Atrapado en un sueño (4 page)

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Atrapado en un sueño
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Sara había llegado a la unidad con un diagnóstico de fibrosis quística. Incurable. E injusto. Cuanto más tiempo pasaba, más se deterioraba su respiración. Sus días los llenaban la fisioterapia y un tratamiento masivo a base de antibióticos y, entre tanto, una gran necesidad de conversar. Linn se quedaba con ella hasta bastante después de terminada su jornada laboral. Porque lo deseaba, más que ninguna otra cosa. Y no solo por Sara… No se trataba en absoluto de un sacrificio. Se convirtieron en amigas íntimas. Iban juntas al teatro o al cine y escuchaban música hasta bien entrada la noche. Compartían experiencias, discutían… Uno no debe relacionarse con sus pacientes en el tiempo libre. No está bien. Si no quieres sucumbir, debes separar trabajo y ocio por completo. Eso es algo que sabe cualquier enfermera profesional. Pero los sentimientos siguieron su propio camino. Cada empeoramiento de Sara cuando acudía a la unidad era para ella como una pérdida personal. Como un golpe en el estómago. Sara solía llamar a la sección antes de ir a la consulta: «Ya no puedo quedarme en casa. Otra vez tengo fiebre». La cantidad de oxígeno que se le suministraba no cesaba de aumentar. Las infecciones la golpeaban cada vez con mayor dureza. Su capacidad pulmonar se redujo y la muerte empezó a dejarse ver sobre sus mejillas. Era tan joven… No había alcanzado ni los treinta. Solo existía una posibilidad: el trasplante de pulmón. Unos nuevos pulmones y una nueva vida. La colocaron en lista de espera. Eso suponía una pequeña esperanza, pero la cola era larga y los pulmones debían ser compatibles. Hay pocos donantes de órganos y la espera es en cierto modo macabra. Tener la esperanza de que alguien muera para poder vivir uno. Linn no quería que Sara se lo planteara de una forma tan negativa y burda. De una muerte por lo demás sin sentido puede surgir algo bueno. Una parte del cuerpo tiene la oportunidad de seguir viviendo, de dar vida. Transcurrieron las semanas y Sara hizo todo lo posible por mantenerse en forma. Se alimentaba de manera sana, entrenaba, pensaba positivamente, dormía el máximo posible, descansaba, volvía a ejercitarse. Todo iría bien. Tenía que salir bien.

Entonces llegó el día. Había un par de pulmones nuevos y se la llevarían en helicóptero hasta el Hospital Karolinska. Un viaje a vida o muerte. Linn la acompañó durante esa noche en el hospital. De cualquier manera, ninguna de las dos habría podido dormir. Era luna llena y la lámpara de la sala estaba apagada. Bajo una luz plateada pudo apreciar el blanquecino rostro de Sara y el brillo de sus ojos negros. Su piel resplandecía de forma preocupante.

A media noche le subió la fiebre, se le enrojeció la cara y sus ojos refulgían, todo ello acompañado de escalofríos. Gotas de sudor sobre la frente. Esa noche se le concedería la oportunidad de vivir a otra persona de la lista de espera. No te pueden operar si estás demasiado enfermo. Sara empeoró. Perdió peso. Al final le suministraban quince litros de oxígeno con la mascarilla y resollaba como si hubiera corrido una maratón. Se debatía entre la vida y la muerte en un sudoroso combate contra una infección que se negaba a capitular.

«Debes irte a casa —le decían a Linn sus colegas—. Tienes que intentar dormir si quieres hacer bien tu trabaj o». S am Wettergren, el jefe de servicio, mantuvo una larga conversación con ella. Se había percatado de la situación y la reinterpretó a su modo. Parecía tan feo en su boca, lo que no era más que consideración y compromiso. Le dijo sin empacho que debía solicitar el despido y que, de no hacerlo, tenía la intención de trasladarla a otro sitio. Una enfermera no debe mantener una relación privada con un paciente. No podía permitir eso en su unidad.

En lugar de negar cobardemente lo que sentía por Sara, optó por no hacer ningún comentario a sus palabras. No estaba dispuesta a convertirse en una víctima. Si Wettergren la enfrentaba a un ultimátum, pensaba contraatacar con algo que no le resultaría nada agradable, él, que se las daba como un ejemplo a seguir. Bastaba con una indirecta sobre el fatídico error que cometió y que podía echar por la borda su carrera para siempre.

—¿Y qué piensa hacer con eso? —le preguntó Sam Wettergren. Linn pudo apreciar cómo se deslizaba un manto de miedo sobre su altanero rostro.

—Nada… si se me deja en paz —fue su respuesta. Uno a uno en el primer asalto. Si él se mantenía a un lado no transmitiría a nadie sus observaciones.

—¿Sabe Sara algo sobre el estudio? ¿Le han contado alguna cosa?

—No, es su médico y obviamente confía en usted. No quiero socavar la confianza que le tiene. No le diré nada a Sara si usted se ocupa de lo suyo y yo de lo mío.

Una semana después la situación cambió. Sara se había recuperado una vez más, lo que supuso todo un milagro. Le desapareció la fiebre y pudo reducirse su dosis de oxígeno, aunque la mantuvieron hospitalizada. Continuó entrenando con una increíble determinación. Pedaleaba con su oxígeno kilómetros y kilómetros en la bicicleta estática a la espera de una última oportunidad. Reposo, ejercicio, reposo, ejercicio… evitando a toda costa el contacto con personas que pudieran estar resfriadas o portar alguna enfermedad contagiosa. Linn había echado personalmente una bronca a un médico jefe de planta al que habían consultado cuando se dispuso a acceder a la sala pese a su nariz moqueante.

Y la oportunidad volvió a presentarse… una lluviosa noche de noviembre, estando Linn de servicio. Nunca olvidaría esa noche, no mientras estuviera viva. La llamada vino del coordinador. Se iba a proceder a la operación; habían recibido pulmones nuevos. Linn fue instruida sobre los tubos de oxígeno para el trayecto en helicóptero, los medicamentos preparativos del paciente, el papeleo a rellenar… Llamó al médico de guardia y, temblorosa, despertó a Sara para comunicarle la maravillosa noticia. Rieron y lloraron, desbordadas por la alegría y el miedo cual golpes de mar. Todo tenía que funcionar a la perfección ahora. Linn calculó la cantidad de oxígeno y pidió a un colega que la verificara. Le puso las agujas a Sara. Los chicos de la ambulancia se presentaron a toda velocidad.

—¡Hasta pronto! —le dijo Linn—. ¡Nos vemos!

Y abrazó a Sara. Podía ser la última vez que la estrechara entre sus brazos, la última vez que la veía con vida.

—Te quiero, Linn. De verdad —le susurró Sara entre su pelo.

—Yo también te quiero. Más que nada en el mundo.

Esas fueron las palabras, las palabras prohibidas, tendiendo un puente sobre el abismo. Un gozo estremecedor y un miedo vertiginoso. Para que dieran a Sara el coraje y la fuerza de vivir.

Linn descuidó a los otros pacientes durante el resto de su turno de trabajo. Tenía su mente en todo momento con Sara. Fue un verdadero milagro que lo más grave que ocurriera fue el considerable retraso en la medicación nocturna y que muchos de los pacientes acabaran durmiéndose sin sus somníferos.

Cuando llegó a casa esa noche no pudo conciliar el sueño. Se sentó junto a la ventana con la mirada perdida en la lluvia y pidiendo al Dios en que no creía que salvara a Sara, que la operación fuera bien y que Sara resistiera los medicamentos inmunosupresores para que no rechazara los pulmones. «Te quiero, Sar a». E ra la primera vez que lo decía para sus adentros, algo que ya sabía en lo más profundo de su ser, pero que no se había atrevido a confesar ni siquiera ante sí misma. Contra todo sentido común: un paciente, y una mujer. ¿Cuáles serían las consecuencias? No, esa noche no pudo pegar ojo.

Como suelen decir los magos: las maravillas ocurren mientras esperas; los milagros requieren más tiempo. En un primer momento no fueron capaces de reconocerla. Una lozana jovencita con falda veraniega y pelo suelto de rojas ondulaciones entró despreocupadamente en la unidad. Sus ojos resplandecían y su sonrisa era luminosa como el sol.

—¡Sara! ¡Mi querida Sara! Deja que te vea. ¡Es fantástico! Ni siquiera oxígeno —dijo Linn sin poder ocultar su alegría ante nadie.

Y Sam las dejó estar ese día.

Capítulo 4

Linn apretó el paso de camino a casa. Todo el cuerpo le dolía de agotamiento. Tampoco había dormido mucho en los últimos días. Claes se encontraba en alta mar. Antes de que volviera tenía que decidirse: abandonarlo o quedarse con él. Llevaba casi un mes fuera y luego estaría en casa todo un mes, presente en todos y cada uno de sus momentos libres, y ella añoraría su trabajo para librarse de las manos de él sobre su cuerpo y de las expectativas que no estaba dispuesta a darle. Lo mejor sería coger sus cosas y mudarse antes de que volviera. Solo se llevaría lo más importante; el resto se lo podía quedar él. En realidad uno necesita bastantes pocas cosas: ropa, algunos recuerdos, libros. La idea de hacer la maleta con él mirándola mientras trataba de convencerla para que se quedara le revolvía el estómago. No adoptaría una actitud violenta ni enfurecida, sino que la contemplaría con mirada triste, observando sus movimientos, callado y herido en lo más profundo de su ser. Esa acusación le haría más daño que unas palabras duras. Tal vez le recordaría todas las cosas hermosas que habían vivido juntos, los amigos, la casa en el centro que ninguno de los dos hubiera podido mantener, en la que habían invertido todo su dinero y creatividad. En realidad, sobre todo el dinero, la creatividad y el tiempo de Claes. Como enfermera ganaba la mitad que él. La separación traería consigo una situación económica totalmente diferente, y era consciente de ello.

¿Qué dirían los amigos? ¿Y los compañeros de trabajo? ¿Los padres de él? En sus trece años de relación había intimado tanto con su familia… Quería mucho a su suegra, que se había convertido en la madre que nunca tuvo, Sus hermanos, con quienes siempre coincidía en las festividades más señaladas, Nochebuena, Nochevieja, Pascua y San Juan, en las que organizaban agradables fiestas. Y en otoño siempre se iba de vacaciones con Lotta, la hermana de él. Este año habían hablado de ir a Tenerife. Todo ello en un plato de la balanza, y Sara en el otro. Linn tropezó con el empedrado, bajo un silencio y una calma absolutos. Las ideas se le arremolinaban en la mente buscando un sostén, una decisión a la que agarrarse. Tenía que decidirse muy, muy pronto. Sara, ese ser tan maravilloso y divertido… Cuando estaban juntas no había asomo de duda, pero a solas la decisión no era tan sencilla.

¿Y si lo abandonaba? En ese caso podría mudarse a casa de Sara, que en la vida sería capaz de dejar su magnífica rosaleda de Lummelunda. ¿Cómo se sentiría yéndose a vivir a casa de alguien, sin tener nada propio? Una invitada en el hogar de Sara, pagando la mitad y no poseyendo nada. ¿Qué pasaría si Sara recaía? Si enfermaba gravemente y moría justo en el momento en que Linn renunciaba a su seguridad y daba un salto hacia el abismo. En ese caso sería del todo imposible reparar su traición y regresar. La soledad sería insoportable, sin Sara ni Claes. Según estaban las cosas en ese momento, tenía a los dos. No, no podía pensar de una forma tan calculadora. Linn trató de desembarazarse de sus mezquinos pensamientos. ¿Qué diría la familia de Sara? Ellos no sabían nada. Creían que nunca se relacionaba con hombres porque estaba enferma y no quería comprometer a ninguno, o quizá porque la enfermedad le ocupaba tanto tiempo que no alcanzaba a verse con nadie. Habían dejado de preguntar al respecto hacía mucho.

Solo faltaba una semana para que Claes volviera. Si optaba por marcharse, tendría tiempo de hacer las maletas el fin de la semana siguiente. Claes abandonaba el servicio el lunes próximo. Todavía tenía la posibilidad de seguir viviendo en esa aburrida seguridad, pretender que todo seguía como de costumbre y nada había sucedido, pero eso equivaldría a traicionar a Sara y a lo que sentía en lo más profundo de sí misma. Naturalmente albergaba también un sentimiento de culpabilidad, pero no era solo culpa suya que las cosas estuvieran así. Necesitaba otra cosa, algo que Claes no podía ofrecerle. Tal vez había llegado la hora de repartir responsabilidades en lugar de cargar ella con todo. Habían perdido la capacidad de sentir proximidad mutua. Él necesitaba sexo para atreverse a la intimidad, y ella cercanía para querer mantener relaciones. Así podría resumirse. Y luego, todo se había vuelto tan insoportablemente tedioso…

Linn miró el reloj. Debía llamar a Sara para desearle buenas noches, pero algo la retuvo. Habían empezado a planificar una vida juntas, pero Linn no había sido del todo sincera en cuanto a lo que había en el otro plato de la balanza. No quería entristecer a Sara, ni hacer que se sintiera insegura. Ya bastaba con que ella se machacara la cabeza con eso. «Tú decides. Es tu vida y tu decisión», le había dicho Sara. Así estaban las cosas. No había forma de librarse.

Linn cruzó el aparcamiento de la Torre de la Pólvora para recoger una bolsa con ropa que tenía en el coche. Había comprado prendas nuevas para su nueva vida. Aunque no divisó a nadie, tenía la sensación de ser observada. Tal vez fueran sus remordimientos de conciencia los que le provocaban esas fantasías. Elevó su nivel de alerta y evitó acercarse demasiado a los vehículos estacionados. Una puerta podría abrirse de repente y alguien agarrarla para meterla en el coche. Miró rápidamente a ambos lados y aceleró el paso, atravesando la puerta de la muralla y ascendiendo hasta la explanada de Fiskarplan. Ya casi estaba en casa. Specksgränd se encontraba sumida en la oscuridad. ¿Qué había sucedido con las farolas? ¿Se habían estropeado todas? Una lata de cerveza pasó rodando por la calzada. Algo inesperado. Un estruendo en mitad del silencio. Dirigió su mirada hacia el interior del portal de donde procedía la lata, pero no vio a nadie. Sentía sus rodillas como de goma y avanzaba poniendo un pie delante del otro. Tenía que largarse. No se atrevía a mirar a su alrededor, pero había alguien ahí, justo detrás de ella. Pasos rápidos a sus espaldas. Del siguiente portal surgió una sombra, una figura de gran estatura con pasamontañas y una cadena enrollada en la muñeca. Los pasos a sus espaldas se apreciaban ahora más nítidamente. En ese momento se ralentizaron. Giró la cabeza y vio un par de ojos resplandecientes. De una calle transversal asomó un tercer hombre. Quería gritar, pero la voz no le obedecía.

—¿Tienes un cigarrillo? —le dijo el sujeto más alto a menos de un metro de ella. Su aliento apestaba a alcohol y su mirada inyectada en sangre parecía salvaje.

—Lo siento, pero no fumo —alcanzó a responder con una voz seca.

—No te he oído. ¿Qué has dicho? —repuso pegando su rostro al de ella ante lo que Linn retrocedió automáticamente.

—Joder, ¿no ves que la estás empujando? —La voz pertenecía al chico situado detrás de ella. Era de menor estatura y tenía los incisivos ligeramente salientes. Tensaba los músculos bajo los brazos arremangados de su sudadera.

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