Antología de novelas de anticipación III (48 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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—Algunos de nosotros rompimos con la
Unidad
. —Barris sonrió fríamente—.
Vulcan III
nos llamó traidores. Rompimos con ella porque comprendimos en qué se había convertido
Vulcan III.
Ya no es un cerebro electrónico racional..., sino un ser viviente, luchando por sobrevivir igual que cualquier otro animal.

Fields asintió.

—Lo sé..., una cosa viva. Un rey viviente sobre un inmenso trono, a quien rinde pleitesía un vasto sistema, lo sabía desde hace mucho tiempo.

Barris quedó desconcertado.

—¿Sabía usted que
Vulcan III
estaba vivo?

—¡Desde luego! ¿Por qué cree usted que nació el
Movimiento
?

—Muy interesante —dijo Barris—. Creí que nadie podía saberlo. Dill lo descubrió cuando se estaba muriendo.

—¿Ha muerto Dill?

—Vulcan III
le asesinó. Usted debe su existencia a Dill; impidió que
Vulcan III
se enterara de las actividades de los
Curadores
. Si Dill le hubiera suministrado los datos sobre su
Movimiento
,
Vulcan III
les hubiera aplastado hace mucho tiempo.

Fields estaba visiblemente impresionado.

—Y nosotros que creíamos haber aplastado a la
Unidad
...

—No conseguirán aplastar nunca a la
Unidad
..., al menos, no del modo que han estado actuando. Es absurdo pensar que un movimiento revolucionario pueda derrocar un moderno sistema burocrático... que dispone de las técnicas más avanzadas y de una perfecta organización industrial. La
Unidad
no puede ser destruida desde el exterior. Pueden desgajarse algunas ramas, hacer caer algunas hojas... Oficinistas, funcionarios de poca categoría...

—¡Hemos eliminado casi a la mitad de los funcionarios de la
Unidad
!

Barris rió sin alegría.

—Eso no significa nada. La
Unidad
tiene que ser atacada desde dentro; hay que cortar el tronco principal. Y eso no puede hacerse desde fuera.

—Hace un centenar de años, su
Movimiento
revolucionario
podía haber resultado eficaz: antes de que surgiera el gran sistema burocrático. Pero los tiempos han cambiado. El arte de gobernar se ha convertido en una ciencia..., manejada por especialistas. Los departamentos son dirigidos por funcionarios científicamente preparados. El ataque debe dirigirse contra la cabeza.

—Contra la cabeza —repitió pensativamente Fields—. Se refiere usted a
Vulcan III,
naturalmente.

—Vulcan III
es el núcleo de la
Unidad
, el principio unificador de todo el sistema, el centro alrededor del cual funciona la
Unidad
. Y su
Movimiento
no puede alcanzarle.

—Nosotros creíamos que
Vulcan III
nos tenía miedo. ¡Y ni siquiera estaba enterado de nuestra existencia!

—La sospechaba.
Vulcan III
es muy inteligente; ningún hombre puede engañarle. Dill lo intentó... y lo pagó con la vida. Murió protegiendo a su
Movimiento
.

—¿Por qué?

—Dill obedecía instrucciones de
Vulcan II.
Unas instrucciones que
Vulcan II
le dio antes de ser destruido.

Fields se estremeció.

—No me sorprende; temía que
Vulcan III
hubiera acabado con él.

—Vulcan II
había deducido la verdad, pero no estaba completamente destrozado. Conseguí reconstruirle, en parte. Y de esa parte reconstruida extraje los motivos que había tenido para dar aquellas instrucciones a Dill.

Fields suspiró.

—Empiezo a comprender. Dill actuaba de acuerdo con las instrucciones de
Vulcan II;
aisló a
Vulcan III.
Y, ahora, usted intenta continuar. —Irguió su maciza cabeza—. De acuerdo, Barris. ¿A qué ha venido aquí? ¿Qué es lo que desea?

—Quiero hacer un trato. Tal como están las cosas, su
Movimiento
no tiene ninguna posibilidad.
Vulcan III
recuperará el control de la situación en unas semanas. Su única esperanza está en destruirle..., en descubrir la fortaleza.

—Continúe.

—Yo sé dónde está la fortaleza; estuve allí con Dill. Puedo volver a localizarla fácilmente.., y llevar hasta allí a una patrulla de asalto. Si actuamos rápidamente, podemos llegar hasta
Vulcan III
antes de que elabore unas defensas más eficaces.

—¿Qué quiere usted a cambio?

—Mucho —dijo Barris en tono grave—. Trataré de resumirlo en pocas palabras.

Durante un rato, el Padre Fields permaneció en silencio.

—Exige usted mucho —dijo finalmente.

—Desde luego.

—Parece increíble que pueda usted dictarme condiciones... ¿Cuántas personas forman parte en su grupo?

—Cinco.

