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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (46 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Las pantallas de mimbre, que seguían formando una línea uniforme de un lado a otro de la península, se encontraban cada vez más cerca.
Cien zancadas, ahora noventa, ochenta
. Miró de reojo a Cosca, que seguía sonriendo como un loco.
¿A qué espera para dar la orden? Sesenta, cincuenta...

—¡Ahora! —rugió el estirio—. ¡Fuego! —a lo largo de toda la muralla sonó el fortísimo tableteo de las ballestas al lanzar una fenomenal andanada que acribilló las pantallas, el terreno de alrededor, los cadáveres que yacían en el suelo y a cualquier gurko que tuvo la mala fortuna de haber dejado alguna parte de su cuerpo al descubierto. Los defensores, tensos y sudorosos, se arrodillaron detrás del parapeto y comenzaron a recargar sus armas, a echar mano de las saetas, a ajustar los resortes de los mangos. Los golpes de tambor se habían vuelto más rápidos, más apremiantes, y las pantallas seguían avanzando con paso inexorable por el terreno sembrado de cadáveres.
No creo que la experiencia les resulte muy agradable a los hombres que vienen detrás; cada vez que bajen la vista y vean los cadáveres, se preguntarán si no tardarán mucho en hacerles compañía
.

—¡Queroseno! —gritó Cosca.

Desde una torre que había a su izquierda salió disparada una botella con una mecha ardiendo. Se estrelló contra una de las pantallas de mimbre y un reguero de fuego se extendió por su superficie, volviéndola primero marrón y luego negra. Comenzó a oscilar, luego se dobló y empezó a volcarse. De detrás, salió corriendo y pegando alaridos un soldado con los brazos envueltos en refulgentes llamas.

La pantalla incendiada cayó al suelo, dejando al descubierto la columna de soldados gurkos que venía""detrás: unos empujaban carretillas llenas de piedras, otros cargaban con largas escalas, otros portaban arcos, armaduras, armas. Lanzaron gritos de guerra y se abalanzaron hacia delante levantando los escudos, disparando flechas contra las almenas, zigzagueando entre los cadáveres. Caían de bruces con el cuerpo cubierto de flechas. Aullaban y se echaban una mano a las heridas. Se arrastraban por el suelo, gorgoteando, maldiciendo. Suplicaban clemencia, proferían gritos desafiantes. Se daban la vuelta para huir y eran asaetados por la espalda.

En lo alto de las murallas tañían y tableteaban las ballestas. Se prendían y se lanzaban más botellas de queroseno. Algunos hombres rugían, bufaban y escupían maldiciones, otros se encogían detrás del parapeto para protegerse de las flechas que ascendían silbando hacia la muralla: unas rebotaban contra las piedras, otras pasaban volando por encima y de vez en cuando se hundían con un ruido blando en algún trozo de carne desprotegido. Con total despreocupación, Cosca se asomaba peligrosamente desde la muralla con un pie apoyado en las almenas mientras blandía una espada mellada y lanzaba unos bramidos que Glokta no conseguía entender. Todos, atacantes y defensores, aullaban y gritaban.
Una batalla. Un caos. Ahora lo recuerdo, ¿Cómo es posible que en tiempos me agradara?

Otra pantalla se prendió y el aire se llenó de una pestilente humareda negra. Como abejas que huyeran de una colmena derruida, los soldados gurkos salieron a toda prisa de detrás y se arremolinaron al otro lado del foso, tratando de encontrar un lugar donde poder hincar su escala. Los defensores apostados en esa zona de la muralla empezaron a lanzarles trozos de mampostería. En otro lugar, el proyectil de una catapulta que se había quedado corto abrió un hueco enorme en una columna gurka, lanzando por el aire un montón de cuerpos y de trozos de cuerpos.

Unos soldados pasaron arrastrando a un compañero que tenía una flecha clavada en un ojo. «¿Tiene mala pinta? —iba gimiendo—. ¿Tiene mala pinta?» Un instante después, un hombre que estaba al lado de Glokta pegó un chillido al acertarle una flecha en el pecho. Dio medio giro, se le disparó la ballesta y la flecha se hundió hasta las plumas en el cuello del compañero que tenía junto a él. Los dos cayeron a los pies de Glokta, tiñendo el adarve de sangre.

A los pies de la muralla, una botella de queroseno estalló en medio de un grupo de soldados gurkos que se disponían a alzar una escala. Un leve tufo a carne quemada se unió al hedor a podredumbre y a humo de madera. Se revolvían envueltos en llamas, gritaban, se chocaban unos contra otros o se arrojaban con las armaduras al foso inundado.
Morir abrasado o morir ahogado. Valiente elección
.

—¿Ya ha visto bastante? —le susurró al oído la voz de Severard.

—Sí —
Más que suficiente
. Dejó a Cosca desgañitándose en estirio y, con aliento entrecortado, se abrió paso entre la maraña de mercenarios para dirigirse a las escaleras. Siguiendo a una camilla, comenzó a bajar, crispando el rostro a cada paso que daba y procurando que la interminable marea de hombres que subían en tropel por el otro lado no le hiciera perder el equilibrio.
Jamás pensé que volvería a alegrarme de bajar unos escalones
. Pero su alegría no duró mucho. Para cuando llegó abajo, su pierna izquierda palpitaba ya con aquella mezcla de dolor y de entumecimiento que le era tan familiar.

