Antes de que los cuelguen (6 page)

Read Antes de que los cuelguen Online

Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
9.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

El viaje no había resultado demasiado grato. El barco era pequeño y el mar Circular había estado encrespado a lo largo de toda la travesía. El propio camarote de Glokta era un antro minúsculo, caluroso y tan hermético como un horno.
Un horno mecido salvajemente de día y de noche
. Se había pasado la mitad del tiempo tratando de comer las gachas de un cuenco que no paraba de pegar botes, y la otra mitad, vomitando los pocos bocados que había logrado ingerir. Al menos por debajo de la cubierta no había posibilidad de que su pierna inútil cediera y le hiciera caer por la borda.
Un viaje nada grato, desde luego
.

Pero ahora el viaje había terminado. El barco se aproximaba ya a su fondeadero en medio de los atestados muelles. Los marineros bregaban ya con el ancla y arrojaban cabos hacia el embarcadero. La plancha se deslizaba ya desde el barco para unirlo a la polvorienta costa.

—Bien —dijo el Practicante Severard—. Voy a ver si me echo un trago.

—Que sea fuerte, pero reúnete conmigo después. Mañana tenemos trabajo. Mucho trabajo.

Severard asintió con la cabeza y su lacia melena dio una sacudida alrededor de su enjuto rostro.

—Descuide, ya sabe que vivo para servirle.
No sé muy bien para qué vives tú, pero dudo mucho que sea para eso
. Silbando una melodía desafinada, el Practicante se alejó con paso desenvuelto, bajó ruidosamente por la plancha, plantó el pie en el muelle y luego se perdió entre los polvorientos edificios marrones que había un poco más allá.

Glokta ojeó la estrecha plancha de madera con gesto aprensivo, enroscó la mano en el puño del bastón y se relamió sus encías desnudas, armándose de valor para dar el primer paso.
Todo un acto de heroísmo desinteresado
. Durante un instante se preguntó si no sería más sensato bajar arrastrándose como un gusano.
Reduciría las posibilidades de morir ahogado, pero no creo que resultara demasiado decoroso. ¿El temible Superior de la Inquisición arrastrándose sobre el vientre hacia sus nuevos dominios?

—¿Necesita ayuda? —la Practicante Vitari, con sus cabellos pelirrojos tan erizados como los pinchos de un cardo, le miraba de soslayo con la espalda apoyada en la baranda del barco. Parecía haberse pasado toda la travesía gozando del aire libre como si fuera un lagarto, ajena por completo al continuo balanceo del barco y encantada con el agobiante calor que a Glokta tanto le repugnaba. No resultaba fácil discernir cuál era su expresión debajo de la máscara de Practicante.
Pero apuesto a que está sonriendo. Sin duda está preparando ya su primer informe para el Archilector: «el tullido se pasó la mayor parte del viaje encerrado en su camarote, vomitando. Cuando llegó a Dagoska, hubo que bajarlo a tierra con la carga. Ya se ha convertido en el hazmerreír de...»
.

—¡Ni mucho menos! —exclamó Glokta y, acto seguido, se acercó renqueando a la plancha como si todas las mañanas tomara su vida en sus manos. Al plantar el pie derecho, la plancha se movió de un modo alarmante y, al instante, su mente adquirió plena y dolorosa conciencia de las aguas verde grisáceas que rompían contra las pegajosas piedras del embarcadero muchos metros por debajo de él.
Hallado un cadáver flotando junto a los muelles...

Pero al final se las arregló para renquear de un extremo a otro, arrastrando su pierna atrofiada. Cuando alcanzó las polvorientas piedras de los muelles y se halló al fin en tierra firme, sintió una absurda punzada de orgullo.
Ridículo. Cualquiera diría que ya he derrotado a los gurkos y he salvado la ciudad, cuando todo lo que he hecho ha sido recorrer a trancas y barrancas poco más de tres zancadas
. Para colmo, ahora que se había acostumbrado al constante balanceo del barco, la inmovilidad de la tierra hacía que le diera vueltas la cabeza y que se le revolvieran las tripas, una sensación que no contribuía precisamente a mejorar el hedor a sal podrida que impregnaba la atmósfera ardiente de los muelles. Se obligó a sí mismo a tragar un bocado de saliva amarga, cerró los ojos y alzó la cara hacia el cielo raso.

