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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Asesinato en el Savoy (2 page)

BOOK: Asesinato en el Savoy
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Ante la puerta del comedor se hallaba un agente llamado Elofsson, que le pareció algo más despierto que los otros. Fue hacia él y le preguntó:

—¿Qué ha ocurrido en realidad?

—Parece que le han disparado a alguien.

—¿Les han dado instrucciones?

—No, ninguna.

—¿Y qué está haciendo Backlund?

—Está tomando declaración a los testigos.

—¿Dónde está el herido?

—Creo que en el hospital. —Elofsson se sonrojó un poco y añadió—: Es que la ambulancia llegó antes que la policía.

Mansson suspiró y entró en el comedor.

Backlund estaba junto al aparador lleno de piezas de vajilla de plata, y en aquel momento interrogaba a uno de los camareros. Backlund era ya un hombre mayor, con gafas, y tenía un aspecto corriente. De alguna forma había llegado a primer inspector auxiliar de homicidios. En la mano sostenía un cuaderno de notas abierto y apuntaba con todo detalle mientras interrogaba al camarero. Mansson se paró a escuchar, pero no intervino.

—¿A qué hora ocurrió?

—Pues a eso de las ocho y media, más o menos.

—¿Por qué más o menos?

—Es que no lo sé con exactitud.

—En otras palabras, que no sabe qué hora era.

—Pues no.

—Verdaderamente curioso —observó Backlund.

—¿Qué?

—Digo que resulta verdaderamente curioso. Usted lleva reloj, ¿verdad?

—Sí, claro.

—Y ahí fuera hay un reloj de pared, si no me equivoco.

—Sí, pero…

—Sí, pero… ¿qué?

—Que los dos van mal, y además no se me ocurrió mirar el reloj.

Backlund pareció definitivamente derrotado ante la respuesta. Dejó el cuaderno y el lápiz y se puso a limpiar sus gafas. Después aspiró profundamente, cogió de nuevo la libreta y volvió a la carga:

—O sea, que a pesar de tener dos relojes a su disposición, usted insiste en que no tiene idea de la hora que era.

—Sí, eso es; aproximadamente, sí.

—Las respuestas aproximadas no nos sirven para nada.

—Es que además tampoco van a la una: el mío adelanta, y ése de ahí se atrasa.

Backlund consultó su cronómetro.

—Curioso… —comentó, y apuntó algo que Mansson no pudo distinguir—. Vamos a ver, ¿estaba usted aquí cuando entró el malhechor?

—Sí.

—¿Puede usted describírmelo lo más exactamente posible?

—Es que en realidad no lo miré.

—¿No vio usted al malhechor? —dijo Backlund atónito.

—Sí, precisamente cuando se encaramó a la ventana…

—A ver, pues, ¿qué aspecto tenía?

—No lo sé. De aquí a la ventana hay bastante distancia, y la columna me tapaba la mesa.

—¿Quiere usted decir que no sabe qué aspecto tenía?

—Sí.

—Bueno. ¿Cómo iba vestido?

—Llevaba chaqueta marrón, creo.

—Cree…

—Claro; si sólo lo vi un momento…

—Pero llevaría algo más, ¿no? Pantalones, por ejemplo.

—Sí, pantalones, sí.

—¿Está usted seguro?

—Sí, hombre claro; si no, hubiera sido…, no sé, extraño. Quiero decir sin pantalones…

Backlund escribía a toda velocidad. Mansson giró el palillo dentro de la boca y llamó en voz baja:

—¡Oye, Backlund!

El otro se volvió indignado:

—¡Estoy tomando una importante declaración testimonial…! —exclamó, y se interrumpió para añadir—: Ah, eres tú.

—¿Qué ha pasado realmente?

—Han disparado contra un hombre aquí dentro, y ¿a que no sabes quién es?

—No.

—Pues el director Viktor Palmgren —notificó Backlund con gran énfasis.

—¡Ah, vaya! —Y pensó: «Me parece perfecto». Y prosiguió en voz alta—: O sea: hace algo más de una hora que ha ocurrido, y el hombre que ha disparado ha saltado por la ventana y ha desaparecido.

—Parece que ha sido así, sí —dijo Backlund, que nunca daba nada por sentado.

—¿Por qué hay seis coches patrulla ahí fuera?

—He hecho acordonar la zona.

—¿Qué zona? ¿El barrio entero?

—El lugar del crimen —respondió Backlund.

—Haz desaparecer a todo el personal de uniforme —ordenó Mansson con expresión de cansancio—. No es nada divertido para un hotel que haya policías esparcidos por todas partes en el salón, en la acera… Además, seguro que hacen falta en otro sitio. Procura conseguir una descripción lo antes posible, y estoy seguro de que hay testigos mejores que este hombre.

—Pero habrá que escucharlos a todos.

—Sí, claro —confirmó Mansson—, pero no hace falta entretenerse con los que no tengan nada importante que contar; basta con tomarles nombre y dirección.

Backlund le miró con desconfianza y preguntó:

—¿Qué piensas hacer?

