Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (3 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Desde principios de siglo los comerciantes gachupines se extendieron del comercio al agro, comprando porciones enormes de tierra en la costa Chica y la costa Grande, hasta llegar a constituirse en grandes latifundistas. Es esta una típica historia de crímenes y despojos en la que abundan los ejemplos, como el de la misteriosa muerte del rico de Copala Macario Figueroa, o el sonado caso, en aquellos años, del robo de la hacienda de Francisco Rivera.

Si ésta fue la relación que entablaron con los viejos propietarios, mucho más envenenada fue la que mantuvieron con los campesinos sin tierras, a los que no dejaron otra opción que trabajar como arrendatarios.

Alejandro Martínez cuenta: «Como no podían pagar en metálico el derecho de arrendamiento, entregarían al finalizar la cosecha la mitad del producto. Los gachupines facilitaban la semilla, las viejas herramientas, los víveres y todo lo necesario para el cultivo; cargando el precio a cuenta de la futura cosecha. Con este despiadado sistema, al recoger el producto […] al campesino le quedaba menos de la cuarta parte de lo recogido».

Los campesinos eran además obligados a sembrar lo que convenía a las casas comerciales, forzando, como lo hicieron en la hacienda «El Arenal», a destruir la siembra de ajonjolí para sembrar algodón.

Los pescadores estaban también bajo el yugo gachupín: los cordeles, anzuelos, los comestibles de viaje y hasta las canoas eran arrendados con el compromiso de vender al proveedor todo lo pescado. La distribución del pescado salado en rancherías y poblados daba salida a los productos del mar adquiridos con una mínima inversión.

Además, eran dueños de las seis fábricas de la región: El Ticui y Aguas Blancas, fábricas textiles que levantaron para aprovechar los cultivos forzados del algodón; La Especial, fábrica de jabón destinada a aprovechar las extensas cantidades de copra que habían monopolizado, y otras tres fábricas instaladas bajo el régimen de comandita, es decir, con dinero de españoles residentes en la Península Ibérica administrado por las tres casas dueñas de Acapulco.

En el interior de las casas comerciales la situación no era mejor: los empleados trabajaban doce horas diarias, laboraban festivos y domingos y ganaban cincuenta centavos diarios, el equivalente a la mitad del salario mínimo en zonas agrarias de otras partes del país.

En estos comportamientos dictados por las inflexibles leyes de la barbarie capitalista, hay también rasgos de una maldad a prueba de novela de Dickens. La voracidad de los gachupines los llevó a perseguir sangrientamente a competidores y viejos aliados. Así, volvieron loca a la hija de su inveterado testaferro Cecilio Cárdenas, quien habiendo muerto intestado dejó tres casas a Vicenta, la cual no les vio ni los cimientos gracias a la mano negra del monopolio hispano. Lo mismo trataron de hacer con su ex socio Butrón, al que le trastocaron en oro una deuda en billetes y pagó la devaluación del dinero que durante la revolución se hizo papel viejo; y no se tentaron el corazón para echar a la calle a la viuda de Victorio Salinas argumentando una deuda que ya había sido pagada.

Ilustrativa de estos comportamientos puede ser la historia de un pequeño comerciante que, habiendo hecho camino en mula desde Michoacán con una carga de alambre de púas, trató de venderlo en el mercado libre, sólo para encontrar que al negarse a venderlo a bajo precio a los gachupines, éstos pusieron a la venta alambre almacenado a mitad de precio, con lo cual lo arruinaron.

El poder adquirido se transformaba en estilo, el dinero en despotismo, la fuerza monopólica en soberbia, racismo y usura enfermiza: lo mismo se negaban a cambiar giros telegráficos, trastornando los sistemas de crédito al uso en la época, que manipulaban las compañías de seguros de las cuales eran representantes; que alteraban el calendario de fiestas patrias haciendo que el puerto celebrara el 8 de Septiembre, día de la asturiana Virgen de Covadonga, en lugar del 16, Día de la Independencia, y que promovieran al pro español lturbide como prócer de la patria en lugar del cura Hidalgo. Mantenían el Colegio Guadalupano, donde se impartían clases de religión, y la marcha real española sustituía al himno nacional en las conmemoraciones.