Demonios, qué calor hace aquí
. Ya se le había olvidado el calor que podía llegar a hacer en el Sur. El año andaba ya muy avanzado, pero ahí estaba el sol, picando fuerte, y ahí estaba él, sudando a mares bajo su larga toga negra.
El atuendo inquisitorial tal vez sea excelente para infundir terror a los sospechosos, pero me temo que es muy poco adecuado para los climas cálidos
.

El Practicante Frost lo tenía aún peor. El descomunal albino se había cubierto cada centímetro de su piel lechosa, al punto de incluir en su atuendo unos guantes y un amplio sombrero. Su ancha cara blanca, perlada de sudor alrededor de la máscara negra, se alzó y miró el cielo cegador con sus ojos rosáceos entornados en un gesto de recelo y sufrimiento.

Vitari les echó una mirada de reojo.

—Ustedes dos deberían tomar más el aire —masculló.

Un hombre vestido con el uniforme negro de la Inquisición les aguardaba al final del embarcadero. Se hallaba cobijado bajo la sombra de un muro semiderruido, pero, aun así, sudaba copiosamente. Un tipo alto y huesudo, de ojos saltones y con una nariz ganchuda roja y pelada por el sol.
¿El comité de bienvenida? A juzgar por su tamaño, no parece que mi presencia sea bienvenida en absoluto
.

—Soy Harker, la máxima autoridad de la Inquisición de la ciudad.

—Hasta mi llegada —puntualizó Glokta—. ¿De cuánta gente dispone?

El Inquisidor torció el gesto.

—Cuatro inquisidores y unos veinte Practicantes.

—Una dotación muy exigua para mantener libre de traidores una ciudad de estas dimensiones.

El gesto huraño de Harker se acentuó.

—Hasta ahora nos las hemos arreglado bastante bien.
Oh, sin duda. Si dejamos a un lado el detalle de que se les haya perdido su Superior
. ¿Es ésta su primera visita a Dagoska?

—Antes ya había pasado algún tiempo en el Sur.
Los mejores días de mi vida, y también los peores
. Estuve en Gurkhul durante la guerra. Y visité Ulrico. En ruinas después de que incendiáramos la ciudad. Luego pasé dos años en Shaffa. Si cuenta como visita mi estancia en las mazmorras del Emperador. Dos años de un calor abrasador y de una oscuridad abrumadora. Dos años en el infierno. Pero nunca había estado en Dagoska.

—Hummm —resopló Harker con desinterés—. Sus aposentos se encuentran en la Ciudadela —añadió mientras señalaba con la cabeza un enorme peñón que descollaba por encima de la ciudad.
Cómo no. En la parte más alta del más alto de los edificios, seguro
—. Le mostraré el camino. El Lord Gobernador Vurms y su consejo están deseando conocer al nuevo Superior —mientras se daba la vuelta, en su rostro se dibujó un rictus de amargura.
Considera que deberían haberle dado a usted el cargo, ¿verdad? No sabe cuánto me alegro de ser el causante de su decepción
.

Harker emprendió la marcha hacia la ciudad a buen paso, flanqueado por el Practicante Frost, que caminaba pesadamente, con su grueso cuello hundido entre sus poderosos hombros, y trataba de pegarse a cualquier resquicio de sombra como si el sol le estuviera acribillando con diminutos dardos. Vitari, en cambio, zigzagueaba por la calle polvorienta como si fuera una pista de baile, asomándose a las ventanas y a las estrechas bocacalles que cruzaban. A la zaga, renqueando con obstinación, marchaba Glokta, cuya pierna izquierda ya empezaba a arder debido al esfuerzo.

