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Authors: Joe Abercrombie

Antes de que los cuelguen (56 page)

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Permanecían todos sentados mirándole boquiabiertos en silencio. Les había producido una sensación de alivio llegar al edificio en ruinas después del mundo muerto y desolado de la llanura, pero ya no era así. Las ventanas vacías parecían heridas abiertas. Los umbrales vacíos, tumbas abiertas. El silencio se alargaba y se alargaba hasta que, de pronto, Pielargo carraspeó.

—Sólo como hipótesis, ¿lo que nos quiere decir es que cabe la posibilidad de que, sin usted quererlo, acabe con alguno de nosotros?

—No creo que matara sólo a uno, es más probable que los matara a todos.

Bayaz tenía el ceño fruncido.

—Disculpe, pero lo que nos está contando no me tranquiliza precisamente.

—¡Ya podría haberlo dicho antes! —exclamó Pielargo—. ¡Ese es el tipo de información que uno está obligado a compartir con sus compañeros de viaje! No creo que...

—Déjenle en paz —saltó Ferro.

—Pero tenemos que saber si...

—¡Maldito loco contemplador de estrellas, cierre el pico! Ni que fuera usted perfecto —le soltó Ferro—. Algunos de ustedes hablan mucho y, luego, cuando empiezan los problemas, no hay forma de encontrarlos —a continuación, miró a Luthar con gesto ceñudo—. Algunos de ustedes sirven para mucho menos de lo que se creen —finalmente, lanzó una mirada iracunda a Bayaz—. Y algunos de ustedes se guardan muchos secretos y luego se echan a dormir cuando las cosas pintan mal y nos dejan tirados en medio de ninguna parte. ¿Es un asesino? Bueno, ¿y qué? Bastante bien les ha venido cuando ha hecho falta matar.

—Yo sólo pretendía...

—Cierre la boca, he dicho —Pielargo parpadeó un instante y luego hizo lo que le decía.

Desde el otro lado de la hoguera, Logen miró a Ferro. Era la última persona de la que habría esperado que hablara en su favor. De todos ellos, era la única que lo había visto. Sólo ella sabía lo que significaba realmente. Y, a pesar de todo, le había defendido. Ferro se dio cuenta de que la miraba, le puso mala cara y luego retrocedió hacia su rincón, pero eso no cambiaba nada. Logen sintió que se le dibujaba una sonrisa en el rostro.

—¿Y tú qué? —Bayaz miraba a Ferro con un dedo pegado al labio como si estuviera cavilando.

—¿Yo qué?

—¿No dices que no te gustan los secretos? Pues bien, aquí todos hemos hablado de nuestras cicatrices. Yo he aburrido al grupo con mis viejas historias y el Sanguinario nos ha estremecido con las suyas —el Mago se propinó unos golpecitos con el dedo en sus huesudas facciones, que estaban pobladas de las sombras que creaba el fuego—. ¿Cómo te hiciste tus heridas?

Se produjo una pausa.

—Apuesto a que quienquiera que le hiciera todo eso lo pagó con creces, ¿eh? —dijo Luthar con un dejo de risa en su voz.

Pielargo se puso a soltar una risilla.

—¡Y que lo diga! ¡Seguro que tuvo un fin un tanto brusco! No quiero ni pensar lo que...

—Me las hice yo misma.

Los amagos de risas se convirtieron en un barboteo y se extinguieron. Las sonrisas se borraron de todos los rostros cuando se dieron plena cuenta de lo que acababa de decir.

—¿Eh? —soltó Logen.

—¿Es que estás sordo, pálido? He dicho que me las hice yo misma.

—¿Pero por qué?

—¡Ja! —soltó Ferro mirándole furiosa desde el otro lado de la hoguera—. ¡Se nota que no sabes lo que es ser un esclavo! Cuando tenía doce años me vendieron a un tal Susman —y, acto seguido, escupió al suelo y soltó una palabra en su lengua. Logen supuso que no era precisamente un cumplido—. Regentaba un local donde se entrenaba a las chicas para luego venderlas.

