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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Aurora (23 page)

BOOK: Aurora
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Este indudable privilegio de la cultura noble, basada en el sentimiento de superioridad, está empezando ahora a alcanzar un grado superior, puesto que, gracias a todos los espíritus libres, ya no sólo no es deshonroso, sino lícito, penetrar en el orden del conocimiento para buscar allí una mayor dedicación intelectual y adquirir una cortesía de orden superior, teniendo a la vista un ideal de
sabiduría victoriosa
que ninguna otra época ha podido erigir ante sí con tanta razón como la época que acaba de empezar. Y es que, a fin de cuentas, ¿de qué se va a ocupar la nobleza, si cada día va resultando más indecoroso dedicarse a la política?

202. Los cuidados que exige la salud.

Cuando no se ha hecho más que empezar a estudiar la fisiología del delincuente, ya sabemos con certeza que no existe una diferencia esencial entre los criminales y los locos, si es que estamos en lo cierto al suponer que la forma corriente y aceptada de pensar en moral constituye el criterio para determinar el concepto de
salud mental
. De todos modos, ésta es la idea más extendida hoy en día. Por ello, no nos hemos de asustar a la hora de extraer las consecuencias de esta doctrina, según las cuales hay que considerar que el delincuente es un enfermo. No se le debe tratar, pues, con una caridad altanera, sino con la sabiduría y la buena voluntad de un médico. Necesita cambiar de aires y de sociedad, alejarle momentáneamente, procurarle tal vez soledad y nuevas ocupaciones. Perfectamente. Quizá él mismo reconozca que le conviene vivir durante algún tiempo sometido a una vigilancia que le proteja de sí mismo y de su molesto e
histórico instinto
. ¡Muy bien! Hay que ofrecerle abiertamente la posibilidad de curarse y los medios para ello (es decir, para extirpar, cambiar, sublimar ese instinto), y hay que darle al criminal incorregible que se siente horrorizado de sí mismo, la oportunidad de que se suicide. Reservado este recurso como medio supremo de alivio, no hay que escatimar medio alguno para devolver al criminal la valentía y la libertad de espíritu que le convienen; hay que borrar de su alma todo remordimiento, como si se tratara de una limpieza moral, e indicarle la forma de compensar el daño que tal vez causara a alguien, mediante una acción que beneficie a otro, en una medida que incluso pueda superar el perjuicio causado. Todo ello con una precaución extrema y, sobre todo, de una forma anónima o haciéndole cambiar de nombre y de residencia, para que la integridad de la reputación y la vida futura del criminal corran los menos riesgos posibles.

Bien es cierto que todavía hoy aquel a quien se ha causado un daño quiere vengarse, abstracción hecha de cómo podría repararse ese daño, y se dirige a los tribunales para obtener venganza. Esta es la razón de que sigan existiendo nuestras horribles sanciones impuestas por el derecho penal, con su balanza de tendero y su afán de
compensar el delito con la pena
. Pero ¿no habría forma de avanzar en este aspecto? ¡Cómo mejoraría el sentimiento general de la vida, si pudiéramos librarnos de la creencia en la culpa, así como del viejo instinto de venganza, y llegásemos a comprender la sutil sabiduría del hombre feliz que bendice a sus enemigos, como hace el cristianismo, y
hace bien
a quienes le han agraviado! ¡Alejemos del mundo la idea de pecado, y rechacemos acto seguido el espíritu de
castigo
! ¡Qué se vayan a vivir desterrados y lejos de los hombres estos demonios, si es que se empeñan en seguir viviendo y no les mata el asco de sí mismos! Mientras tanto, hemos de pensar que el daño que los criminales causan a la sociedad y al individuo, es de la misma naturaleza que el causado por los enfermos: los enfermos difunden en torno a ellos inquietudes y malhumor, no producen nada y consumen lo que otros producen, necesitan guardianes, médicos, cuidados, y viven del tiempo y de las fuerzas de los individuos sanos. Sin embargo, quien quisiera
vengarse
de todo esto en el enfermo, sería considerado casi inhumano. Bien es cierto que así se hacía antiguamente: en los estadios más primitivos de la civilización, e incluso hoy en ciertos pueblos salvajes, el enfermo es considerado como un criminal, como un peligro para la comunidad y como la morada de algún ser diabólico que, a consecuencia de las faltas del enfermo, se ha albergado en él; por eso se cree que todo enfermo es culpable y pecador. ¿Será que todavía no estamos preparados para creer lo contrario? ¿No podremos decir aún que todo
culpable
es un enfermo? No, todavía no ha llegado la hora. Lo que faltan son médicos, médicos para quienes lo que hasta ahora hemos llamado moral práctica pase a ser un capítulo del arte de curar. Falta que se despierte el interés por estos temas, pero llegará un día en que ese interés sea similar a las agitaciones turbulentas que antaño suscitó la religión; las iglesias no están todavía en manos de los que cuidan a los enfermos; el estudio del cuerpo y del régimen sanitario no figura aún entre las materias obligatorias de todas las escuelas superiores y primarias; no existen todavía asociaciones privadas compuestas por personas que se comprometan a no recurrir a los tribunales, a no castigar a quienes les causen un mal y a no vengarse de ellos. Ningún pensador ha tenido aún la valentía de medir la salud de una sociedad y de los individuos que la componen en función del número de parásitos que es capaz de soportar, y ningún hombre de Estado ha impulsado su arado guiándose por el espíritu de esa máxima generosa y dulce que dice: «Si quieres cultivar la tierra, cultívala con el arado; entonces gozarán de ti el pájaro y el lobo que vayan detrás de tu arado; todas las criaturas gozarán de ti».