»¡Maldita sea! —bufó para sus adentros mientras se acercaba al muro a la pata coja—. ¡Algunas de nuestras bajas tienen más movilidad que yo! —por delante de él, pasaba un renqueante grupo de heridos envueltos en vendajes teñidos de sangre.

—Esto no tiene ningún sentido —le susurró Severard—. Nosotros ya hemos cumplido nuestra parte. Desenmascaramos a los traidores. ¿Qué hacemos aquí?

—¿Luchar por la causa de tu Rey te parece algo indigno de ti?

—Morir por ella sí que me lo parece.

Glokta resopló con sorna.

—¿Crees que hay alguien en esta ciudad que esté disfrutando? —en ese momento, por encima del fragor del combate, se oyeron a lo lejos los vociferantes insultos de Cosca—. Aparte de ese estirio demente, claro. Échale un ojo, ¿eh, Severard? Traicionó a Eider y también nos traicionará a nosotros, sobre todo si las cosas se ponen feas.

El Practicante le miró fijamente; por una vez no se apreciaba ni rastro de una sonrisa alrededor de sus ojos.

—¿Y se están poniendo feas?

—Has estado ahí arriba, ¿no? —Glokta estiró la pierna y su cara se contrajo en un gesto de dolor—. Podrían estar mejor.

El salón, un espacio alargado y sombrío, había sido en tiempos un templo. Cuando comenzaron los ataques de los gurkos, se había llevado allí a los heridos menos graves para que los atendieran los sacerdotes y las mujeres. Resultaba bastante fácil transportarlos a aquel lugar: estaba situado en la Ciudad Baja, a bastante poca distancia de las murallas. Por otra parte, a esas alturas ya casi no quedaban civiles en esa zona de los arrabales.
El riesgo de incendios y la incesante lluvia de piedras no tardan en conseguir que un barrio adquiera mala fama
. Conforme se fue prolongando la lucha, los heridos menos graves acabaron por regresar a las murallas y sólo los más graves quedaron exentos de combatir. Los que habían sufrido alguna amputación, los que tenían cortes profundos, los que padecían horribles quemaduras o tenían flechas alojadas en el cuerpo yacían en las camillas ensangrentadas que se esparcían por las oscuras arcadas. Su número crecía día a día y ya no quedaba ni un solo hueco libre en el suelo. A los heridos que aún podían caminar se los atendía fuera. Aquel lugar se reservaba a los mutilados, a los desechos humanos.
A los moribundos
.

Cada uno de ellos tenía su particular manera de expresar su dolor. Unos no paraban de chillar y de soltar alaridos. Otros reclamaban a gritos auxilio, piedad, agua o la presencia de su madre. Algunos tosían, gorgoteaban y vomitaban sangre. Los que estaban próximos a exhalar el último suspiro se limitaban a resollar y a jadear.
Sólo los muertos permanecen en el más absoluto silencio
. Y los había en gran cantidad. De vez en cuando, se veía cómo los sacaban a rastras, con los miembros colgando flácidos a los lados, para envolverlos en un basto sudario y amontonarlos luego junto al muro trasero.

Durante las horas del día, bien lo sabía Glokta, unos tétricos pelotones trabajaban sin descanso excavando tumbas para los nativos.
Respetando sus arraigadas creencias, se abren grandes hoyos entre las ruinas de los arrabales, cada uno de ellos con capacidad para doce cadáveres
. Durante las horas de la noche, esos mismos pelotones trabajaban sin descanso incinerando a los muertos de la Unión.
Respetando nuestra arraigada falta de creencias, se encienden piras en lo alto de los acantilados para que el viento arrastre el humo oleaginoso hacia la bahía. Es de esperar que se lo sople a la cara de los gurkos del otro lado. Sería un último insulto de nuestra parte
.

Arrastrando la pierna, Glokta avanzaba lentamente por la sala entre las resonantes expresiones de dolor, limpiándose de vez en cuando el sudor de la frente y bajando la vista para mirar a los heridos. Dagoskanos de tez morena, mercenarios estirios, unionistas de tez blanca, todos revueltos.
Hombres de todas las naciones, de todos los colores, de todas las clases, unidos en la lucha contra los gurkos y unidos también en la hora de la muerte. Todos iguales. Se me derretiría el corazón. Si lo tuviera
. Tenía la vaga sensación de que en el muro de al lado, en la penumbra, la figura del Practicante Frost inspeccionaba detenidamente la sala.
Mi sombra, cuya misión es asegurarse de que nadie intente recompensar los esfuerzos que he realizado en representación del Archilector con un golpe letal en la cabeza
.

