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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (65 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—¡Ferro, espera!

—¿Qué es esto? —se chocó con ella sin verla, sintió un golpe en el pecho y, de no haber tropezado con la húmeda pared, se habría caído de espaldas—. ¿Qué demonios...?

—¡No veo nada! —se oyó susurrar a sí mismo con la voz teñida de pánico—. No veo... ¿dónde estás? —sacudió el aire con las manos abiertas. Estaba completamente desorientado, el corazón le latía acelerado y empezaban a entrarle ganas de vomitar. ¿Y si esa maldita zorra le había dejado ahí abandonado? ¿Y si...?

—Aquí —notó que la mano de Ferro cogía la suya y se cerraba, fría y tranquilizadora. Luego oyó su voz pegada a su oreja—. ¿Crees que podrás seguirme sin caerte de cara, pedazo de idiota?

—Sí, creo que... sí.

—¡Y procura no hacer ruido! —acto seguido, sintió que tiraba de él con impaciencia y volvía a ponerse en marcha.

Qué pensaría su vieja banda si le viera ahora. Logen Nuevededos, el hombre más temido del Norte, a punto de cagarse encima por miedo a la oscuridad y aferrándose a la mano de una mujer que le odiaba, como un bebé se aferra a la teta de su madre, en cualquier otra circunstancia se habría partido de risa. Pero tenía miedo de que los Shanka le oyeran.

La zarpa de Nuevededos estaba caliente y húmeda, de sudor, de miedo. Una sensación desagradable esa de tener aquella piel pegajosa apretada contra la suya. Repulsiva casi, pero Ferro se obligó a no soltarle. Oía su respiración rápida y entrecortada resonando en el angosto espacio, sus pasos titubeantes avanzando a trompicones detrás de ella.

Parecía que hubiera sido ayer la última vez que se vieron en un aprieto de semejante calibre: cuando huían a la carrera de sus perseguidores por las callejuelas del Agriont, escabullándose entre sus edificios oscuros. Parecía ayer, y, sin embargo, todo había cambiado.

Por aquel entonces, el norteño no era sino una amenaza más. Otro pálido al que había que tener vigilado. Un tipo feo, extraño, peligroso. Por entonces seguramente era el último hombre del mundo del que se habría fiado. Ahora, en cambio, tal vez fuera el único. No la había soltado, a pesar de que ella misma se lo había pedido. Antes que dejarla caer, había estado dispuesto a caer con ella. En la llanura había dicho que si ella cumplía su parte, él también lo haría.

Y lo había cumplido.

Ferro volvió la cabeza y vio su cara pálida mirando embobada la oscuridad con los ojos muy abiertos mientras con la mano que tenía libre palpaba el muro. Tal vez debería haberle dado las gracias por no haberla dejado caer, pero eso habría significado admitir que necesitaba su ayuda. Sólo los débiles necesitan ayuda, y los débiles mueren o acaban convertidos en esclavos. No esperes nunca ayuda y nunca te sentirás defraudada si no la obtienes. Ferro se había sentido defrauda multitud de veces.

Así que, en lugar de darle las gracias, le dio un tirón que casi le hizo perder el equilibrio.

Una luz trémula y fría empezaba a abrirse paso por el túnel, iluminando con un tenue brillo los bordes de los toscos sillares.

—¿Ves ya? —le susurró por encima del hombro.

—Sí —Ferro se percató del tono de alivio en su voz.

—Pues entonces ya puedes soltarme —le dijo y, acto seguido, apartó bruscamente la mano y luego se la limpió en la parte delantera de la camisa. Continuó avanzando en la penumbra, moviendo los dedos y mirándolos con el ceño fruncido. Tenía una sensación extraña.

Ahora que ya no tenía su mano agarrada, casi la echaba de menos.