203. Contra los malos regímenes.

Huyamos de las comidas que hacen hoy los hombres, tanto en los restaurantes como en las mansiones de las clases acomodadas de la sociedad. Hasta cuando son científicos los que se reúnen en torno a una mesa, sus prácticas no difieren de las de los banqueros, siguiendo un principio que prima la
abundancia
y la
variedad
. Cabe, pues, deducir que los manjares se preparan con vistas al efecto que causan, y no de acuerdo con las consecuencias que producen, lo que exige el uso de bebidas excitantes para aliviar la pesadez del estómago y del cerebro. Huyamos de la disipación y de la sensibilidad exagerada, resultantes de tal costumbre, de los sueños que tendrán esas gentes, y de las artes y de los libros que son el postre de tales banquetes. Hagan lo que hagan, los actos de esas personas estarán regidos por la pimienta, por la contradicción y por un cansancio universal. (En Inglaterra, las clases ricas necesitan echar mano de su cristianismo para poder soportar sus malas digestiones y sus dolores de cabeza). Por no hablar ya de lo que todo esto tiene de repugnante, en cuanto al placer que consiguen, hay que declarar que esos hombres no tienen absolutamente nada de vividores; la actividad de nuestro siglo es más poderosa en las extremidades que en el vientre. ¿A qué responden, entonces, esas comilonas? A que son
representaciones
. Y ¿qué es lo que representan? ¿El rango social? ¡Qué va! ¡El dinero! Ya no hay rangos ni jerarquías. No somos más que
individuos
. Ahora bien, el dinero es lo que da poder, gloria, preeminencia, influencia. El dinero es el que determina hoy el juicio previo que nos formamos a favor o en contra de un hombre. Nadie querría esconderlo debajo de un celemín, ni tampoco mostrarlo sobre su mesa. Por eso es preciso que el dinero tenga un representante que se pueda mostrar sobre la mesa. Ese representante son vuestros banquetes.

