Assur (39 page)

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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

BOOK: Assur
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—Con ese hideputa de Gunrød muerto, las cosas deberían ser más fáciles, probablemente les cueste decidirse… Además, Jesse lleva razón, o hacemos algo, o nos arriesgamos a quedarnos así hasta Pascua…

Assur, impaciente por resolver cuanto antes la situación, se atrevió a intervenir en la conversación de los adultos.

—Ataquemos. Sin su
jarl
dudarán… ¡Podemos acabar con esto!

Gutier miró al muchacho con aire severo, conteniendo la reprimenda que se merecía por inmiscuirse, pero sin atreverse a corregirlo porque sabía que el chico tenía razón; el hebreo no le dio tiempo a decidirse.

—Se acercan nubes y habrá luna nueva. Será una noche oscura.

Todos miraron al judío, que había hablado mientras clavaba la aguja curva en uno de los labios de la herida del brazo de Gutier.

Froilo, que creyó entender lo que Jesse sugería, lo contradijo.

—Pero no todos los hombres saben nadar, además, harían falta muchos para ocuparse de tanto barco… La loma quedaría sin defensa…

—Es cierto —concedió Gutier—, si nos descubren o fallamos, quedaríamos a su merced. Es un riesgo demasiado grande.

—Tampoco podéis quedaros así por siempre, si envían un mensajero a los barcos del sur…

No hizo falta que Jesse terminase la frase, todos entendieron lo que implicaría la llegada de refuerzos cuando el enfrentamiento se había demostrado tan ajustado.

Assur dejó de acariciar a Furco y, aun sin olvidar la reprimenda contenida de la vez anterior, se decidió a intervenir de nuevo.

—Démosles un motivo para huir de una vez por todas…

Como todos los demás callaron sorprendidos y Gutier no le dijo nada, el muchacho se animó a exponer su idea.

—No hace falta que nos hagamos con todos los barcos, si atacamos dos o tres y tomamos el control, podemos virarlos y empezar a remar al sur, como si sus tripulaciones huyesen… Los demás navíos nos seguirán, ver marchar a unos será acicate para los que queden, sobre todo si al tiempo atacamos la playa y los convencemos de que nada pueden hacer por los hombres de tierra…

Froilo asintió, empezando a comprender la sugerencia del chico, pero sin tenerlas todas consigo. Podían atacar la playa, sin embargo, sabía que sería un nuevo sacrificio con muy pocas garantías de salir con vida; si los barcos, en lugar de huir, acudían en ayuda de los suyos, las castigadas fuerzas cristianas no aguantarían y el hecho de quemar los navíos negros no iba a ser consuelo cuando cientos de normandos victoriosos clamaran venganza. El ataque solo serviría de algo si eran capaces de aguantar hasta que, sin barcos que los llevasen de regreso a casa y sin un líder que los dirigiese, los nórdicos se rindiesen. Sabía que no tenían muchas posibilidades, pero si Gutier se lo pedía lo haría, confiaba en su juicio.

—Muy justo va a ser eso —dijo Froilo—, pero si me lo ordenáis me llevaré a los que quedan a esa playa, no os defraudaremos, armaremos tal barullo que los de a bordo pensarán que los suyos no tienen ninguna posibilidad —concluyó mirando a Gutier con gesto convencido.

Assur, confiado por no haber escuchado ninguna queja, insistió.

—Si dos o tres barcos ponen rumbo al Sur y los restantes ven que atacamos la playa, el resto se dará la vuelta.

Jesse terminó con la sutura del brazo de Gutier y, al tiempo que le indicaba que se levantase, animó a Froilo a ocupar el lugar libre para atenderlo.

—Puede ser, puede ser… —dijo Gutier rumiando todavía las palabras del chico mientras flexionaba el brazo herido con rostro dolorido—. ¿De verdad creéis que podréis aguantar en la playa? No quiero perder más hombres, hasta ahora no hemos conseguido mucho…

Froilo, después de jurar en vano por el escozor que le provocó el alcohol del vino con el que Jesse le lavaba un corte en la ceja, se tomó unos instantes para reflexionar antes de contestar.

—Sí, creo que sí. Si ven a los suyos huir y si los arqueros lo hacen bien… Nos mantendremos firmes hasta que sus navíos pongan proa al Sur, luego, dará igual si nos retiramos… Sin el apoyo de sus barcos será cuestión de tiempo.

Gutier tenía sobrados motivos para confiar en la voluntad de Froilo, que había demostrado su valía y arrojo en más de una ocasión. Sin embargo, no estaba convencido, temía la reacción de los normandos, eran hombres duros y cruentos, podía ser que, incluso imaginando la playa perdida, no quisieran seguir a los barcos que en manos hispanas aparentasen huir. Además, con sus heridas no podría ser uno de los que se echase al agua, y no deseaba eludir esa responsabilidad.

Jesse, que no era un hombre de guerra, conocía bien a su amigo e imaginaba sus dudas. Pero, como Assur, estaba deseando que todo aquello terminase y, valiéndose de la confianza ganada a través de los años, se atrevió a apremiar al infanzón.

—Debéis tomar una decisión.

Gutier sabía que el hebreo tenía razón. El ocaso ya amenazaba en el horizonte y había que hacer algo pronto.

—¡Al diablo! Intentémoslo.

Assur contuvo con esfuerzo su ansiedad y, asumiendo la mayor seriedad posible, habló con una seguridad que asombró a los adultos.

—Quiero ser uno de los que vayan a los barcos.

Gutier dudó, ya le había hecho pasar por un difícil trance cuando habían atraído al
jarl
, y no deseaba exponer de nuevo al chico, sin embargo, vio en los ojos del muchacho una certeza tal que solo pudo asentir. Sabía bien que Assur se sentía culpable de pecados que deseaba expiar y, aun conociendo el riesgo, supo que no le quedaba, como en tantas ocasiones, otra que consentir.

Los preparativos se terminaron justo con la llegada de la noche, cuando los grillos empezaron a cantar y el fresco de la brisa que llegaba del mar les erizó a todos el vello de la nuca. Froilo había dicho que estaría preparado en cuanto la noche se cerrase.

Para la tropa de asalto Gutier eligió a los mejores disponibles, treinta hombres divididos en tres grupos, armados con lo justo y sin más protección que los calzones, las instrucciones eran sencillas: en cuanto los de Froilo iniciaran el ataque, tres de los navíos debían ser abordados y capturados, con los tripulantes muertos había que poner rumbo al Sur, hacia Crunia, fingiendo huir.

Assur había afilado su daga, había hablado con Jesse sobre banalidades y le había pedido a Furco que se portase bien y que obedeciese a Gutier. Ahora, en pensativo silencio, estaba sentado en un peñasco de la punta del cabo, considerando cuánto había cambiado su vida en el último año y temiendo por el destino de sus hermanos cautivos. A su alrededor los hombres hablaban en susurros, todos iban embadurnados con cenizas para evitar que sus pieles brillasen antes de echarse a nadar, parecían los espíritus de las mágicas cofradías sobre las que le había hablado su madre, ánimas en pena que vagaban por las noches anunciando a los caminantes una muerte pronta.

Assur supo, viéndose entre aquellos hombres, que ya no era un pastor, era algo muy distinto que no comprendía y sobre lo que no estaba seguro. Echó de menos a mamá, y a padre. Al pequeño Ezequiel. A Zacarías. Y mientras esperaba la orden de zambullirse toqueteó la cinta de lino que llevaba atada a la muñeca sintiendo el escalofrío de un mal presagio roerle la cerviz.

Assur se había criado en la ribera del Ulla, estaba acostumbrado a nadar, sin embargo, averiguó pronto que aquello no era lo mismo que jugar en el río con sus hermanos. El suave oleaje retrasaba su avance, y su apresurado corazón le robaba un aliento que necesitaba desesperadamente, se sintió como la primera vez que Sebastián lo había animado a zambullirse; en más de una ocasión estuvo tentado de acortar el rodeo que se habían impuesto para pasar desapercibidos. A ambos lados, cuando sus propios esfuerzos se lo permitían, podía oír los chapoteos contenidos y ver cabezas que se movían al ritmo de las brazadas.

La noche, como había predicho Jesse, se había cerrado pronto tragándose todo resquicio de luz, y las bajas nubes de lluvia que llegaban desde el océano borraban el escaso brillo de las estrellas.

Antes de alcanzar su destino Assur pudo escuchar los gritos lejanos de la batalla que había comenzado, solo distinguía sombras borrosas en el contorno difuminado de la loma y el cabo, y pronto destacaron las hogueras que los hombres de Froilo se encargaron de encender para poder prender antorchas y hachones con los que guiarse.

El frío del mar se colaba hasta sus huesos y el esfuerzo minaba su voluntad. Notaba los labios abiertos protestar por el enjuagado con agua de mar, y sentía la garganta seca con el escozor de la sal quemándole la boca, su cara herida palpitaba. Assur sabía que no aguantaría mucho más.

Los barcos normandos eran estilizados y ágiles, con regalas bajas que los dotaban de poca obra muerta y los hacían rápidos, sin embargo, eso mismo los hacía fáciles de abordar.

Assur escuchó gruñidos de pelea en cuanto consiguió chantar sus manos húmedas en un trecho libre de la amura del barco y enseguida pudo confirmar que no era el primero en llegar al barco que le habían asignado.

No logró auparse hasta el segundo intento. Y cuando pudo alzarse por encima de la regala un remache suelto de las tracas le abrió una herida en las yemas de los dedos. Cayó en cuclillas dejando tras de sí el miedo, escrutando la oscuridad lleno de concentración.

En la cubierta había sombras moviéndose con rapidez. Oyó maldiciones en normando y a uno de los suyos rogar al señor que lo acogiese en su seno. Cuando consiguió asentar sus pies descalzos en la tablazón del barco el frío lo venció, los músculos se le contrajeron y empezó a temblar. Tuvo que realizar un enorme esfuerzo para evitar que sus dientes comenzasen a castañetear. Estaba todavía intentando recomponerse cuando uno de los normandos de la escasa tripulación se abalanzó sobre él.

Assur, lento de reflejos por el frío que entumecía sus músculos, no pudo apartarse. El nórdico lo arrolló y ambos cayeron sobre cubierta. El muchacho se lastimó la espalda con los duros maderos y sintió cómo, ante el peso del hombre, sus costillas cedían dolorosamente. Tuvo suerte y pudo mantener la daga en la mano. Cuando el nórdico se incorporaba para lanzar el primer puñetazo, Assur le robó la guardia en el momento justo y le clavó el puñal en el corazón con un rápido movimiento en el que descargó toda su fuerza. El normando no pudo evitarlo y murió al instante soltando un resoplido que olía a cerveza amarga y ajos. El muchacho apenas tuvo el tiempo necesario para apartarse antes de que el nórdico se desplomase.

Habían sido afortunados, Assur se dio cuenta de que los embarcados no habían esperado un ataque, no estaban armados y no llevaban puestas las
brynjas
. Tenían una posibilidad.

A su derecha vio como una de las naves ya viraba rumbo al Sur. A su espalda la lucha en la playa seguía con un rumor lejano y, por la borda contraria, uno de los suyos se alzaba como podía por encima de la traca de arrufo con los ojos bien abiertos. Ya no vio nada más.

Haciéndose con uno de los pocos escudos que quedaban sujetos en la borda, y a falta de un arma mejor a mano, uno de los normandos había resistido, el hispano con el que se había enfrentado yacía flotando en el mar con una brecha enorme abierta en el rostro por el tachón de la rodela. Se acercaba a Assur por la espalda mientras el muchacho observaba su alrededor.

