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Authors: Maj Sjöwall & Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

Asesinato en el Savoy (4 page)

BOOK: Asesinato en el Savoy
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—«¡Polis, polis, puercos patateros!».

—¿Y eso es insultante, según vosotros?

—Absolutamente —afirmó Kvant.

Gunvald Larsson miró inquisitorial a Kristiansson, quien murmuró, tambaleándose:

—Sí…, yo también lo creo.

—Sí —subrayó Kvant—, a pesar de que Siv diga que…

—¿Qué es Siv, otro autobús?

—Mi mujer —aclaró Kvant.

Gunvald Larsson estiró los dedos y puso sus peludas manos sobre la mesa.

—O sea, la cosa ha sido así: estabais aparcados en la carretera de Karolinska y os acababan de transmitir la orden. Entonces ha pasado un hombre en bicicleta y os ha gritado: «¡Polis, polis, puercos patateros!», a consecuencia de lo cual os habéis visto obligados a intervenir en defensa del respeto debido a la autoridad, y por esa razón no habéis llegado a tiempo a la terminal de Haga.

—Exacto —asintió Kvant.

—Sí… —dijo Kristiansson.

Gunvald Larsson los miró por espacio de varios segundos, hasta que por fin preguntó en voz baja:

—¿Es eso cierto?

No hubo respuesta. Kvant pareció sospechar algo. Kristiansson toqueteaba nervioso la culata de su pistola con una mano, y se secaba el sudor de la frente, pasándose la gorra.

Gunvald dejó que el silencio se fuera haciendo espeso y profundo. De repente, alzó los brazos y golpeó con las palmas de las manos en su mesa, con un estallido que hizo temblar todo el despacho.

—¡Mentira! —rugió—. Cada palabra vuestra ha sido una mentira y vosotros lo sabéis perfectamente. Os habíais parado en un puesto de salchichas, y uno de vosotros estaba de pie junto al coche comiendo una salchicha con puré. Entonces ha pasado un hombre en bicicleta, esto es cierto, y alguien os ha gritado algo, pero no ha sido el hombre el que os ha gritado, sino su hijo que iba sentado en el portapaquetes. Y no ha gritado «¡Polis, polis, puercos patateros!», sino «¡Polis, polis, puré de patatas!». El niño resulta que tiene sólo tres años y aún no habla bien del todo.

Gunvald Larsson calló.

Kristiansson y Kvant estaban rojos de vergüenza. Al cabo de un rato, Kristiansson dijo con un murmullo:

—Pero ¿cómo se ha enterado?

Gunvald Larsson miró a uno y a otro con expresión colérica.

—A ver, ¿quién era el comesalchichas?

—Yo no —se exculpó Kristiansson.

—¡Cobarde, animal, gandul! —le cuchicheó Kvant entre dientes.

—Y ahora voy a responder a la pregunta —dijo Gunvald Larsson cansado—. Me he enterado porque a aquel hombre de la bicicleta no le ha hecho ninguna gracia que dos cafres vestidos de uniforme le estuvieran insultando en plena calle durante más de un cuarto de hora, porque un niño de tres años había dicho no sé qué, así que ha llamado para quejarse, con toda la razón, sobre todo porque había testigos. Por cierto, la salchicha ¿llevaba puré?

Kristiansson afirmó con la cabeza, con expresión triste.

Kvant intentó un último argumento defensivo:

—Es que, claro, es facilísimo confundirse cuando uno tiene la boca llena de…

Gunvald Larsson le interrumpió levantando la mano derecha. Cogió su cuaderno de notas, sacó un lápiz y escribió con grandes letras: «¡IROS A LA MIERDA!».

Arrancó la hoja y la tiró encima de la mesa. Kristiansson la cogió, la miró, enrojeció todavía más, y se la pasó a Kvant.

—No soy capaz de decirlo más veces —concluyó Gunvald Larsson.