Al entrar en la ciudad, el tullido, tras dar unos pocos pasos, se desplomó, y el resto del trayecto lo hizo tendido sobre unas andas, chillando como un cerdo a medio sacrificar y pidiendo agua a gritos mientras los ciudadanos a los que supuestamente tenía que atemorizar asistían atónitos a la escena...

Glokta apretó los labios y hundió en las encías los pocos dientes que le quedaban para obligarse a seguir el ritmo de los otros. La empuñadura del bastón se le clavaba en la palma de la mano y, a cada paso que daba, su columna se quejaba con un chasquido escalofriante.

—Ésta es la Ciudad Baja —refunfuñó Harker volviendo un instante la cabeza—, donde vive la población autóctona.

Un gigantesco estercolero, abrasador, polvoriento y apestoso
. Las construcciones eran de muy baja calidad y se encontraban en un lamentable estado de abandono: destartaladas casuchas de una sola altura, meras pilas torcidas de adobe mal cocido. Toda la gente era de tez oscura, iba mal vestida y parecía aquejada de una grave desnutrición. Una mujer que estaba en los huesos los miró pasar desde un portal. Un anciano con una sola pierna pasó a su lado apoyándose en unas muletas. Al fondo de una callejuela, un grupo de niños andrajosos correteaba entre montañas de desperdicios. Un hedor fruto de la podredumbre y el deficiente alcantarillado impregnaba el aire. Había moscas zumbando por todas partes. Moscas gordas y feroces.
Los únicos seres capaces de prosperar en un lugar como éste
.

—De haber sabido que se trataba de un sitio tan encantador, lo habría visitado antes —señaló Glokta—. Salta a la vista que las gentes de Dagoska han salido muy beneficiadas con su integración en la Unión, ¿eh?

Harker no captó la ironía.

—Desde luego. Durante el corto periodo en que la ciudad estuvo bajo el control de los gurkos muchos de sus ciudadanos más notables fueron tomados como esclavos. Ahora, bajo el gobierno de la Unión, por fin son libres de trabajar y vivir como quieran.

—Por fin libres, ¿eh?
Así que éste es el aspecto que tiene la libertad
. Glokta se fijó en un grupo de indígenas malcarados que se apelotonaban en torno a un puesto donde se ofrecía un paupérrimo surtido de frutas medio podridas y despojos en mal estado.

—Bueno, la mayoría, sí —dijo Harker frunciendo el ceño—. La Inquisición tuvo que eliminar a algunos grupos de alborotadores cuando se instaló en la ciudad. Luego, hace tres años, unos cuantos cerdos desagradecidos organizaron una rebelión. ¿
Después de haberles concedido la libertad de vivir como animales en su propia ciudad? Qué desvergüenza
. Se lo hicimos pagar caro, por supuesto, pero causaron innumerables daños. A partir de entonces se les prohibió la tenencia de armas, así como el acceso a la Ciudad Alta, que es donde residen la mayoría de los blancos. Desde entonces reina la calma. Otra prueba de que lo más eficaz a la hora de tratar con estos primitivos es la mano dura.

—Construyen unas defensas imponentes, para ser unos primitivos.

Ante ellos se alzaba una monumental muralla que atravesaba la ciudad, proyectando su alargada sombra sobre las miserables edificaciones del suburbio. Delante de ella se abría un profundo foso, sembrado de puntiagudas estacas, que parecía haber sido excavado en fecha reciente. Un estrecho puente conducía a una elevada puerta, inserta entre dos esbeltas torres. Sus gruesas hojas se encontraban abiertas, pero delante de ellas se habían desplegado una docena de hombres: sudorosos soldados de la Unión provistos de casquetes de acero y casacas de cuero con tachones metálicos y armados con lanzas y espadas que relucían bajo la intensa luz solar.

—Una puerta muy bien custodiada —caviló en voz alta Vitari—. Para estar dentro de la ciudad.

