Atrapado en un sueño (6 page)

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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: Atrapado en un sueño
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Anders Ahlström toqueteó el talonario de recetas. Lo más sencillo hubiera sido prescribirle lo que le pedía y pasar al siguiente paciente. Ya iba retrasado respecto al plan previsto, y ello se debía a que dejaba hablar a los pacientes, les solicitaba luego que aclararan ciertos puntos y escuchaba sus respuestas. A la larga se trataba de un procedimiento que le permitía ahorrar tiempo. Los pacientes que se sienten bien atendidos no se presentan tan a menudo. Si se les asiste adecuadamente en la primera ocasión evitan volver. Pero en una perspectiva a corto plazo provocaba irritación, más en los colegas que salían tarde del trabajo que en los pacientes que se veían obligados a esperar.

—¿Hay algo más que la oprima? —preguntó mirándola intensamente. Tenía la impresión de que no le había contado toda la verdad—. No hay prisa. Tengo tiempo para escuchar todo lo que me quiera decir.

—No, no realmente —repuso concentrando su mirada en el bloc de recetas. Bastaba con un garabato para que dejara de molestarle.

—La cara que vio el viernes por la noche… ¿fue de verdad? ¿Está segura de que no lo soñó? —inquirió retrocediendo ligeramente la silla del escritorio para dejarle más espacio.

—Estoy prácticamente segura de que era real —contestó Linn suspirando de forma audible. Quería que la creyera. No soportaba la idea de que dudara de ella.

—Es decir, un extraño entró en su jardín en mitad de la noche y pegó su cara al cristal. Se trata de un allanamiento. ¿No lo denunció a la policía?

—Como ya le he dicho, no pasó nada. Lo que necesito son somníferos. Se lo ruego… Soy consciente de que crean adicción, pero no lo hago por gusto. Por favor… —insistió cambiando incómoda de posición. Anders Ahlström advirtió un conato de llanto en su garganta.

—Si pensara que los somníferos fueran la solución a su problema se los recetaría ipso facto. Pero, sinceramente, creo que eso sería hacerle un flaco servicio. Las pastillas empeoran ostensiblemente la calidad del reposo, igual que ocurre con el alcohol. Simplifica el hecho de conciliar el sueño, pero se duerme peor. Puedo escribirle un volante para un colega especializado en problemas de sueño.

No le resultaba sencillo decirle que no a Linn Bogren, siendo compañeros de trabajo. Pero ¿cuántos suicidios no se cometen con ayuda de fármacos prescritos por médicos? Demasiados. Había algo en la actitud de Linn que le inquietaba, una preocupante angustia bajo la superficie. Era una impresión que fue cimentándose en el curso de la conversación. Ahora bien, lo que más le alarmaba era su total determinación en lo referente a los somníferos. En el trabajo resultaba difícil conseguir una cantidad suficiente, ya que las pastillas eran sometidas a un estricto control, aunque habría podido hacerse con un número determinado si realmente se lo hubiera propuesto. Los pacientes se acostumbran a dormir sin recurrir a sus fármacos nocturnos, los cuales deben desecharse al caducar o al dar de alta a aquellos. En su conjunto, las pastillas que él pudiera recetarle y aquellas a las que ella lograra echar mano deberían bastarle para un viaje sin retorno a la eternidad. No era una persona especialmente recelosa, pero tenía una sensación en el estómago.

—¡Un volante! ¡Muchas gracias! Sabe igual de bien que yo que hay que esperar varios meses para ser atendido por su colega. Necesito dormir ya. Si no me ayudan pronto, me quitaré la vida…

Prorrumpió entonces en un llanto a lágrima viva ante el que él no podía hacer nada. Sabía que estaba en lo cierto: probablemente habría que aguardar varios meses.

—Si prefiere hablar con un psicólogo, se puede buscar alguna solución más rápida. Linn, tengo la sensación de que no me está contando toda la verdad. Quizá piense que no es asunto mío, pero para poder ayudarla necesito conocer el motivo por el que le receto los medicamentos.

—Me he propuesto abandonar a mi marido… ¿Contento ahora? Me encuentro en mitad de una crisis existencial. Necesito dormir para pensar con claridad y tomar la decisión adecuada.

—Comprendo. —Esa explicación le brindaba la coartada que necesitaba—. Le recetaré diez pastillas y le daré una nueva cita para la próxima semana.

Anders Ahlström pudo adivinar la decepción en el rostro de ella y se armó de valor para no ceder más terreno que ese. Linn le arrebató la receta de la mano nada más levantar el bolígrafo del papel.

—La próxima vez que nos veamos no seré su paciente; solo su colega —dijo secándose los ojos con la manga del jersey y una postura orgullosa y erguida. Antes de que el médico tuviera tiempo de levantarse de su asiento, Linn ya había desaparecido por la puerta.