Kristiansson y Kvant se marcharon llevándose consigo el comunicado.

4

Martin Beck no sabía nada de todo esto. Se hallaba en su despacho de la comisaría de la zona Sur, en la avenida Västberga, y estaba pendiente de problemas muy distintos. Tenía la silla echada hacia atrás, las piernas estiradas, y los pies apoyados en el cajón inferior del escritorio, medio abierto. Mordió el filtro del cigarrillo que acababa de encender, se metió las manos en los bolsillos y miró por la ventana. Pensaba.

Ya que formaba parte de la comisión nacional de homicidios, cabe imaginar que estuviera pensando, por ejemplo, en el asesinato a hachazos que tuvo lugar en la zona Sur, y que después de una semana aún no había sido aclarado; o bien en el cuerpo de mujer inidentificado que habían pescado en la bahía de Riddar el día anterior.

Pero no; estaba pensando en lo que debía comprar para dar de cenar a sus invitados de aquella noche.

A finales de mayo, Martin Beck había alquilado un apartamento de dos habitaciones en Köpmansgatan, y se había trasladado allí. Llevaba casado con Inga dieciocho años, pero el matrimonio descarriló unos años atrás, y en enero de aquel año, cuando su hija Ingrid hizo las maletas y se marchó con un amigo, él habló con su mujer de la posibilidad de separarse. Al principio protestó, pero cuando vio que el contrato de alquiler estaba al día y los hechos prácticamente consumados, aceptó la decisión. Rolf, el niño mimado, tenía sólo catorce años, y a Martin Beck le parecía que su mujer se resignaba con cierta alegría a quedarse sola con el chico.

El apartamento era agradable y de dimensiones adecuadas, y cuando hubo colocado en su sitio los cuatro trastos que se llevó de su vivienda conyugal en el lúgubre suburbio de Bagarmossen, y se hubo comprado todo lo que le hacía falta, tuvo un acceso de buen humor e invitó a cenar a sus tres mejores amigos. Realmente era una humorada, sobre todo teniendo en cuenta que sus conocimientos gastronómicos alcanzaban tan sólo para cocer huevos y preparar un poco de té. Intentó recordar qué solía ofrecer Inga cuando tenían invitados, pero sólo acudían a su memoria imágenes difusas de algunos platos, cuyos ingredientes y preparación se le escapaban totalmente.

Martin Beck encendió otro cigarrillo y pensó desordenadamente en lenguados Walewska y en filetes de ternera Oscar, o en un
coeur de filet à la provençale.
Había otro detalle que no tuvo en cuenta cuando hizo aquella irreflexiva invitación: nunca había visto a tres personas con un apetito tan devastador como el que lucían aquellos huéspedes inminentes.

Lennart Kollberg, su amigo más íntimo, era
gourmet
y
gourmand
a partes iguales, y él tuvo ocasión de constatarlo las veces que se atrevió a bajar al comedor. Su figura misma delataba ya un gran interés por las delicias de la buena mesa, y ni siquiera el navajazo que le habían asestado en el estómago un año antes había logrado disuadirle de su enraizada afición. Acudiría con su esposa Gun. Åsa Torell, que ahora también trabajaba en la policía, en el departamento de moralidad y orden, era una auténtica reencarnación de Gargantúa.

La recordaba pequeña y flaca año y medio atrás, cuando a su marido lo liquidó a tiro limpio el autor de una matanza en un autobús. Por aquel entonces, Stenström era el inspector más joven entre los que trabajaban a las órdenes de Martin Beck. Ahora, habiendo superado lo peor y recuperado el apetito, incluso había adquirido ciertas redondeces.

Martin Beck estuvo dándole vueltas a la idea de pedirle a Åsa Torell que fuera a su casa un poco antes para ayudarle, pero por fin desechó la idea.

Se oyeron unos golpecitos carnosos en la puerta del despacho, que se abrió, y apareció Kollberg.

