Asfixia (7 page)

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Authors: Chuck Palahnouk

BOOK: Asfixia
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Está bien llorar siempre que lo finjas.

No te guardes nada. Esta va a ser la mejor historia de la vida de alguien.

Lo más importante es que, a menos que quieras una fea cicatriz en la tráquea, es mejor que empieces a respirar antes de que alguien se te acerque con un cuchillo para la carne, una navaja o un cúter.

Otro detalle a recordar es que, cuando escupas tu bocado de comida ensalivada, tu taco triturado de carne muerta y babas, tienes que estar mirando en dirección a Denny. Denny tiene padres y abuelos, tíos y tías y primos que le salen por las orejas, un millar de personas que irán corriendo a salvarle de todos los fregados. Por eso nunca me podrá entender.

El resto de la gente, todos los que están en el restaurante, a veces se ponen de pie y aplauden. Lloran de alivio. Todo el mundo sale de la cocina. En cuestión de minutos, se estarán contando la historia entre ellos. Todo el mundo invitará a copas al héroe. Con los ojos brillantes por las lágrimas.

Todos estrecharán la mano del héroe.

Todos le darán golpecitos en la espalda.

Se trata más de su nacimiento que del tuyo, pero en los años siguientes esa persona te enviará una felicitación de cumpleaños ese día exacto del mes. Se convertirá en otro miembro de tu familia realmente numerosa.

Y Denny se limitará a sacudir la cabeza y pedirá la carta de postres.

Es por eso que hago todo esto. Por eso paso tantos apuros. Para que pueda lucirse un desconocido valiente. Para salvar a una persona más del aburrimiento. No es
solamente
por el dinero. No es
solamente
por la admiración.

Pero ninguna de ambas cosas viene mal.

Todo es muy fácil. No es cuestión de dar buena imagen, al menos no en la superficie, pero aun así tú ganas. Limítate a dejarte quebrar y humillar. Continúa diciéndole a la gente durante toda tu vida:
Lo
siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento. Lo siento...

8

Eva me sigue por el pasillo con los bolsillos llenos de pavo asado. Lleva carne picada masticada dentro de los zapatos. Su cara, el amasijo triturado y polvoriento de su piel, es un centenar de arrugas que confluyen en su boca. Echa a rodar detrás de mí diciendo:

—Eh, no te me escapes.

Con las manos surcadas de venas hinchadas, Eva rueda por el pasillo. Encorvada en su silla de ruedas, embarazada de su propio hastío inflado y enorme, no deja de seguirme, diciendo:

—Me has hecho daño. Diciendo:

—No puedes negarlo.

Lleva un babero del color de la comida.

—Me has hecho daño y se lo voy a decir a mamá —me dice.

En el sitio donde tienen a mi madre, los obligan a llevar pulsera. No una pulsera de joyería, sino una tira gruesa de plástico sellado al calor alrededor de su muñeca para que nunca se la pueda quitar. No se puede cortar. Tampoco se puede derretir con un cigarrillo. La gente ya ha intentado todas esas formas de salir.

Cuando llevas la pulsera y te pones a andar por los pasillos oyes cerraduras que se cierran todo el tiempo. Hay una banda magnética o algo sellado dentro del plástico que emite una señal. Hace que las puertas del ascensor no se abran para que tú no entres. Cierra prácticamente todas las puertas si te acercas a menos de un metro. No puedes abandonar la planta a la que te han asignado. No puedes salir a la calle. Puedes ir al jardín, a la sala de estar común, a la capilla o al comedor, pero ni a un sitio más.

Si de alguna forma consigues atravesar una puerta exterior, ten por seguro que la pulsera hace saltar la alarma.

Esto es Saint Anthony. Las alfombras, las sábanas, las camas, prácticamente todo es ignífugo. Todo es a prueba de manchas. Uno puede hacer prácticamente cualquier cosa en cualquier sitio y lo pueden limpiar. Es lo que se llama una residencia asistida. Parece como si contarte todo esto estuviera mal. O sea, que es como estropearte la sorpresa. Ya lo verás por ti mismo, pronto. Es decir, si vives lo bastante.

O si lo echas todo a rodar y te vuelves chiflado antes de tiempo.

Mi madre, Eva o tú cuando te toque, todo el mundo lleva pulsera.

No es una de esas madrigueras infectas. No huele a orina en cuanto entras por la puerta. No por tres de los grandes al mes. Hace un siglo era un convento y las monjas plantaron un precioso y vetusto jardín de rosas. Precioso y rodeado de muros y a prueba de fugas.

Hay cámaras de seguridad vigilándote desde todos los ángulos.

Desde el mismo momento en que uno entra por la puerta principal, hay un movimiento lento y terrorífico de internas acercándose a ti. Todas las sillas de ruedas, toda la gente con caminadores y bastones, en cuanto ven a un visitante se arrastran hacia él.

La alta y deslumbrante señora Novak es una exhibicionista.

La mujer de la habitación de al lado de mi madre es una ardilla.

Las exhibicionistas se quitan la ropa a la menor oportunidad. Son la gente a quien las enfermeras visten con lo que parece un conjunto de camisa y pantalón pero que en realidad es un mono. La camisa está cosida a la cintura de los pantalones. Los botones de la camisa y la bragueta son falsos. La única forma de ponerse o quitarse la ropa es una cremallera larga que recorre la espalda. Se trata de gente anciana con los movimientos limitados, de forma que una exhibicionista, incluso lo que llaman una exhibicionista agresiva, está triplemente atrapada. Por la pulsera, por la ropa y por la residencia asistida.

Una ardilla es alguien que mastica la comida y luego se olvida de qué hay que hacer con ella. Se olvidan de tragar. Lo que hacen es meterse todos los bocados masticados en los bolsillos del vestido. O en el bolso. Esto es menos gracioso de lo que parece.

La señora Novak es la compañera de habitación de mi madre. La ardilla es Eva.

En Saint Anthony, la primera planta es para las mujeres que se olvidan de sus nombres, las que corren desnudas y las que se meten comida en los bolsillos pero que por lo demás están bastante sanas. También hay algunas mujeres zumbadas por las drogas y rayadas por traumas craneales graves. Caminan y hablan, aunque lo que dicen sea un simple galimatías, un torrente constante de palabras que parece aleatorio.

—Personajillos carretera amanece un poquito cuerda cantarina se ha ido la vena morada. —Así es como hablan.

La segunda planta es para las pacientes que no pueden salir de la cama. La tercera planta es donde van a morirse.

Por ahora mi madre está en la primera planta, pero nadie se queda allí para siempre.

Eva está en Saint Anthony porque hay gente que lleva a sus padres ancianos a un sitio público y los deja allí sin identificación. Son las viejas Dorothys y Ermas que no tienen ni idea de quiénes son ni de dónde están. La gente cree que las va a recoger el estado o el gobierno o quien sea. Más o menos igual que recogen la basura.

Es lo mismo que pasa cuando abandonas tu coche viejo quitándole la matrícula y el adhesivo del número de identificación de vehículo para que el ayuntamiento tenga que llevárselo con la grúa.

Aunque no te lo creas, esta práctica se llama abandono de abuelitas, y Saint Anthony tiene que hacerse cargo de un número determinado de abuelitas abandonadas, niñatas zumbadas por el éxtasis y vagabundas suicidas. Lo que pasa es que no las llaman vagabundas, igual que no llaman a las chicas de la calle prostitutas infantiles. Yo sospecho que alguien redujo la velocidad del coche, tiró a Eva por la portezuela abierta y nunca lo lamentó. Más o menos lo que la gente hace con los animales de compañía a los que no consiguen adiestrar.

Con Eva todavía siguiéndome, llego a la habitación de mi madre y me encuentro con que no está. En lugar de a mi madre, me encuentro una cama vacía y una cavidad grande y mojada en el colchón empapado de orina. Es la hora de la ducha, supongo. Una enfermera te lleva a una sala grande y embaldosada para que te rocíen con la manguera.

Aquí en Saint Anthony proyectan todos los viernes por la noche la película
El juego del pijama
y cada viernes van en manada los mismos pacientes a verla por primera vez.

Tienen bingo, manualidades y animales de compañía de visita.

Tienen a la doctora Paige Marshall. Dondequiera que se haya metido.

Tienen baberos incombustibles que te cubren del cuello a los tobillos para que no te quemes cuando fumas. Tienen pósters de Norman Rockwell. Un peluquero viene dos veces por semana a arreglarte el pelo. Eso se cobra aparte. La incontinencia se cobra aparte. La tintorería se cobra aparte. Controlar la producción de orina se cobra aparte. Y las sondas de estómago.

Cada día dan clases para atarse los zapatos, para abrochar botones y para cerrar broches. Para abrochar hebillas. Alguien hace una demostración del velero. Alguien te enseña a subirte la cremallera. Te vuelven a presentar a los amigos que conoces desde hace sesenta años. Todas las mañanas.

Esa gente que día tras día ya no se sabe subir la cremallera son médicos, abogados y líderes de la industria. No se trata tanto de enseñanza como de control de daños. Es lo mismo que intentar pintar una casa en llamas.

Aquí en Saint Anthony, los martes quieren decir carne picada con salsa. Los miércoles quieren decir pollo con champiñones. Los jueves, espaguetis. Los viernes, pescado al horno. Los sábados, carne en conserva. Los domingos, pavo asado.

Tienen puzzles de mil piezas para que los hagas mientras esperas a que te llegue la hora. En todo el lugar no hay un solo colchón donde no se hayan muerto una docena de personas.

Eva ha detenido su silla de ruedas en la puerta de mi madre y se ha quedado allí, pálida y mustia, como una momia a la que alguien acabara de poner las vendas y de colocarle de nuevo su pelambrera asquerosa. Su cabeza cubierta de rizos azules nunca deja de balancearse en círculos lentos y breves, igual que los boxeadores profesionales.

—No te me acerques —dice Eva cada vez que la miro—. La doctora Marshall no dejará que me hagas daño.

Hasta que la enfermera vuelve, me limito a sentarme en el borde de la cama de mi madre y esperar.

Mi madre tiene uno de esos relojes en los que cada hora viene señalada por el canto de un pájaro distinto. Pregrabado. La una en punto es el tordo. Las seis son la oropéndola.

Mediodía es el pinzón mexicano.

El carbonero sibilino son las ocho en punto. El saltapalo quiere decir las once.

Ya te haces una idea.

El problema es que asociar pájaros con horas concretas del día puede resultar confuso. Sobre todo si uno está al aire libre. Pasas de mirar el reloj a mirar a los pájaros. Cada vez que oyes el hermoso trino del gorrión gorjiblanco, piensas:
¿Ya son las diez?

Eva entra tímidamente con su silla en la habitación de mi madre.

—Me has hecho daño —me dice—. Y yo no se lo he dicho a mamá.

Estos vejestorios. Estas ruinas humanas.

Ya son más del carbonero de cresta negra y media y yo tengo que coger el autobús y estar trabajando para cuando cante la urraca.

Eva cree que soy su hermano mayor, que abusó de ella hace más o menos un siglo. La compañera de habitación de mi madre, la señora Novak, la de los horribles pechos y orejas colgantes, cree que soy el hijo de puta de su socio, que le mangó la patente del almarrá, de la pluma estilográfica o algo así.

Aquí lo represento todo para todas las mujeres.

—Me has hecho daño —dice Eva, y se acerca rodando un poco más—. Y no lo he olvidado ni por un minuto.

Cada vez que vengo de visita hay una vieja chocha de cejas espesas al otro lado del pasillo que me llama Eichmann. Otra mujer a la que le asoma un tubo de plástico para la orina por debajo de la bata me acusa de haberle robado el perro y quiere que se lo devuelva. Siempre que paso por delante de otra vieja sentada en su silla, encorvada y enfundada en un montón de jerseys de color rosa, me espeta:

—Te vi —me dice mirándome con un ojo entelado—. ¡La noche del incendio te vi con ellos!

No se puede ganar. Todos los hombres que han pasado por la vida de Eva han sido probablemente su hermano mayor de alguna forma. Lo sepa o no, se ha pasado la vida entera esperando y deseando que los hombres abusen de ella. En serio, incluso momificada dentro de su piel arrugada sigue teniendo ocho años. Se ha quedado ahí. Igual que la plantilla hippiosa de colgados del Dunsboro colonial, en Saint Anthony todo el mundo vive atrapado en el pasado.

Yo no soy ninguna excepción, y tampoco creo que lo seas tú.

Igual de atrapada que Denny en el cepo, Eva se ha quedado pillada en su fase de crecimiento.

—Tú —dice Eva y me señala con un dedo tembloroso—. Tu me has hecho daño en el chichi.

Estos vejestorios colgados.

—Oh, dijiste que era nuestro juego —dice meciendo la cabeza y convirtiendo su voz en un sonsonete—. Que era nuestro juego secreto, pero luego me metiste tu cosota enorme. —Su dedo meñique esquelético continúa señalando al aire en dirección a mi entrepierna.

En serio, la mera idea hace que mi cosota tenga ganas de salir corriendo de la habitación.

El problema es que pasa lo mismo con todo el mundo en Saint Anthony. Otro viejo esqueleto cree que le pedí prestados quinientos dólares. Otra vieja podrida me llama el demonio.

—Y me hiciste daño —dice Eva.

Resulta difícil no venir aquí y asumir la culpa de todos los crímenes de la historia. Dan ganas de gritarle a todas esas caras desdentadas. Sí, yo secuestré a la criatura de los Lindbergh.

Lo del
Titanic
lo hice yo.

El rollo del asesinato de Kennedy, sí, fui yo.

La trastada aquella de la segunda guerra mundial, aquel chisme atómico que tiraron. ¿Lo adivinas? Fui yo.

¿El virus del sida? Lo siento. Otra vez yo.

La forma correcta de manejar un caso como el de Eva es desviar su atención. Distraerla mencionando el almuerzo o el tiempo o el peinado tan bonito que lleva. Su capacidad de concentración dura un paso del segundero del reloj y luego ya puedes pasar a un tema más agradable.

Salta a la vista que así es como los hombres han estado capeando la hostilidad de Eva durante toda su vida. Simplemente distrayéndola. Dejando pasar el momento. Evitando el enfrentamiento. Escaqueándose.

Así es en gran medida como pasamos la vida. Viendo la televisión. Fumando porquería. Automedicándonos. Desviando nuestra propia atención. Cascándonosla. Negando la realidad.

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