Anders Ahlström cogió la grabadora para dictar su anotación en el historial médico. El siguiente paciente le esperaba; llevaba haciéndolo casi cuarenta y cinco minutos. Podía olvidarse ya del almuerzo. Eso era capaz de soportarlo. Lo peor eran las ganas de fumar. Se había prometido tanto a sí mismo como a Erika, la chica que conoció en el bar, que iba a dejar de hacerlo. Erika odiaba el olor a tabaco. Le había dicho con una claridad meridiana que besar a un fumador era como lamer un cenicero. Él quería causarle una buena impresión. Como médico conocía muy bien los efectos perjudiciales del tabaco, pero el sentido común de poco sirve cuando se estimulan los centros del placer. Fumaba a escondidas para no preocupar a su hija Julia, quien solía decirle que no quería que se muriera, como su madre, ya que en ese caso se quedaría sola. Julia estuvo a punto de pillarle en una ocasión en que el volante del coche olía a tabaco después de poner sus manos sobre él. Debía dejarlo, pero en ese momento tenía la sensación de que sería incapaz de concentrarse si no podía dar un par de caladas. El último paquete se lo había acabado el día anterior y luego había evitado conscientemente comprar uno nuevo. Se puso a rebuscar en los bolsillos de la chaqueta y en su maletín. En vano. Tal vez le pudiera pedir unos cigarrillos a alguien. Lisa, la secretaria, fumaba, pero acababa de dejarlo y Siv estaba de vacaciones. «¡Mierda!». Las manos empezaron a temblarle. No podía pensar en otra cosa. Por la ventana vio a un vagabundo aparentemente ocioso junto a la papelera, con una colilla en la boca. Sin dudarlo se dirigió a la puerta de entrada. Se trataba de una emergencia. El hombre pareció asustarse al verse abordado por el médico con su bata blanca, empujó con el pie su bolsa de la tienda estatal de alcohol en el arbusto más cercano y se dispuso a recibir un rapapolvo por fumar junto a la entrada.

—¿No tendría usted un cigarrillo que le pueda comprar?

—¿Qué? —respondió esbozando una amplia sonrisa que dejaba al descubierto una fila de dientes carcomidos mientras se frotaba pensativo la nariz—. ¿Cómo dice?

—Que si tiene un cigarrillo…

—Es el último, pero quédese con el resto —dijo dando una intensa calada. El cigarrillo carecía de filtro y prendió hasta cerca de dos centímetros de su mugroso pulgar. Acto seguido le pasó la colilla—. Yo invito.

—Gracias. Es todo un detalle por su parte. —Anders Ahlström le dio la última chupada y esperó la recompensa de su cerebro—. ¡Qué bueno! ¡Sabe a gloria!

—¿No fue usted el doctor que le dijo a mi colega que tenía que dejar de fumar? Al Maderas. Le dio un infarto la semana pasada y la palmó.

—Es probable —contestó Anders. En el momento de la humillación no quedaba otra que confesar—. Yo también debería dejarlo, pero es condenadamente difícil.

—Eso sin duda. Es realmente jodido —coincidió el tipo.

—Jodido de verdad.

Y Anders se sintió extrañamente aliviado por esa atmósfera de entendimiento.

Capítulo 6

En realidad no le tenía miedo a la muerte, pero no deseaba morir inútilmente. Por eso Harry Molin se encontraba en la sala de espera del centro de salud. Angustiado. Por la ventana vislumbró al inútil de su médico compartiendo un pitillo con uno de los borrachos que merodeaban en torno a la tienda estatal de alcohol, pese a la prohibición de fumar junto a la entrada. A principios del siglo pasado las farmacias vendían pipas ya preparadas contra el asma y la histeria, pero la ciencia debería haber avanzado desde entonces hasta ahora. O eso al menos pensaba él.

Se dijo para sus adentros que preocuparse por la salud de uno era como las ganas de fumar. El subidón que te daba la nicotina al llegar al cerebro se asemejaba al eufórico alivio que sentías cuando te confirmaban que no padecías una enfermedad letal. Un breve instante de bienaventuranza. Pero no era una felicidad duradera, el mono permanecía y exigía nuevos chutes. Un monstruo que siempre quiere más.

Acudió a su última visita convencido de que padecía esclerosis múltiple. Mostraba todos los síntomas. Primero, palpitaciones en uno de los párpados y mareos y, posteriormente, las manos empezaron a temblarle. Tras mantenerlas alzadas un buen rato, habían comenzado a agitarse de forma descontrolada. Luego vino el entumecimiento y las punzadas y tal vez tuviera menos sensibilidad en la pierna derecha que en la izquierda. Resultaba difícil de determinar, pero había llegado a dicha conclusión tras pellizcárselas largo y tendido. Además, necesitaba orinar todo el tiempo. El doctor consideraba que se debía a los nervios, pero uno no podía estar seguro, ¿verdad? Tampoco se podía justificar el insufrible cansancio por las noches en vela preocupado por sus síntomas. No era fácil confiar en ese joven doctor, que no mandaba realizar todas las pruebas. En internet se detallaban claramente los distintos exámenes que debían llevarse a cabo. Además, en Polonia había un médico que prescribía otros análisis que también podías hacer por si las moscas.

