un viaje terrible y encima en la peor época del año. Parece que no fue mala idea mandar con usted a esos norteños, ¿eh?

—Una idea excelente, señor. Son un grupo de valientes y unos hombres llenos de recursos. Más de una vez me han salvado la vida —West miró de reojo a Pike, que aguardaba detrás de él, entre las sombras, a una respetuosa distancia—. Nos la han salvado a todos.

Burr echó un vistazo a la cara derretida del presidiario.

—¿Y ése quién es?

—Pike, señor, un sargento de las levas de Stariksa que quedó separado de su compañía durante la batalla —las mentiras brotaban de sus labios con pasmosa naturalidad—. Él y una chica, la hija de un cocinero que iba con los carros de la intendencia, al parecer. Los dos se nos unieron en nuestra marcha hacia el norte. Este hombre nos ha sido de gran ayuda, señor, es de los que saben mantener el tipo en las situaciones difíciles. No lo habríamos conseguido sin su ayuda.

—¡Estupendo! —dijo Burr acercándose al presidiario y estrechándole la mano—. Bien hecho. Su regimiento ya no existe, Pike. Ha habido muy pocos supervivientes, siento tener que decírselo. Verdaderamente pocos, pero en mi cuartel general siempre habrá un hueco para un hombre en el que se puede confiar. Más aún si es alguien que sabe mantener el tipo en las situaciones difíciles —exhaló un prolongado suspiro—. No dispongo de muchos últimamente. Espero que acepte quedarse con nosotros.

El presidiario tragó saliva.

—Por supuesto, Lord Mariscal, será un honor.

—¿Qué ha sido del Príncipe Ladisla? —dijo Burr en un susurro.

West respiró hondo y bajó la vista.

—El Príncipe Ladisla... —se interrumpió e hizo un gesto negativo con la cabeza—. La caballería enemiga nos cogió por sorpresa y arrasó el campamento. Todo ocurrió tan rápido que... luego le busqué, pero...

—Entiendo. Bueno, así son las cosas. Jamás debería haber asumido ese mando, pero, ¿qué podía hacer yo? ¡No soy más que el tipo al que han dejado a cargo de este maldito ejército! —con gesto paternal, posó una mano en el hombro de West—. No se culpe. Sé que hizo todo lo que pudo.

West no se atrevió a levantar la vista. Se preguntaba qué diría Burr si supiera lo que había pasado realmente en las gélidas tierras salvajes.

—¿Ha habido más supervivientes?

—Unos pocos. Sólo unos pocos, y todos ellos en un estado lamentable —Burr eructó, hizo una mueca de dolor y se frotó la tripa—. Les ruego que me disculpen. No hay forma de librarse de esta maldita indigestión. Claro, con la comida que tenemos aquí... puaj —de nuevo soltó un eructo.

—Perdóneme, señor, ¿cuál es nuestra situación actual?

—Directamente al grano, ¿eh, West? Siempre ha sido lo que más me ha gustado de usted. Al grano directamente. En fin, le seré sincero. Cuando recibí su despacho, pensamos dirigirnos de nuevo al sur para proteger Ostenhorm, pero el tiempo que hemos tenido ha sido tan espantoso que apenas hemos podido avanzar. ¡Los Hombres del Norte parecen estar por todas partes! Es posible que el grueso del ejército de Bethod se encuentre cerca del río Cumnur, pero ha dejado por aquí el suficiente número de fuerzas para ponernos las cosas bastante difíciles. Hemos sufrido constantes incursiones contra nuestras líneas de suministros, más de una escaramuza, tan absurda como sangrienta, y un caótico ataque nocturno que estuvo a punto de sembrar el pánico en la división de Kroy.

Poulder y Kroy. A medida que los desagradables recuerdos regresaban a puñados a la memoria de West, las simples incomodidades físicas del viaje hacia el norte comenzaban a adquirir cierto atractivo.

—¿Cómo están los generales?

Los ojos de Burr se alzaron enfurecidos por debajo de sus pobladas cejas.

—¿Me creerá si le digo que peor que nunca? Basta con meterlos a los dos en la misma habitación para que se empiecen a pelear. Tengo que transmitirles las órdenes por separado y en días alternos para impedir que se líen a puñetazos en el cuartel general. ¡Difícilmente cabría imaginar una situación más ridícula! —anudó las manos a la espalda y se puso a dar vueltas por la tienda con gesto tétrico—. Pero los problemas que nos causan no son nada comparados con los que nos acarrea este maldito frío. Tenemos montones de hombres postrados por la congelación, las fiebres y el escorbuto. Las tiendas de la enfermería no dan abasto. Por cada hombre que hemos perdido a manos del enemigo, el invierno se ha cobrado veinte, y los pocos que aún siguen en pie no están en las mejores condiciones para entrar en combate. Y en cuanto a los exploradores... ¡ja! ¡Mejor ni hablar! —descargó con furia una palmada contra los mapas que había en la mesa—. Las cartas del territorio de las que dispongo son meros productos de la imaginación. No sirven para nada, y prácticamente no tenemos ni un solo explorador con un mínimo de experiencia. ¡Todos los días hay niebla, y nieve, ni siquiera podemos ver el campamento de un lado a otro! Sinceramente, West, no tenemos ni la más remota idea de dónde se encuentra en este momento el grueso de las tropas de Bethod.

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