Los testaferros de las tres casas, que a lo largo de esta historia serán conocidos como «pro gachupinistas», se alternaban en los puestos de mando municipal, de administración de la justicia y de la aduana. En el ayuntamiento fueron nombrados sucesivamente por las casas comerciales el hacendado Nicolás Uruñuela, el tendero e impresor Muñúzuri, el socio de B. Fernández, Antonio Pintos, el doctor gachupín Butrón, el peruano H. Luz. Bajo control de los españoles estuvieron también los militares jefes de la plaza, más allá de qué facción dominara el país, lo mismo el coronel Mariscal, huertista, que el carrancista Villaseñor, que los obregonistas Flores y Crispín Sámano. No hubo cambio revolucionario que resistiera las treinta talegas.

Para la administración de estos fondos negros los Alzuyeta y los Fernández constituyeron el depósito bautizado como «La Calavera», que sirvió para sufragar cohechos, pagar pistoleros, asimilar gastos de operaciones de
dumping
, mantener la nómina de funcionarios y financiar el combate contra oponentes menores, como los comerciantes libaneses del puerto.

Su control de los cargos públicos era prácticamente total, pues además de designar a los alcaldes y regidores, pagaban de sus nóminas a la policía del puerto.

Sociedad cercada, aislada; con un solo trayecto de movilidad: rumbo al abismo, imprimiendo sobre el costeño de cada día la opresión y el racismo, junto con la imposibilidad de progreso. El horizonte del pueblo llano era un horizonte clausurado, que enmarcaba una vida en la impotencia ante el poder y el privilegio. Para el pequeño comerciante, no había perspectiva de cambio en una sociedad sometida a la arbitrariedad del monopolio; para el dependiente de comercio, no había ascenso posible en una estructura comercial en la que los cargos de importancia eran ejercidos por gachupines protegidos de los amos, y las vacantes, que se producían cuando éstos retornaban a su tierra con una pequeña fortuna, eran cubiertas por recién desembarcados cuya única carta de presentación era haber nacido en España. Para artesanos y trabajadores, para asalariados del campo y pequeños propietarios agrícolas atrapados por el agiotismo, no había otro futuro que la rebelión.

El día en que Juan R. Escudero llega al puerto, a mediados de 1918, cuando la Revolución mexicana prácticamente ha terminado, no sabe que su voluntad de transformar la sociedad de la que ha sido expulsado será instrumento de una fuerza social oculta y soterrada, pero no por ello menos violenta, de la que aún no conoce sus posibilidades y límites. El paraíso corrompido acapulqueño encontrará en Juan R. la voz que ocupará los espacios del silencio.

Entre Tom Mix y el ayuntamiento rojo

Los testimoniantes ayudados por los historiadores no han podido ponerse de acuerdo en qué película se exhibía, ni siquiera se han puesto de acuerdo en quiénes eran los actores estelares; unos atribuyen el lleno que había en el cine Salón Rojo aquella noche de enero de 1919 al amor de los costeños por el vaquero Tom Mix, los otros dan a Eddy Polo el poder de reclamo. Todos coinciden en que aprovechando el intermedio, Escudero, que se había sentado en una platea, se puso en pie sorpresivamente y arengó a los presentes, llamándolos a organizarse contra los explotadores gachupines. Para la mala suerte de Juan, los propietarios del cine Salón Rojo eran los gachupines Maximino y Luciano San Millán, que sintiéndose aludidos llamaron a las fuerzas del orden. Mientras tanto, la concurrencia aplaudía al orador que, calientes los ánimos, había llamado a la organización de un partido político de los trabajadores.

