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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (14 page)

BOOK: Asesinos en acción
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—¿Qué hiciste? —inquirió receloso el hombre de los pantanos—. ¿Por qué te persiguen?

Johnny le indicó al pequeño que con una mezcla de interés y de temor contemplaba al siniestro hombre-mono.

—Yo atrapar esta joya —dijo.

—¡Maldición! ¿Por qué causa?

Aquí el geólogo aprovechó sus conocimientos de la secta vuduista para explicar a su interlocutor con gran derroche de gestos que él era nada menos que un gran sacerdote.

Su relato impresionó al hombre de la marisma y furtivamente sacó un amuleto que miró supersticiosamente, pues estaba esculpido sobre un trozo de hueso de brazo humano.

—¿Quieres al niño blanco para hacer un sacrificio? —balbuceó. Era un creyente y en calidad de tal ayudaría al geólogo.

—Esa es mi idea —replicó Johnny.

Entre tanto la traílla habíase aproximado rápidamente y ladraba y aullaba de modo que causaba espanto en el ánimo. Asustados mochuelos y otras aves nocturnas levantaron el vuelo y, semejantes a grandes hojas, oscuras, arrebatadas por el viento, surcaron el claro.

—¡Sacré! —juró en voz baja el hombre-mono—. Tendrás que abandonar la criatura. No puedes llevarla contigo.

—¡Non! —gruñó Johnny, fingiendo una gran repugnancia. Y agregó que las deidades vuduistas exigían el sacrificio de un niño blanco, pedían su sangre como en los antiguos tiempos.

—Tendrás que dejarle —insistió el hombre-mono.

—¡Non! —dijo, tercamente, el geólogo—. Si podemos escapar me llevaré al niño.

El hombre-mono le explicó entonces el verdadero motivo que le impulsaba a aconsejar que abandonara su presa… aún cuando jamás había pensado Johnny en dejarla caer en manos de los hombres-mono, como se supondrá.

El Araña Gris no deseaba llamar la atención de la policía sobre su clan de la marisma y el secuestro del niño podía atraerla sobre él.

Por consiguiente, o abandonaba Johnny su presa o el hombre le abandonaría a su suerte.

Johnny simuló una amarga decepción. Colocó al pequeño junto a una rama, le ató a ella con su cinturón y siguió al habitante de la marisma.

Este se metió en un cañaveral, separó sus altas cañas y apareció una piragua hecha de tronco vaciado de un árbol, que estaba allí escondida. Los dos hombres se metieron en ella y tomaron los toscos remos.

La embarcación se manejaba con la facilidad de una canoa hecha de corteza de abedul —a pesar de ser maciza— y salió disparada.

Detrás de ellos estallaron varios gritos.

—¡Aquí está! —gritó una voz; la del padre del niño que acababa de hallarse sano y salvo—. ¡Ese demonio se ha visto obligado a abandonarle!

Johnny tuvo una sonrisa leve. El pequeño no había sufrido mal ninguno.

Por el contrario: había pasado en la marisma dos horas emocionantes.

Su padre había sido castigado don una pequeña prolongación de sus angustias por su tentativa de matar a un semejante sin querer oírle antes.

En cuanto a él, Johnny, iba a ser recibido con los brazos abiertos por los miembros de la secta del vudú. Sin duda le mirarían con admiración.

Se lo merecía. ¿Por ventura no había tratado de sacrificar a un niño blanco?

Estaba sorprendido de la velocidad a que marchaban por el río. En otras ocasiones él había visto atravesar rápidamente a hombres de color, selvas al parecer impenetrables.

Mas nunca con la prisa que el hombre-mono desplegaba.

De vez en cuando su acompañante impulsaba la piragua en derechura de un margen aparentemente sólido. Pero el agua se materializaba siempre bajo su quilla. La estela acuosa que dejaban quedaba oculta, otras veces, por las cañas y juncos que crecían al borde del río.

—Conoces bien el camino —dijo para lisonjear a su guía.

—OUI. Mi vive aquí toda la vida.

—¿Cómo te llamas?

—Buck Boontown —replicó el habitante de la marisma.

«Buck» Boontown, reflexionó Johnny, parecía tener una mentalidad más acusada que los demás hombres-mono, así como también era físicamente más desarrollado.

Con todo, su corazón era malo puesto que pertenecía a la secta del vudú.

—¿De dónde vienes? —preguntó a Johnny.

Este acababa de recorrer el mundo en viaje de estudios. Le interesaban las artes mágicas y como éstas alcanzaban su grado superlativo de perfección en la marisma, según decían, pensaba visitarla toda ella.

La historia era complicada e inverosímil a todas luces, mas Buck la creyó a pie juntillas. Johnny (o Pete como había declarado llamarse) estaba de suerte.

—Pues aquí habitan muchos miembros importantes de la secta —dijo Buck en su jerga deshilvanada—. ¿Has oído hablar del Araña Gris?

—¿Mi…? ¡Ya lo creo! —replicó Johnny—. Pero sólo hablar.

—¡Bien! —exclamó el hombre-mono—. Quizá te sume el número de sus íntimos.

