Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
No era su mano.
—Hay que retroceder —le dijo Ferro tirándole del brazo—. Tenemos que encontrar otro camino.
—No —su voz sonó violenta como un martillazo, áspera como una piedra de afilar, cortante como una hoja de acero pegada a una garganta.
No era su voz.
—Detrás de mí —alcanzó a susurrar, agarrando a Ferro del hombro y poniéndose delante de ella.
Ahora ya era tarde para retroceder...
...ahora los olía. Alzó la cabeza y aspiró por la nariz una bocanada de aire caliente. Tenía la cabeza llena de su peste; eso estaba bien. El odio era un arma muy poderosa, en buenas manos. No había nada que el Sanguinario no odiara. Pero su odio más antiguo, el más enraizado y ardiente de todos era el que profesaba a los Shanka.
Envuelto en el furioso ruido del acero, entró en la caverna; una sombra entre los fuegos. Hermosa canción, se la sabía de memoria. Nadaba en ella, se deleitaba en ella, la sorbía a grandes tragos. Sentía el peso de la hoja en su mano, la fuerza que fluía desde el frío metal a su carne ardiente y desde su carne ardiente al frío metal; la sentía hincharse, crecer y rebosar siguiendo el ritmo de su respiración.
Los Cabezas Planas aún no le habían visto. Trabajaban. Seguían enfrascados en sus absurdas faenas. Seguro que no se habían imaginado que la venganza iría a buscarles al lugar donde vivían y respiraban y se afanaban, pero ahora iban a enterarse.
La figura del Sanguinario, con la espada del Creador en alto, se cernió detrás de uno de ellos. Al ver la alargada sombra del acero extenderse por el cráneo pelado de su víctima, sonrió: una promesa que pronto se cumpliría. La larga hoja susurró su secreto y el Shanka se dividió en dos mitades, como una flor al abrirse, soltando un chorro de sangre cálida y reconfortante que roció con su húmedo regalo un yunque, el suelo de piedra y la cara del Sanguinario.
Ya le había visto otro. Corrió hacia él, rápido y furioso como vapor hirviente. Cuando se le vino encima, el bicho alzó un brazo y se echó hacia atrás. Pero no lo bastante. La espada del Creador se le hundió en el codo, y su antebrazo voló por los aires. Antes de que el Shanka cayera a tierra, el retroceso de la espada del Sanguinario le decapitó. La sangre chisporroteó en el hiero fundido, refulgió anaranjada en el metal mate de su espada, en la pálida piel de su mano, en el tosco suelo de piedra que tenía bajo los pies. Entonces les hizo señas a los demás.
—Venid —les susurró. Todos eran bienvenidos.
Corrieron a los armeros, se proveyeron de espadas serradas, de afiladas hachas, y, entretanto, el Sanguinario los miraba, carcajeándose. Armados o desarmados, su muerte ya estaba decidida. Estaba escrita en los muros de la caverna con renglones de fuego y de sombra. Ahora sólo faltaba que él la escribiera con renglones de sangre. Eran animales, menos que animales. Sus armas le lanzaban tajos y estocadas, pero el Sanguinario estaba hecho de fuego y oscuridad. Se escurría y se deslizaba entre sus torpes golpes, alrededor de sus titubeantes lanzas, por encima y por debajo de sus despreciables gritos y de su furia inútil.
Más fácil habría sido apuñalar una llama parpadeante. Más fácil cortar una sombra oscilante. Su debilidad era un insulto a su fuerza.
—¡Morid! —rugió. La hoja de la espada comenzó a describir en el aire unos círculos bellos y salvajes mientras el rojo candente de la letra del metal dejaba tras de sí una estela brillante. Y por donde pasaba uno de aquellos círculos, todo quedaba resuelto. Los Shanka chillaban, balbucían y saltaban hechos pedazos. Y él los iba troceando y rebanando con la misma precisión con que el carnicero corta carne en su tabla, con que el panadero corta sus masas, con que el labrador siega la mies, todo según lo tenía pensado.