Un primer retrato del personaje, surgido de las descripciones de contemporáneos y la única fotografía que conozco de Juan, lo muestra como un hombre alto para la media acapulqueña: un metro ochenta; bigote poblado de guías largas, grandes patillas, pelo rizado, de un color de piel claro amarillento a causa de una afección palúdica y ojos brillantes, risa fácil, plática más fácil aún surgiendo de una voz metálica.

La intervención policíaca contra Escudero provocó que sus nuevos partidarios se lanzaran a protegerlo, y la función cinematográfica culminó en zafarrancho.

Parece ser que el mitin cinematográfico fue uno de los recursos de Juan R. Escudero en esta primera etapa de su trabajo de organización popular, y que varias veces fue sacado a culatazos del Salón Rojo por soldados del cuartel vecino, que proporcionaban servilmente las autoridades militares a los dueños económicos de Acapulco. Orador sorpresivo y sin audiencia propia en esta etapa, Escudero aprovechó también un homenaje a Benito Juárez donde se había reunido buena parte de la población para insistir en su proyecto organizativo.

En el clima de tremendas tensiones clasistas del puerto en 1919, la arenga de Escudero tocó corazones, y el 7 de febrero de ese mismo año nació el Partido Obrero de Acapulco (POA).

Juan reunió para su arriesgada propuesta a un grupo de hombres que no tenían miedo, o que tenían menos miedo que los demás, que todo lo habían perdido o que no tenían miedo a perderlo: sus hermanos Francisco y Felipe; los herreros Santiago Solano y Sergio Romero; el ebanista Mucio Tellechea; y su hermano José, empleado; los hermanos Diego, estibadores; Ismael Otero, zapatero; el funcionario del juzgado y poeta Lamberto Chávez; el empleado Pablo Riestra, los hermanos Dorantes, Camerino Rosales, Crescenciano Ventura, Martiniano Díaz, E. Londe Benítez, Julio Barrera y Juan Pérez.

Como en todas las historias que han de trasladarse al mito popular, el lugar de la reunión inicial del Partido Obrero de Acapulco ha sido situado en mil y una direcciones: se habla de la esquina de Galeana y Cinco de Mayo, o de la calle de Rosendo Posada número tres; algunos precisan el número veintisiete de la Calle Cinco de Mayo, donde por aquellos días vivía una novia y amante de Juan, Tacha Gómez.

La base social de la nueva agrupación estaba formada por los estibadores de la vieja Liga de Trabajadores a Bordo de los Barcos y Tierra, que Escudero había formado en 1913 y que revivía al impulso de la agitación; pequeños comerciantes asfixiados por el monopolio de las casas comerciales españolas como los hermanos Amadeo y Baldomero Vidales, cuyo padre había sido arruinado por los gachupines y que apoyaron económicamente al POA; treinta y dos empleados de las casas comerciales que sentían que no existía posibilidad de mejora y ascenso en una estructura donde los mejores puestos eran invariablemente cubiertos por españoles (que iban llegando al puerto, se convertían en hombres de confianza de sus paisanos, trabajaban como burros y se iban con un capital), artesanos independientes, empleados públicos de cargos menores en la administración y algunos pequeños propietarios agrícolas.

El programa inicial del POA recogía sus exigencias comunes y se mantenía prácticamente dentro de los límites de la recién promulgada y ya incumplida Constitución de 1917 (tradición, la del incumplimiento por parte del gobierno, que habría de prolongarse al menos ochenta años más, si el autor de esta historia conserva su memoria):

  1. Pedir un pago justo por la jornada de trabajo.
  2. Defender los derechos humanos.
  3. Sanear las autoridades.
  4. Participar en las elecciones.
  5. Exigir la jornada de ocho horas de trabajo.
  6. Propagar la educación.
  7. Conseguir tierras para los campesinos.
  8. Hacer las gestiones convenientes para que se abriera la carretera México-Acapulco.
  9. Emprender una campaña enérgica contra las enfermedades.