—¿Para qué se las entrenaba? —preguntó Luthar.

—¡Maldito imbécil! ¿Para qué cree? ¡Para follar!

—Ah —dijo soltando un gallo, y, acto seguido, tragó saliva y volvió a clavar la vista en el suelo.

—Estuve dos años allí. Dos años antes de que pudiera robar un cuchillo. Entonces aún no sabía matar. Así que hice daño a mi dueño de la única forma que conocía. Me puse a darme cortes hasta tocar hueso. Para cuando lograron arrebatarme el cuchillo, ya había conseguido bajar mi precio una cuarta parte —miró con gesto desafiante al fuego como si aquél hubiera sido el día de su vida del que se sintiera más orgullosa—. ¡Tendrían que haber oído cómo chillaba el muy cabrón!

Logen la miraba como hipnotizado. Pielargo tenía la boca abierta. Incluso el Primero de los Magos parecía impresionado.

—¿Tú misma te llenaste el cuerpo de cicatrices?

—Sí, ¿qué pasa? —de nuevo se hizo el silencio. Se había levantado un poco de viento y ahora soplaba entre las ruinas, silbando al atravesar las grietas de las piedras y haciendo parpadear y bailotear las llamas de la fogata. Después de una cosa como ésa, nadie tenía mucho que decir.

Furioso

Caía la nieve, blancos copos se arremolinaban en el aire vacío que se extendía más allá del borde del precipicio, convirtiendo los verdes pinos, las negras rocas y el río parduzco que había a sus pies en grises fantasmas.

A West le costaba trabajo creer que de niño todos los años aguardara con impaciencia la llegada de las primeras nieves. Que le encantara despertarse y ver el mundo cubierto por una capa de blancor. Que le pareciera un elemento maravilloso, jubiloso, lleno de misterio. En ese momento, la visión de los copos que se posaban en los cabellos de Cathil, en el abrigo de Ladisla y en la pernera de su mugriento pantalón le producía auténtico espanto. Más frío atenazante, más rozaduras provocadas por la humedad, más esfuerzo aún para poder seguir avanzando. Juntó sus pálidas manos y se las frotó, luego sorbió por la nariz y miró al cielo con gesto ceñudo, haciéndose el propósito de no dejarse llevar por el desaliento.

—Hay que verle el lado bueno a las cosas —se dijo, pronunciando un susurro ronco con su garganta en carne viva y echando una nube de vaho—. Hay que hacerlo —pensó en los cálidos veranos del Agriont. En los árboles floridos de las plazas. En los pájaros que piaban desde los hombros de sonrientes estatuas. En la luz del sol filtrándose a través de las frondosas ramas del parque. No le sirvió de mucho. Sorbió unos mocos que se le escapaban, volvió a hacer un intento de calentarse las manos metiéndoselas en las mangas del uniforme y una vez más comprobó que no eran lo bastante largas. Apretó el dobladillo deshilachado con sus dedos ateridos. ¿Alguna vez volvería a saber lo que era sentir calor?

Notó la mano de Pike posada en su hombro.

—Algo ocurre —le susurró el presidiario. Luego señaló a los norteños, que estaban agachados en el suelo intercambiando apremiantes susurros.

West los miró con desgana. Ahora que había conseguido sentirse un poco más cómodo, le costaba trabajo prestar atención a algo que no fuera su propio dolor. Desjuntó lentamente sus doloridas piernas, oyó el chasquido de sus rodillas al ponerse de pie y trató de sacudirse de encima la fatiga. Arrastrando los pies, encorvado como un anciano, avanzó hacia los norteños rodeándose con los brazos para procurarse un poco de calor. Antes de llegar adonde estaban, ya se había disuelto la reunión. Otra decisión que se tomaba sin contar para nada con su opinión.

Tresárboles se le acercó a grandes zancadas; no parecía que la nieve que caía le afectara en lo más mínimo.