Harker frunció el ceño.

—Desde la revuelta sólo se permite acceder a la Ciudad Alta a aquellos indígenas que dispongan de un permiso especial.

—¿Y quiénes gozan de ese permiso? —inquirió Glokta.

—Artesanos especializados y gente así, a la que sigue empleando el Gremio de los Especieros, aunque en su mayor parte se trata de sirvientes que trabajan en la Ciudad Alta y en la Ciudadela. Muchos de los ciudadanos de la Unión que residen aquí tienen servicio indígena, muy numeroso en algunos casos.

—Pero los indígenas también son ciudadanos de la Unión, ¿no?

Harker hizo una mueca.

—Si usted lo dice, Superior, pero no son gente de fiar. No piensan como nosotros.

—¿No me diga?
Basta con que sean capaces de pensar para que ya supongan una notable mejora en comparación con este pedazo de animal
.

—Mire, todos estos morenos son escoria. Gurkos, dagoskanos, todos son iguales. Una panda de ladrones y asesinos. Lo mejor que se puede hacer con ellos es aplastarlos y no dejar que se muevan —Harker dirigió una mirada ceñuda al ardiente suburbio—. Si algo huele a mierda y tiene el color de la mierda, lo más seguro es que sea mierda —luego se dio la vuelta y avanzó con gesto altanero por el puente.

—Un hombre encantador y muy ilustrado —murmuró Vitari.
Me ha leído el pensamiento
.

Al cruzar las puertas, se accedía a otro mundo. Cúpulas majestuosas, elegantes torres, mosaicos de cristales de colores y pilares de mármol relucían bajo el resplandor del sol. Calles anchas y limpias, viviendas bien cuidadas. En algunas de sus coquetas plazas incluso se veía alguna que otra palmera de aspecto agostado. Gentes acicaladas, bien vestidas y de tez blanca.
Descontando la profusión de quemaduras provocadas por el sol
. De vez en cuando asomaba entre ellos algún rostro moreno, que caminaba con la cabeza gacha y procuraba mantenerse apartado del resto de la gente. ¿
Los afortunados a los que se permite trabajar de sirvientes? Debe de ser un alivio para ellos que la Unión no tolere la esclavitud
.

Por encima de toda aquella escena, Glokta oía un sonoro rumor, como si no lejos de allí se estuviera librando una batalla. Conforme arrastraba su dolorida pierna por la Ciudad Alta, el ruido fue creciendo en intensidad y se convirtió en una algarabía atronadora cuando llegaron a una amplia plaza que estaba llena a rebosar. Había gentes de Midderland, de Gurkhul, de Estiria, indígenas de ojos rasgados de Suljuk, ciudadanos de rubia cabellera del Viejo Imperio, incluso algún que otro norteño barbado, muy lejos de su tierra.

—Mercaderes —refunfuñó Harker.
Cualquiera diría que están todos los que hay en el mundo
. Se apiñaban junto a puestos llenos de mercancías, con grandes balanzas para pesar los géneros y pizarras con los nombres y los precios de los productos escritos a tiza. Pregonaban, solicitaban crédito y hacían trueques en una multitud de lenguas distintas, agitando sus brazos con extraños gestos, dándose codazos y tirones, señalándose los unos a los otros. Olisqueaban cajas de especias y palitos de incienso, palpaban rollos de tela y maderas exóticas, estrujaban frutas, mordían monedas, escrutaban con sus lupas relucientes gemas. Acá y allá se veía a algún porteador nativo que daba tumbos entre la multitud, doblado bajo el peso de un fardo gigantesco.

Other books

Visitor in Lunacy by Stephen Curran
Mothballs by Alia Mamadouh
The Girl in the Garden by Nair, Kamala
Day Of Wrath by Bond, Larry
Better Left Buried by Frisch, Belinda
Two Loves for Alex by Claire Thompson
Lie in Plain Sight by Maggie Barbieri