Un programa así permitía, a la larga, unir prácticamente a todas las fuerzas sociales del puerto, a excepción de los dueños de las grandes casas comerciales y sus subordinados: las autoridades civiles y militares de Acapulco. Juan R. Escudero fue nombrado presidente del partido y se comenzó el trabajo de organización.

Pocos meses más tarde nacía
Regeneración
, un pequeño periódico de dos hojas (cuatro a veces) que circulaba los domingos (en los momentos de tensión llegó a circular jueves y domingos) y desde el cual se atacaban violentamente los intereses de los grandes comerciantes e incluso sus personas. En una población que no rebasaba los seis mil habitantes, los efectos de
Regeneración
se dejaban sentir.

El periódico, que había tomado el nombre de su hermano mayor, el órgano magonista que Juan R. Escudero había conocido y admirado, se manufacturaba en una pequeña imprenta de segunda mano comprada por noventa dólares en Estados Unidos, porque ninguna otra imprenta del puerto, en manos de los grandes comerciantes, lo hubiera impreso. Entre los lemas que aparecían en su cabecera estaban: «Por la defensa de los derechos del pueblo», «Contra los abusos», «Labor pro pueblo, labor pro patria», «Por la verdad y la justicia», y costaba dos centavos (luego se editó con cuatro páginas y subió a cinco centavos).

La fuerza de
Regeneración
estaba en la violencia de sus denuncias y en el frondoso estilo con el que se hacían, donde sobraba espacio para el insulto, la mentada de madre, la amenaza y la diatriba; pero su magia estaba en el equipo de colaboradores que Juan R. Escudero había encontrado, un grupo de niños, recién salidos de la primaria, que hacían que el semanario llegara hasta el último rincón de Acapulco. Alejandro Gómez Maganda, uno de esos niños, recuerda: «Entre los muchachos que con él colaborábamos, desde parar los tipos de imprenta para hacer el semanario, palanquear para su impresión, recibir gacetillas y vocearlo en las calles, estábamos: Jorge Joseph, Gustavo Cobos Camacho, Ventura Solís, Mario de la O, Juan Matadama y el autor. El portero de la casa era un fiel huérfano llamado Cleofás».

Regeneración
, pequeño en tamaño y formato, era sin embargo múltiple y gladiador. Descubría sucias maniobras, señalaba errores, marcaba a los prevaricadores, a los apóstatas y tránsfugas. Reclamaba justicia; atacaba a los malos militares y a los políticos que subastaban su influencia; orientando al pueblo para el trámite elemental de sus asuntos, y al darle a conocer sus derechos y obligaciones, rompía la inercia del conformismo suicida y lo impulsaba a ir a las casillas electorales, para después exigir de pie el cumplimiento del voto.

«Nosotros nos desbandábamos como parvada incontenible, y sólo se escuchaba el vibrante pregón: ¡
Reeeegeneración
a cinco centavos! El pueblo nos arrancaba materialmente los ejemplares de las manos y reía con la ironía del maestro, se entristecía con sus adversidades y exaltábase con su grito implacable de pelea: ¡
Reeeegeneración
a cinco centavos!». Apoyándose en tres ejes: el Partido Obrero de Acapulco, la Liga de Trabajadores a Bordo de los Barcos y Tierra, y
Regeneración
, el proyecto escuderista fue tomando poco a poco forma y se dieron los primeros choques entre el organizado movimiento popular y sus explotadores. Escudero inició una campaña contra Emilio Miaja, administrador de la fábrica textil El Ticui y jefe de B. Fernández y Compañía, por el mal trato que daba a sus obreros. El despótico gerente llegó al extremo de arrojar ácido en la orilla del canal del que se surtía la fábrica para que no pudiera tomar agua de allí la gente del pueblo. La campaña surtió efecto y Antonio Fernández Quiroz, uno de los dueños de la empresa, sustituyó a Miaja en la administración.

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