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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

Asesinos en acción (4 page)

BOOK: Asesinos en acción
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»Hoy la han dividido en pequeños bloques —agregó con un rugido de cólera ronco y cavernoso— y la liquidan. Liquidan una propiedad cuyo valor asciende a varios millones de dólares ¡fíjese bien! Y se embolsan el producto de la venta.

»Lo propio sucedió, unas semanas después, a la Bayon Sash y Door —otra firma importante— y a la Giant Lumber Corporation. A estas casas sucedieron otras de menor cuantía y en todas acaeció lo mismo: la desaparición misteriosa de sus dueños y la inesperada presencia de unos desconocidos que se hacían cargo de ellas.»

Eric se interrumpió para exclamar, a tiempo que pegaba un soberbio puñetazo sobre la mesa escritorio:

—¡Estoy seguro de que se está quedando con esos millones una banda de malhechores bien organizada!

Después de este desahogo siguió diciendo:

—Concebí sospechas y contraté, como ya he manifestado, los servicios de una agencia de detectives. Esta no descubrió nada que valiera la pena, pero recogió extraños rumores referentes a un ser misterioso apodado el Araña Gris que, lenta pero irresistiblemente, ponía en ejecución un proyecto atrevido: la magna empresa de apoderarse del capital acumulado por la industria maderera de los Estados del Sur.

—Y ¿no sabe usted nada más del Araña Gris? —inquirió Doc Savage.

—¡Oh, sí! Se dicen de él cosas inauditas, inverosímiles, fantásticas —replicó mister Danielsen—. Por ejemplo: que su banda compone un grupo dedicado al culto del mocasín… culto que exige sacrificios humanos. Pero yo no puedo asociar estos rumores a hechos tan reales como las altas finanzas o el latrocinio en gran escala.

Eso me suena a vuduismo —observó Doc Savage—. Se dice que el culto del vudú florece aquí, en Nueva York, de algún tiempo a esta parte y realmente se han descubierto sacrificios humanos… Pero aún no me ha dicho a qué debo el placer de conocerle. ¿Ha tratado el Araña de tejer en torno a usted su tela?

—¡Precisamente! —afirmó Danielsen—. Primero trató de raptarme y de raptar a mi hija. Unos hombrecillos de piel cobriza y rostros diabólicos, atacaron, una vez, nuestro coche, pero conseguí dispersarlos. Después de esto nos tirotearon por dos veces. El hecho me preocupó y abandoné la Luisiana. Durante el viaje trató de asesinarnos, destruyendo la nave aérea que nos conducía y echando a perder la seda de los paracaídas, ese hombre que ve usted ahí.

—¿Quién ocupará el sillón de la presidencia a su muerte, mister Danielsen? —interrogó Doc.

—Mi hija Edna —replicó orgullosamente Eric el Gordo.

—¿Y en el caso de que se eliminara a ustedes dos…?

—Horacio Haas, mi socio —replicó después de una ligera vacilación el millonario maderero—. Es un zote… inofensivo, un desdichado. Pero a él le debo el capital indispensable para poder entrar en el negocio. Por consiguiente, compartirá mi fortuna mientras posea yo un solo centavo.

Los extraños ojos dorados de su interlocutor chispearon apreciativamente.

Eric el Gordo no era un hombre capaz de olvidar un beneficio, evidentemente.

—Un momento: voy a registrar al prisionero. —Anunció. Y al idiotizado desconocido del pelo planchado le dijo en tono vivo: —¡Sígueme!

El hombre obedeció al instante. Al llegar junto a la mesa la empujó hasta que Doc Savage le quitó de allí.

Tan poderosa influencia ejercía en él la misteriosa droga inoculada en su sangre, que no era capaz de pensar que podía encaminarse a la puerta dándole un rodeo a la mesa, en lugar de empeñarse en pasar a través de ella.

Era como un muñeco de carne al que hubieran dado cuerda para ponerle en marcha.

Una vez estuvo a cubierto de las miradas de Edna, Doc le despojó de sus ropas y le examinó atentamente. Dentro de su boca descubrió un detalle interesante, el único que le proporcionó su registro.

¡El prisionero llevaba tatuada en el paladar un mocasín o serpiente de agua, venenosa!

Capítulo III

Muerte en el aire

—Este hombre es un afiliado al culto del Mocasín —explicó al entrar, de nuevo, en el despacho, tras desvestir al prisionero.

Eric sugirió:

—Si esa droga suya ha obrado de modo tal sobre su inteligencia, que le ha privado de la facultad de razonar, interróguele y responderá sinceramente a sus preguntas. ¡Mentiras creo yo que no urdirá!

—La droga no es, precisamente, un suero preventivo —observó Doc Savage meneando la cabeza—. De todos modos, si no es capaz de discurrir, tampoco obtendremos de él una respuesta.

—¡Bien contestado, joven! —exclamó el millonario en un súbito arranque de entusiasmo—. ¡Cuánto me alegro que me ayude en la lucha entablada contra el Araña Gris!

Doc Savage no replicó en el acto. Después de un momento de silencio dijo con indiferencia:

—Yo no he dicho que fuera a ayudarle…

Eric el Gordo perdió el color.

