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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (62 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Una vasta extensión de tejados rotos y de muros semiderruidos, algunos brillantemente iluminados, otros hundidos en densas sombras, se desplegaba ante ellos hasta perderse en la lejanía. Majestuosas cúpulas, tambaleantes torres, gráciles arcos y orgullosas columnas emergían en medio de aquel mar de escombros. Jezal distinguía los huecos que dejaban las amplias plazas y las anchas avenidas; también el inmenso tajo del río, que describía una suave curva sobre el pétreo bosque que tenía a su derecha, y cuyas aguas en movimiento espejeaban. En todas direcciones, hasta donde le alcanzaba la vista, la piedra mojada relucía iluminada por el sol matinal.

—Son cosas como ésta las que hacen que me guste tanto viajar —suspiró Pielargo—. De golpe, en un solo momento, todo el viaje ha valido la pena. ¿Puede haber alguna vista comparable? ¿Cuántos hombres vivos pueden jactarse de haber contemplado cosa igual? Aquí estamos los tres ante una ventana abierta a la historia, ante una puerta que conduce a un pasado largo tiempo olvidado. Jamás volveré a soñar con la imagen de la bella Talins, refulgiendo junto al mar bajo la rojiza luz matinal, ni con la de Ul-Nahb, resplandeciendo bajo la bóveda azul del cielo al mediodía, ni con la de Ospria, encaramándose orgullosa en la montaña con sus luces titilando como estrellas en un suave anochecer. De ahora en adelante, mi corazón pertenecerá siempre a Aulcus. Ciertamente es la joya de las ciudades. Si no hay palabras para expresar su sublime belleza ahora que está muerta, quién osaría imaginar lo que pudo ser cuando estaba viva. ¿Quién no se quedaría mudo de asombro ante semejante visión? ¿Quién no se sobrecogería ante...?

—Un montón de edificios viejos —refunfuñó Ferro a sus espaldas—. Y ya va siendo hora de que los dejemos atrás. Recojan sus cosas. Nos vamos —y, dicho aquello, se dio la vuelta y se encaminó hacia la entrada.

Jezal giró la cabeza y contempló con el ceño fruncido la reluciente extensión de oscuras ruinas que se perdían en la difusa lejanía. No se podía negar que era algo magnífico, pero también resultaba atemorizador. Los espléndidos edificios de Adua, las torres y los imponentes muros del Agriont, todo lo que Jezal había considerado hasta entonces el paradigma de la magnificencia le parecía ahora una mísera y triste copia. Se sentía un niño pequeño e ignorante, originario de un minúsculo y bárbaro país, que vivía en una época insignificante y mezquina. Le alegraba irse de allí y dejar que la joya de las ciudades regresara al pasado, que era el lugar al que pertenecía. Aulcus no aparecería en sus sueños.

Aunque tal vez sí en sus pesadillas.

Debió de ser bien entrada la mañana cuando llegaron a la única plaza de la ciudad que seguía estando atestada. Un espacio gigantesco, abarrotado de un extremo al otro por una multitud inmóvil y silenciosa. Una muchedumbre de piedra.

Estatuas de todos los tamaños, materiales y poses imaginables. Basalto negro, mármol blanco, alabastro verde y pórfido rojo, granito gris y cientos de otras piedras cuyo nombre Jezal ignoraba por completo. Semejante variedad ya resultaba bastante extraña de por sí, pero mucho más inquietante era lo que todas tenían en común. Ninguna de ellas tenía rostro.

Las facciones más colosales habían sido destruidas con piquetas que habían dejado el rostro reducido a una masa informe sembrada de orificios. Las más pequeñas se habían eliminado mediante un corte seco que había dejado unos cráteres vacíos de piedra bruta. Grabados en los pechos de mármol, en los brazos, alrededor de los cuellos y en las frentes figuraban unos mensajes de aspecto amenazador, escritos en un alfabeto que Jezal no reconocía. Daba la impresión de que en Aulcus las cosas se hacían siempre a una escala grandiosa, y el vandalismo no parecía ser la excepción.

