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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (45 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

—¿Por qué?

Ah, mi pregunta favorita. ¿Por qué lo hago?
Se encogió de hombros.

—¿Qué importa eso? Una mujer perdida en el desierto...

—Debe aceptar el agua que se le ofrezca, venga de donde venga. Descuide, no pienso rechazar su oferta —de pronto Eider alargó una mano. Glokta se apartó bruscamente, pero lo único que hicieron los dedos de la mujer fue acariciarle la mejilla. Los dejó ahí un instante mientras la piel de Glokta hormigueaba, el ojo le palpitaba y el cuello le martirizaba—. Quién sabe —susurró Eider—, quizás si las cosas hubieran sido distintas...

—¿Si yo no fuera un tullido y usted no fuera una traidora? Las cosas son como son.

La mujer dejó caer el brazo mientras esbozaba una sonrisa.

—Por supuesto. Pero yo diría que volveremos a vernos.

—Espero que no.

Eider asintió moviendo lentamente la cabeza.

—En tal caso, adiós —se echó la capucha, volviendo a ocultar su cara entre las sombras, y, acto seguido, pasó junto a Glokta y se dirigió con paso resuelto hacia el final del embarcadero. Apoyado en el bastón, la vio alejarse mientras se rascaba lentamente el trozo de mejilla donde Eider había posado sus dedos.
Vaya, de modo que para conseguir que a uno le toque una mujer lo único que hay que hacer es perdonarle la vida. Debería probarlo más a menudo
.

Se dio la vuelta y empezó a renquear penosamente por los polvorientos muelles escrutando la oscuridad.
Me pregunto si no andará por ahí espiando la Practicante Vitari. Me pregunto si no habrá un hueco para este pequeño episodio en el próximo informe que envíe al Archilector
. Sintió que un sudor frío le subía por su dolorida espalda.
En el mío desde luego no aparecerá, pero, en realidad, ¿qué más da?
Con el cambio del viento le llegaba de nuevo el olor aquel, un olor que a esas alturas parecía invadir todos los rincones de la ciudad. El acre olor de los incendios. Del humo. De las cenizas.
De la muerte. A menos que ocurra un milagro, nadie saldrá vivo de aquí
. Volvió la vista atrás. Carlot dan Eider subía ya por la pasarela del barco.
Bueno, puede que alguien sí
.

—Van bien las cosas —canturreó Cosca con marcado acento estirio mientras se asomaba por las almenas y contemplaba sonriente los restos de la matanza que había al otro lado de las murallas—. Buen trabajo el de ayer, dadas las circunstancias.

Buen trabajo, sí
. Abajo, al otro lado del foso, la tierra pelada estaba sembrada de cicatrices, tiznada y erizada de unas saetas que parecían pelillos sobre una barbilla morena. Por todas partes se veían los restos destrozados del material empleado en el asedio: escalas rotas, carretillas volcadas y rodeadas de piedras, pantallas de mimbre chamuscadas y aplastadas contra la dura tierra. El esqueleto de una de las grandes torretas de asedio aún se mantenía de pie en precario equilibrio: un armazón de maderos tiznados que se alzaban retorcidos sobre un montón de cenizas con varios jirones de cuero chamuscado que tremolaban agitados por el viento salado.

—Les hemos dado a los gurkos una lección que les va a costar mucho trabajo olvidar, ¿eh, Superior?

—¿Qué lección? —masculló Severard.
Sí, ¿qué lección? Los muertos no aprenden nada
. Las doscientas zancadas que separaban las primeras líneas gurkas de las murallas terrestres estaban sembradas de cadáveres. Yacían esparcidos en tierra de nadie, rodeados de enormes cantidades de armas y armaduras rotas. Delante del foso las bajas habían sido tan numerosas que casi era posible cruzar la península de un trecho de mar al otro sin pisar tierra. Acá y allá se veían pequeños grupos de cuerpos apiñados.
Hasta allí se arrastraron los heridos buscando refugio detrás de los muertos para acabar muriendo también, desangrados
.

Glokta no había visto nunca una carnicería como aquélla. Ni siquiera después del asedio de Ulrioch, cuando los muertos de la Unión taponaban la brecha abierta en las murallas, cuando se dio muerte a un número ingente de prisioneros gurkos, cuando se incendió el templo con cientos de ciudadanos dentro. Cuerpos combados, retorcidos, despatarrados; carbonizados unos, arrodillados otros en ademán de realizar una última plegaria, estirados sobre el suelo con la cabeza aplastada por alguna de las rocas que se habían lanzado desde arriba. Varios tenían las ropas desgarradas o arrancadas.
Los que se rasgaron sus propias vestiduras para verificar el alcance de sus heridas con la esperanza de que no fueran fatales. Todos se llevaron un chasco
.

Legiones de moscas zumbaban alrededor de los cuerpos. Pájaros de las más diversas especies se desplazaban a saltos entre ellos, aleteando y dando picotazos a tan inesperado festín. Incluso ahí arriba, a pesar de las fuertes ráfagas de viento, empezaba a apestar.
Buen material para una pesadilla. No me extrañaría que imágenes como éstas poblaran mis pesadillas de los próximos meses. Suponiendo que dure tanto
.

Al sentir una palpitación en un ojo, Glokta expulsó una bocanada de aire por la boca y giró el cuello de lado a lado.
En fin. Hay que seguir luchando. Ya es un poco tarde para cambiar de idea
. Se asomó con cautela por las almenas y echó un vistazo al foso, aferrándose con la mano que tenía libre a la piedra picada para no perder el equilibrio.

Mal asunto.

—Ya casi han rellenado este tramo del foso y también el que hay cerca de las puertas.

—Cierto —dijo en tono jovial Cosca—. Arrastran hasta aquí sus cajas de piedras y tratan de volcarlas dentro. No damos abasto para matarlos a todos.

—Ese canal es nuestra mejor defensa.

—Cierto también. Fue una buena idea. Pero nada dura para siempre.

—Si lo perdemos, pronto tendremos a los gurkos echándonos sus escalas, embistiendo con sus arietes e incluso zapando nuestras murallas. Tal vez no sea mala idea hacer una salida para volver a limpiarlo.

Los ojos negros de Cosca le miraron de soslayo.

—¿Bajar un grupo de hombres con cuerdas y ponerlos a trabajar como burros en la oscuridad a menos de doscientas zancadas de las posiciones de los gurkos? ¿Es en eso en lo que está pensando?

—Poco más o menos.

—Pues que tenga suerte.

—Me encantaría ir —repuso con sorna mientras se daba unos golpecitos a la pierna con el bastón—. Pero yo ya no estoy para muchas heroicidades.

—Mejor para usted.

—No se crea. También convendría levantar una barricada detrás de las puertas. Es nuestro punto más débil. Un semicírculo de unas cien zancadas de ancho seguramente bastaría; así nos quedaría un buen terreno para hacer una carnicería. En el caso de que lograran romper las defensas, puede que consiguiéramos contenerlos ahí lo bastante para acabar forzándolos a retirarse.
Puede...

—Ah, forzarlos a retirarse —Cosca se rascó el sarpullido del cuello—. Estoy seguro de que cuando llegue el momento los voluntarios se pegarán de tortas por cumplir esa misión. Pero descuide, me ocuparé de que se haga.

—Hay que reconocer que son dignos de admiración —el general Vissbruck, con las manos agarradas por detrás de su uniforme impecablemente planchado, se plantó en el parapeto de una zancada.
Es sorprendente que tal y como están las cosas encuentre tiempo para cuidar su aspecto. Pero, bueno, cada cual se agarra a lo que puede
. Se asomó para mirar los cadáveres y sacudió la cabeza—. Se necesita mucho valor para cargar una y otra vez contra unas defensas tan fuertes y tan bien guarnecidas. Rara vez había visto a unos hombres tan dispuestos a sacrificar su vida.

—Poseen una de las cualidades más extrañas y poderosas que existen —dijo Cosca—. Creen que la razón está de su lado.

Vissbruck le miró con severidad por debajo de sus cejas.

—La razón está de nuestro lado.

—Lo que usted diga —el mercenario sonrió de soslayo a Glokta—. Pero me parece que hace mucho que los demás hemos dejado de pensar que exista semejante cosa. ¡Los bravos gurkos vienen con sus carretas... y mi deber es acribillarlos a saetas! —Cosca remató sus palabras con una sonora carcajada.

—No le veo la gracia —le espetó Vissbruck—. Los enemigos caídos merecen ser tratados con respeto.

—¿Por qué?

—Porque esos hombres que se pudren al sol podríamos ser cualquiera de nosotros y seguramente acabaremos siéndolo.

Cosca se rió con más fuerza todavía y le dio una palmada en el brazo.

—¡Ya empieza a pillarlo! i Si algo he aprendido en los veinte años que llevo combatiendo es que hay que saber encontrarle el lado divertido a las cosas!

Glokta observaba al estirio, que seguía riéndose mientras contemplaba el campo de batalla.
¿Trata de decidir cuándo será el mejor momento para cambiar de bando? ¿Trata de calcular con cuánto denuedo debe combatir a los gurkos antes de que le paguen mejor que yo? En esa cabeza sarnosa hay algo más que ripios, pero de momento no podemos prescindir de él
. Luego volvió la vista hacia el general Vissbruck, que se había alejado por el adarve para refunfuñar a solas.
Nuestro rollizo amigo no tiene ni el cerebro ni el valor suficientes para hacer que la ciudad resista más de una semana
.

Sintió que le posaban una mano en el hombro y se volvió hacia Cosca.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Ejem —masculló el mercenario señalando el cielo azul. Glokta siguió la dirección de su dedo. Por encima de ellos, no demasiado lejos, se veía un puntito negro que ascendía por el aire.
¿Qué es eso? ¿Un pájaro?
El punto alcanzó su máxima altura y comenzó a caer. De pronto lo vio claro.
Una piedra. Una piedra arrojada por una catapulta
.

