Read Así habló Zaratustra Online
Authors: Friedrich Nietzsche
de un alma poderosa, a la que corresponde el cuerpo elevado, el cuerpo bello, victorioso, reconfortante, en torno al cual toda cosa se transforma en espejo:
el cuerpo flexible, persuasivo, el bailarín, del cual es símbolo y compendio el alma gozosa de sí misma. El goce de tales cuerpos y de tales almas en sí mismos se da a sí este nombre: «virtud».
Con sus palabras bueno y malo se resguarda tal egoísmo como con bosques sagrados; con los nombres de su felicidad destierra de sí todo lo despreciable.
Lejos de sí destierra el egoísmo todo lo cobarde; dice: lo malo ¡es cobarde! Despreciable le parece a él el hombre siempre preocupado, gimiente, quejumbroso, y quien recoge del suelo incluso las más mínimas ventajas.
Él desprecia también toda sabiduría llorosa: pues, en verdad, existe también una sabiduría que florece en lo oscuro, una sabiduría de las sombras nocturnas: la cual suspira siempre: «¡Todo es vanidad!».
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A la medrosa desconfianza la desdeña, así como a todo el que quiere juramentos en lugar de miradas y de manos: y también desdeña toda sabiduría demasiado desconfiada, pues ésta es propia de almas cobardes.
Pero aún más desdeña al que se apresura a complacer a otros, al perruno, que en seguida se echa panza arriba, al humilde; y hay también una sabiduría que es humilde y perruna y piadosa y que se apresura a complacer.
Odioso es para el egoísmo, y nauseabundo, quien no quiere defenderse, quien se traga salivazos venenosos y miradas malvadas, el demasiado paciente, el que todo lo tolera y con todo se contenta: ésta es, en efecto, la especie servil.
Sobre quien es servil frente a los dioses y los puntapiés divinos, o frente a los hombres y las estúpidas opiniones humanas: ¡sobre toda esa especie de siervos escupe él, ese bienaventurado egoísmo!
Malo: así llama él a todo lo que dobla las rodillas y es servil y tacaño, a los ojos que parpadean sin libertad, a los corazones oprimidos, y a aquella falsa especie indulgente que besa con anchos labios cobardes.
Y pseudosabiduría: así llama él a todos los alardes de ingenio de los siervos y de los ancianos y de los cansados; ¡y en especial, a toda la perversa, desatinada, demasiado ingeniosa necedad de los sacerdotes!
Mas tanto la pseudosabiduría, como todos los sacerdotes, y los cansados del mundo, y aquellos cuya alma es de la especie de las mujeres y de los siervos, ¡oh, cómo su juego ha jugado desde siempre malas partidas al egoísmo!
¡Y cabalmente debía ser virtud y llamarse virtud esto, el que se jugasen malas partidas al egoísmo! ¡Y «no egoístas» así deseaban ser ellos mismos, con buenas razones, todos estos cobardes y arañas cruceras cansados del mundo!
Mas para todos ellos llega ahora el día, la transformación, la espada del juicio, el gran mediodía: ¡entonces se pondrán de manifiesto muchas cosas!.
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Y quien llama sano y santo al yo, y bienaventurado al egoísmo, en verdad ése dice también lo que sabe, es un profeta: «¡He aquí que viene, que está cerca el gran mediodía!»
Así habló Zaratustra.
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Mi boca es del pueblo: yo hablo de un modo demasiado grosero y franco para los conejos de seda. Y aún más extraña les suena mi palabra a todos los calamares y plumíferos.
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Mi mano es la mano de un necio: ¡ay de todas las mesas y paredes y de todo lo demás que ofrezca espacio para las engalanaduras de un necio, para las emborronaduras de un necio!
Mi pie es un pie de caballo; con él pataleo y troto a campo traviesa de acá para allá, y todo correr rápido me produce un placer del diablo.
Mi estómago ¿es acaso el estómago de un águila? Pues lo que más le gusta es la carne de cordero.
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Con toda seguridad es el estómago de un pájaro.
Un ser que se alimenta con cosas inocentes, y con poco, dispuesto a volar e impaciente de hacerlo, de alejarse volando ése es mi modo de ser: ¡cómo no iba a haber en él algo del modo de ser de los pájaros!
Y, sobre todo, el que yo sea enemigo del espíritu de la pesadez, eso es algo propio de la especie de los pájaros: ¡y, en verdad, enemigo mortal, archienemigo, protoenemigo! ¡Oh, adónde no voló ya y se extravió ya volando mi enemistad!
Sobre ello podría yo cantar una canción y quiero cantarla: aunque esté yo solo en la casa vacía y tenga que cantar para mis propios oídos.
Otros cantores hay, ciertamente, a los cuales sólo la casa llena vuélveles suave su garganta, elocuente su mano, expresivos sus ojos, despierto su corazón: yo no me asemejo a ellos.
Quien algún día enseñe a los hombres a volar, ése habrá cambiado de sitio todos los mojones;
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para él los propios mojones volarán por el aire y él bautizará de nuevo a la tierra, llamándola «La Ligera».