En medio de aquel siniestro destrozo, se abría un sendero lo bastante ancho para que pasara la carreta. Jezal se puso al frente del grupo e inició la marcha por en medio de aquel bosque de efigies sin rostro, que se agolpaban a ambos lados como multitudes que asistieran a un solemne cortejo.

—¿Qué pasó aquí? —murmuró.

Bayaz alzó la vista y, frunciendo el ceño, miró una cabeza que fácilmente podría tener diez zancadas de altura. Los labios permanecían apretados en un gesto de firme determinación, pero le faltaban los ojos y la nariz y en su mejilla lucía un mensaje inscrito con tosca caligrafía.

—Cuando Glustrod tomó la ciudad concedió a sus siniestras tropas un día entero para que hicieran cuanto quisieran con la población. Para que dieran rienda suelta a su furia y saciaran sus ansias de pillaje, de asesinato, de violación. Como si fuera posible saciarlas —Nuevededos tosió y se movió inquieto en su silla de montar—. Luego se les ordenó que derribaran todas las estatuas de Juvens que había en la ciudad. Las arrancaron de todos los tejados, de todos los salones, de todos los frisos y templos. Aulcus estaba llena de efigies de mi maestro; al fin y al cabo, él mismo había diseñado la ciudad. Pero Glustrod no era de los que hacen las cosas a medias. Reunió todas las que había y luego hizo que las trajeran aquí para desfigurarlas y mandó grabar sobre ellas las más terribles maldiciones.

—Una familia mal avenida —Jezal nunca había congeniado con sus hermanos, pero aquello parecía un tanto excesivo. Esquivó el dedo estirado de una mano gigante que se elevaba desde una muñeca amputada, en cuya palma podían verse unos extraños símbolos cincelados con extrema violencia.

—¿Qué pone ahí?

Bayaz frunció el ceño.

—Créame, es mejor que no lo sepa.

A un lado, descollando por encima del ejército de estatuas, se alzaba un edifico que, incluso juzgado según los parámetros de aquel cementerio de gigantes, resultaba colosal. Su escalinata era tan alta como las murallas de una ciudad, las columnas de su fachada, tan gruesas como torres, y en su monstruoso frontón había incrustados unos relieves desvaídos. Al llegar a su altura, Bayaz tiró de las riendas de su montura y alzó la vista. Jezal se detuvo detrás de él y dirigió a sus compañeros una mirada nerviosa.

—Sigamos —Nuevededos se rascó la cara y miró inquieto a su alrededor—. Salgamos de aquí cuanto antes y no volvamos jamás.

Bayaz soltó una risita.

—¿El Sanguinario asustado de unas simples sombras? Jamás lo habría creído.

—Donde hay sombras también debe de haber algo que las proyecte —refunfuñó el norteño, pero el Primero de los Magos no se dejó disuadir.

—Hay tiempo de parar un rato —dijo mientras descendía trabajosamente de su silla—. Ya estamos cerca de los límites de la ciudad. Dentro de una hora como mucho habremos salido y seguiremos nuestro camino. Puede que esto le interese, capitán Luthar. O a cualquiera de ustedes que tenga a bien acompañarme.

Nuevededos masculló una maldición en su idioma.

—De acuerdo. Prefiero caminar a esperar.

—Ha conseguido que me pique la curiosidad —dijo el Hermano Pielargo plantándose de un salto junto a ellos—. Debo reconocer que a la luz del sol la ciudad no tiene un aspecto tan inquietante como el que tenía ayer bajo la lluvia. De hecho, ahora mismo cuesta trabajo imaginar de dónde le viene esa reputación tan negra que tiene. En ningún otro lugar del Círculo del Mundo puede encontrarse una colección de reliquias más fascinante, y yo, no me duelen prendas decirlo, soy un hombre curioso. Vaya si lo soy, siempre he sido...

—Ya sabemos lo que es usted —bufó Ferro—. Yo espero aquí.

—Como quieras —Bayaz sacó su cayado de la silla—. En nuestra ausencia, maese Quai y tú podréis deleitaros mutuamente con cómicos relatos. Casi lamento perderme tan animada charla. Ferro y el aprendiz se cruzaron una mirada ceñuda mientras los demás se abrían paso entre las estatuas destrozadas para dirigirse a las escalinatas. Jezal subió cojeando y haciendo muecas de dolor debido a su pierna mala. Una vez que llegaron arriba, cruzaron un umbral del tamaño de una casa y accedieron a un espacio frío, oscuro y vacío.

A Jezal el lugar le recordó a la Rotonda de los Lores de Adua, sólo que en más grande. Se trataba de una gigantesca cámara circular, una especie de cuenco enorme rodeado por un graderío de piedra de distintos colores que tenía varios tramos en estado ruinoso. En el suelo se acumulaban los escombros, restos sin duda del techo, que se había desmoronado.

—Vaya, la gran cúpula no ha aguantado —el Mago escrutó el resplandeciente trozo de cielo que asomaba por el agujero quebrado de la techumbre—. Una metáfora muy apropiada —exhaló un suspiro y, arrastrando los pies, comenzó a avanzar entre los bancos de mármol recorriendo lentamente la nave curva. Jezal alzó la vista y contempló con recelo la masa pétrea que pendía sobre ellos, preguntándose qué pasaría si se desprendía un trozo y le caía en la cabeza. Dudaba mucho que Ferro fuera capaz de remendar eso. No tenía ni idea de cuál era la razón por la que Bayaz había querido que le acompañara al lugar aquel, aunque, bien pensado, podría preguntarse lo mismo con respecto a la totalidad del viaje, cosa que había hecho en más de una ocasión. Respiró hondo y se puso a cojear detrás del Mago, con Nuevededos pegado a su espalda. Al empezar a caminar, sus pasos resonaron por el vasto espacio vacío.

Pielargo se abrió camino por las gradas agrietadas y miró al techo haciendo alarde de estar muy interesado en todo lo que veía.

—¿Qué clase de lugar era éste? ¿Una especie de teatro? —los muros curvos devolvieron el eco de su voz.

—En cierto modo —repuso Bayaz—. Esta era la cámara alta del Senado Imperial. Aquí acudía el Emperador en las ocasiones solemnes para asistir a los debates entre los ciudadanos más sabios de Aulcus. Aquí se tomaron algunas decisiones que cambiaron el curso de la historia —trepó un escalón, dio unos pasos más y, señalando entusiasmado al suelo, habló con voz vibrante.

—Fue aquí mismo, lo recuerdo perfectamente, donde Calica tomó la palabra para reclamar mayor cautela en la política imperial de expansión hacia el este. Juvens le respondió desde allí abajo, abogando por una política aún más osada, y se salió con la suya. Yo los miraba hechizado. Veinte años tenía entonces, y estaba tan emocionado que casi ni respiraba. Aún hoy recuerdo sus argumentaciones al pie de la letra. Palabras, queridos amigos míos. Puede haber en ellas más fuerza que en todo el acero que exista en el Círculo del Mundo.

—Una hoja de acero le puede hacer más daño a tu oreja que cualquier palabra —susurró Logen. Jezal soltó una carcajada, pero Bayaz no pareció darse cuenta. Estaba demasiado ocupado pasando rápidamente de un banco de piedra a otro.

—Desde aquí lanzó Scarpius su exhortación sobre la amenaza de decadencia y sobre el verdadero significado de la ciudadanía. El senado le escuchaba extasiado. Su voz resonaba como... como... —Bayaz dio un manotazo al aire como si tratara de dar con la palabra exacta—. Bah. ¿Qué importa eso ahora? Ya no quedan certezas en el mundo. Aquélla fue una época de grandes hombres que sabían lo que tenían que hacer y lo hacían —bajó la vista y contempló con el ceño fruncido los escombros que se amontonaban en el suelo de la colosal sala—. Esta es una época de hombres pequeños, que hacen lo que se les manda. Hombres pequeños con sueños pequeños que caminan tras los pasos de unos gigantes. ¡Pero no me negarán que en tiempos fue un edificio grandioso!

—Hummm, sí... —se aventuró a decir Jezal, y, luego, se alejó de los demás para acercarse a ver unos frisos que había labrados en la pared del fondo del graderío. Unos guerreros semidesnudos, representados en unas poses bastante incómodas, se acometían los unos a los otros con unas lanzas. El lugar, sin duda, era grandioso, pero el olor que se respiraba resultaba bastante desagradable. Un olor a podredumbre, a humedad, a sudor animal. Parecido al de unos establos mal limpiados. Escrutó las sombras arrugando la nariz—. ¿A qué huele?

Nuevededos husmeó el aire y le cambió la cara al instante. De pronto, era la viva imagen del horror.

—Por todos los... —desenvainó de golpe la espada y dio un paso adelante. Con el pecho oprimido por una súbita sensación de terror, Jezal se volvió mientras buscaba a tientas la empuñadura de sus aceros.

En un primer momento lo tomó por un mendigo: una figura oscura, envuelta en harapos, que se agazapaba a cuatro patas entre las sombras a unos pocos pasos de distancia. Pero luego le vio las manos: unas especies de garras retorcidas que se doblaban sobre la piedra picada. Y luego su rostro grisáceo, si es que a aquello se le podía llamar rostro; un entrecejo abultado y sin pelo, unas mandíbulas pesadas y deformes con unos dientes desproporcionadamente grandes, un hocico plano, similar al de un cerdo, y unos minúsculos ojos negros que refulgían llenos de furia mientras le miraban. Un ser mitad hombre, mitad animal, pero mucho más horrible que cualquiera de los dos. Las mandíbulas de Jezal se aflojaron y la boca se le abrió. No hacía falta decirle a Nuevededos que ahora le creía.

Saltaba a la vista que sí que había Shanka en el mundo.

—¡Cójalo! —rugió el norteño ascendiendo a toda prisa por las gradas de la gran sala con la espada desenvainada—. ¡Mátelo!

Con aire vacilante, Jezal avanzó hacia la cosa arrastrando los pies, pero su pierna seguía estando medio inútil y el bicho aquel era rápido como un zorro. Al verle acercarse, se dio la vuelta, correteó por las frías losas hasta alcanzar una grieta que había en el muro y, retorciéndose, se metió dentro como un gato que se cuela por una verja. A Jezal sólo le había dado tiempo a dar unos pocos pasos renqueantes.

—¡Se ha escapado!

Ayudándose con su cayado, cuyos golpes sobre el mármol resonaban por encima de ellos, Bayaz se dirigía ya hacia la entrada.

—Nos hemos dado cuenta, maese Luthar. ¡Nos hemos dado perfecta cuenta!

—¡Habrá más, siempre hay más! —bufó Logen—. ¡Tenemos que irnos!

Qué mala suerte, pensaba Jezal mientras renqueaba hacia la entrada, bajando las gradas a trompicones y contrayendo el semblante debido al dolor de la rodilla. Qué mala suerte que a Bayaz se le hubiera ocurrido detenerse ahí justo en aquel momento. Qué mala suerte que a él se le hubiera roto la pierna y no hubiera podido perseguir a aquel ser repugnante. Qué mala suerte haberse visto obligados a ir a Aulcus en lugar de haber cruzado el río varios kilómetros más abajo.

—¿Cómo han llegado hasta aquí? —Logen le hablaba a Bayaz a gritos.

—No estoy muy seguro —refunfuñó el Mago, que caminaba resollando y haciendo gestos de dolor—. Después de la muerte del Creador, les dimos caza y conseguimos confinarlos en los rincones más oscuros del mundo.

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