—¿Por qué… no? —tartamudeó.

—Pero lo haré —siguió diciendo Doc, con apagado acento—, si llegamos a un acuerdo respecto a la cantidad que voy a señalar por mis servicios.

—¡U-um! —Eric el Gordo tragó saliva—. ¿A cuánto ascenderá esa cantidad?

—¿Usted tiene una fortuna considerable, no es eso?

—Hombre… no sé… quizás… —replicó el millonario, con cautela.

—Pues bien; exijo un millón de dólares —concluyó Doc Savage con la calma del obrero que pide; exijo un salario de tres dólares diarios por su trabajo.

—¡Eh! —a Eric el Gordo se le congestionó el semblante. La indignación le hizo enmudecer. Por fin repitió—: ¡Un millón!… ¡Pero esto es una socaliña! ¿Y usted es el que derrama el bien a manos llenas, el bienhechor de la humanidad? Me parece que trata usted de…

Aquí sorprendió una mirada de Ham y apresuradamente se tragó el resto de sus palabras. Examinó el semblante de Doc Savage.

Era tan inescrutable como el bronce a que se asemejaba.

De pronto se le ocurrió que era inútil que discutiera. No conseguiría convencer a Doc y como era muy astuto tampoco le pareció bien prestarse a adelantar una suma tan crecida sin saber si la cosa valía la pena.

El propio Savage le sacó de dudas, diciendo:

—Entregará usted dicha cantidad y se destinará por entero a proveer de alimentos, de ropa y de educación a los niños pobres de Luisiana.

—¡Oh! —exclamó Eric profundamente avergonzado de su anterior arranque—. Lo haré, desde luego —y tendió su mano al hombre de bronce.

Este se la estrechó.

Eric había creído siempre que tenía la mano dura y buenos puños, pero en la férrea diestra de Savage pareciole blanda como la de un niño.

Involuntariamente exhaló un hondo suspiro. Le aterraba la fuerza de aquel hombre extraordinario, increíble aún después de haber visto los tendones prodigiosos de sus brazos y manos.

—¿Dónde están Monk, Renny, Long Tom y Johnny? —interrogó Doc a Ham.

Dichos nombres pertenecían a otros cuatro miembros del grupo compuesto por sus cinco amigos y colaboradores.

—Llegarán dentro de una hora —replicó el brigadier.

Doc Savage se aproximó a la ventana. De uno de sus bolsillos extrajo un objeto que no pudieron distinguir los presentes y su mano atezada hizo unos movimientos rápidos sobre el cristal.

Ni Edna ni Eric el Gordo comprendieron lo que estaba haciendo. Ham lo sabía.

Su amigo escribía valiéndose de una substancia transparente, totalmente invisible. Mas, cuando sobre el cristal proyectaba una lámpara la luz de sus rayos ultravioleta, surgirían deslumbrantes, fantásticas, las palabras escritas.

El mensaje decía sencillamente:

«Id a Nueva Orleans al instante; poneos en contacto conmigo por medio de la Compañía maderera Danielsen y Haas.»

Doc no lo firmaba. No era necesario. Ninguna otra persona habría redactado una nota tan correcta, tan precisa y característica.

Monk, Renny, Long Tom y Johnny, sus camaradas, proyectarían la luz de la lámpara sobre el cristal de la ventana y leerían el mensaje, de ello estaba seguro.

Se echó el prisionero a la espalda con la misma facilidad que si fuera un costal de paja y ordenó:

—¡A Nueva Orleans! ¡Andando! Más tarde se mantuvo a pie en el estribo del taxi que les alejaba del inmaculado rascacielos. Su presencia allí produjo mágico efecto sobre los policemen reguladores del tráfico. Casi todos le abrían paso en el acto.

El vehículo terminó su carrera ante un aeródromo enclavado en las afueras de la ciudad.

Sus empleados colmaron de atenciones a Doc Savage. Un ejército de mecánicos se puso a sus órdenes.

Transcurrido un instante se abrió la puerta de un hangar y por ella asomó la nariz de un aeroplano.

—¡Cáspita! —exclamó Eric el Gordo cuando le vio a plena luz.

Tenía motivo de sobras para asombrarse. La nave aérea era un sueño; un ave metálica de alas bajas, perfilada de líneas, conforme a la última palabra de la ingeniería aeronáutica.

Su equipo o tren de aterrizaje era retráctil; una vez en el aire se doblaba bajo las alas de modo que no ofreciera resistencia al viento. Sus tres grandes motores de tipo radial iban provistos de capots de último modelo.

—He aquí el nuevo aparato de Doc —explicó Ham a los Danielsen—, poseía otro semejante pero fue destruido durante nuestro viaje a los mares del Sur. El que tenemos a la vista ha sido construido durante su ausencia. Hoy le ve por ve primera.

A una palabra de Doc Savage se aproximó él, maquinalmente, el idiotizado prisionero. Doc le ordenó que subiera al aeroplano, pero el hombre no poseía la facultad de pensar, por consiguiente no comprendió que debía encaramarse por la pequeña escala pendiente, en aquel momento, de uno de los costados de la nave.