La luz, que llegaba a través de un estrecho arco que había más adelante, era cada vez más intensa. Andando de puntillas, Ferro se acercó sigilosamente a la abertura y se asomó. A sus pies se abría una gran caverna, cuyas paredes, en las que alternaban pulidos sillares y roca viva, se llenaban de bulbosas formaciones rocosas conforme ascendían. Desde el techo invisible caía un haz de luz que dibujaba en el suelo polvoriento un círculo luminoso. En torno a él se apiñaban tres Shanka, que farfullaban mientras rascaban algo que había en el suelo, y, a su alrededor, formando grandes montones que llegaban hasta las paredes de la cueva, alcanzando una altura similar o superior a la de un hombre, había miles y miles y miles de huesos.

—Mierda —exhaló Logen justo detrás de ella. Un cráneo les sonreía desde uno de los rincones del arco. Eran huesos humanos, no había duda.

—Se comen a los muertos —susurró Ferro.

—¿Que hacen el qué? Pero...

—Aquí nada se pudre —Bayaz había dicho que la ciudad estaba llena de tumbas, que había un número incontable de cadáveres enterrados en grupos de cien. Y allí debían de haber permanecido durante infinidad de años, fundidos todos ellos en un gélido abrazo.

Hasta que un día llegaron los Shanka y los sacaron.

Ferro escrutó las sombras tratando de encontrar un camino para acceder a la caverna. Imposible bajar por aquella colina de huesos sin armar un montón de ruido. Sacudió un hombro y el arco le cayó en la mano.

—¿Estás segura? —inquirió Nuevededos dándole una palmada en el hombro.

Por toda respuesta, Ferro le echó hacia atrás de un codazo.

—Déjame sitio, pálido —iba a tener que hacerlo muy rápido. Se limpió la sangre de las cejas. Sacó tres flechas de la aljaba y se las colocó entre los dedos de la mano derecha para poder cogerlas más deprisa. Agarró una cuarta con la mano izquierda, niveló el arco y tensó la cuerda apuntando al Cabeza Plana que se encontraba más alejado. Cuando la flecha se le clavó en el cuerpo, ella ya estaba apuntando al segundo. La saeta se le alojó en el hombro y el bicho se desplomó profiriendo un extraño chillido, justo en el momento en que el último se estaba dando la vuelta. Antes de que se volviera del todo, la flecha le atravesó el cuello y lo tiró de bruces. Ferro dispuso la última flecha y esperó. El segundo Cabeza Plana trataba de levantarse, pero apenas había dado medio paso cuando le acertó en la espalda y lo arrojó desmadejado al suelo.

Ferro bajó el arco y miró con gesto torvo a los Shanka. Ninguno se movía.

—Increíble —exhaló Logen—. Bayaz tiene razón. Eres un demonio.

—Tenía razón —refunfuñó Ferro. Lo más probable es que aquellos bichos ya le hubieran atrapado, y a estas alturas ya estaba claro que se alimentaban de seres humanos. Luthar, Pielargo y Quai seguramente habrían corrido la misma suerte. Una lástima.

Aunque tampoco era como para ponerse llorar.

Se echó el arco al hombro, posó con mucho cuidado un pie en la caverna, se agachó un poco y empezó a bajar estrujando huesos con sus botas. Avanzaba bamboleándose, manteniendo los brazos extendidos para no perder el equilibrio, unas veces caminando, otras vadeando, mientras los huesos chirriaban y crujían en torno a sus piernas. Cuando por fin llegó al suelo de la caverna, se arrodilló y miró a su alrededor, lamiéndose nerviosa los labios.

Ni un solo movimiento. Los tres Shanka yacían inmóviles sobre los oscuros charcos de sangre que se iban formando debajo de sus cuerpos.

—¡Au! —Nuevededos se cayó y rodó pendiente abajo, montando un escándalo enorme y arrojando al aire esquirlas de hueso. Aterrizó de cara en medio del extremo de la rampa y se puso apresuradamente de pie—. ¡Mierda! ¡Ugh! —exclamó mientras se sacudía una polvorienta caja torácica que se le había quedado enganchada a una mano.

