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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (22 page)

BOOK: Aurora
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194. La vanidad de los maestros de moral.

El poco éxito que han tenido los maestros de moral se debe al hecho de que querían demasiadas cosas a la vez, y a que eran tan ambiciosos que pretendían dar preceptos válidos
para todo el mundo
. Pero esto es vagar en el vacío o lanzar discursos a los animales para que se conviertan en seres humanos. ¿Qué tiene de raro que los animales se aburran? Hay que escoger círculos restringidos y buscar y fomentar la moral en ellos; lanzar, por ejemplo, discursos a los lobos para que se conviertan en perros. Con todo, quien tiene más éxito es el que no pretende ni educar a todo el mundo, ni siquiera a un círculo restringido, sino que se limita a un solo individuo, y no mira a derecha e izquierda. Precisamente el siglo pasado fue superior al nuestro porque contó con muchos hombres educados individualmente y con educadores en la misma proporción que cifraron en esto la
misión
de su vida y su dignidad ante sí mismos y ante cualquier otra
buena compañía
.

195. Lo que llamamos «educación clásica».

¡Qué terrible es descubrir que nuestra vida está consagrada al conocimiento y que la malgastaríamos!, o mejor, que la habríamos malgastado si esa consagración no nos defendiera de nosotros mismos; repetir con frecuencia y emoción aquellos versos que dicen:

Yo te sigo, destino. Y aunque no quisiera, habría de hacerlo por necesidad, aun a costa de mis lágrimas
; y luego, retrocediendo en el camino de la vida, descubrir igualmente que la disipación de nuestra juventud es algo irreparable, porque nuestros educadores no emplearon esos años fogosos y ávidos de saber en llevarnos al conocimiento de las cosas, sino en impartirnos la
educación clásica
! ¡Qué derroche el de nuestra juventud cuando con tanta torpeza como barbarie se nos inculca un saber imperfecto sobre los griegos y los romanos, así como sobre sus lenguas, obrando en contra de ese principio supremo de toda cultura, según el cual no hay que dar un alimento a nadie que no tenga hambre de él! ¡Qué derroche supone el que se nos haya impuesto a la fuerza las matemáticas y la física, en lugar de habernos preparado previamente haciéndonos ver lo desesperante que es la ignorancia y el reducir nuestra vida diaria, nuestros movimientos y todo cuanto sucede de la mañana a la noche en el taller, en el cielo y en la naturaleza, a miles de problemas que atormentan, humillan e irritan, para mostrar entonces a nuestro deseo que necesitamos, por encima de todo, un saber matemático y mecánico, y comunicarnos de inmediato esa primera embriaguez científica que nos proporciona la lógica absoluta de este tipo de saber! ¡Pensar que ni siquiera nos han enseñado a
respetar
estas ciencias, que no se estremezca nuestra alma, aunque sea por una vez, ante las luchas, las derrotas y los nuevos combates de sus grandes hombres, ante ese martirologio que constituye la historia de la ciencia pura! Por el contrario, sentíamos cierto desprecio hacia las verdaderas ciencias y apreciábamos más los estudios