—¿Qué estás cavilando? —preguntó dejándose caer en el sillón de las visitas, que crujió alarmantemente bajo su peso.

Kollberg, a pesar de su enorme aspecto, era el tipo que conocía más trucos de ratero y más juegos de manos de todo el cuerpo de policía.

Martin Beck bajó los pies del cajón y arrastró la silla para acercarse a su mesa. Antes de responder, aplastó el cigarrillo a conciencia.

—En ese crimen a hachazos de Hjorthagen —mintió—. ¿No ha surgido nada nuevo?

—¿Has visto el informe del forense? Dice que el tipo murió del primer golpe; al parecer tenía un cráneo de papel de fumar.

—Sí, ya lo he visto.

—A ver qué día podemos hablar con su mujer. Todavía está bajo los efectos de la impresión, según han informado desde el hospital esta mañana. A lo mejor fue ella la que lo liquidó, vete a saber.

Se levantó y abrió la ventana.

—Cierra —dijo Martin Beck.

Kollberg cerró la ventana.

—¿Cómo puedes aguantar? —se quejó—. Esto es como un horno.

—Prefiero asarme que morir envenenado —respondió Martin Beck en tono filosófico.

La comisaría de la zona Sur estaba en plena carretera de Essinge, y cuando el tráfico era denso como aquel día de principios de vacaciones, el aire resultaba casi irrespirable.

—Eso es cosa tuya —dijo Kollberg dirigiéndose hacia la puerta—. Procura sobrevivir hasta esta noche. Era a las siete, ¿no?

—Sí, a las siete —confirmó Martin Beck.

—Ya empiezo a tener hambre —comentó Kollberg, provocativo.

—Guárdatela para luego —dijo Martin Beck, pero la puerta ya se había cerrado detrás de Kollberg.

Un rato después empezaron a sonar los teléfonos y a entrar personas con papeles que firmar, informes que leer y preguntas que contestar, y todos sus pensamientos sobre el menú quedaron en suspenso.

A las cuatro menos cuarto abandonó la comisaría y cogió el metro hacia Hötorgshallen. Estuvo deambulando y haciendo algunas compras por allí hasta que por fin tuvo que coger un taxi para llegar a su casa, en la ciudad vieja de Estocolmo, y poner las cosas en su sitio antes de que llegaran sus invitados.

A las siete menos cinco había terminado de disponer la mesa y la contempló con calma. Había arenque sobre un lecho de eneldo, crema de leche agria y cebollinos; un cuenco de ensaladilla rodeada de cebolla picada, eneldo y rodajas de limón; salmón ahumado cortado en finas lonchas sobre hoja de lechuga; huevos duros en rodajas; arenque ahumado; platija ahumada; salami húngaro, chorizo polaco, chorizo finlandés y embutido de hígado de Escania; un gran cuenco de ensalada con un montón de gambitas frescas, de las que se sintió especialmente orgulloso porque las había conseguido preparar él mismo y le habían quedado sorprendentemente buenas; y sobre una tabla seis quesos diferentes; también rábanos y aceitunas, pan negro, pan campesino húngaro y
painriche
calentito; un bote de mantequilla artesana; un poco más lejos, las patatas que todavía borboteaban al fuego y despedían un suave perfume de eneldo. En la nevera, cuatro botellas de Piesporter Falkenberg, latas de Carlsberg Hof, y en el congelador una botella de acuavit Löjtens.

Martin Beck se sentía satisfecho con el resultado de sus desvelos. Ya sólo faltaban los invitados.

La primera en llegar fue Åsa Torell. Martin Beck preparó dos Campari con soda y ella empezó a recorrer el apartamento vaso en mano.

El apartamento constaba de dormitorio, sala de estar, cocina, baño y recibidor. No era muy grande, pero sí cómodo y acogedor, y no daba mucho trabajo.

—No hace falta preguntar si estás a gusto —comentó Åsa Torell.