En la parte posterior, separada del resto del templo por una cortina, se había habilitado una zona para destinarla a las operaciones quirúrgicas.
O lo más parecido a eso que se pueda realizar dadas las circunstancias. Cortes y tajos administrados con sierras y cuchillos; las piernas a la altura de la rodilla, los brazos a la del hombro
. Los gritos más desgarradores eran los que provenían de detrás de aquellas cortinas mugrientas. Gemidos desesperados, babeantes.
No mucho menos brutal que lo que ocurre al otro lado de las murallas terrestres
. A través de una rendija, Glokta avistó la figura de Kahdia; las manchas y salpicaduras de sangre habían teñido su túnica blanca de un sucio color marrón. Miraba con los ojos entrecerrados un reluciente trozo de carne que estaba cortando con un cuchillo.
¿El muñón de una pierna, quizás?
Se oyó una especie de borboteo y los gritos se pararon en seco.

—Ha muerto —se limitó a decir el Haddish y, acto seguido, tiró el cuchillo sobre la mesa y se limpió las manos ensangrentadas en un trapo—. Que traigan al siguiente —alzó la cortina y salió fuera. Entonces vio a Glokta—. ¡Ah! ¡El causante de todas nuestras desdichas! ¿Ha venido para alimentar su sentimiento de culpa, Superior?

—No, he venido para ver si aún soy capaz de sentir eso.

—¿Y lo siente?

Buena pregunta. ¿Lo siento?
Bajó la vista y miró a un joven que yacía junto a la pared en un lecho de pajas sucias, encajado entre otros dos heridos. Su cara estaba pálida como la cera, tenía los ojos vidriosos y movía sin parar los labios balbuceando para sí palabras incomprensibles. Le habían amputado una pierna a la altura de la rodilla; una venda ensangrentada cubría el muñón y un cinturón ceñía con fuerza el muslo,
¿Posibilidades de sobrevivir? Pocas o ninguna. Sus últimas horas las pasará entre el dolor y la miseria oyendo los gemidos de sus compañeros. Una vida segada en la flor de la juventud y bla, bla, bla
. Glokta alzó las cejas. Lo único que sentía era una vaga repulsión, no muy distinta de la que sentiría si en lugar de un hombre se hubiera tratado de un montón de desperdicios.

—No —dijo.

Kahdia bajó la vista y contempló sus manos ensangrentadas.

—En tal caso, Dios ha sido muy generoso con usted —masculló—. No todo el mundo tiene tanto estómago.

—Si usted lo dice. Su gente está luchando bien.

—Muriendo bien, querrá decir.

La carcajada de Glokta rasgó la densa atmósfera del recinto.

—¿Morir bien? Por favor, no existe semejante cosa —y recorrió con una mirada las interminables filas de heridos—. Pensé que alguien como usted ya habría aprendido eso a estas alturas.

Kahdia no se reía.

—¿Cuánto tiempo cree que podemos seguir así?

—¿Empieza a perder los ánimos, eh, Haddish? Como ocurre con tantas otras cosas en la vida, las resistencias heroicas resultan mucho más atractivas en la teoría que en la práctica.
Como bien podría habernos dicho el gallardo coronel Glokta mientras le sacaban a rastras del puente con la pierna casi separada del cuerpo y todas sus ideas sobre el funcionamiento del mundo completamente trastocadas
.

—Me conmueve su preocupación, Superior, pero estoy acostumbrado a llevarme decepciones. También superaré ésta, créame. Pero aún no ha contestado a mi pregunta. ¿Cuánto podemos resistir?

—Si se mantienen abiertas las rutas marinas y podemos seguir aprovisionándonos por mar, si los gurkos no consiguen dar con una ruta para rodear las murallas terrestres, si seguimos unidos y no perdemos la cabeza, podemos resistir varias semanas.

—¿Resistir para qué?

Glokta hizo una breve pausa.
Eso, ¿para qué?

—Tal vez los gurkos se den por vencidos.

—¡Ja! —exclamó con sorna Kahdia—. ¡Los gurkos jamás se darán por vencidos! No sometieron todo Kanta con paños calientes. Desengáñese. El Emperador ha dado su palabra y no se echará atrás.

—En tal caso habrá que confiar en que la guerra del Norte se resuelva pronto y las tropas de la Unión acudan en nuestro socorro.
Una esperanza absolutamente injustificada. Lo de Angland tardará meses en solucionarse. E incluso entonces, el ejército no estará en condiciones de entrar de nuevo en combate. Estamos solos
.

—¿Y cuándo cabe esperar que llegue esa ayuda?

¿Cuando se apaguen las estrellas? ¿Cuando se desplome el cielo? ¿Cuándo yo sea capaz de correr un kilómetro con una sonrisa de oreja a oreja?

—¡Si tuviera respuesta para todo jamás se me habría ocurrido entrar en la Inquisición! —le exclamó Glokta—. Tal vez no estaría de más que rezara para pedir ayuda divina. Una ola gigante que barriera del mapa a los gurkos nos vendría de perlas. ¿Quién fue el que me dijo que existían los milagros?

Kahdia asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Tal vez deberíamos rezar los dos. Me temo que tenemos más posibilidades de obtener ayuda de Dios que de sus superiores —trajeron una camilla con un estirio que tenía una flecha clavada en el estómago—. Tengo que irme —Kahdia se dio la vuelta rápidamente y la cortina se cerró tras él.

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