Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (2 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Jorge Guillén

Bailar descalzo

La música llega al jardín a través de las ventanas abiertas y la veranda; una orquesta pueblerina está tocando un vals en el salón, una singular cadena de tradiciones reúne a la fiesta en casa de los comerciantes ricos con los pobres que escuchan, incluso las reglas no escritas de las costumbres hacen que la distancia sea de unos diez metros entre el porche y los mirones, acodados en los árboles, sentados bajo los mangos.

El invitado se acerca a la casona cruzando el jardín; viste un traje blanco de tres piezas y botas negras de montar sobre los pantalones. Al cruzar entre el centenar de pueblerinos que observan, saluda a uno aquí y allá: un lanchero, una sirvienta, un estibador y sus hijos. El vals sigue sonando. El invitado camina hacia la casa, donde en el calor furibundo de la noche del trópico las mujeres y los jóvenes hijos de los ricos del pueblo bailan y sudan. Cuando está a punto de llegar a la casa, el joven invitado duda y se detiene. Durante un instante queda detenido entre el mundo del pueblo que mira y escucha y los ricos que bailan.

Luego, se decide y camina de regreso. Se detiene ante una gorda matrona que vende pescado en el mercado, se quita las botas y las deposita a su lado y le pide que baile con él. La mujer se ríe.

Bailan en el jardín con la música que llega de lejos, ambos descalzos, como todos los demás que los rodean. Bailan, un poco torpes, el mismo vals que bailan en el interior de la casa.

Nunca pude saber qué vals era. La historia me la contó un viejo, que había sido uno de los niños que rodeaban a los bailarines, o que eso creía recordar, o que se la habían contado, o que se la había narrado alguien a quien a su vez se la habían contado; pero describía con precisión el traje blanco de Juan, los árboles en el jardín. Y en su memoria, propia o generada en el pozo sin fondo de los mitos populares, resaltaba la historia de las botas: «Y se quitó las pinches botas para bailar descalzo». De tal manera que la sabia memoria rescataba lo importante, no importaba que se hubiera perdido el nombre del vals.

El día en que me narraron esta historia, Juan llevaba sesenta años muerto, estábamos en Acapulco y sus restos eran trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres. No me atreví a usar la historia en la primera revisión del libro que había escrito con Rogelio Vizcaíno, tenía un tono hollywoodiano que la hacía poco creíble. Hoy la rescato mientras en el recuerdo colectivo de Juan, que hoy es también el mío, queda claro que no sólo bailó con los pobres, sino que se quitó las botas para bailar descalzo.

Los primeros treinta

Al niño que nació el 27 de mayo de 1890 le pusieron Juan Ranulfo. El padre era un comerciante español que levantaba familia por segunda vez, Francisco Escudero y Espronceda, de cuarenta y cuatro años, nativo de Torrelavega, provincia de Santander; su madre, doña Irene Reguera, era de Ometepec, Guerrero, y tenía catorce años menos que su marido, pero compensaba su menor edad con una peculiar fortaleza, una imagen de reciedumbre de la que no estaba exento que fumara puros.

Juan Ranulfo Escudero Reguera tuvo por padrinos a dos comerciantes gachupines amigos de la familia: Rufino de Orve y Ernesto Azaola. El lugar del hecho era el puerto de Acapulco, paraíso tropical mexicano dejado de la mano de Dios y férreamente atrapado por las manos de algunos hombres.

Juan R. creció en el seno de una familia acomodada que poseía terrenos en Río Grande y Las Palmeras, casas y un comercio de telas y abarrotes. Hijo de uno más de los «gachupines» (años más tarde el padre de Juan usaría una frase para distinguirse: «tus enemigos son gachupines, yo soy español»), aquellos iberos de origen agrario y pocas luces intelectuales que habían llegado con el siglo a tierras nuevas para «hacer la América» a base de sudar abundantemente, jornada de catorce horas de mostrador, malicia primitiva en el negocio (comprar barato y no vender muy caro), explotación feroz de parientes y empleados, y cuyo sueño era enriquecerse y retornar para edificar en el pueblo de origen una iglesia que perpetuara su gloria y plantar una palmera en su mansión que recordara «la América»; personajes clánicos, racistas en casi todas las costumbres menos las del sexo y el dinero.

Francisco Escudero, a pesar de ser comerciante, español y vivir en Acapulco, era un hombre honrado (como se verá más tarde, estas características no dejan de ser sorprendentes). Juan R. fue el primero de los hijos de ese matrimonio al que siguieron María, Fulgencio, Francisco y Felipe.

A partir de los siete años, Juan estudió en la Escuela Real, y se dice que fue importante en su formación el humanismo de un profesor suyo, Eduardo Mendoza.

Alejandro Martínez, biógrafo de Escudero, cuenta: «[...] acompañaba a sus amigos hasta sus hogares y era en ellos donde palpaba más la pobreza de sus moradores. Veía cómo casi todos dormían sobre petates en el suelo. Los niños mal vestidos, con una alimentación deficiente. Contempló cómo los enfermos se morían porque no tenían dinero para comprar las medicinas necesarias».

