Antología de novelas de anticipación III (41 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

BOOK: Antología de novelas de anticipación III
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Pero el Contestador, solitario, murmura las preguntas para sí, las verdaderas preguntas, las que nadie puede comprender.

¿Cómo podrían comprender, entonces, las verdaderas respuestas?

Las preguntas jamás serán formuladas y el Contestador recuerda algo que sus constructores aprendieron y olvidaron.

Para formular una pregunta, es necesario saber de antemano gran parte de la respuesta.

El martillo de Vulcano

Philip K. Dick

I

Pitt notó el tumulto en cuanto salió de la oficina de la
Unidad
y empezó a cruzar la calle. Se detuvo en la esquina, junto a su automóvil, y encendió un cigarrillo. Abriendo la portezuela del vehículo, estudió a la multitud, apretando fuertemente su cartera de mano.

La multitud estaba formada por unas cincuenta o sesenta personas. Gente de la ciudad; obreros y pequeños comerciantes; oficinistas con gafas de montura de acero; mecánicos y conductores de camión; amas de casa; un tendero con su delantal blanco. Los de siempre: clase media baja.

Pitt subió al automóvil y se inclinó sobre el micrófono que había en el tablero de mandos.

—¡Emergencia!

Se movían silenciosamente, ahora, llenando la calle y avanzando hacia él. Le habían identificado, indudablemente, por sus ropas de la
clase T
: camisa blanca y corbata, traje gris, sombrero blanco. Cartera de mano. El brillo de sus zapatos negros. El lápiz de rayos brillando en el bolsillo superior de su americana. Descolgó el tubo dorado.

—Cartwrigh —dijo el altavoz del tablero de mandos.

—Habla Pitt.

—¿Dónde está usted?

—No he salido aún de
Cedar Groves
. Hay una muchedumbre hormigueando a mi alrededor. Supongo que tienen las calles bloqueadas. Parece que se ha reunido aquí toda la ciudad.

—¿Hay algún
Curador
?

A un lado, en la curva, había un anciano de cabeza maciza con el pelo muy corto. Llevaba una túnica de color parduzco, con una cuerda de nudos alrededor de la cintura, y calzaba sandalias.

—Uno —dijo Pitt.

—Trate de obtener una instantánea para
Vulcan III.

—Lo intentaré.

La multitud rodeaba ahora el automóvil. Pitt pudo oír sus manos, palpando el vehículo, explorándolo cuidadosamente... con tranquila eficiencia. Se reclinó hacia atrás y dio una doble vuelta de llave a las portezuelas. Las ventanillas estaban cerradas; la capota estaba echada. Pitt puso el motor en marcha. En la curva, el hombre de la túnica no se había movido. Estaba rodeado de un pequeño grupo de personas vestidas con ropas ciudadanas. Pitt enfocó su cámara.

Una piedra chocó contra un costado del automóvil, debajo de la ventanilla; el coche se estremeció. Una segunda piedra dio en el cristal.

Pitt dejó caer la cámara.

—Voy a necesitar ayuda. Tienen ganas de jaleo.

—Hay una patrulla en camino. Trate de obtener una instantánea de ese hombre.

Pitt sonrió sin alegría. Una de las ventanillas de la parte trasera acababa de romperse; unas manos penetraron ciegamente en el automóvil.

—Tengo que salir de aquí, Cartwrigh.

—No se deje ganar por el pánico.

Pitt soltó el freno. El automóvil avanzó unos cuantos metros... y se paró en seco. El motor había dejado de zumbar. Pitt sintió una extraña opresión en la boca del estómago: tenía miedo. Con dedos temblorosos, sacó del bolsillo su lápiz de rayos. Cuatro o cinco hombres se habían encaramado a la capota, obstruyéndole la visión; otros estaban montados sobre la carrocería encima de su cabeza. Se oyó un repentino zumbido: estaban cortando la carrocería con un soplete.

—¿Cuánto tardarán? —murmuró Pitt—. Se me ha atascado el motor.

—Se presentarán de un momento a otro.

—¡Ojalá lleguen a tiempo!

El automóvil se estremeció, sacudido por una granizada de piedras. Luego se balanceó peligrosamente; estaban levantándolo de un lado, tratando de volcarlo. La mano de un hombre se alargó hacia el pestillo de la portezuela.

Pitt redujo la mano a cenizas con su lápiz de rayos. El muñón retrocedió precipitadamente.

—He alcanzado a uno.

—Si pudiera obtener unas cuantas instantáneas para nosotros...

Aparecieron más manos. En el interior del vehículo, el calor era sofocante; el soplete seguía zumbando.

—No me gusta tener que hacer esto...

Pitt enfocó su lápiz de rayos hacia su cartera de mano hasta que quedó desintegrada. A continuación desintegró el contenido de sus bolsillos, todo lo que había en el compartimiento de los guantes y sus documentos de identificación.