El avestruz corre más rápido que el más rápido caballo, pero también esconde pesadamente la cabeza en la pesada tierra: así hace también el hombre que aún no puede volar.
Pesadas son para él la tierra y la vida; ¡y así lo quiere el espíritu de la pesadez! Mas quien quiera hacerse ligero y transformarse en un pájaro tiene que amarse a sí mismo: así enseño yo.
No, ciertamente, con el amor de los enfermos y calenturientos: ¡pues en ellos hasta el amor propio exhala mal olor!
Hay que aprender a amarse a sí mismo así enseño yo con un amor saludable y sano: a soportar estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro.
Semejante vagabundeo se bautiza a sí mismo con el nombre de «amor al prójimo»: con esta expresión se han dicho hasta ahora las mayores mentiras y se han cometido las mayores hipocresías, y en especial lo han hecho quienes caían pesados a todo el mundo.
Y en verdad, no es un mandamiento para hoy y para mañana el de aprender a amarse a sí mismo. Antes bien, de todas las artes es ésta la más delicada, la más sagaz, la última y la más paciente:
A quien tiene algo, en efecto, todo lo que él tiene suele estarle bien oculto; y de todos los tesoros es el propio el último que se desentierra, así lo procura el espíritu de la pesadez.
Ya casi en la cuna se nos dota de palabras y de valores pesados: «bueno» y «malvado» así se llama esa dote. Y en razón de ella se nos perdona que vivamos.
Y dejamos que los niños pequeños vengan a nosotros
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para impedirles a tiempo que se amen a sí mismos: así lo procura el espíritu de la pesadez
Y nosotros ¡nosotros llevamos fielmente cargada la dote que nos dan, sobre duros hombros y por ásperas montañas! Y si sudamos, se nos dice: «¡Sí, la vida es una carga pesada!»
¡Pero sólo el hombre es para sí mismo una carga pesada! Y esto porque lleva cargadas sobre sus hombros demasiadas cosas ajenas. Semejante al camello, se arrodilla y se deja cargar bien.
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Sobre todo el hombre fuerte, de carga, en el que habita la veneración: demasiadas pesadas palabras ajenas y demasiados pesados valores ajenos carga sobre sí, ¡entonces la vida le parece un desierto!
¡Y en verdad! ¡También algunas cosas propias son una carga pesada! ¡Y muchas de las cosas que residen en el interior del hombre son semejantes a la ostra, es decir, nauseabundas y viscosas y difíciles de agarrar,
de tal modo que tiene que intervenir en su favor una concha noble, con nobles adornos. Y también hay que aprender este arte: ¡el de tener una concha, y una hermosa apariencia, y una inteligente ceguera!
Una y otra vez nos engañamos acerca de algunas cosas humanas por el hecho de que más de una concha es mezquina y triste y demasiado concha. Mucha bondad y mucha fuerza ocultas no las adivinaremos jamás; ¡los más exquisitos bocados no encuentran quien los sepa saborear!
Las mujeres saben esto, las más exquisitas: un poco más gruesas, un poco más delgadas ¡oh, cuánto destino depende de tan poca cosa!
El hombre es difícil de descubrir, y descubrirse uno a sí mismo es lo más difícil de todo; a menudo el espíritu miente a propósito del alma. Así lo procura el espíritu de la pesadez.
Mas a sí mismo se ha descubierto quien dice: éste es mi bien y éste es mi mal: con ello ha hecho callar al topo y enano que dice: «bueno para todos, malvado para todos».
En verdad, tampoco me agradan aquellos para quienes cualquier cosa es buena e incluso este mundo es el mejor.
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A éstos los llamo los omnicontentos.
Omnicontentamiento que sabe sacarle gusto a todo: ¡no es éste el mejor gusto! Yo honro las lenguas y los estómagos rebeldes y selectivos, que aprendieron a decir «yo» y «sí» y «no».
Pero masticar y digerir todo ¡ésa es realmente cosa propia de cerdos! Decir siempre sí ¡esto lo ha aprendido únicamente el asno
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y quien tiene su mismo espíritu!
El amarillo intenso y el rojo ardiente: eso es lo que mi gusto quiere, él mezcla sangre con todos los colores. Mas quien blanquea su casa me delata un alma blanqueada.
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De momias se enamoran unos, otros, de fantasmas; y ambos son igualmente enemigos de toda carne y de toda sangre
¡oh, cómo repugnan ambos a mi gusto! Pues yo amo la sangre.
Y no quiero habitar ni residir allí donde todo el mundo esputa y escupe: éste es mi gusto, preferiría vivir entre ladrones y perjuros. Nadie lleva oro en la boca.
Pero aún más repugnantes me resultan todos los que lamen servilmente los salivazos; y el más repugnante bicho humano que he encontrado lo bauticé con el nombre de parásito:
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éste no ha querido amar, pero sí vivir del amor. Desventurados llamo yo a todos los que sólo tienen una elección: la de convertirse en animales malvados o en malvados domadores de animales: junto a ellos no levantaría yo mis tiendas.