Gutier aguantaba como podía el dolor de sus heridas, el galope era enloquecido y el sufrido Zabazoque resollaba desfondado, pero incluso a pesar del riesgo que suponía aquella endiablada carrera para las patas de su querido semental, el infanzón no pensaba aminorar. Sabía que su única oportunidad se escurría entre sus dedos como arena fina, no quedaba tiempo.

Froilo, cubierto de vendajes y con heridas que aún sangraban, se había unido al galope. Incluso Jesse. Y Furco.

Los normandos habían huido, sus navíos negros de rodas talladas se habían dado la vuelta. Y los que quedaban en la playa, al ver su único modo de regresar alejarse, habían decidido deponer las armas con la esperanza de recibir la clemencia de los cristianos. De las casi noventa naves que el infanzón había visto tanto tiempo atrás no quedaban más que una docena, aun contando las que estuvieran a buen resguardo en la ría de Crunia; y de los tres mil normandos, como mucho, un par de cientos. Y, gracias a los mozos que subían y bajaban desde y hacia el campamento haciendo mandados, incluso habían recuperado el tributo, abandonado en una trocha que descendía de la colina del asentamiento que el conde había elegido para sus mesnadas.

También hallaron el cadáver eviscerado del propio cómite, apestando el ambiente entre grandes moscones que se cebaban en su carne muerta, con los miembros tensos por el calor del día y los ojos vaciados por las ansiosas gaviotas; sobre su pérdida aún no se había oído un solo lamento.

Todo había salido bien, todo menos una cosa.

Se despertó con un descomunal dolor de cabeza, sintiendo los sesos revueltos y una lacerante molestia que le hacía arder la frente por culpa de la brecha que el escudo normando le había abierto en la sien. Contuvo a duras penas las náuseas que le atenazaban el estómago. Su cara maltratada estaba hinchada, pintada de distintos tonos de púrpura, y sentía su mejilla rígida, con la piel tirando dolorosamente de su carrillo.

No recordaba lo que había sucedido, pero se dio cuenta de que tenía las manos atadas, y al rosario de dolores e incomodidades tuvo que añadir las escaras que la basta soga le había causado mientras estaba inconsciente. Por un momento, antes de preocuparse por su situación, temió que la cuerda hubiera roto la cinta de lino de Ilduara. Hizo un gran esfuerzo retorciendo las muñecas heridas hasta que, escasamente, logró tocar el pedazo de tela y respiró aliviado.

Se incorporó con parsimonia, en un esfuerzo que lo obligó a recordar daños tan graves como el par de costillas rotas y heridas tan pequeñas como los cortes de las yemas de los dedos de su mano derecha.

Tenía frío, caía una lluvia fina que oscurecía el horizonte y destilaba las nubes bajas que con sus panzas grises cubrían el cielo.

No reconocía el lugar, una playa, otra playa, pero dónde. Normandos ocupados con fardos se movían apresuradamente, vio varados algunos de sus barcos y adivinó que los cargaban.

Miró a su alrededor y comprendió. A la izquierda, levantándose en toda su magnificencia, el gran faro cuadrado que los romanos habían levantado con aquella piedra oscura de la Gallaecia. Estaba junto a la torre de Hércules, que miraba orgullosa el océano mientras el pesado moverse de la neblina del orvallo la batía, su silueta se recortaba contra un cielo que se pegaba a un mar oscuro y encabritado que recibía el mal tiempo anunciado agitándose con fiereza. Supo que los navíos normandos habían huido, aunque él hubiera fallado, la idea había dado resultado, los nórdicos habían regresado a Crunia para lamer sus heridas; y ahora se preparaban para marchar al norte antes de que los hispanos les dieran caza. Preparaban su botín y su carga repartiéndolo en los barcos que todavía eran útiles, escapaban a toda prisa, sin su
jarl
, con solo una décima parte de su temible flota, y sin haber arrasado Compostela, y en su desgracia Assur se consoló con la noticia.

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