El médico había mostrado la misma negligencia esa vez que Harry fue a su consulta sospechando que se había infectado con el VIH. Su pastor alemán le había restregado el hocico provocándole una pequeña herida y, más tarde, había tocado casualmente una moneda, que podía tener sangre contaminada. Después de aquello sintió como una especie de debilitamiento de su sistema inmunológico: fiebre, ganglios linfáticos inflamados y dolor en la garganta. Así empieza la cosa cuando eres seropositivo. Más tarde, en las postrimerías del invierno, se sucedieron los constipados y sufrió un fuerte proceso gripal. ¿Podía ser más evidente? Sus defensas inmunológicas estaban medio locas. Ya entonces empezó a plantearse la posibilidad de cambiar de médico. El doctor Ahlström no consideró necesario realizarle la prueba del sida tras dedicar hora y media a repasar todos los síntomas y hallarles justificación. La conclusión que extrajeron fue que, si no se trataba de VIH, tenía que ser otra cosa. Esa otra cosa es lo que había tenido ocupada la cabeza de Harry desde entonces. Tenía que ser algo; no se sentía bien.

No, todo era mejor con el doctor Wallman, el predecesor de Ahlström. En realidad era cirujano y, además, un hombre de acción. Si acudías con un lunar pretendía extirpártelo. Si bien es cierto que nunca podía esperar a que la anestesia hiciera efecto para echar mano al bisturí, pero a la postre te sentías mejor. Le dio tiempo a dieciséis lunares antes de jubilarse y luego la cosa se acabó. A Ahlström ningún lunar le parecía peligroso, como si fuera capaz de determinarlo con precisión. En cualquier momento, un grupo de células inicia su transformación y pasará un tiempo antes de que sea apreciable a simple vista. Obviamente, debe ser preferible quitar el lunar en esa fase, antes de que el cáncer haya tenido tiempo de extenderse. Otro tanto ocurría con los antibióticos. Wallman nunca había sido cicatero con ellos, incluidos los analgésicos. Si te duele algo, no hay vuelta de hoja. Se trata de una experiencia subjetiva. Lo mejor hubiera sido, como es natural, no dejar los antibióticos en ningún momento, así se evitarían las infecciones. Habría que agregarlos a la comida, igual que se hace en la cría de los animales: enriqueces su pienso, simple y llanamente, mediante un cóctel de todo tipo de antibióticos.

—Evitaría muchos días de baja —le había dicho al doctor.

—Y tendríamos enfermedades mortales que no se curan con nada porque las bacterias aprenderían a resistir los antibióticos —contraatacó Ahlström.

En ocasiones este médico podía ser un poco radical. El verdadero problema de los antibióticos es que te producen diarrea y, siendo así, no podías saber si lo que te soltaba el estómago eran estos u otra enfermedad, como la salmonella, una inflamación derivada de una patología intestinal, cólera o
Campylobacter
a causa de una carne picada que hubiera sido incorrectamente manipulada. ¿Cómo se determina lo que son efectos secundarios y nuevos cuadros médicos? Averiguarlo supone un verdadero lío.

—Harry Molin. Por favor, pase.

Harry se levantó y estrechó con poco entusiasmo la mano al médico. Una vez le había preguntado si realmente se desinfectaba las manos entre paciente y paciente que saludaba, ante lo que Ahlström se rió y respondió que si el rey y la reina no caían muertos tras dar la mano a cientos de personas en las inauguraciones de puentes y estrenos de auditorios quizá no se precisara ser tan escrupuloso. Según él, había que entrenar al sistema inmunológico. Esta respuesta enfureció a Harry, que ahora no se atrevía ni a preguntar ni a retirarle el saludo por no parecer ridículo.

Anders Ahlström se sentó tras el escritorio sobre el que reposaba, encima de un montón de otros papeles, la historia médica de Harry, que abarcaba cuatro gruesas carpetas. En realidad no merecía la pena estar todo el tiempo trayéndolas y llevándolas del archivo. Más valía dejarlas en la estantería.

—¿En qué puedo ayudarle, Harry?

—Esta vez el asunto es grave, doctor. Muy grave.

Harry hizo una pausa para reflexionar sobre por dónde empezar. Tenía que creerle esta vez, tomarle en serio. Las enfermeras se habían reído furtivamente a sus espaldas cuando la secretaria le dijo: «Así que otra vez estás aquí, Harry. ¿Nos has echado de menos?». Fue tan humillante. Si hubiera podido elegir gente con que rodearse, seguro que no hubiera sido la lela de la secretaria ni sus ridículas colegas enfermeras. Esa secretaria ocupaba actualmente el número uno en la lista de candidatos de las personas a morder si contrajera la rabia. Así se lo había comunicado. Si hubiera disfrutado de buena salud, le habría encantado acudir al trabajo y relacionarse con los amigos en su tiempo libre, pero, ahora, por estar enfermo, se veía obligado a humillarse una y otra vez para solicitar atención médica, lo cual suponía un duro esfuerzo para su de por sí maltrecha economía. Ya le hubiera gustado a él destinar ese dinero a algo más gratificante.

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