Doc le alzó en sus brazos vigorosos y le depositó sobre el asiento como a una criatura.

—¿No sería conveniente y más rápido —inquirió Ham— llevar con nosotros a Monk, Renny, Long Tom y Johnny?

—Desde luego —repuso Clark Savage—, pero forma parte de mis planes que no les vean, al llegar a Nueva Orleans, en nuestra compañía.

Eric cazó estas palabras al vuelo y le sorprendieron en extremo.

¿Conque el hombre de bronce había elaborado ya un plan de operaciones? ¡Realmente no perdía el tiempo!

Cada minuto que pasaba junto a él contribuía a acrecentar el respeto que le inspiraba.

Doc se instaló ante el juego del volante. Los motores se pusieron en movimiento en rápida sucesión.

El personal del aeródromo le rodeó. Sus bocas abiertas llamaron la atención de Eric el Gordo. ¿Qué excitaría su interés? Lo comprendió al instante.

¡Los motores acababan de ser reducidos al silencio! Sólo se percibía el sonido sibilante de las hélices. Al abrir Doc las válvulas de escape convirtiose el sonido en rugido atronador semejante al de una galerna.

Tras de una breve carrera por el suelo del aeródromo el aeroplano despegó.

Plegose el carro de aterrizaje bajo sus alas y se lanzó, raudo como una centella, hacia el Oeste.

Eric alargó el pescuezo y dirigió una ojeada al aparato indicador de la velocidad. Las pupilas quisieron salírsele de las órbitas.

¡Santo cielo! ¡Iban a doscientas cincuenta millas por hora! Sin embargo, los motores no parecían realizar ningún esfuerzo.

—A Doc no le agrada llegar tarde a ninguna parte —observó Ham, sonriendo.

Pero él mismo se hubiera sorprendido de saber que Doc acababa de realizar un vuelo fantástico y emocionante de miles de millas para trasladarse a Nueva York desde su fortaleza en el ártico.

La atractiva Edna Danielsen guardaba obstinado silencio hacía ya una media hora, pero su mirada seguía todos los movimientos de Doc.

La sola contemplación de aquel hombre extraordinario despertaba en su alma una gama de emociones.

Entre tanto, el gigantesco trimotor avanzaba velozmente en las tinieblas.

Un gemido apagado, persistente, recordaba a los pasajeros que iban a bordo de un aeroplano, de otro modo lo hubiera olvidado en el recogimiento de la acolchada cabina.

El prisionero se había retrepado en su asiento. Dormía. Su boca, desmesuradamente abierta, revelaba el tatuado paladar donde campeaba la singular insignia de los adoradores del mocasín.

Cinco horas después volaba el aeroplano sobre las riberas del bajo Missisippi. Delante de él, cercana ya, aparecía Nueva Orleans.

Ni una sola nube alteraba la monotonía del espacio. La luna proyectaba sus plateados rayos sobre la metálica armadura de la nave.

Así y todo, Doc había permanecido en constante contacto con varias estaciones de aeródromo y obtenido de ellas informes respecto al estado del tiempo, mediante el radioteléfono.

A la luz indulgente de la luna descubrió, de súbito, otro aeroplano que volaba delante de él, a unas millas de distancia. Probablemente marchaba a una velocidad de ciento cincuenta millas por hora.

Pero el veloz trimotor de Doc le dejó atrás, lo mismo que si hubiera permanecido inmóvil.

Cambió ligeramente de rumbo y el otro aeroplano le imitó.

—¿Qué dices a esto? —gruñó Ham—. ¿Supones que el Araña Gris haya enviado ese avión para darnos caza?

—Pronto lo veremos —replicó Doc—. En realidad no me he preocupado de guardar secreto a nuestro viaje. No es, así, imposible que el Araña haya capturado mis comunicaciones a través de la radio. Es posible que posea una emisora clandestina y con ella ha conseguido localizarnos, sin duda alguna.

La nave de Doc prosiguió su vuelo sin interrupción. La otra se le aproximó más y más. Se trataba de un monoplano con el fuselaje tubular. Iba deprisa, como un mal negocio.

De pronto ascendió a una capa más elevada de la atmósfera como para dejar pasar a Doc.

—¡Bah! Sin duda realiza un vuelo nocturno. Es un…

Ham no pudo completar la frase.

Con una zambullida inesperada se situó rápidamente el monoplano frente al potente trimotor de Doc, y vomitó sobre él una nube de verdoso vapor que se extendió con velocidad sorprendente en torno.

—¡Gas!… ¡Gas venenoso! —gritó Ham, el sagaz pensador.

Mas el trimotor no había virado a tiempo y se hallaba envuelto por la mortífera nube lanzada casi a quemarropa sobre sus tres hélices potentes.

Edna Danielsen palideció y se cubrió la cara con las manos. Su padre, ágil pensador como Ham, llenó de aire sus pulmones con una profunda aspiración en previsión de lo que pudiera ocurrir.

El prisionero continuaba sentado tranquilamente y tan indiferente como si la cosa no fuera con él. No podía comprender el peligro que corría, naturalmente.

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