—El Sabueso ha localizado a unos exploradores de Bethod —gruñó señalando hacia los árboles—. Junto a ese montículo de ahí abajo, al lado del río, cerca de esas cascadas. Hemos tenido suerte de que haya sido él quien los viera primero. Si llega a ser al revés, lo más seguro es que a estas horas ya estuviéramos todos muertos.

—¿Cuántos?

—Unos doce, cree. Puede ser arriesgado tratar de rodearlos.

West frunció el ceño mientras se balanceaba sobre uno y otro pie para tratar de mantener la sangre en circulación.

—¿No le parece que hacerles frente será todavía más arriesgado?

—Puede que sí y puede que no. Si logramos caer sobre ellos por sorpresa, el asunto puede salir bien. Tienen armas y comida —miró a West de arriba abajo—, y también ropa. Ese equipo nos puede venir muy bien. Estamos en pleno invierno y nos dirigimos hacia el norte, así que ya no va a hacer más calor. Está decidido. Vamos a por ellos. Doce son muchos, necesitaremos a todos los hombres. Su amigo Pike parece capaz de soltar un hachazo sin preocuparse mucho por las consecuencias. Mejor será que les diga que se vayan preparando —luego señaló con la cabeza a Ladisla, que estaba encogido en el suelo—. La chica puede quedarse pero él...

—El Príncipe no. Es demasiado peligroso.

Tresárboles entornó los ojos.

—Pues claro que es peligroso. Por eso todos los hombres deben compartir los riesgos.

West se pegó a él y se esforzó por conferir a sus palabras un tono persuasivo a pesar de que tenía los labios agrietados y tan hinchados y correosos como una salchicha recocida.

—Su presencia sólo contribuiría a aumentar los riesgos. Los dos lo sabemos —el Príncipe les miró con recelo, tratando de adivinar de qué estaban hablando—. En un combate nos sería tan útil como cubrirnos la cabeza con un saco.

El viejo norteño soltó un resoplido.

—Es probable que en eso tenga razón —respiró hondo, frunció el ceño y se tomó un instante para pensárselo—. De acuerdo. No es lo habitual, pero está bien. Se quedan la chica y él. Los demás luchamos, y eso le incluye a usted.

West asintió con la cabeza. Cada cual tenía que cumplir con su parte, aunque la idea no podía hacerle menos gracia.

—Perfecto. Los demás luchamos —y, dicho aquello, se dirigió con paso tambaleante hacia el lugar donde estaban los otros.

En los fastuosos jardines del Agriont nadie habría reconocido al Príncipe Heredero Ladisla. Si se hubieran topado con él los petimetres, los cortesanos y los parásitos que solían estar pendientes de cada una de sus palabras, lo más seguro es que hubieran pasado por encima de él tapándose las narices. El abrigo que le había dejado West se estaba descosiendo, tenía los codos raídos y estaba recubierto por una costra de barro. Debajo, el inmaculado uniforme blanco se había ido oscureciendo hasta adquirir el color de la mugre. Aún le colgaban algunos cordones dorados hechos jirones, cual restos de un soberbio ramo de flores que se hubiera marchitado hasta dejar los tallos aceitosos. Sus cabellos formaban una mata enmarañada, una barba pelirroja crecía a parches en su mejilla y la presencia de un brote capilar en el entrecejo permitía suponer que en tiempos más felices había empleado mucho tiempo depilándoselo.

A varios miles de kilómetros a la redonda sólo había un hombre que se encontrara en un estado más lamentable: el propio West.

—¿Qué es lo que pasa? —farfulló el Príncipe cuando West se dejó caer a su lado.

—Abajo, cerca del río, hay unos cuantos exploradores de Bethod. Tenemos que luchar, Alteza.

El Príncipe asintió con la cabeza.

—Necesitaré algún tipo de arma y...

—Debo pedirle que se quede aquí.

—Coronel West, creo que mi deber es...