Mientras caía dando vueltas, su tamaño iba aumentando. Parecía desplazarse con una absurda lentitud, como si se estuviera hundiendo en el agua, y la ausencia de todo ruido reforzaba aún más la sensación de irrealidad. Glokta la observaba con la boca abierta. Todos la miraban así. Una angustiosa atmósfera de expectación flotaba en las murallas. Era imposible saber dónde caería exactamente. De pronto, los hombres comenzaron a desperdigarse por el adarve. Sus armaduras resonaban mientras corrían de acá para allá chillando, jadeando, desprendiéndose de sus armas.

—Me cago en la puta —susurró Severard tirándose de bruces al suelo.

Glokta seguía en su sitio con la mirada clavada en el punto negro que se destacaba sobre el cielo brillante.
¿Viene a por mí? ¿Estoy a punto de recibir el impacto de una piedra de varias toneladas que desparramará mis restos por toda la ciudad? Qué absurdo morir de una forma tan aleatoria
. Notó que los labios se le curvaban formando el esbozo de una sonrisa.

Se oyó un ruido ensordecedor y un tramo cercano del parapeto se desgajó de la muralla provocando una nube de polvo y arrojando trozos de piedra en todas direcciones. Una ráfaga de esquirlas pasó zumbando a su alrededor. A menos de diez zancadas de donde estaban, un cascote que surcaba el aire decapitó limpiamente a un soldado. El cuerpo descabezado osciló un instante sobre sus pies antes de que sus rodillas cedieran y cayera de espaldas fuera de la muralla.

El proyectil se estrelló contra algún lugar de la Ciudad Baja y, dando botes y rodando, fue arrasando casuchas, arrojando vigas destrozadas al aire como si fueran cerillas y sembrando la destrucción a su paso. Glokta pestañeó y tragó saliva. Aunque los oídos aún le retumbaban, le pareció oír gritar a alguien. Era una voz extraña. Con acento estirio. Cosca.

—¿Eso es todo lo que sabéis hacer? ¡Aún sigo aquí!

—¡Los gurkos nos bombardean! —chillaba absurdamente Vissbruck encogido detrás del parapeto con las manos en la cabeza y las hombreras del uniforme salpicadas de polvo—. ¡Fuego nutrido de catapulta!

—No me diga —masculló Glokta. Con un estruendo enorme, otra roca se estrelló contra un tramo de las murallas un poco más alejado y arrojó una lluvia de piedras del tamaño de un cráneo a las aguas de debajo. El propio adarve que Glokta tenía bajo los pies pareció retemblar con la violencia del impacto.

—¡Ahí vienen otra vez! —rugía Cosca a todo pulmón—. ¡Todos los hombres a las murallas! ¡A las murallas!

Los hombres se apresuraron a desplegarse por la muralla: codo con codo, nativos, mercenarios y soldados de la Unión ajustaban sus ballestas, se pasaban saetas, se llamaban a gritos en una confusión de lenguas. Cosca, entretanto, se desplazaba por el adarve dando palmadas en la espalda, agitando el puño, gruñendo y riendo, sin dar la más mínima muestra de miedo.
Un jefe ejemplar, para ser un borracho medio loco
.

—¡Maldita sea! —le susurró Severard a Glokta al oído—. ¡Yo no soy un desgraciado como esos soldados!

—Ni yo tampoco, ya. Pero aún soy capaz de disfrutar del espectáculo —se acercó cojeando al parapeto y se asomó. A lo lejos, envuelto en la calima, vio salir disparado el enorme brazo de la catapulta. Esta vez no habían calculado bien la distancia y la piedra pasó muy por encima de la muralla. Trató de seguir con la vista la trayectoria y torció el gesto al sentir una punzada en el cuello. El proyectil se estrelló con un estrépito sordo a poca distancia de las murallas de la Ciudad Alta y sus trozos alcanzaron zonas muy alejadas de los arrabales.

Un gran cuerno sonó por detrás de las filas gurkas: un toque vibrante, profundo. Luego vinieron los tambores, atronando al unísono como si fueran monstruosas pisadas.

—¡Ahí vienen! —rugió Cosca—. ¡Preparad las ballestas! —Glokta oyó la orden repetida como un eco a lo largo de la muralla y, al cabo de un instante, las almenas de las torres se erizaban de ballestas cargadas cuyas saetas relucían bajo la intensa luz solar.

Con paso lento y regular, los grandes escudos de mimbre que encabezaban las filas de los gurkos se pusieron en marcha y comenzaron a avanzar por la devastada tierra de nadie.
Y, detrás, bullendo como hormigas, una marea de soldados gurkos
. Mientras contemplaba el avance del enemigo, su mano apretaba hasta hacerse daño la piedra del parapeto y el corazón le retumbaba en el pecho con tanta fuerza como los tambores gurkos.
¿Miedo o excitación? ¿Acaso hay alguna diferencia? ¿Cuándo fue la última vez que sentí esta emoción agridulce? ¿Cuando hablé ante el Consejo Abierto? ¿Cuándo mandé la carga de la caballería del Rey? ¿Cuándo luché en el Certamen ante la rugiente multitud?

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