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Desventurados llamo yo a todos aquellos que siempre tienen que aguardar, repugnan a mi gusto: todos los aduaneros y tenderos y reyes y otros guardianes de países y de comercios.
En verdad, también yo aprendí a aguardar, y a fondo, pero sólo a aguardarme a mí. Y aprendí a tenerme en pie y a caminar y a correr y a saltar y a trepar y a bailar por encima de todas las cosas.
Y ésta es mi doctrina: quien quiera aprender alguna vez a volar tiene que aprender primero a tenerse en pie y a caminar y a correr y a trepar y a bailar: ¡el volar no se coge al vuelo!
Con escalas de cuerda he aprendido yo a escalar más de una ventana, con ágiles piernas he trepado a elevados mástiles: estar sentado sobre elevados mástiles del conocimiento no me parecía bienaventuranza pequeña,
flamear como llamas pequeñas sobre elevados mástiles: siendo, ciertamente, una luz pequeña, ¡pero un gran consuelo, sin embargo, para navegantes y náufragos extraviados!
Por muchos caminos diferentes y de múltiples modos llegué yo a mi verdad; no por una única escala ascendí hasta la altura desde donde mis ojos recorren el mundo.
Y nunca me ha gustado preguntar por caminos, ¡esto repugna siempre a mi gusto! Prefería preguntar y someter a prueba a los caminos mismos.
Un ensayar y un preguntar fue todo mi caminar: ¡y en verdad, también hay que aprender a responder a tal preguntar! Éste es mi gusto:
no un buen gusto, no un mal gusto, pero sí mi gusto, del cual ya no me avergüenzo ni lo oculto.
«Éste es mi camino, ¿dónde está el vuestro?», así respondía yo a quienes me preguntaban «por el camino». ¡El camino, en efecto, no existe!
Así habló Zaratustra.
* * *
Aquí estoy sentado y aguardo, teniendo a mi alrededor viejas tablas rotas y también tablas nuevas a medio escribir. ¿Cuándo llegará mi hora?
la hora de mi descenso, de mi ocaso: una vez más todavía quiero ir a los hombres.
Esto es lo que ahora aguardo: antes tienen que llegarme, en efecto, los signos de que es mi hora, a saber, el león riente con la bandada de palomas.
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Entretanto, como uno que tiene tiempo, me hablo a mí mismo. Nadie me cuenta cosas nuevas: por eso yo me cuento a mí mismo.
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Cuando fui a los hombres los encontré sentados sobre una vieja presunción: todos presumían saber desde hacía ya mucho tiempo qué es lo bueno y lo malvado para el hombre.
Una cosa vieja y cansada les parecía a ellos todo hablar acerca de la virtud; y quien quería dormir bien hablaba todavía, antes de irse a dormir, acerca del «bien» y del «mal» .
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Esta somnolencia la sobresalté yo cuando enseñé: lo que es bueno y lo que es malvado, eso no lo sabe todavía nadie: ¡excepto el creador!
Mas éste es el que crea la meta del hombre y el que da a la tierra su sentido y su futuro: sólo éste crea el hecho de que algo sea bueno y malvado.
Y les mandé derribar sus viejas cátedras y todos los lugares en que aquella vieja presunción se había asentado; les mandé reírse de sus grandes maestros de virtud y de sus santos y poetas y redentores del mundo.
De sus sombríos sabios les mandé reírse, y de todo el que alguna vez se hubiera posado, para hacer advertencias, sobre el árbol de la vida como un negro espantajo.
Me coloqué al lado de su gran calle de los sepulcros e incluso junto a la carroña y los buitres
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y me reí de todo su pasado y del mustio y arruinado esplendor de ese pasado.
En verdad, semejante a los predicadores penitenciales y a los necios grité yo pidiendo cólera y justicia sobre todas sus cosas grandes y pequeñas, ¡es tan pequeño incluso lo mejor de ellos!, ¡es tan pequeño incluso lo peor de ellos! así me reía.
Así gritaba y se reía en mí mi sabio anhelo, el cual ha nacido en las montañas y es, ¡en verdad!, una sabiduría salvaje mi gran anhelo de ruidoso vuelo.
Y a menudo en medio de la risa ese anhelo me arrastraba lejos y hacia arriba y hacia fuera: yo volaba, estremeciéndome ciertamente de espanto, como una flecha, a través de un éxtasis embriagado de sol:
hacia futuros remotos, que ningún sueño había visto aún, hacia sures más ardientes que los que los artistas soñaron jamás: hacia allí donde los dioses, al bailar, se avergüenzan de todos sus vestidos:
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yo hablo, en efecto, en parábolas, e, igual que los poetas, cojeo y balbuceo; ¡y en verdad, me avergüenzo de tener que ser todavía poeta!
Hacia allí donde todo devenir me pareció un baile de dioses y una petulancia de dioses, y el mundo, algo suelto y travieso y que huye a cobijarse en sí mismo: