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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Asesinato en el Savoy (6 page)

BOOK: Asesinato en el Savoy
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—Si estaba bebido cuando dispararon a Palmgren, seguramente no es un testigo demasiado valioso —observó Martin Beck—. A propósito, ¿cuándo podremos hablar con la señora Palmgren?

Mansson bebió un trago de cerveza y se secó la boca con el envés de la mano.

—Espero que esta tarde o mañana. ¿Quieres ocuparte tú de ella?

—Quizá sea mejor que te ocupes tú; seguro que sabes más cosas de Palmgren que yo.

—No creo —rechazó Mansson—, pero bueno, a fin de cuentas mandas tú. Puedes hablar con Edvardsson, si Skacke lo localiza. Me da la impresión de que a pesar de todo es el mejor testigo, de momento. ¿Quieres una cerveza? Está tibia.

Martin Beck negó, sacudiendo la cabeza. Tenía bastante sed, pero la cerveza tibia no le hacía ninguna ilusión.

—¿Me acompañas a la cantina y nos tomamos una Ramlösa? —propuso.

Bebieron cada uno su Ramlösa, de pie junto a la barra, y regresaron después al despacho de Mansson. Benny Skacke estaba sentado en una silla leyendo sus anotaciones. Se levantó en seguida al verlos entrar, y tendió la mano a Martin Beck.

—¿Qué, has encontrado a Edvardsson? —preguntó Mansson.

—Bueno; más o menos… Ahora está en el periódico, pero a eso de las tres ya estará en su casa. —Skacke consultó su cuaderno de notas—. Kamrergatan, dos.

—Llámale y dile que iré yo a las tres —dijo Martin Beck.

La casa de Kamrergatan parecía la primera de una serie de edificios nuevos, y las casas bajas del otro lado de la calle estaban desocupadas a la espera de caer bajo las excavadoras para dejar sitio a nuevos bloques de apartamentos.

Edvardsson vivía en el último piso, y abrió en seguida cuando Martin Beck llamó. Era un hombre de unos cincuenta años, tenía una cara inteligente, una nariz importante, y unos profundos surcos a ambos lados de la boca. Observó a Martin Beck con los ojos entrecerrados mientras abría la puerta, y dijo:

—¿Comisario, Beck? Pase.

Entró el primero en la salita, sobriamente amueblada. Las paredes estaban recubiertas de estanterías de libros, y sobre el escritorio, junto a la ventana, había una máquina de escribir con un papel colocado en el carro y a medio llenar.

Edvardsson quitó un montón de periódicos del único sillón de la estancia y dijo:

—Siéntese mientras voy a buscar algo de beber. Tengo cerveza en la nevera.

—¡Adelante con la cerveza!

El hombre entró en la cocina y salió con dos vasos y dos cervezas.

—Beck’s Bier. Es muy buena.

Cuando se hubo servido, se sentó en el sofá colocando un brazo sobre el respaldo.

Martin Beck bebió un trago largo de cerveza, que le pareció deliciosa, con aquel calor sofocante. Luego dijo:

—Bueno, ya debe de saber por qué he venido.

Edvardsson asintió y encendió un cigarrillo.

—Por lo de Palmgren, sí; no puedo decir precisamente que llore su muerte.

—¿Lo conocía? —preguntó Martin Beck.

—¿Personalmente? Oh, no, en absoluto, pero era casi inevitable tropezarse con él en cualquier sitio. Yo lo encontraba arrogante y antipático, y es que no he podido nunca con la gente como él.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Pues que es gente para la que el dinero lo significa todo y cualquier método le parece lícito para conseguirlo.

—Bueno, ya hablaremos luego sobre Palmgren si quiere usted darme sus puntos de vista, pero primero quiero saber otra cosa: ¿vio usted al hombre que le disparó?

Edvardsson se acarició el pelo grisáceo que le caía formando una onda sobre la frente.

—Me parece que no le voy a ser de mucha utilidad. Yo estaba leyendo, y realmente no reaccioné hasta que aquel tipo estuvo a un paso de la ventana. Mi atención se centró más en Palmgren, y al agresor lo vi un poco de reojo; desapareció muy deprisa, y cuando me asomé a la ventana ya no estaba a la vista.

Martin Beck sacó un paquete de cigarrillos arrugado del bolsillo y encendió uno.

—¿No tiene usted ningún recuerdo visual de aquel hombre? —preguntó.

—Me parece recordar que iba vestido de oscuro, seguramente llevaba traje, o americana y pantalón, y no era muy joven. Es sólo una impresión; quizá tuviera treinta, cuarenta o cincuenta años, pero ni más viejo ni más joven.

—Cuando usted llegó al restaurante, ¿ya estaban allí Palmgren y los suyos?

—No. Cuando llegaron yo ya había comido y me acababan de traer un whisky. Vivo solo y me gusta meterme en un restaurante a leer. Me suelo quedar bastante rato. —Hizo una pausa y añadió—: Lo que pasa es que es carísimo, claro.

—¿Reconoció usted a alguien, aparte de Palmgren, en aquella reunión?

—A su mujer y a ese joven que es… que era su mano derecha. A los otros no, pero daban la impresión de ser empleados del grupo. Había un par de ellos que hablaban danés.

Edvardsson sacó un pañuelo del bolsillo del pantalón y se secó el sudor de la frente. Llevaba camisa blanca y corbata, pantalones claros de fibra y zapatos negros. Tenía la camisa empapada de sudor. Martin Beck notó que su propia camisa también empezaba a humedecerse y a pegársele al cuerpo.

—¿Por casualidad oyó usted de qué hablaban en la mesa?

—La verdad es que sí. Soy bastante curioso por naturaleza y me gusta estudiar a las personas, así que estuve espiando un poquito. Palmgren y el danés hablaban de negocios; no entendí bien de qué trataban, pero oí que decían Rhodesia varias veces. Tocaba muchas teclas ese Palmgren, él mismo lo dijo un par de veces, y bastantes asuntos sucios, según tengo entendido. Las señoras hablaban de las cosas de que suelen hablar esa clase de señoras: vestidos, viajes, conocidos comunes, fiestas y cosas así. La señora Palmgren y la más joven de las otras dos hablaban de una que se había operado los pechos y se los habían dejado como pelotitas de tenis, tiesos y subiditos. Y Charlotte Palmgren contó también que había estado en una fiesta en el Twentyone de Nueva York, a la que asistió Frank Sinatra y en la que un tipo llamado Mackan se había pasado la noche invitando a champán. Y un montón de cosas por el estilo; unos sostenes fantásticos por setenta y cinco coronas en Twilfit, y que en verano hace demasiado calor para llevar peluca y que hay que arreglarse la cabeza cada día, y cosas así…

A Martin Beck le pareció que Edvardsson habría tenido poco tiempo para leer aquella tarde en el Savoy.

—Y los otros hombres ¿también hablaban de negocios?

—No tanto. Al parecer ya hubo una reunión antes de la cena, porque el cuarto hombre, o sea, no el danés ni el más joven, dijo algo sobre eso. Y la charla no era de gran altura. Por ejemplo, estuvieron haciendo un larguísimo comentario sobre la corbata del señor Palmgren, aunque yo no la vi porque estaba de espaldas a mí. Debe de haber sido una corbata extraordinaria, porque todos se maravillaron mucho, y Palmgren contó que se la había comprado por noventa y cinco francos en los Campos Elíseos de París. Y el cuarto hombre contó que tenía un problema que no le dejaba dormir por las noches: que su hija se le había largado con un negro. Palmgren le sugirió enviarla a Suiza, donde apenas hay negros.

Edvardsson se levantó, llevó las botellas vacías a la cocina y regresó con otras dos cervezas. Estaban frescas y a Martin Beck le parecieron muy apetitosas.

—Sí, esto es, a grandes rasgos, lo que recuerdo de la conversación de aquella mesa. No es muy interesante, ¿verdad?

—No —convino Martin Beck con sinceridad—. ¿Qué sabe usted de Palmgren?

—No mucho. Vivía en una de las mayores mansiones antiguas de la zona de Limnhamn, ganaba un montón de dinero y gastaba otro tanto en su mujer y en la vieja mansión.

Edvardsson permaneció en silencio un rato, y luego hizo una contrapregunta:

—¿Y qué sabe usted sobre Palmgren?

—No mucho más.

—¡Dios nos ayude si la policía sabe tan poco como yo sobre personajes como Viktor Palmgren! —dijo Edvardsson y vació su vaso.

—Cuando le dispararon, Palmgren estaba pronunciando un discurso, ¿no?

—Sí, eso lo recuerdo: se levantó y empezó a largar un montón de tonterías, les felicitó por sus esfuerzos, arengó a las señoras y todo eso. Se le notaba que tenía costumbre, porque fingía muy bien hablar con el corazón en la mano. El servicio se retiró para no molestar e incluso paró la música. Los camareros se esfumaron y yo me quedé en un rincón con mi whisky. ¿En serio que no sabe a qué se dedicaba Palmgren, o es un secreto policial?

Martin Beck miró el vaso, lo cogió y bebió un sorbo despacito.

—La verdad es que no sé mucho —admitió—, pero ya hay quien sabe cosas. Negocios en el extranjero y una inmobiliaria en Estocolmo.

—¡Ah! —exclamó Edvardsson, y se perdió en sus pensamientos, hasta que, transcurridos unos segundos, prosiguió—: Lo poco que vi de ese asesinato ya lo conté anteanoche. Vinieron dos tipos de la policía, uno que se pasó el rato preguntando a qué hora ocurrió, y otro más joven que parecía más despierto.

—Usted no estaba muy sobrio cuando ocurrió aquello.

—No, eso es verdad, y ayer repetí, o sea que la resaca continúa. Debe de ser cosa del calor.

«¡Genial! —pensó Martin Beck—. Detective con resaca interroga a testigo con resaca, que además no ha visto nada. Simplemente genial.»

—¿Sabe lo que se siente, verdad?

—Sí, lo sé perfectamente —dijo Martin Beck. Luego vació el vaso de cerveza de un solo trago y se levantó—. Gracias, a lo mejor le vuelvo a necesitar. —Saludó y aún hizo otra pregunta—: Por cierto, ¿no vería usted por casualidad el arma que utilizó el asesino?

Edvardsson dudó.

—Sí, ahora que lo dice, creo que vi algo, justamente cuando se lo guardaba. Yo entiendo muy poco de armas de fuego, ¿sabe?, pero era un cacharro largo y estrecho, con una ruedecita o como se llame.

—Recámara rotativa —puntualizó Martin Beck—. Adiós, y gracias por la cerveza.

—Vuelva cuando quiera. Voy a liarme la manta a la cabeza a ver si pongo un poco de orden aquí.

Mansson seguía más o menos en la misma postura en su despacho.

—¿Quieres que te pregunte cómo te ha ido? —dijo al ver a Martin Beck en la puerta—. Bueno, ¿cómo te ha ido?

—Es una buena pregunta. Muy mal, creo. ¿Y aquí?

—Nada.

—¿Y la viuda?

—Voy mañana; es mejor obrar con prudencia. ¿No ves que es viuda reciente?

7

Per Mansson había nacido y crecido en el barrio obrero en torno a la plaza de Möllevaang, en Malmö. Llevaba más de veinticinco años en la policía y conocía su ciudad mejor que la mayor parte de sus habitantes; había crecido y vivido con ella y le gustaba.