El Sanguinario enseñaba los dientes y sonreía, jubiloso de sentirse libre y de ver lo bien que le estaba quedando la faena. Vio el resplandor de un acero, se apartó de golpe y sintió su prolongado beso en un costado. Arrancó al Cabeza Plana la espada serrada de la mano y luego le agarró por el cogote y le hundió la cara en el canal por donde fluía un acero de un furioso color amarillo. La cabeza chisporroteó, burbujeó y exhalo un fétido vapor.
—¡Arde! —reía el Sanguinario, y los cuerpos destrozados, y sus heridas abiertas, y sus armas caídas, y el hierro candente reían con él.
Sólo los Shanka no reían. Sabían que había llegado su hora.
El Sanguinario vio saltar a uno desde un yunque con un mazo alzado listo para aplastarle el cráneo. Iba ya a soltarle un tajo cuando una flecha se coló en su boca abierta y lo arrojó hacia atrás, más muerto que el barro. El Sanguinario frunció el ceño. Se fijó que había más flechas en los cadáveres. Ahí había alguien más, y le estaba reventando el estupendo trabajo que estaba haciendo. Ya se lo haría pagar más adelante, ahora tenía que ocuparse de algo que se le acercaba entre las cuatro columnas.
Estaba enfundado de los pies a la cabeza en una brillante armadura, sellada con gruesos remaches, y, encajado en la parte superior del cráneo llevaba un yelmo redondo provisto de una ranura por la que asomaban dos ojos que echaban chispas. Gruñía y resoplaba con unos ruidos potentes como los de un toro; sus pies, encerrados en unas botas de hierro, se estampaban atronadores contra el suelo mientras avanzaba agarrando con sus guantes de acero un hacha descomunal. Un Shanka gigante. O algún ser nuevo, de hierro y de carne, creado en la oscuridad de aquella caverna.
La trayectoria del hacha describió una curva resplandeciente, y el Sanguinario esquivó el golpe rodando por el suelo. La pesada hoja se estrelló contra las losas y lanzó al aire una llovizna de esquirlas de piedra. Su enemigo soltó un rugido, abriendo del todo las fauces tras la visera del casco y lanzando una nube de babas silbantes por la boca. El Sanguinario bailoteaba y fluía fundiéndose con las llamas danzarinas y las fluctuantes sombras.
Se echó hacia atrás y hacia atrás; dejó que los golpes le pasaran rozando un costado y otro, dejó que le pasaran por encima de la cabeza, por debajo de los pies. Dejó que resonaran al chocar con el metal y la piedra que había alrededor, que llenaran el aire con un torbellino furioso de polvo y astillas. Se echó hacia atrás hasta que el bicho comenzó a cansarse de sostener el enorme peso del hierro.
El Sanguinario le vio tambalearse, y entonces sintió que había llegado su momento. Se echó hacia delante, levantó su espada por encima de la cabeza, abrió la boca y profirió un grito que hizo presión sobre su brazo, sobre su mano, sobre la hoja de acero y sobre los propios muros de la caverna. El gran Shanka alzó el mango de su hacha con ambas manos para parar el golpe. Buen acero, nacido de aquellos fuegos candentes, tan duro, fuerte y resistente como pueden forjarlo los Shanka.
Pero nada podía resistirse al poder de una obra del Maestro Creador. La hoja mate hendió el mango produciendo un ruido similar al chillido de un niño y abrió en la pesada armadura del Shanka un surco del grosor de una mano que se extendía desde el cuello hasta la entrepierna. La sangre brotó a chorros del brillante metal y cayó en las negras losas. Soltando una carcajada, el Sanguinario hundió el puño en la herida y extrajo un trozo de las entrañas del Shanka antes de que éste, tras soltar sus garras palpitantes las dos mitades del mango, cayera hacia atrás y se estrellara contra el suelo.