Johnny tuvo que hacer un esfuerzo para mantener inexpresivo el semblante.

¡La aventura prometía!

—¿Eres tu uno de ellos? —interrogó.

—¡Nada, que la cosa marcha como una seda!

—¿Me conducirá, non, a donde habita el Araña? —insinuó.

—Seguro —replicó Buck Boontown—. Se aloja en el castillo del Mocasín. Pero antes tiene que darnos su permiso.

Buck era de sus íntimos ¡vaya si lo era! Y Johnny podía estar tranquilo. Se absorbió por entero en la tarea de remar deslumbrado interiormente por su buena suerte… parecíale que tiraba de una red y que éste se ceñía en torno del siniestro Araña Gris. Aquella red simbolizaba la venganza de Doc Savage.

• • •

Antes de que llegaran al término de su viaje comenzó a clarear. Buck Boontown le había explicado entre tanto que iba de camino por la marisma, cuando oyó ladrar a los sabuesos.

Suponiendo que iban tras de un criminal, hizo alto, pues la ley que obedecían los moradores de la marisma les ordenaba que prestaran ayuda a todo fugitivo perseguido por la Justicia.

Johnny estaba ya enterado de esto; por ello habíase convertido deliberadamente en un criminal.

Su excursión por el río terminó al llegar ante una colina pequeña poblada por hordas de canes, chiquillos de ambos sexos y un número indeterminados de hombres y mujeres.

La colina estaba salpicada de cabañas destartaladas que en junto sumarían una docena.

En un largo cobertizo vio Johnny el musgo «barbas de viejo» groseramente embalado y supuso que aguardaba allí a que se le transportara a la factoría por vía fluvial.

Tábegas, cañas de pescar, trampas para coger ratas almizcleras, festoneaban los aleros de las chozas.

Johnny descendió de la canoa y sentó la planta en lo que creyó ser un leño.

Juzgad, pues, cual sería su asombro cuando el leño se movió y le llevó a tierra firme.

¡Era un saurio gigante! Estaba sujeto a una estaca mediante una cuerda lo mismo que si fuera una vaca y en vista de que no le mordía supuso Johnny que debía estar domesticado.

—Puedes dormir en el cobertizo donde guardamos el musgo —le propuso Buck.

Y allí pasó Johnny el resto de la noche. Durmió profundamente aún cuando subconscientemente estaba alerta, al menor ruido hostil o sospechoso.

Una lucha entre perros subrayada por las voces de los hombres-mono que trataban de separarlos, le despertó, bien entrado el día; por lo visto era aquel el despertar usual, ya que los habitantes de la colina hacían poco caso de los canes.

Poco después, una serie de chillidos penetrantes sonó dentro de una de las chozas mayores de la colina. Eran espantosos, sobrehumanos.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Johnny e involuntariamente se llevó la mano al pecho.

—¿Qué sucede? —preguntó a un habitante del poblado.

—Nada. Es Sill Boontown. No tiene bien la cabeza —explicó el hombre barrenándose la sien con el índice.

Investigando, Johnny averiguó que Buck estaba casado. Su mujer, algo más agraciada que el resto de las mujeres del poblado, y esto ya es decir mucho, le había dado un hijo, Sill, que acababa de cumplir dieciocho años, pero padecía de desequilibrio mental. Estaba loco y en tal estado llevaba dos años.

Originó su locura, por lo visto, la caída de un árbol sobre su cabeza.

La colonia compuesta por los habitantes de la aldea era mísera, feísima, una mezcla de razas que mantenía las malas cualidades de todas ellas y ninguna de las buenas. Apenas consideró llegado el momento, Johnny comenzó a exhibir sus habilidades de sacerdote, añadiendo algunos toques de efectos al rito usual y repelente de los vuduistas.

Primero hipnotizó al caimán, para lo cual se valió secretamente de una de las bolas de vidrio llenas de anestésico de que le había provisto Doc, y la cual rompió bajo las propias narices del animal.

El hecho causó sensación y la fama de Johnny creció como la espuma.

Después, empleando siempre ácidos, varió, a una orden suya, el color del agua que llenaba el pozal.

Pero el número más sensacional del programa fue atravesarse el cráneo, en redondo, con una larga, finísima varilla de acero. Realizó la hazaña gracias a un tubo oculto en el sombrero.

La varilla era flexible y como tal se ceñía en torno a su cabeza mediante el tubo produciendo la impresión de que pasaba por dentro del cráneo.

Semejante maravilla hizo abrir desmesuradamente los ojos del público.

Parecía que al más ligero golpe o sacudida iban a desprenderse de sus órbitas.

Pero originó la desaparición de Buck Boontown. Reapareció al día siguiente y fue en busca de Johnny.

—Aquí hombre quiere hablar contigo —dijo.

—¿De parte del Araña Gris, acaso? —interrogó el geólogo.

—¡No saber quién es ese Araña! —replicó vivamente Buck.

Era evidente que alguien había puesto la mosca en la oreja de Buck, recomendándole que no hablara de más, Johnny se prodigó interiormente epítetos insultantes. Al desaparecer el hombre-mono debió seguir su rastro, ya que, aparentemente, había ido a ponerse en contacto con su jefe.

—¡Bien! —exclamó en voz alta—. ¿Dónde está ese hombre?

—¡Aquí precioso! —dijo una voz destemplada.

Johnny giró vivamente sobre sus talones y examinó, de pies a cabeza al recién llegado.

Era ancho de espaldas y corto de miembros, llevaba zahones y, contrastando con ellos, algo que no ha visto jamás el hombre de la marisma: corbata y cuello. Un pañuelo de seda negro oscurecía su semblante y se anudaba detrás de la cabeza como para ocultar el color de sus cabellos; poco menos que imposible era, además, distinguir el color de su piel, pues llevaba unos guantes de algodón, mas por el sonido de su voz comprendió Johnny que era un hombre blanco.

Este gruñó:

—Aquí el amigo Buck dice que eres un jefe de la secta, ¿es eso cierto?

—OUI, ciertísimo —repuso el geólogo.

—¿Deseas unirte al equipo del Araña?

—¿Paga bien?

—¡Ya te lo diré!

—Si paga bien, desde luego —replicó el geólogo, haciéndose el desentendido.

El enmascarado se rió con sorna.

—Y no estoy seguro de consentírselo —añadió—. Antes de discutir este asunto quisiera conocerte un poquito.

Con su mejor pronunciación Johnny repitió la historia que ya había contado a Buck Boontown procurando asumir un aire de sinceridad.

Mucho esperaba conseguir de ésta, pues creía estar hablando con el propio Araña Gris.

—¿Eres tú el Araña? —preguntó atrevidamente.

El enmascarado se puso rígido y echó mano al bolsillo, abultado como si en su interior hubiera un arma.

—No hagas tontas preguntas, ¿sabes? —advirtió a Johnny.

—¡OUI! —contestó éste encogiéndose de hombres.

Su interlocutor guardó un instante de silencio antes de reanudar el diálogo.

—Permanece aquí unos días mientras reflexiono lo que debo hacer contigo —dijo—. Un hombre que conoce el vudú como tú debe de ser muy hábil, pero cuidadito con aprovecharte de la ocasión, ¿entiendes?

Johnny entendió, en efecto, y al propio tiempo creyó que tenía delante al Araña en persona. ¡Si pudiera verle la cara!… Pero esto sería peligroso en demasía.

Y de pronto se le ocurrió una idea.

—¿Vas a Nueva Orleans?

—¿A ti qué te importa? —gruñó el enmascarado.

Johnny replicó que había salido inesperadamente de la ciudad y que con la prisa había dejado en ella una suma considerable de dinero, cuidando de producir en el ánimo de su oyente la impresión de que dificultades con la policía motivaron su huída.

Luego dio al enmascarado la dirección de la casa donde los hábiles y bronceados dedos de Doc le habían aplicado el maquillaje.

—¿Querrías traerme ese dinero? —dijo, al concluir la explicación—. Confío en ti, ¿quién no lo haría, tratándose del Araña Gris?

—¿Quién ha dicho que yo lo sea? —replicó vivamente el otro.

—¡Nadie! —repuso, apresuradamente, Johnny—. Bueno. ¿Qué me dices?

—Que te lo traeré —prometió el enmascarado.

Un cambio sutil en su acento hizo sospechar a Johnny que no pensaba hacerlo.

Mas, no le preocupó gran cosa, porque no tenía aquella suma. Lo importante era conseguir que el hombre se dirigiera a la casa de Nueva Orleans.

Y Johnny estaba seguro de que lo haría con el poco honrado propósito de apoderarse del dinero. Con toda la atención había hecho saber al enmascarado que la cantidad abandonada ascendía a veinte mil dólares, sobre poco más o menos, incluso el Araña Gris era incapaz de resistir a una prueba tal.

Partió el desconocido y Johnny echó tras él, procurando no ser visto de Buck ni de los otros pobladores de la colina. Hasta él llegaba el ruido que hacía al abrirse paso por entre la maleza, pero no procuró divisarle.

Por el contrario, volvió a la izquierda. Halló su hidroplano escondido aún en la ribera y se encaramó a la cabina. En cosa de un minuto obtenía una comunicación con Doc por radiotelefonía.

—Envío ese hombre a la habitación donde me maquillaste —dijo a Doc Savage, tras de explicarle la situación— y allí podrás atraparle.

—¿Crees que es, realmente, el Araña? —La voz de Doc vibró clara como una campana en los oídos del geólogo. Ambos hablaban en lengua maya, naturalmente.

—No te lo aseguro —replicó Johnny—. Me lo parece, nada más.

—Bueno. Le prepararé excelente acogida —dijo, en tono sombrío, Doc—.¡Buena suerte, Johnny!

—Adiós —Johnny dejó el auricular y salió de la cabina.

Trepando por el tronco de un árbol cercano, oteó la marisma que se extendía, caliginosa e intrincada, en todas direcciones hasta confundirse con la línea del horizonte.

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