—Su participación nos sería de gran ayuda, Alteza, pero me temo que no es posible. Es usted el heredero al trono. No podemos permitir que corra peligro alguno.

Ladisla se esforzó por parecer decepcionado, pero West casi pudo paladear su alivio.

—Está bien, si cree que es lo mejor...

—Sin ninguna duda —West miró a Cathil—. Los dos se quedan aquí. Volveremos pronto. Si hay suerte —al pronunciar aquella última palabra estuvo a punto de hacer una mueca de dolor. No podía decirse que en los últimos tiempos hubiera andado sobrado de suerte—. Manténganse ocultos y no hagan ruido.

La muchacha le sonrió.

—No se preocupe. Me cuidaré de que no se haga pupa.

Ladisla le lanzó de soslayo una mirada fulminante mientras apretaba con rabia impotente los puños. No parecía que su capacidad de aguantar sus constantes pullas hubiera mejorado mucho. Sin duda, haberse pasado toda la vida recibiendo los halagos y la obediencia de todo el mundo no era la preparación más adecuada para soportar que se burlaran de él en una situación tan comprometida como aquélla. Por un instante, West se preguntó hasta qué punto era una buena idea dejarlos solos, pero en realidad tampoco había otra opción. Ahí arriba iban a estar bastante alejados de todo el follón. Seguramente estarían a salvo. Más a salvo que él desde luego.

Estaban todos en cuclillas. Un corro de rostros sucios cruzados de cicatrices, de semblantes adustos, de cabellos desgreñados. Tresárboles, con sus marcadas facciones sembradas de arrugas. Dow el Negro, con su única oreja y su rictus salvaje. Tul Duru, manteniendo juntas sus pobladas cejas. Hosco, tan impertérrito como un trozo de roca. El Sabueso, entornando sus ojos chispeantes y echando vaho por su afilada nariz. Pike, dibujando un pronunciado ceño con aquellas partes de su cara abrasada que no habían perdido del todo la movilidad. Seis de los hombres de aspecto más feroz que pudieran hallarse en el mundo, y West.

Tragó saliva. Cada cual tiene que cumplir con su parte.

Tresárboles estaba bosquejando un tosco mapa en el suelo con un palo.

—Bien, muchachos, están apelotonados aquí abajo, junto al río, una docena de ellos, tal vez más. Esto es lo que vamos a hacer. Tú, Hosco, arriba a la izquierda. Y tú, Sabueso, a la derecha. La táctica de siempre.

—Hecho, jefe —dijo el Sabueso. Hosco asintió con la cabeza.

—Tul, Pike y yo iremos por este lado para enfrentarnos a ellos cuerpo a cuerpo. A ver si podemos pillarles por sorpresa. Y ojo con darnos a nosotros, ¿eh muchachos?

El Sabueso sonrió.

—Mientras os mantengáis fuera de la trayectoria de las flechas, no habrá problemas.

—Procuraré no olvidarlo. Dow, West y tú cruzaréis el río y esperaréis junto a las cascadas. Para cogerlos por la espalda —el palo trazó una gruesa muesca en la tierra y West sintió que se le formaba un nudo en la garganta—. Con el ruido del agua no creo que os oigan. Cuando veáis caer una piedra en la poza, salís, ¿entendido? La piedra, ésa es la señal.

—Está claro, jefe —gruñó Dow.

West se dio cuenta de repente de que Tresárboles le miraba con cara de pocos amigos.

—¿Está escuchando, muchacho?

—Hummm, sí, claro —masculló con la lengua trabada por el frío y el miedo—. Cuando caiga la piedra, salimos... jefe.

—Muy bien. Y andad con los ojos bien abiertos. Puede que por aquí cerca haya más de los suyos. Bethod tiene exploradores repartidos por todas partes. ¿A alguien le queda alguna duda? —todos negaron con la cabeza—. Estupendo. Entonces que nadie me eche la culpa si lo matan.

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