—Cinco —Fields sacudió la cabeza—. Y nosotros somos millones, repartidos por todo el mundo... —Desenrolló un mapa y apoyó un dedo huesudo en él—. Hemos conquistado
Norteamérica, América Central, Europa Oriental
, toda
Asia
y
Australia
. Conquistar el resto parecía una cuestión de tiempo. Nuestra victoria habría sido completa.

Barris sonrío fríamente.

—Pero yo sé dónde está la fortaleza.


Vulcan III —
suspiró Fields—. De acuerdo, Barris; acepto sus condiciones.

Barris parpadeó.

—¿De veras?

—Le sorprende, ¿no es cierto? No creía usted que iba a aceptarlas...

Barris se encogió de hombros.

—Pensé que podía negarse a admitir lo precario de su situación.

—Las acepto..., pero por motivos que usted ignora. Tal vez más tarde se los haga saber. —Fields consultó su reloj de bolsillo—. De acuerdo. ¿Qué necesita para atacar la fortaleza? No tenemos muchos cañones.

—En
Ginebra
hay armas.

—¿Y el transporte?

—Disponemos de tres aeronaves militares ultrarrápidas. Las utilizaremos. —Barris escribió rápidamente en una cuartilla—. Un ataque concentrado, a cargo de hombres expertos, dirigido contra el centro vital. Una patrulla eficiente, con el material adecuado. Bastarán un centenar de hombres. Todo dependerá de los primeros diez minutos en la fortaleza; si los superamos, el éxito es seguro. Pero no habrá una segunda oportunidad.

Fields contempló fijamente al Director.

—Barris, ¿cree usted realmente que tenemos una posibilidad? ¿Que podemos llegar hasta
Vulcan III? —
Se frotó nerviosamente las manos—. Durante dos años no he pensado en otra cosa. Aplastar aquella satánica masa de cables y tubos...

—Llegaremos hasta él —afirmó Barris.

Fields escogió los hombres que Barris necesitaba. Embarcaron en la aeronave que había llevado a Barris y a Marion Fields. Barris despegó, rumbo a
Ginebra
. Fields estaba sentado a su lado. Cuando cruzaban el
Atlántico
, divisaron una espesa nube de
Dardos
metálicos que volaban hacia la indefensa
Norteamérica
.

—¡Mire! —dijo Barris horrorizado.

Los
Dardos
eran enormes: casi tan grandes como la aeronave. Avanzaban con increíble rapidez y desaparecieron casi inmediatamente de la vista. Unos instantes después apareció una nueva horda, de forma distinta: cilíndricos y alargados. Ignoraron a la aeronave y siguieron al primer grupo.

—Modelos nuevos —dijo Barris—.
Vulcan III
no pierde el tiempo.

El edificio del
Mando de la Unidad
estaba aún en manos amigas. Aterrizaron en la terraza y descendieron apresuradamente a los pisos inferiores. Los
Curadores
habían dejado de atacar... por orden de Fields. Pero ahora, los
Dardos
metálicos se movían continuamente en el cielo, descendiendo en picado y esquivando ágilmente los disparos procedentes del tejado. La mitad del edificio principal estaba en ruinas, pero los soldados seguían disparando, derribando a los
Dardos
que se acercaban demasiado.

—Es una batalla perdida —murmuró Daily—. Tenemos muy pocas municiones; sólo es cuestión de tiempo.

Barris actuó rápidamente. Proveyó a su fuerza de ataque de las mejores armas disponibles, almacenadas en los sótanos del edificio. De los cinco Directores, escogió a Pegler y a Chai, y a un centenar de los mejores soldados.

—Voy a acompañarles —dijo Fields—. Si el ataque fracasa, no quiero seguir viviendo; si tiene éxito, quiero ser testigo de vista de él.

Barris desembaló cuidadosamente una bomba nuclear de mano.

—Esta es para él —Sopesó la bomba con la palma de la mano—.
Vulcan III
está construido con unos materiales virtualmente indestructibles; si queremos obtener algún resultado necesitamos esto: las ondas expansivas normales no le afectarían.

Cuando empezó a oscurecer, Barris cargó las tres aeronaves con los soldados y el material. Los hombres apostados en la terraza abrieron un intenso fuego para proteger el despegue.

—En marcha —dijo Barris.

Su aeronave se elevó en el cielo nocturno, seguida muy de cerca por las otras dos.

Dos
Dardos
metálicos revolotearon a su alrededor. Un disparo procedente del tejado alcanzó a uno de los
Dardos
; el otro ganó altura.

—Tenemos que librarnos de ellos —dijo Barris—, si no queremos que
Vulcan III
se entere demasiado pronto de nuestra expedición.

Dio unas rápidas órdenes. Las tres aeronaves dispararon en todas direcciones, separándose rápidamente. Unos cuantos
Dardos
se desintegraron.