En plena adolescencia fue enviado por su padre a estudiar a Oakland, California; lo que no deja de ser inusitado en un mundo cuyas costumbres hacían que los primogénitos no fueran obligados a estudiar más que rudimentos de contabilidad para asumir rápidamente la continuidad del negocio familiar. Extrañamente, resultaba entonces más fácil para una familia acomodada enviar a sus hijos a estudiar a la costa Oeste de Estados Unidos que a Ciudad de México, con la que no había comunicación por carretera. Escudero estudió secundaria y el oficio de mecánico electricista en el Saint Mary’s College.

Los historiadores que han seguido la trayectoria del personaje discrepan sobre las fechas de su estancia allí. Mientras unos lo hacen permanecer de 1907 a 1910, otros dicen que regresó a México en 1907 a causa de una enfermedad.

Es difícil saber si en aquellos años conoció personalmente a Ricardo Flores Magón, el hombre que organizaba con una singular propuesta anarquista y agrarista la revolución contra la dictadura de Porfirio Díaz y que realizaba desde el exilio una fuerte labor de propaganda.

Bien sea por su conocimiento directo del magonismo, o por una influencia indirecta de éste, Juan R. regresó a Acapulco dispuesto a romper con su pasado de hijo de comerciante español y lo que esto implicaba en el puerto.

Poco después de su llegada construyó una lancha de motor a la que bautizó como
La Adelina
(en recuerdo de Adelina Lopetegui, una novia que había tenido) y se dedicó a organizar excursiones a la cercana isla de la Roqueta y labores en la descarga de los barcos. En contacto con pescadores y estibadores, comenzó un trabajo de organización que culminó hacia los primeros meses de 1913 con la fundación de la Liga de Trabajadores a Bordo de los Barcos y Tierra, que combatió por la jornada de ocho horas, aumento de salario, descanso dominical, pago a la semana en moneda nacional y protección contra accidentes.

Juan además chocó contra los contratadores norteamericanos que reclutaban acapulqueños para la recolección de café en Chiapas ofreciendo salarios muy bajos. Exigió salario mínimo de tres pesos diarios, levantando un importante movimiento.

Su labor como organizador sindical lo enfrentó al monopolio comercial y éste utilizó al jefe militar de la zona, Silvestre Mariscal, quien expulsó a Escudero de Acapulco en 1915.

De 1915 a 1918 Juan R. vive la vida de un exiliado, dentro de su país pero fuera de su patria chica. De Acapulco viaja a Salina Cruz. Persigue durante meses una entrevista con Venustiano Carranza, el caudillo triunfante en la lucha de facciones en la que había desembocado la Revolución mexicana. Juan había escrito un memorial en el que pedía financiamiento para que fuera el sindicato el encargado de comercializar los alimentos de primera necesidad, y evitar que el monopolio gachupín matara de hambre a toda la población, incluido el ejército; pedía la expropiación de terrenos para fundar una colonia obrera fuera de la ciudad y con parcelas de cultivo para que los obreros se ayudaran con la agricultura, terrenos pagaderos a cinco años y bajo algún título que los hiciera inajenables, dado que hasta las casuchas que habitaban en el puerto eran propiedad de las casas comerciales españolas, y con facilidad los despojaban de ellas; pedía también un local social para la agrupación que además de oficina, sirviera de escuela, teatro y cine instructivo. Nunca obtendrá la entrevista.

De ahí se traslada a la capital de México, donde se reúne con su hermano Fulgencio. Trabaja como inspector de jardines, establece relaciones con los anarquistas y pasa las tardes en la Casa del Obrero Mundial. Parte después a Veracruz, y ahí sostiene correspondencia con Ricardo Flores Magón. Más tarde vive en Tehuantepec, donde es secretario del juzgado. Ahí aprende los usos legales de la época y estudia detenidamente la recién promulgada Constitución de 1917. En agosto de 1918 regresa a Acapulco.

Ha sido la suya una peregrinación a la espera del retorno. Ha buscado infructuosamente el apoyo de los revolucionarios triunfantes a su proyecto y ha recibido la influencia de las organizaciones sindicales. El país ofrece en aquellos años vertiginosos sobradas posibilidades vitales para el joven Escudero, pero éste tiene una deuda que saldar. Cuando Juan R. vuelve al puerto aún no ha cumplido treinta años.

Los dueños del puerto

Al iniciarse la segunda década del siglo XX, el sometimiento de los costeños al dominio y la explotación de los comerciantes españoles en Acapulco es casi absoluto. Tres grandes consorcios controlan y rigen la vida económica de la ciudad y de las costas del Pacífico cercanas al puerto: la casa comercial Alzuyeta y Compañía fundada en 1821, paradójicamente año de la independencia nacional; B. Fernández y Compañía, fundada entre 1824 y 1826; y Fernández Hermanos (La Ciudad de Oviedo), constituida en 1900. Sus propietarios son vascos en el caso de la primera, y asturianos (sin parentesco entre sí) en el caso de las dos siguientes. Los jefes de las casas eran Marcelino Miaja (B. Fernández y Cía.), Jesús Fernández (Fernández Hnos.) y Pascual Aranaga (Alzuyeta y Cía.).