—¡Imbécil, no hagas ruido! —le susurró Ferro poniéndole de un tirón a su lado mientras miraba la tosca entrada de un pasadizo que se abría en el extremo opuesto de la caverna, esperando ver aparecer una horda de bichos ansiosos por añadir sus huesos al montón. Pero no aparecía nadie. Dirigió a Logen una mirada torva, pero él estaba demasiado abstraído ocupándose de sus moratones, así que lo dejó estar y se acercó sigilosamente a los tres cadáveres.

Habían estado reunidos en torno a una pierna. Una pierna de mujer, dedujo Ferro al advertir que carecía de vello. Un trozo de hueso sobresalía de la carne reseca y ajada del muslo amputado. Uno de ellos lo había estado atacando con un cuchillo, que seguía caído allí cerca, reluciendo bajo el haz de luz cenital. Nuevededos se agachó y lo recogió.

—Nunca se tienen suficientes cuchillos.

—¿Ah, no? ¿Y si te caes en un río y el peso te impide nadar?

Por un instante, Logen pareció desconcertado, luego se encogió de hombros y lo volvió a dejar en el suelo.

—Bien visto.

Ferro se sacó su cuchillo del cinto.

—Con un solo cuchillo hay de sobra. A condición de que se sepa dónde clavarlo —y, acto seguido, hundió el acero en la espalda de uno de los Cabezas Planas y se puso a sacar su flecha—. ¿Qué demonios son estos bichos? —extrajo la saeta intacta y dio la vuelta al cadáver con la bota. Los cerdunos ojos negros del Shanka, hundidos bajo una frente plana y estrecha, la miraban sin verla, y sus labios enroscados hacia atrás dejaban al descubierto unas fauces repletas de dientes ensangrentados—. Si hasta son más feos que tú, pálido.

—Lo que tú digas. Son Shanka, Cabezas Planas. Kanedias los creó.

—¿Los creó? —la siguiente flecha se quebró mientras intentaba extraerla retorciéndola.

—Eso dijo Bayaz. Para utilizarlos como arma en una guerra.

—Creía que el tipo ese había muerto.

—Al parecer, sus armas le sobrevivieron.

El bicho al que había acertado en el cuello había caído sobre la flecha y la había partido a la altura de la punta. No servía.

—¿Cómo puede un hombre crear una cosa así?

—¿Te has creído que tengo respuesta para todo? Todos los veranos, cuando se fundían los hielos, venían desde el otro lado del mar y combatirlos nos daba mucho trabajo. Un montón de trabajo —Ferro arrancó la última flecha; estaba ensangrentada pero serviría—. Cuando era joven empezaron a presentarse cada vez con más frecuencia. Entonces mi padre me envió al sur, al otro lado de las montañas, para que buscara a alguien que pudiera ayudarnos a combatirlos y... —se interrumpió—. Bueno, es una larga historia. El caso es que ahora las Altiplanicies están infestadas de Cabezas Planas.

—Eso poco importa —gruñó poniéndose de pie y guardando con cuidado las dos flechas en la aljaba—, siempre que se les pueda matar.

—Oh, claro que se les puede matar. El problema es que son tantos que nunca acabas de matarlos a todos —Logen frunció el ceño y miró a los tres cadáveres, los miró con un ceño pronunciado y una mirada gélida—. Ya no queda nada al norte de las montañas. Nada ni nadie.

A Ferro aquello le importaba bien poco.

—Hay que moverse.

—Todos de vuelta al barro —rezongó como si no la hubiera oído mientras su ceño se volvía más pronunciado por momentos.

Ferro se plantó delante de él.

—¿Me has oído? He dicho que hay que moverse.

—¿Eh? —la miró parpadeando y luego torció el gesto. Los músculos de su mandíbula se resaltaban tensos bajo la piel, las cicatrices estaban estiradas y habían cambiado de forma, la cabeza se inclinaba hacia delante y sus ojos estaban hundidos en las agudas sombras producidas por la luz cenital—. Bien. Hay que moverse.