—Aquí están —murmuró, mientras se desgarraba el techo de la carrocería.

—Trate de resistir, Pitt. La patrulla está a punto de...

Bruscamente el altavoz se calló. Surgieron unos rostros ante Pitt. Rostros endurecidos, como de piedra, agitándose a su alrededor. Aumentando en número. Hongos blanquecinos por todos lados. Pitt ahogó un grito. Enfocó el lápiz de rayos al azar, quemando rostros y manos; el aire se llenó de una acre humareda.

Unas manos le agarraron, arrastrándole fuera del asiento. Pitt lanzó un aullido. Una piedra se estrelló contra su rostro; el lápiz de rayos cayó al suelo. Una botella rota se incrustó en sus ojos y en su boca. Los cuerpos pululaban a su alrededor.

A lo lejos, las sirenas de la patrulla aullaron lúgubremente.

William Barris examinó cuidadosamente la fotografía. Sobre su escritorio, el café se enfriaba, olvidado entre un montón de documentos. El edificio de la
Unidad
vibraba con los sonidos de innumerables máquinas de calcular, videófonos, teletipos, máquinas de escribir eléctricas y aparatos archivadores. Funcionarios y oficinistas se movían hábilmente entre el laberinto de oficinas, las incontables celdillas en las cuales trabajaban los hombres de la
clase T
.

—Esta cara no es corriente —murmuró Barris—. Fíjese en sus ojos, y en el acusado reborde sobre las cejas.

—Frenología —dijo Cartwrigh en tono indiferente.

Barris soltó la "
foto
".

—No me extraña que tengan tantos seguidores. Con organizadores como éste... ¿Cómo se llama?

—Padre Fields —Cartwrigh sacó una tarjeta de su archivo—. Cincuenta y nueve años. Técnico electricista. Uno de los mejores durante la Guerra. Nacido en
Macon
,
Virginia
, en 1970. Se unió a los
Curadores
hace dos años..., es decir, en los primeros momentos: es uno de los fundadores. Pasó dos meses en el
Laboratorio de Corrección Psicológica
de Atlanta. Se escapó... sin recibir tratamiento —Cartwrigh devolvió la foto al archivo—. Es la primera vez que oímos hablar de él desde entonces.

—¿Conocía usted a Pitt?

—Un poco —Cartwrigh se puso en pie—. Su llamada fue provocada por el Padre Fields.

—Y la policía llegó demasiado tarde. Siempre llega unos minutos tarde. —Barris contempló atentamente a Cartwrigh—. Raro, ¿no cree?

Cartwrigh se encogió de hombros.

—Cuando toda una ciudad está organizada contra uno, no lo es. Bloquean las carreteras, cortan los cables telefónicos y telegráficos, obstruyen los canales videofónicos...

—Si consigue detener a ese Padre Fields, envíemelo. Quiero examinarle personalmente.

Cartwrigh sonrió.

—Desde luego. Pero no creo que consigamos detenerle. —Bostezó y se dirigió hacia la puerta—. Será muy difícil; es un hombre muy escurridizo.

—¿Qué es lo que sabe usted acerca de eso? —preguntó Barris.

Cartwrigh se echó a reír.

—No me lo pregunte a mí, pregúnteselo a
Vulcan III;
ésa es su misión.

Los ojos de Barris centellearon.

—Ya sabe usted que
Vulcan III
no ha dado ninguna información desde hace más de quince meses.

—Tal vez no tengan nada que decir —Cartwrigh abrió la puerta que daba al vestíbulo; sus guardaespaldas le rodearon inmediatamente—. Puedo decirle a usted una cosa. Los
Curadores
tienen un solo objetivo; todo lo demás es hablar por hablar..., todos esos rumores de que desean destruir la sociedad y aniquilar la civilización.

—¿Qué es lo que pretenden, en realidad?

—Desean aplastar a
Vulcan III;
quieren esparcir sus restos por todo el país. Lo de hoy, la muerte de Pitt y todo lo demás, ha sido una tentativa de llegar hasta
Vulcan III.

—¿Quemó Pitt sus documentos?

—Supongo que sí. No encontramos nada, ningún resto suyo ni de su equipo.

Cuando la puerta se hubo cerrado, Barris conectó su telepantalla de circuito cerrado. Apareció el monitor local de la
Unidad
.

—Póngame con el
Mando de la Unidad
en
Ginebra
.

Sorbió su café, pensativo. Padre Fields. Un rostro duro. Unas cejas espesas. Un hombre que en otra época había instalado circuitos eléctricos en los departamentos de la
clase T
. Podía haberle visto, incluso haberle dado un empleo. Y si no a Fields, a otros miembros del
Movimiento
. Mecánicos, fontaneros, carpinteros, mayordomos, camareros. A cualquiera de los peones de la clase baja que entraban y salían, ignorados e invisibles.

Se oyó un chasquido en la telepantalla.

—Mando de la Unidad
.