Se volvió hacia los otros con una sonrisa en los labios. Tres había, agazapados con las armas en la mano pero sin atreverse a avanzar. Agazapados en la oscuridad; pero la oscuridad no era amiga suya. Le pertenecía a él, sólo a él. El Sanguinario avanzó un paso, luego otro, con la espada colgando de una mano y sosteniendo en la otra un sanguinolento trozo de intestino que se iba desenroscando lentamente del cadáver del Cabeza Plana. Los bichos retrocedían arrastrando los pies, intercambiando chasquidos y chillidos, y el Sanguinario se les reía a la cara.
Es posible que los Shanka estuvieran siempre imbuidos de una furia rabiosa, pero incluso ellos tenían que sentir miedo de él. Todos se lo tenían. Hasta los muertos que no padecen dolor. Hasta la fría piedra que no tiene sueños. Hasta el hierro fundido temía al Sanguinario. La propia oscuridad incluso.
Soltó un rugido y saltó hacia delante, desprendiéndose del puñado de entrañas. La punta de su espada rasgó el pecho de un Shanka, que giró en redondo lanzando aullidos. Un instante después la hoja se le hundía en el hombro con un golpe seco y se lo partía hasta el esternón.
Los dos últimos se habían dado la vuelta y trataban de huir dando trompicones por las losas, pero, ¿había alguna diferencia entre huir y luchar? Antes de que pudiera completar tres zancadas, otra flecha se hundió en la espalda de uno de ellos y lo arrojó desmadejado al suelo. El Sanguinario salió disparado hacia delante y sus dedos se cerraron sobre el tobillo del último con la firmeza de un candado. Mientras lo arrastraba hacia él, las zarpas del Cabeza Plana arañaban desesperadamente la piedra cubierta de hollín.
Su puño era el martillo, el suelo el yunque y la cabeza del Shanka el metal que tenía que trabajar. Un golpe: cayeron varios dientes y se le partió la nariz. Dos: le hundió un pómulo. Tres: su mandíbula se hizo trizas bajo sus nudillos. Su puño era de piedra, de acero, de diamante. Caía con el peso de una montaña que se desmoronara y, golpe a golpe, fue aplastando el grueso cráneo del Shanka hasta hacerlo papilla.
—Cabeza... Plana —siseó, y, soltando una carcajada, alzó el cuerpo destrozado y lo lanzó con todas sus fuerzas. Los despojos volaron por el aire dando vueltas y se estrellaron contra los armeros rotos. El Sanguinario se puso a dar tumbos por la caverna, a zigzaguear de un lado para otro. La espada del Creador colgaba de su mano y su punta se arrastraba con estrépito por el suelo arrancando chispas a las losas. Escrutó la oscuridad, incierta y oscilante, pero lo único que se movía eran los fuegos y las huidizas sombras que creaban a su alrededor. La cámara estaba vacía.
—¡No! —rugió—. ¿Dónde os habéis metido? —comenzaban a flojearle las piernas, ya no le sostendrían mucho más—. ¿Dónde estáis, malditos hijos de la...? —se tambaleó y, apoyando una rodilla en la piedra ardiente, trató de recobrar el aliento. Seguro que aún quedaba trabajo. El Sanguinario nunca hacía lo suficiente. Pero sus fuerzas eran muy mudables y ya empezaban a abandonarle.
Vio algo que se movía y parpadeó. Una veta negra se deslizaba sigilosamente entre las hogueras palpitantes y los cuerpos caídos. Un Shanka no era. Debía de ser otro tipo de enemigo. Más sutil, más peligroso. La piel en sombra, oscura como el hollín, los pies, moviéndose silenciosos entre las manchas de sangre que había dejado en el suelo su trabajo. Sus fuertes manos sujetaban un arco; la cuerda tensada hasta la mitad, la punta de la flecha emitiendo un brillo intenso. Sus ojos amarillentos refulgían como metal fundido, como oro caliente, burlándose de él.