Pero una zona jamás llego a conocerla del todo, y siempre le provocaba un sentimiento de prepotencia y desgana… Era la parte Oeste, con sus barrios, como Fridhem, Västervaang y Bellevue, donde siempre habían vivido los ricos. Recordaba haber circulado por esa zona de niño, con sus zuecos, durante los años de escasez —los veinte y treinta—, para ir a Limhamn en busca de algo que comer en alguna parte. Recordaba los coches de lujo y los chóferes de uniforme, las criadas con sus vestidos negros y delantales y cofias blancas, y los niños de la alta sociedad con sus vestidos de tul y sus trajecitos de marinero. Se había sentido siempre ajeno a todo eso, el ambiente le había parecido siempre fantástico e inalcanzable, y aún era así, a pesar de que habían desaparecido los chóferes y casi todas las criadas, y los niños de la alta sociedad ya no se diferenciaban exteriormente de cualesquiera otros niños.

Pero, al fin y al cabo, el arenque con patatas tampoco estaba tan mal, ya que le había ayudado a convertirse en un tipo grandote, a pesar de ser pobre y huérfano, y había recorrido el largo camino de la vida y no lo había pasado tan mal, o al menos eso creía.

Era en ese sector donde había vivido Viktor Palmgren, y como consecuencia cabía esperar que su viuda continuara habitando allí.

Mansson sólo conocía a los asistentes a la cena fatal por fotografías, y realmente no sabía gran cosa sobre ellos. De Charlotte Palmgren le constaba, desde luego, que era considerada una belleza inusual, y que una vez resultó elegida Miss de algo, quizá Miss Suecia o, a lo mejor, incluso, Miss Universo, vaya usted a saber. Luego se hizo famosa como maniquí y después se convirtió en la señora Palmgren a los veintisiete años y en lo mejor de la vida. Ya contaba treinta y dos y había cambiado poco en su aspecto externo, como todas las mujeres sin hijos y con tiempo y dinero ilimitado para gastarlo en conservar su figura. Viktor Palmgren era veinticuatro años mayor que ella, lo que quizá arrojase una idea sobre los motivos respectivos que tuvieron para casarse. Él quiso tener algo bonito que enseñar a sus conocidos, y ella se propuso olvidar para siempre el problema del dinero y no tener que trabajar nunca más. Al parecer, la cosa fue más o menos de esta manera.

Pero, en cualquier caso, Charlotte Palmgren era viuda, y Mansson era bastante convencional, por lo que aquel día se puso su traje oscuro, camisa blanca y corbata negra, y después se metió en el coche para recorrer la relativamente corta distancia desde Regementsgatan hasta Bellevue.

La residencia de los Palmgren encajaba con todos los recuerdos de la infancia de Mansson, que con los años probablemente había ido exagerando. Desde la calle sólo se veía una parte del tejado y una veleta, porque el seto, además de estar muy bien cuidado, era muy alto y espeso. Le pareció ver que, además, detrás había una valla de hierro. El terreno era enorme y el jardín parecía más bien un parque. La puerta del camino de entrada era igual de impenetrable que el seto: de cobre, verde de puro vieja, alta y ancha, y decorada con franjas retorcidas en espiral. En uno de los dos batientes había unas letras grandes de latón que formaban el ya nada desconocido apellido Palmgren, y en la otra mitad estaban el buzón, el botón del timbre y, sobre éste, una abertura cuadrada a través de la que se podía examinar a los visitantes antes de franquearles la entrada. Aquello daba a entender que en la casa no se entraba así como así, y cuando Mansson agarró el picaporte y lo movió con cuidado, temió que pudiera estar conectado a una sirena de alarma, por lo que acabó soltándolo. El portón estaba cerrado, naturalmente, y la mirilla no se podía abrir desde afuera. A través del buzón tampoco se veía nada, probablemente porque desembocaba en un cajón de metal herméticamente cerrado.

Mansson hizo ademán de pulsar el timbre, pero se detuvo, bajó el brazo y miró a su alrededor.

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