—Habla el Director americano Barris. Deseo hablar urgentemente con
Vulcan III.

—¿Alguna información importante que ofrecer?

—Nada que no esté ya registrado.

—Entonces, tendrá que formular su petición por conducto reglamentario. —El monitor de
Ginebra
consultó una cuartilla—. El período de retraso es ahora de tres días.

—¿Qué está haciendo
Vulcan III?
¿Estudiando una nueva apertura de ajedrez?

—Lo siento, Mr. Barris. El retraso es válido incluso para el personal Directivo.

—Entonces, póngame en comunicación con Jason Dill.

—El Director General Dill se encuentra en una reunión. No puede ser molestado.

Barris desconectó furiosamente la telepantalla. ¡Tres días! La eterna burocracia de la organización monstruo. Barris sorbió un poco de café frío y apartó la taza a un lado. ¿En qué estaba pensando
Vulcan III?
Tal vez no estaba preocupado por el movimiento, por la revolución a escala mundial que se proponía —tal como había dicho Cartwrigh— aplastar su estructura metálica y esparcir sus relés, sus válvulas y sus cables a los cuatro vientos.

Pero, no era culpa de
Vulcan III,
desde luego; era la organización, el
Sistema de la Unidad
lo que fallaba: los interminables funcionarios y oficinistas, expertos, estadísticos y Directores. Y Jason Dill. ¿Estaba Dill aislando deliberadamente a los otros directores, desconectándolos de
Vulcan III?
Tal vez
Vulcan III
había contestado y la información había sido escamoteada.

Barris escogió un formulario y anotó sus preguntas cuidadosamente, estudiando cada una de las palabras. El formulario le permitiría hacer diez preguntas; se limitó a anotar dos.

A)
¿SON REALMENTE IMPORTANTES LOS CURADORES?

B)
¿POR QUE NO CONTESTA USTED A SU EXISTENCIA?

Barris contempló pensativamente cómo el formulario era tragado por el transmisor. A centenares de millas de distancia, sus preguntas se unirían a las que fluían de una parte a otra del mundo, desde las oficinas de la
Unidad
de todos los países. Veintitrés directorios, correspondientes a otras tantas divisiones del planeta. Cada uno con su Director, su plantilla de personal y las oficinas de la Subdirección de la
Unidad
. La organización mundial que gobernaba el planeta, la vasta jerarquía que culminaba en los veintitrés Directores. Y en la cumbre,
Vulcan III.

Dentro de tres días, Barris recibiría la respuesta a sus preguntas. Al igual que todos los miembros de la
clase T
, sometía todos los problemas importantes al enorme cerebro electrónico enterrado en una fortaleza subterránea, cerca de
Suiza
.

No le quedaba otra alternativa. Todos los asuntos eran decididos en último término por
Vulcan III;
ésa era la ley.

—¿Qué os trae a la memoria el año 1992? —preguntó Agnes Parker, contemplando a sus alumnos.

—El año 1992 me recuerda el final de la
Primera Guerra Atómica
y el comienzo de la
década de reglamentación internacional —
dijo Peter Thomas.

—Apareció la
Unidad
—añadió Patricia Edwards—. Un orden mundial racional.

Mrs. Parker hizo una anotación en su cuaderno.

—Correcto. Y, ahora, tal vez alguien pueda hablarme del
Acuerdo de Lisboa
de 1993.

La clase permaneció silenciosa. Unos cuantos alumnos se movieron inquietos en sus asientos; en el exterior, el cálido aire de junio chocaba contra la ventana. Un pájaro descendió de la rama de un árbol en busca de alguna lombriz.

Finalmente, Hans Stein dijo:

—Ese año fue construido el
Vulcan III.

Mrs. Parker sonrió.

—El
Vulcan III
fue construido mucho antes; el
Vulcan III
fue construido durante la guerra. El
Vulcan I
en 1970. El
Vulcan II
en 1985. Antes de la Guerra, a mediados de siglo, existían ya cerebros electrónicos. La serie de los
Vulcan
fue desarrollada por Otto Jordan, que trabajó con Nathaniel Greenstreet durante los primeros días de la Guerra...

Mrs. Parker se esforzó por contener un bostezo; no podía permitirse aquellas ligerezas. El Director General Jason Dill y su estado mayor estaban recorriendo las escuelas, revisando la educación ideológica. Se rumoreaba que el
Vulcan III
había formulado algunos reparos acerca de las desviaciones que se apreciaban en sus programas básicos escolares.

—¿Ninguno de vosotros conoce el
Acuerdo de Lisboa
de 1993? —repitió Mrs. Parker.

Por un instante, no hubo ninguna respuesta. Las hileras de rostros permanecían inexpresivas. Luego, bruscamente, increíblemente, se alzó una voz infantil, procedente de los últimos bancos.

Una voz de muchacha, tranquila, severa y penetrante.

—El
Acuerdo de Lisboa
destronó a Dios.

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