—Voy a llamar a un par de sitios.

—¿Adónde?

—A los periódicos, por ejemplo, a ver si me cuentan lo que ha pasado aquí.

—Eso será una broma —dijo Backlund muy serio.

—Desde luego —respondió Mansson con aire ausente y mirando a su alrededor.

Por el comedor pululaban varios reporteros y fotógrafos. Algunos debían de haber llegado antes que la policía, y a lo mejor más de uno ya estaba allí cuando sonó el disparo. Mansson los conocía bien.

—Pero el procedimiento es el procedimiento… —empezó Backlund.

En aquel preciso instante entró Benny Skacke muy ajetreado. Era inspector auxiliar de homicidios y sólo tenía treinta años. Antes había trabajado en la oficina central de homicidios de Estocolmo, pero pidió el traslado después de un sospechoso incidente que estuvo a punto de costarle la vida a uno de sus superiores. Era disciplinado, meticuloso y también algo ingenuo. Mansson le apreciaba.

—Que te ayude Skacke —dijo Mansson.

—¿Uno de Estocolmo?

—Exactamente. Y no te olvides de la descripción, que ahora es lo único importante.

Echó el mondadientes destrozado en un cenicero y salió al vestíbulo, encaminándose al teléfono, que estaba en medio de la garita del conserje.

Mansson hizo cinco llamadas seguidas. Después sacudió la cabeza y se metió en el bar.

—¡Hombre! ¿Qué tal, cómo está? —exclamó el camarero.

—Hola —saludó Mansson, y se sentó.

—¿Qué podemos ofrecerle? ¿Lo de siempre?

—No, hoy tengo que pensar. Póngame un gintónic.

«Algunas veces sale todo mal», pensó Mansson. Y aquello había empezado realmente de la peor manera posible. En primer lugar, Viktor Palmgren era una persona muy conocida e influyente. Resultaba difícil decir por qué, pero había una cosa segura: estaba cargado de dinero; al menos era millonario un par de veces. El hecho de que le hubieran disparado en uno de los restaurantes más famosos de Europa no hacía más que empeorar las cosas. Aquel caso llamaría mucho la atención y podía acarrear las consecuencias más insospechadas. Inmediatamente después del disparo, el personal del hotel llevó al herido a una de las salitas de televisión, donde improvisó una camilla. Mientras tanto, llamaron a la policía y a una ambulancia. Los de la ambulancia llegaron en seguida, recogieron al herido y se lo llevaron al Hospital General. En cambio, la policía tardó en presentarse a pesar de que había un coche patrulla en la estación central, es decir, a menos de doscientos metros del lugar del crimen. ¿Cómo fue posible una cosa así? Acababa de obtener una explicación y no era precisamente un motivo de orgullo policial. Primero hubo un malentendido con la llamada y creyeron que era un asunto sin importancia, por lo que los agentes de servicio de la estación de ferrocarril emplearon todas sus energías en detener a un inofensivo borrachín. Cuando llamaron por segunda vez se organizó un zafarrancho de coches y de guardias de uniforme que salieron a toda velocidad hacia el hotel, con Backlund a la cabeza de la expedición. Lo que después ocurrió se desarrolló en el más completo desorden y atolondramiento. Él mismo había estado tragándose
Lo que el viento se llevó
por teléfono durante más de cuarenta minutos. Para colmo, y llevando un par de copas encima, tuvo que esperar un taxi, perdiendo un tiempo precioso. Y cuando el primer policía llegó al lugar del crimen hacía ya más de media hora que había ocurrido todo. En cuanto a Viktor Palmgren, la situación continuaba igual de oscura. Lo estuvieron examinando en la policlínica para accidentes, y luego lo trasladaron a la clínica neurológica de Lund, a unos veinte kilómetros, por lo que seguramente la ambulancia todavía iba de camino con el herido. Le acompañaba uno de los testigos más importantes: su esposa, que probablemente había estado sentada a la mesa frente a él. Por tanto era quien más probabilidades tuvo de ver de cerca al agresor de su marido.

Ya había pasado más de una hora. Una hora desperdiciada, cada uno de cuyos segundos había sido de una importancia crucial. Mansson volvió a sacudir la cabeza y le echó una mirada al reloj del bar: las nueve y media.

Backlund entró en el bar a paso de marcha, seguido de cerca por Skacke.

—Ah, estás aquí —dijo Backlund muy extrañado, mirando fijamente a Mansson.

—¿Cómo va esa descripción? —le preguntó Mansson—. Ya te he dicho que era urgente.

A Backlund se le caía el cuaderno de las manos, y lo puso sobre el mostrador del bar, se quitó las gafas y empezó a limpiarlas.

—Mirad —explicó Skacke rápidamente—. Esto es lo mejor que hemos podido conseguir hasta ahora: un hombre alto, cara delgada, cabello escaso y oscuro y algo echado hacia atrás. Chaqueta marrón, camisa color pastel, quizá verde o amarilla, corbata oscura, pantalones gris oscuro y zapatos negros o marrones. Edad, unos cuarenta años.