—Como la mayor parte de los nacidos en Estocolmo, siempre había soñado con vivir en la parte vieja —explicó Martin Beck—. Y es agradable no depender de nadie.

Åsa asintió. Estaba apoyada en el marco de la ventana, con los pies cruzados, y sostenía el vaso con las dos manos. Era pequeña y tierna, con unos grandes ojos castaños, el cabello corto y oscuro, y la piel tostada por el sol; tenía un aspecto saludable, bastante tranquilo y distendido. Martin Beck se alegró de verla así, después de lo mucho que le costó superar la muerte de Åke Stenström.

—¿Y tú? —preguntó—. También te mudaste no hace mucho, ¿verdad?

—Pásate un día por casa y la verás.

Tras la muerte de Stenström, Åsa había estado viviendo con Gun y Lennart Kollberg una temporada, y como no quiso volver al piso que había compartido con su marido, se mudó a otro en Kungsholmstranden. También dejó la agencia de viajes e ingresó en la academia de policía.

La velada transcurrió estupendamente. Martin Beck no comió mucho, como era su costumbre, pero la cena tuvo una extraordinaria acogida. Había temido quedarse corto con la comida, pero cuando sus invitados se levantaron de la mesa parecían satisfechos, e incluso Kollberg se desabrochó discretamente el botón de la cintura del pantalón. Åsa y Gun optaron por el acuavit y la cerveza en lugar del vino, y al terminar la cena, la botella de Löjtens quedó completamente vacía.

Martin Beck sirvió coñac con el café, alzó la copa y dijo:

—A ver si mañana disfrutamos por fin de una resaca como Dios manda, para una vez que estamos libres de servicio al mismo tiempo.

—Yo no tendré el día libre —explicó Gun—, porque Bodil se presentará a las cinco de la mañana y empezará a dar saltos sobre mi barriga pidiendo el desayuno.

Bodil era la niña de casi dos años de Gun y Lennart.

—No pienses en eso —le aconsejó Kollberg—; ya me ocuparé yo de ella, con o sin resaca. Y tú —agregó dirigiéndose a Martin Beck— no hables ya más del servicio, que si hubiera encontrado un trabajo decente, a buena hora estaría yo aguantando esta paliza desde hace más de un año.

—No pienses en eso ahora, hombre.

—No es tan fácil dejarlo correr —insistió Kollberg—; toda la policía en bloque se va a derrumbar un día de estos. Fíjate, por ejemplo, en esos pobres palurdos que se pasean metidos en sus uniformes por delante de edificios semivacíos y sin saber qué hacer. Y luego, mira tú qué dirección tenemos.

—Bueno, bueno —dijo Martin Beck distraído, y se sirvió más coñac.

También él se sentía incómodo, sobre todo por la politización y el centralismo que se habían apoderado del cuerpo tras los nuevos nombramientos. El personal era cada día más incompetente, por añadidura. Pero aquél no era el mejor momento para ponerse a discutir sobre esto.

—Bueno, bueno —repitió melancólico, y alzó su copa.

Después del café, Åsa y Gun quisieron fregar los platos, y cuando Martin Beck protestó, le explicaron que a ellas les encantaba fregar los platos a condición de que fuera en cualquier lugar del mundo excepto en su propia casa. Él optó por dejarlas tranquilas, y se sirvió whisky y agua.

Sonó el teléfono, y Kollberg miró automáticamente el reloj.

—Las diez y cuarto. ¿Qué os jugáis que es Malm diciendo que hay que trabajar mañana? Yo no estoy aquí, ¿entendido?

Malm era el intendente de homicidios, y había sucedido a Hammar, que se acababa de jubilar. Malm no provenía de ningún lado; mejor dicho, provenía de la dirección general de la policía, o sea que sus méritos eran exclusivamente políticos. En cualquier caso, la cosa no estaba demasiado clara.

Martin Beck descolgó, y en seguida hizo una mueca muy elocuente.

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