históricos
, la
instrucción encaminada a desarrollar el espíritu
y el
clasicismo
. ¡Con qué facilidad nos hemos dejado engañar! ¡Una instrucción encaminada a desarrollar el espíritu! Habríamos podido señalar con el dedo a los mejores profesores de nuestros liceos, y preguntar riendo: «¿Dónde está esa instrucción encaminada a desarrollar el espíritu? ¿Cómo nos la va a enseñar quien no la tiene?» ¡Y el clasicismo! ¿Hemos aprendido algo de lo que los griegos enseñaban a sus jóvenes?; ¿hemos aprendido a hablar y a escribir como ellos? ¿No hemos ejercitado sin descanso en esa gimnasia de la conversación que es la dialéctica? ¿Hemos aprendido a movernos con belleza y arrogancia como ellos, a destacar como ellos en la lucha, en los juegos, en el pugilato? ¿Hemos aprendido algo del ascetismo práctico de los filósofos griegos? ¿Nos hemos ejercitado en una sola de las virtudes antiguas, a la manera como lo hacían los antiguos? ¿No carece toda nuestra educación de una reflexión respecto a la moral, y sobre todo de la única crítica que se puede hacer a ésta, de un intento valiente de vivir con arreglo a una o a otra moral determinada? ¿Ha suscitado esa educación en nosotros algún sentimiento que los antiguos estimaran más que los modernos? ¿Se nos ha enseñado a distribuir el día y la vida, así como los fines que los antiguos situaban por encima de la vida? ¿Hemos aprendido las lenguas antiguas como aprendemos las de los pueblos vivos, es decir, a hablarlas bien y con facilidad? ¡En ningún sitio encontramos una auténtica aptitud, una nueva facultad, que sea el fruto de esos años de trabajo! Sólo hallamos informes sobre lo que, en otros tiempos remotos, los hombres sabían y podían hacer. ¡Y qué informes! Con el tiempo, cada vez me va pareciendo más evidente que el mundo griego antiguo, a pesar de la sencillez y de la claridad con las que se nos presenta, es muy difícil de entender, que casi nos es inaccesible, y que la facilidad con la que suele hablarse de los antiguos no es más que o ligereza o la antigua y hereditaria jactancia de la irreflexión. Nos engañan las palabras y las ideas semejantes, pero detrás de ellas se esconde un sentimiento que
debería resultar
extraño e incomprensible al sentimiento moderno. ¡Y en este terreno deben desenvolverse los niños! Si así lo hemos hecho durante nuestra infancia, habremos adquirido una antipatía casi insuperable hacia la antigüedad: la antipatía que provoca una familiaridad aparentemente estrecha. La fatuidad de nuestros educadores clásicos, que pretenden estar
en posesión del saber de los antiguos
, hace que quieran transmitir esa posesión a sus educandos con la idea de que, aunque no puede hacer feliz a nadie, al menos enorgullece a los honrados y chiflados
ratones de biblioteca
. Nuestra educación clásica termina con la idea de que se guarden los antiguos su tesoro, tan digno de ellos. Por nuestra parte, no hay nada que oponer. ¡Pero no pensamos sólo en nosotros!