204. Danae y el dios oro.

¿De dónde procede esa significativa impaciencia que convierte hoy al hombre en criminal, en situaciones que explicarían más bien la inclinación contraria? Si éste pesa con balanzas falsas, ése incendia su casa después de haberla asegurado por encima de su valor, aquél acuña moneda falsa, si las tres cuartas partes de la alta sociedad realizan fraudes legales y cargan su conciencia con operaciones de bolsa y especulaciones, ¿qué es lo que les impulsa? No se trata de una verdadera miseria; su existencia no es precaria; tal vez comen y beben sin preocuparse por el futuro. Lo que les mueve, sí, es la terrible impaciencia de ver lo lentamente que se amasa el dinero, y un apego y un amor al dinero acumulado, que les torturan día y noche. Sin embargo, en esta impaciencia y en este amor lo que reaparece es el fanatismo del
deseo de poder
, inflamado en otros tiempos por la creencia de estar en posesión de la verdad, ese fanatismo que ha ostentado nombres tan hermosos que hasta podía incitar a ser inhumano con
la conciencia tranquila
(a quemar judíos, herejes y buenos libros, y a exterminar totalmente civilizaciones superiores, como las de México y Perú). Han cambiado los medios de que se vale el deseo de poder, pero sigue hirviendo el mismo volcán de siempre: la impaciencia y el amor desmesurados exigen sus víctimas, y lo que antes se hacía
por la voluntad de Dios
, hoy se hace por la voluntad del oro, es decir, por lo que hoy produce el sentimiento de poder más elevado y la mayor tranquilidad de conciencia.

205. El pueblo de Israel.

Entre los espectáculos a que nos invita el siglo próximo, hay que incluir el arreglo definitivo de los destinos de los judíos en Europa. Es evidente que han echado los dados y pasado el Rubicón; ya no les queda otro remedio que o convertirse en los amos de Europa o perder Europa, como en tiempos remotos perdieron Egipto, cuando se vieron enfrentados al mismo dilema.

En Europa se han formado en una escuela de dieciocho siglos, como no lo ha hecho ningún otro pueblo, y de una forma que las experiencias de ese terrible período de prueba han aprovechado más a los individuos que a la comunidad. La consecuencia de esto es que, entre los actuales judíos, los recursos del alma y de la inteligencia tienen una fuerza extraordinaria. Entre todos los europeos, ellos son los que con menos frecuencia recurren, en la miseria, a la bebida y al suicidio para escapar de una situación penosa, despreciando este medio que suele ser común entre individuos de menores aptitudes. Todo judío encuentra en la historia de sus padres y de sus antepasados un manantial de ejemplos de razonamiento frío y de perseverancia en situaciones terribles, del más ingenioso aprovechamiento de la desgracia y del azar. Su valor, bajo la apariencia del servilismo más mezquino, su heroísmo en el
spernere se sperni
, superan a las virtudes de los santos. Se ha pretendido hacerles despreciables a base de tratarles con desprecio durante cerca de dos mil años, impidiéndoles el acceso a los honores, a todo lo honroso, y enviándoles, por el contrario, a los oficios más indecorosos, y verdaderamente este procedimiento no les ha vuelto menos sucios. Pero ¿les ha hecho despreciables? Nunca han dejado de creer que estaban llamados a los más altos destinos, ni han dejado de adornarles todas las virtudes de los que sufren. La manera que tienen de honrar a sus padres y a sus hijos, sus matrimonios y sus costumbres conyugales, les distinguen de entre todos los europeos. Y, aún más, han sabido crearse un sentimiento de poder y de venganza eterna con las profesiones que les han dejado desempeñar los europeos o que ellos mismos han abrazado. En disculpa de su usura, hay que declarar que sin la inquina con que eran tratados a causa de esta ocupación, agradable y útil en ocasiones, difícilmente hubieran podido conservar durante tanto tiempo su propia estimación. Y es que nuestra autoestimación exige que podamos hacer uso de represalias y de correspondencias en bien y en mal. Con todo, los judíos no han ido demasiado lejos en su venganza, pues poseen la libertad intelectual y del alma que producen el cambiar frecuentemente de lugar y de clima, y el contacto con las costumbres de vecinos y opresores. De este modo han llegado a alcanzar una enorme experiencia en lo que a relaciones humanas se refiere, y hasta en sus pasiones aprovechan la circunspección que proporciona esta experiencia. Tan seguros están de su flexibilidad intelectual y de su habilidad que nunca, ni en los momentos más difíciles, han tenido la necesidad de ganarse el pan con el esfuerzo físico, en trabajos rudos como los de mozo de cuerda o segador. En sus maneras se sigue observando que no se ha inculcado en su alma sentimientos caballerescos y nobles, que sus cuerpos no han ceñido arrogantes armaduras; una cierta dosis de indiscreción se combina en ellos con una sumisión casi siempre penosa, aunque muchas veces aparece revestida de afabilidad. Pero como están emparentados —y cada vez lo estarán necesariamente más— con la mejor nobleza de Europa, acabarán incorporándose de un modo considerable las buenas formas espirituales y físicas, de suerte que dentro de cien años presentarán un aspecto lo suficientemente noble como para no
avergonzar
a quienes les estén sometidos por el hecho de ser sus amos.

Esto es verdaderamente lo que importa; por eso es prematura aún una salida a su situación. Saben mejor que nadie que no pueden pensar en conquistar Europa, ni en actos de violencia de ningún tipo; pero también saben que puede llegar un día en que Europa caerá en sus manos como fruta madura, sin que tengan que hacer otro esfuerzo que el de alargar el brazo.

Mientras tanto, deben destacar en todos los órdenes de la distinción europea, ser los primeros en todo, hasta que llegue un momento en el que sean ellos mismos quienes determinen qué es lo distinguido. Entonces serán los innovadores y los guías de los europeos, sin ofender el pudor de éstos. ¿Y adonde fluirá todo ese abundante caudal de grandes impresiones acumuladas que la historia judía ha ido dejando en cada familia israelita, esa abundancia de pasiones, de decisiones, de renuncias, de luchas, de victorias de todo tipo, si no es a sus grandes obras y a sus insignes intelectuales? Entonces, cuando los judíos puedan mostrar esas joyas y esos vasos de oro, que serán obra suya, a los pueblos europeos de experiencia más breve y menos profunda, incapaces de producir cosas semejantes; cuando Israel haya cambiado su venganza eterna en bendición eterna para Europa, habrá llegado ese séptimo día en el que el antiguo Dios de los judíos podrá alegrarse a causa de sí mismo, de su creación y de su pueblo elegido, y todos sin excepción podremos alegrarnos con él.

206. Estado imposible.

Pobre, alegre e independiente son tres cualidades que pueden darse juntas en una misma persona; lo mismo cabe decir de pobre, alegre y esclavo, suma de cualidades que pueden atribuirse a los obreros esclavizados de las fábricas, si es que no les resulta
vergonzoso
que les
utilicen
como tornillos de una máquina y, en cierto modo, como comparsas de la inventiva humana. Que nadie crea que con un salario más elevado desaparecería lo que hay de
esencial
en su miseria, en su servidumbre impersonal. Que nadie se deje convencer con el argumento de que aumentando esa impersonalidad, por medio del engranaje de la máquina de una nueva sociedad, se conseguiría convertir en virtud la vergüenza de la esclavitud. Que nadie crea que, mediante un precio cualquiera, se puede dejar de ser persona para convertirse en tornillo. ¿Sois cómplices de la actual locura de las naciones que pretenden producir mucho y enriquecerse lo más posible? Vosotros sois los encargados de presentarles otra partida, de mostrarles las grandes sumas de valor
interior
que se desperdician para lograr ese fin exterior. Pero ¿dónde está vuestro valor interior si no sabéis lo que es respirar con libertad, si apenas sabéis poseeros a vosotros mismos, si con frecuencia estáis cansados de vosotros mismos, como de una bebida que ha perdido su fragancia, si prestáis atención a los periódicos y miráis de reojo a vuestro vecino rico, consumidos por la envidia viendo el alza y la baja rápidas que se producen en el terreno del poder, del dinero y de las opiniones, si no tenéis ya fe en la filosofía que se viste con harapos, ni en la libertad de espíritu de quien no necesita nada, si la pobreza voluntaria e idílica, la falta de profesión y el celibato, que deberían ser los ideales de los más intelectuales de vosotros, os parecen algo irrisorio? Por el contrario, la flauta socialista de los cazadores de ratones os suena a música celestial: esos cazadores de ratones que quieren enardeceros con esperanzas absurdas, y que os dicen que estéis preparados y nada más, dispuestos de hoy a mañana, esperando algo exterior, de forma que esperéis constantemente, viviendo respecto a lo demás como de costumbre, hasta que esa espera se convierta al fin en hambre y sed, en fiebre y locura, y amanezca, por último, en todo su esplendor el día del triunfo de la bestia.

BOOK: Aurora
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