—Bien —dijo Mansson—. Envíala deprisa, que vigilen las carreteras principales y que registren trenes, aviones y barcos.

—Exacto.

—No quiero que salga de la ciudad —añadió Mansson.

Skacke salió. Backlund se puso las gafas, miró a Mansson y repitió su significativa pregunta:

—¿Estás aquí?

Luego miró el vaso de Mansson y exclamó con una extrañeza desmesurada.

—¿Y bebiendo?

Mansson no le respondió.

Backlund centró su atención en el reloj del bar, lo contrastó con el suyo y comentó:

—Este reloj también va mal.

—Desde luego —intervino el camarero—, va adelantado. Es una pequeña atención para los clientes que van apurados de tiempo para coger el tren o el barco.

—¡Uy, uy, uy! —exclamó Backlund—. No sacaremos nada en claro. ¡Cómo se puede determinar el momento exacto de un crimen si no nos podemos fiar de ningún reloj!

—Sí, sí, será difícil —asintió Mansson, ausente.

En aquel momento regresó Skacke.

—Bueno, ya está.

—Pero me temo que será demasiado tarde —observó Mansson.

—¿De qué diantre estáis hablando? —inquirió Backlund, y agarró su cuaderno de notas—. En cuanto a aquel camarero de antes…

Mansson le detuvo con un gesto.

—Espera. Esto lo veremos más tarde. Benny, ve y llama a la policía de Lund y pídele que envíe a un hombre a la clínica neurológica, que lleve una grabadora, y que procure recoger cualquier cosa que diga Palmgren, si es que aún vive y está consciente. Y que aproveche para hablar con su esposa.

Skacke volvió a marcharse.

El camarero se vio obligado a intervenir:

—Con respecto a aquel camarero con el que han hablado, puedo decirles que aunque el mismísimo Drácula hubiera entrado revoloteando en el comedor, él no habría notado nada…

Backlund observó un silencio tenso e irritado. Mansson no dijo nada hasta que Skacke hubo regresado. Ya que desde un punto de vista oficial Backlund era el inmediato superior de Skacke, optó por hacer las preguntas prudentemente en plural:

—¿Cuál os parece el testigo más importante?

—Uno que se llama Edvardsson —respondió Skacke—. Estaba tan sólo tres mesas más allá, pero…

—Pero ¿qué?

—…no está sereno.

—¡Bah, el alcohol es una porquería! —exclamó Backlund.

—Okey; entonces esperemos a mañana para ocuparnos de él —decidió Mansson—. ¿Quién puede acercarme a jefatura?

—Yo —se ofreció Skacke.

—Yo me quedo aquí —dijo Backlund con terquedad—. Este caso es oficialmente mío.

—Claro, claro —concedió Mansson—. Adiós, pues.

En el coche empezó a murmurar:

—Trenes y barcos…

—¿Tú crees que se ha largado? —preguntó Skacke.

—Es posible. En cualquier caso, hay que llamar a un montón de gente, y tiene que traernos sin cuidado despertar a quien sea.

Skacke le miró de soslayo mientras Mansson cambiaba de palillo. En aquel momento entraban en el aparcamiento de la jefatura de policía.

—¡Mierda! —masculló Mansson—. Esta noche va a resultar movidita.

La jefatura estaba triste y vacía aquella noche. Era un edificio imponente, y sus pasos resonaron con claridad en aquel inmenso espacio solitario, mientras subían por la escalera de piedra.

Mansson era de por sí tan lento como grandullón. Odiaba las noches movidas, aparte de que ya le quedaba poco para terminar su carrera policial.

A Skacke le sucedía todo lo contrario: era veinte años más joven, le preocupaba mucho su carrera y era un tipo decidido y ambicioso, aunque su experiencia le hacía también ser cauteloso y evitar conflictos, o sea que ambos se complementaban bastante bien.

Al entrar en su despacho, Mansson corrió a abrir la ventana, que daba al aparcamiento. Después se hundió en su silla y permaneció en silencio varios minutos, mientras le daba vueltas al carro de su vieja Underwood, en actitud pensativa. Por fin dijo:

—Trata de conseguir que nos lleguen todos los partes por radio y todas las llamadas. Conecta tu teléfono.

El despacho de Skacke se hallaba enfrente, al otro lado del pasillo.

—Deja las puertas abiertas —ordenó Mansson, para añadir con ironía—: así parecerá una especie de cuartel general de busca y captura.

Skacke se metió en su despacho y empezó a hacer llamadas. Al cabo de un rato Mansson fue hacia él, y se quedó de pie, con el palillo en la boca, apoyando un hombro contra el marco de la puerta.

—¿Tienes algo pensado, Benny?

—No mucho —respondió Skacke prudentemente—. En cierto modo es algo incomprensible.

—Incomprensible es la palabra: sí, señor.

—¿Qué motivos hay, por ejemplo?

—Me parece que, de momento, vamos a dejar de lado los motivos y nos vamos a concentrar en el hecho en sí.

En aquel momento sonó el teléfono. Skacke hizo un gesto.

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