196. Los problemas más personales de la verdad.

¿Qué es, en el fondo, lo que
hago
? ¿Adonde quiero
yo
ir? Este es el problema de la verdad que no se enseña en el estado actual de nuestra cultura, y que, por consiguiente, nadie se plantea porque no tiene tiempo para ello. Sin embargo, siempre encontramos tiempo para cosas que son de nuestro agrado: decir estupideces a los niños y no hablarles de la verdad, decir galanterías a las mujeres que luego serán madres y no hablarles de la verdad, hablarles a los jóvenes de su futuro y de sus placeres pero no de la verdad. Pero, a fin de cuentas, ¿qué son los setenta años que dura una vida? Estos pasan muy rápidos, y ¡le es tan indiferente a una ola saber adonde le lleva el viento! Hasta puede que haya una sabiduría
en ignorarlo
. «De acuerdo, pero es una falta de orgullo, no
informarse
siquiera; nuestra civilización no produce hombres orgullosos». ¡Mejor! «Pero ¿es verdaderamente mejor?».

197. La enemistad de los alemanes hacia el racionalismo.

Examinemos lo que los alemanes han aportado con su trabajo intelectual a la cultura general en la primera mitad de este siglo. Veamos, en primer lugar, los filósofos alemanes. Estos han retrocedido al grado primitivo de la especulación, pues, como los pensadores de las épocas de ensueño, se han contentado con conceptos, en lugar de explicaciones, por lo que han revivido un tipo precientífico de filosofía. Veamos, en segundo lugar, los historiadores y los románticos alemanes: sus esfuerzos se han dirigido, por lo general, a reinstaurar sentimientos antiguos y primitivos, como el cristianismo, el alma, las leyendas y las formas del habla populares, la Edad Media, el ascetismo oriental, el hinduismo. Veamos, en tercer lugar, los científicos. Estos han luchado contra el espíritu de Newton y de Voltaire, y han tratado de implantar, como Goethe y Schopenhauer, la idea de una naturaleza divinizada o diabolizada y la significación moral y simbólica de esta idea. La tendencia general y más importante de los alemanes ha sido alzarse contra el racionalismo y contra la Revolución, que, en virtud de un burdo error, ha sido considerada como una consecuencia del primero; la devoción hacia lo actualmente establecido ha tendido a convertirse en devoción por lo antiguo, sin otra finalidad que la de volver a llenar el corazón y el espíritu, sin dejar espacio para las ideas nuevas e innovadoras. Frente al culto a la razón, sé alzó el culto al sentimiento, y los músicos alemanes, artistas de lo indivisible, de la exaltación, de la leyenda y del deseo infinito, contribuyeron en la edificación de un nuevo templo, con más éxito que todos los artistas de la palabra y del pensamiento. Aun aceptando que, en los detalles, se han dicho y descubierto muchas cosas buenas, y que algunas se han juzgado con mayor equidad que antes, hay que reconocer que, en conjunto, esta tendencia ha supuesto un peligro público nada insignificante: el peligro de situar el conocimiento por debajo del sentimiento, con la apariencia de conseguir un conocimiento pleno y definitivo del pasado. Por decirlo con palabras de Kant, que definió así su tarea: «Volver a abrir el camino de la fe, fijando límites a la ciencia».

Respiremos el aire libre de nuevo: ya ha pasado el momento de peligro. Y, cosa singular, los espíritus que los alemanes evocaban con tanta elocuencia se han convertido, a la larga, en el mayor peligro para las intenciones de quienes los evocaban: la historia, el conocimiento de los orígenes y de la evolución, la simpatía por el pasado, la pasión resucitada del sentimiento y del conocimiento, todo ello, tras haber estado un tiempo al servicio del espíritu obnubilado, exaltado y retrógrado, ha cambiado un buen día de condición, y ahora se eleva con unas alas mayores ante los ojos de sus antiguos evocadores y se convierte en el genio fuerte y nuevo
de aquel racionalismo
contra el que se había evocado. Ahora nos toca a nosotros llevar más lejos aún ese racionalismo, sin tener en cuenta que contra él se hizo tanto
una revolución
como una
gran reacción
. El hecho de que se den una revolución y una reacción no es más que un juego de las olas en comparación con el inmenso oleaje en el que nos agitamos o en el que nos queremos agitar.

198. Conferir un rango a su país.

Tener un gran número de experiencias internas y situarse por encima de ellas, apoyándose en ellas, con la mirada propia de un intelectual, es lo que hacen los representantes de la cultura que confieren un rango a su país. En Francia y en Italia, esto fue obra de la nobleza; en Alemania, donde hasta hoy la nobleza estaba constituida por unos cuantos pobres de espíritu (aunque tal vez esto no dure mucho), dicha misión ha recaído en los eclesiásticos, en los profesores y en sus descendientes.

199. Nosotros somos más nobles.

Lo que llamamos
bueno, distinguido
—y en lo que superamos a los griegos— es la suma de fidelidad, generosidad y pudor de la buena reputación, reunidos en un solo sentimiento. Por nada del mundo renunciaríamos a esto, ni siquiera con el pretexto de que los objetos antiguos de estas virtudes han perdido estimación (y con razón); sino que tratamos de sustituir con nuevos objetos los objetos de esta herencia, a la que consideramos como la más preciada. Para ver que los sentimientos de los griegos más nobles parecerían vulgares y casi indecorosos ante nuestra nobleza caballeresca y feudal, no hay más que recordar las palabras de consuelo que salen de la boca de Ulises en los más vergonzosos apuros: «¡Soporta esto, corazón mío, ya que has soportado cosas peores!». Como concreción práctica del modelo mítico, podemos añadir a este ejemplo la anécdota de aquel general ateniense que, al ser amenazado con un bastón por otro oficial ante él estado mayor en plano, evitó la vergüenza diciendo: «Pega, pero escucha». Quien dijo esto fue Temístocles, un hábil Ulises de la época clásica, que muy bien podía haber dirigido a
su corazón
, en esa situación apurada, las mencionadas palabras de consuelo.