A lo largo de un siglo, lo que en origen fueron grandes casas comerciales, que controlaban la venta de productos llevados a Acapulco desde otras tierras y monopolizaban la exportación de productos agrícolas, llegaron a constituirse en un complejo sistema monopólico que sin poseer directamente la totalidad de los bienes de los costeños, controlaba férreamente la industria, el comercio, el comercio al por menor, el transporte por tierra, el transporte marítimo, los movimientos portuarios, la compra y venta de productos agrícolas, la pesca y la mayor parte de los servicios, como bancos, seguros, telégrafos. Punto de partida para ejercer el poder sobre funcionarios públicos: alcaldes, empleados aduanales y jefes de la zona militar.

El control gachupín del puerto se veía acompañado por un tipo de dominio aberrante que apelaba a la violencia, el racismo, la asfixia económica, el fraude, la intriga y el crimen.

El principal punto de apoyo del monopolio se encontraba en el tremendo aislamiento del puerto. Por tierra, desde Chilpancingo, no había más que un triste camino de brecha, que llevaba una semana recorrer en recua de mulas, en medio de un calor agobiante y grandes peligros; por mar, la comunicación se realizaba a través de líneas de paquebotes que hacían servicio regular entre Acapulco y Salina Cruz o Manzanillo.

Las tres firmas, dueñas de la mayor parte del transporte por mulas, impidieron en incontables ocasiones la construcción de la carretera México-Acapulco, sobornando a los ingenieros y técnicos que el gobierno central comisionó para informar sobre las posibilidades de construirla. Los barcos y rutas de navegación estaban sujetos a los intereses de los consorcios que eran dueños de las pequeñas flotas. Habían destruido toda pequeña competencia con métodos tales como sobornar a los capitanes de embarcaciones mexicanas para que encallaran. En el lapso de veinte años se había construido su control exclusivo del transporte marítimo destruyendo físicamente los barcos de sus competidores como en el caso de Humberto Vidales, a quien le fueron hundidos los navíos
El Progreso
, de nueve toneladas, y
La Otilia
, de seis.

Acapulco será entonces puerto sin muelle por decisión de los explotadores, únicos dueños de barcos y chalanas. El control total de la carga y descarga marítimas les permite impedir que ingresen mercancías capaces de competir con su monopolio. La descarga de los barcos de pabellón extranjero que llegan a Acapulco, y de cuyas casas matrices los gachupines son representantes, se hará por medio de chalanas, y éstas se acercan a la playa donde se realiza una segunda descarga por trabajadores, asalariados de las tres casas, con el agua al cuello. Para consolidar su monopolio, retrasaban por tiempo indefinido la descarga de productos ajenos, permitiendo que se deterioraran.

El informador del presidente Álvaro Obregón, Isaías L. Acosta, decía en un informe años más tarde: «Si viene algún artículo de primera necesidad que esté escaso como maíz o harina, primero saltan su carga, y hasta que han realizado una parte a buen precio, no saltan la de los otros».

Los estibadores, que fueron el sector que primero organizó Juan Escudero, estaban sometidos a salarios de hambre; se pagaba igual el trabajo diurno que el nocturno, no había descanso dominical ni protección contra accidentes. Las casas intervenían también en el comercio al menudeo del puerto, financiando y endeudando a los pequeños comerciantes, a los que abastecían con sus productos. El control de los almacenes y las bodegas que tenían en Pie de la Cuesta les permitía determinar los precios del maíz, el frijol, la harina y la manteca. Sólo se sustraían a esta situación los aliados menores del triple consorcio que mantenían con ellos relaciones de complicidad y servicio, como los hermanos Nebreda, el cónsul español Juan Rodríguez; el gachupín y boticario doctor Butrón; los hermanos San Millán, dueños del cine y cantina; el comerciante Antonio Pintos, el socio menor de B. Fernández, y el impresor y ex alcalde Muñúzuri.

Asimismo, el consorcio era propietario de algunas panaderías, tiendas de ultramarinos, la totalidad de los molinos de nixtamal, las carnicerías, algunas tiendas de telas, parte de las imprentas y papelerías, y varias cantinas.

Este dominio del pequeño comercio se complementaba con una red de agentes en las zonas agrarias cercanas, que eran el instrumento para acaparar cosechas, comprar a la baja, colocar víveres encarecidos, cobrar deudas y enrolar jornaleros. Las casas comerciales eran propietarias de haciendas como «San Luis y Anexas», «Aguas Blancas», «El Mirador» y «La Testadura», y mantenían cordiales relaciones con otros latifundistas españoles como los hermanos Garay, Ramón Solís, Ramón Sierra Pando, los hermanos Guillén, los hermanos Nebreda y Pancho Galeana (que además manejaba la construcción de casas en el puerto).

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