Ferro le miró con recelo. Un hilo de sangre bajaba desde su cabellera y resbalaba por su mejilla velluda y grasienta. Su aspecto ya no era el de alguien en quien se pudiera confiar.

—¿No irás a ponerte raro, eh, pálido? Necesito que mantengas la cabeza fría.

—Fría está —susurró él.

Logen tenía calor. La piel le hormigueaba bajo la ropa sucia. Se sentía raro, mareado, con la cabeza repleta del hedor de los Shanka. Su olor apenas le dejaba respirar. El pasadizo parecía moverse bajo sus pies y oscilar ante sus ojos. Hizo una mueca de dolor, se encorvó, y el sudor que le corría por la cara goteó sobre las losas sueltas del suelo.

Ferro le susurró algo, pero no consiguió entender lo que le decía: las palabras resonaban en los muros y le rodeaban la cara, pero no se le metían dentro. Asintió con la cabeza, le hizo una seña agitando una mano y luego siguió caminando pesadamente detrás de ella. En el pasadizo cada vez hacía más calor y los difusos contornos de las piedras empezaban a adquirir una especie de resplandor anaranjado. De pronto, se chocó contra la espalda de Ferro y estuvo a punto de caerse. Resollando, avanzó arrastrándose sobre sus rodillas doloridas.

Ante ellos se abría una caverna inmensa. En su centro se alzaban cuatro esbeltas columnas que ascendían hacia las alturas y se perdían en la incierta oscuridad. Debajo ardían unas hogueras. Una enorme cantidad de hogueras, que imprimían imágenes blancas en los irritados ojos de Logen. El carbón crujía, crepitaba y echaba humo. Saltaban hirientes chispas, silbaba el vapor al elevarse formando pequeñas columnas. Los goterones de hierro que se vertían desde los crisoles sembraban el suelo de ascuas incandescentes. El metal fundido discurría por unos canales tallados en el pavimento que formaban en la piedra negra un entramado de líneas rojas, amarillas y de un blanco abrasador.

El enorme espacio estaba plagado de Shanka, unas formas harapientas que pululaban por la ardiente oscuridad. Manipulaban los fuegos, los fuelles y los crisoles como si fueran humanos. Debía de haber unos veinte, tal vez más. El estruendo era atronador: el golpear de los martillos, el retumbar de los yunques, el estrépito del entrechocar de metales, los chillidos y graznidos que proferían los Cabezas Planas. En las paredes más alejadas se alineaban varios armeros repletos de relucientes armas, cuyo acero refulgía con todos los colores del fuego y la furia.

Mientras miraba al frente pestañeando, con la cabeza a punto de estallarle, el brazo palpitante de dolor y el calor aplastándosele contra el rostro, Logen no sabía si dar crédito a lo que veían sus ojos. Quizás habían dado con las fraguas del infierno. Quizás al final Glustrod había abierto una puerta debajo de la ciudad. Una puerta que conducía al Otro Lado, y ellos, sin darse cuenta, la habían cruzado.

Respiraba aceleradamente, y no podía hacer que fuera más despacio, y cada bocanada de aire que aspiraba estaba henchida de un acre olor a humo y a Shanka. Tenía los ojos desorbitados y la garganta le ardía tanto que no podía tragar saliva. No estaba seguro de cuándo había desenvainado la espada del Creador, pero la superficie lisa de su hoja centelleaba y titilaba reflejando la luz anaranjada, y su mano derecha apretaba la empuñadura hasta hacerse daño. No conseguía que los dedos se abrieran. Los miró: irradiaban un brillo anaranjado y negro, palpitaban como si estuvieran ardiendo, las venas y los tendones parecían estar a punto de estallar bajo la piel tensa y tenía los nudillos blancos debido a la furiosa presión a la que estaban sometidos.

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