—¿Estás bien, pálido? —su voz susurrante retumbaba en la cámara de resonancia de su cráneo—. No quiero matarte, pero si es necesario lo haré.
«¿Amenazas? Maldita zorra», trató de bufar, pero tenía los labios torpes y lo único que salió de su boca fue un hilillo de saliva. Se bamboleó hacia delante, apoyándose en la espada, y, luego, ardiendo de rabia, trató de erguirse. Esa mujer se iba enterar. El Sanguinario le iba a dar una lección de tal calibre que ya no le haría falta ninguna más. La iba a cortar en pedazos y luego iba a machacar los pedazos bajo sus talones. Pero antes tenía que ponerse en pie...
Se balanceó, pestañeando, inspirando y espirando lentamente, muy lentamente. Las llamas parpadearon y se debilitaron, las sombras se extendieron, borrosas, y luego le tragaron y le empujaron hacia abajo.
Uno más, sólo uno más. Siempre uno más.
Pero el tiempo se le había acabado...
...Logen tosía, segregaba saliva, temblaba y se estremecía de debilidad. Sus manos cobraron forma en medio de las tinieblas: estaban cerradas sobre la piedra sucia, tan ensangrentadas como las de un carnicero torpe. Se imaginó lo que había pasado y gimió y babeó y sintió que las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos. El rostro marcado de cicatrices de Ferro surgió ante él en medio de la ardiente oscuridad. Al menos no la había matado.
—¿Estás herido?
No podía responder. No lo sabía. Notaba una especie de corte en un costado, pero había tanta sangre que no podía estar seguro. Trató de incorporarse, se tropezó con un yunque y estuvo a punto de posar una mano en un horno incandescente. Pestañeó y luego lanzó un escupitajo, procurando mantenerse de pie a pesar del temblor de sus rodillas. Fuegos abrasadores flotaban y bailoteaban ante sus ojos. Había cadáveres por todas partes, desmadejadas figuras que yacían en el suelo cubierto de hollín. Aturdido, miró a su alrededor buscando algo en lo que limpiarse las manos, pero todo estaba salpicado y embadurnado de sangre. Le vino una arcada, se tapó la boca con una de sus manos ensangrentadas y, avanzando con paso tambaleante entre las fraguas, sus piernas debilitadas le condujeron a un arco que había en el muro opuesto.
Se quedó apoyado en la piedra cálida, echando hilos de baba y sangre al suelo, mientras sentía el lamido del dolor en el costado, en la cara, en sus nudillos desgarrados. Pero si lo que esperaba era que se compadecieran de él, se había equivocado de compañía.
—En marcha —ordenó Ferro—. Venga, pálido, arriba.
Aunque hubiese querido, no habría podido decir cuánto tiempo llevaba dando tumbos en la oscuridad pegado a los talones de Ferro con el cráneo resonando con los ecos de su propia respiración. Recorrían en sigilo las entrañas de la tierra. Atravesando antiquísimos salones, sombríos y polvorientos, con pétreos muros sembrados de grietas. Atravesando arcos que conducían a serpenteantes túneles con techumbres de barro sustentadas por vigas de aspecto inestable.
En una ocasión, al llegar a una encrucijada, Ferro le había empujado contra las sombras del muro, y, conteniendo el aliento, habían aguardado a que pasaran unas formas harapientas que caminaban raspando los muros y arrastrando los pies por una galería que se cruzaba con la suya. Se sucedían los pasillos, las cavernas, las madrigueras. Lo único que podía hacer era seguirla, caminar a rastras detrás de ella convencido de que en cualquier momento se desplomaría de puro agotamiento. Convencido de que jamás volvería a ver la luz del sol...
—Espera —le susurró Ferro, plantándole una mano en el pecho para detenerle. Logen tenía las piernas tan débiles que casi se cae de espaldas. Un manso arroyo, cuyas aguas lentas se mecían formando ondas en la oscuridad, se unía al pasadizo. Ferro se arrodilló junto a él y escrutó el túnel del que procedía.