—Camino libre —informó Chai desde la segunda aeronave.

—Camino libre —informó Pegler desde la tercera.

Barris miró al anciano que estaba sentado junto a él. Detrás de ellos, la aeronave estaba llena de soldados y de material, revueltos en confuso montón.

Barris habló a través del altavoz:

—Preparados para el ataque a la fortaleza.

—¿Estamos cerca? —preguntó Fields.

—Muy cerca. —Barris consultó su reloj de pulsera—. Dentro de unos minutos llegaremos.

VI

Barris inició el descenso. La aeronave de Pegler se mantuvo a su altura; la de Chai, en cambio, viró hacia la derecha y se dirigió directamente hacia la fortaleza.

Vastos enjambres de
Dardos
metálicos rodearon la aeronave de Chai, ocultándola a la vista.

—¡Atención! ¡Vamos a aterrizar! —advirtió Barris. Unos instantes después, la aeronave se posaba violentamente en el suelo, aplastando árboles y arbustos.

—¡Afuera! —ordenó Barris, soltándose el cinturón de seguridad.

Los soldados se apearon rápidamente, descargando al mismo tiempo su material.

Encima de ellos, en el frío cielo nocturno, la nave de Chai luchaba con los
Dardos
metálicos; zigzagueaba continuamente disparando sus armas. De la fortaleza surgieron grandes nubes negras de
Dardos
, que ganaron altura rápidamente.

La aeronave de Pegler estaba aterrizando. Se estrelló contra la ladera de una colina, a unos centenares de metros de distancia del muro de defensa exterior de la fortaleza.

Los cañones empezaron a disparar. La noche se pobló de intensos resplandores.

Barris pegó los labios a su micrófono, para que el ruido de las explosiones no apagara su voz.

—¿Pegler?

—¡Sin novedad! —La voz de Pegler llegó débilmente a través de los auriculares—. Estamos instalando el cañón grande.

—Ese cañón se ocupará de los
Dardos
—le dijo Barris a Fields. Alzó la mirada hacia el cielo—. Espero que Chai...

La aeronave de Chai seguía zigzagueando, tratando de eludir el anillo de
Dardos
que se acercaba a su alrededor. De pronto, la nave se tambaleó: acababa de recibir un impacto directo.

—¡Deje caer a sus hombres! —ordenó Barris a través del micrófono—. Están encima mismo de la fortaleza.

De la aeronave de Chai cayó una nube de manchas blancas, que descendían lentamente.

—Los hombres de Chai se encargarán del ataque directo —dijo Barris—. Mientras las perforadoras están avanzando.

—La sombrilla casi tendida —informó un técnico.

—Bien. Están empezando a picar sobre nosotros; deben de habernos localizado.

Las flotas de
Dardos
metálicos estaban descendiendo, acercándose al suelo. Uno de los cañones de Pegler rugió. Un grupo de
Dardos
desapareció, pero no tardaron en presentarse otros. Un interminable torrente de
Dardos
, surgiendo de la fortaleza como bandadas de murciélagos.

La sombrilla adquirió un tono púrpura. Vagamente, debajo de ella, Barris pudo ver un grupo de
Dardos
que se desintegraban al entrar en contacto con las terribles radiaciones que tendían un manto protector sobre sus cabezas.

—Bueno. Ahora no tenemos que preocuparnos ya de esos malditos pájaros —dijo Barris.

—Las taladradoras se están abriendo paso —informó el jefe de los equipos de perforación.

En el suelo se habían abierto dos inmensos agujeros, que vibraban a medida que las perforadoras se hundían más profundamente en la tierra. Los técnicos desaparecieron detrás de las máquinas. El primer grupo de hombres armados les siguió cautelosamente.

A la derecha, el cañón de Pegler rugió sordamente. La flota de
Dardos
trataba ahora de inutilizar el cañón, arrojando bombas.

—¡Pegler! —gritó Barris a través del micrófono—. ¡Tienda su sombrilla!

La sombrilla de Pegler parpadeó. Vaciló...

Una bomba cayó a través del punto muerto. La aeronave de Pegler desapareció; nubes de partículas ardieron en el aire, y sobre el llameante suelo cayó una lluvia de metal y ceniza. El cañón enmudeció bruscamente.

—¡Vamos! —dijo Barris.

Sobre la fortaleza, los primeros hombres de Chai habían alcanzado el suelo. Los cañones dejaron de ocuparse de la aeronave de Barris y apuntaron a las manchas blancas que continuaban descendiendo.

—No tienen ninguna posibilidad —murmuró Fields.

—No. —Barris le arrastró hacia el primer túnel—. Pero la tenemos nosotros.

Súbitamente, la fortaleza se estremeció. Una enorme lengua de fuego la envolvió. Las instalaciones de la superficie se fundieron inmediatamente. Una ola de metal fundido cubrió el suelo. Barris se detuvo a mirar.

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