Los griegos estaban muy lejos de poner en juego su vida a causa de un insulto, como hacemos nosotros por influencia del espíritu aventurero y caballeresco que hemos heredado, y de una cierta necesidad de sacrificio. Por la misma razón no buscaban la ocasión de arriesgar la vida por motivos de honra, como en los duelos, ni estimaban la conservación del buen nombre (es decir, del honor) más que la mala reputación, si ésta última era compatible con la gloria y el sentimiento de poder. Tampoco se preocupaban de ser fieles a los prejuicios y a los artículos de fe de una casta cuando podían impedir la llegada de un tirano. El secreto poco noble de todo buen aristócrata griego consistía en esto: una celosa rivalidad le hacía tratar en pie de igualdad a todos los individuos de su casta, pero siempre estaba dispuesto a saltar como un tigre sobre su presa: el despotismo. ¿Qué le importaba entonces la mentira, el crimen, la traición y la ruina voluntaria de su ciudad natal? La justicia era algo extremadamente difícil a los ojos de esta clase de hombres; les parecía casi increíble. La palabra
justo
les sonaba a los griegos como la palabra
santo
a los cristianos. Cuando Sócrates se aventuró a decir que el hombre virtuoso es el más feliz, no dieron crédito a lo que oían, y pensaron que se trataba de un absurdo. Para un ciudadano de origen noble, el hombre más feliz era el que no tenía consideración alguna, el tirano que, llevado por una pasión diabólica, lo sacrificaba todo y a todos en aras de su orgullo y de su capricho. Entre hombres que ansiaban íntimamente alcanzar de una forma salvaje semejante felicidad, no podía arraigar hondamente la veneración del Estado. Con todo, he de añadir que tratándose de hombres que no estén tan ciegos por la sed de poder como aquellos miembros de la nobleza griega, la idolatría del Estado, que antiguamente se utilizó para poner freno a este deseo, no resulta necesaria.

200. Soportar la pobreza.

La gran superioridad del origen noble consiste en que permite soportar mejor la pobreza.

201. El futuro de la nobleza.

La actitud del mundo aristocrático muestra que en todos sus miembros el sentimiento de poder ejerce constantemente un papel seductor. El individuo de hábitos aristocráticos, sea hombre o mujer, no se entrega al abandono, recostándose, por ejemplo, en los cojines del vagón, cuando viaja en tren, ni da muestras de cansancio por estar de pie horas enteras en la corte; decora y dispone su casa, no guiándose por la comodidad, sino para que produzca la impresión de que se trata de algo amplio e imponente, de una morada apta para alojar a seres más grandes y más longevos que el común de los mortales. Ante un discurso provocativo, responde con moderación, con espíritu sereno, sin mostrarse escandalizado ni desquiciado, como hacen los plebeyos. Del mismo modo que sabe conservar la apariencia de una fuerza física superior, siempre dispuesta, procura mantener también, hasta en las situaciones más difíciles, mediante una seguridad constante y mucha amabilidad, la impresión de que su alma y su espíritu están a la altura de los peligros y a la medida de las sorpresas. En lo que se refiere a la pasión, una cultura noble se asemeja o bien a un jinete que disfruta haciendo caminar al paso español a un caballo fogoso y vivo —recordemos la época de Luis XVI—, o bien a un jinete que advierte que su caballo se lanza disparado como una fuerza de la naturaleza y que ambos están a punto de perder la cabeza, pero que gozan de la carrera irguiéndose con orgullo. En ambos casos, la
cultura
noble rezuma poder, y, aunque muchas veces o con frecuencia, en sus costumbres, no exige más que aparentar un sentimiento de poder, el auténtico sentimiento de poder aumenta con la impresión que causa este juego en quienes no son nobles y con el espectáculo de semejante impresión.

BOOK: Aurora
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