427. El embellecimiento de la ciencia.
Al igual que en la horticultura el gusto
rococó
surgió de la idea de que la naturaleza es fea, salvaje y aburrida, y que, en consecuencia, hay que embellecerla (¡
embelleced la naturaleza
!), la idea de que la ciencia es fea, seca, árida, desesperante, difícil y aburrida, y que, por consiguiente, hay que embellecerla, provoca siempre la reaparición de eso que llamamos
filosofía
. Esta quiere lo que quieren todas las artes y todos los poemas:
divertir
, antes que nada. Pero quiere hacerlo con una altivez congénita, de una forma superior y sublime, y ante un público de espíritu selecto. Ahí es nada crear para ella una especie de horticultura, cuyo encanto consistiría, como para la horticultura más
corriente
, en producir una
ilusión óptica
(por medio de templetes, perspectivas, grutas, laberintos y cascadas, hablando en sentido figurado), presentar la ciencia en extracto, con toda suerte de iluminaciones maravillosas y súbitas, mezclando con ella cierta vaguedad, algo de absurdo y de ensueño, para poder pasearse por ella
como por la naturaleza salvaje
, pero sin molestias ni aburrimiento. Quien está poseído de ella, sueña hasta con hacer superflua la religión, que para los hombres de antaño constituía la forma más elevada del arte de agradar y entretener.
Esta tendencia se va abriendo paso para alcanzar un día su punto culminante, pero ya se dejan oír voces de oposición contra la filosofía, voces que exclaman: «¡Volvamos a la ciencia, a la naturaleza, a lo que hay de natural en la ciencia!». Por ello, tal vez está
comenzando
una época que descubre la belleza más poderosa en las partes «salvajes y horribles» de la ciencia; del mismo modo que, hasta llegar a Rousseau, no se descubrió el sentido de la belleza de las altas montañas y de los desiertos.
428. Dos clases de moralistas.
Captar totalmente desde el primer momento una ley de la naturaleza, es decir,
demostrar
esta ley (como la de la caída de los graves, la de la refracción de la luz, etc.), es algo distinto a
explicarla
, y corresponde también a inteligencias diferentes. Así se diferencian también los moralistas que observan y recogen las leyes y las costumbres humanas —moralistas con oídos, olfato y vista sutiles—, de los moralistas que explican lo que han observado. Estos últimos han de ser, ante todo,
inventivos
, y han de tener una imaginación liberada por la sagacidad y el saber.
429. La nueva pasión.
¿Por qué tememos y aborrecemos la posibilidad de retroceder a la barbarie? ¿Será porque la barbarie haría a los hombres más desgraciados de lo que son? ¡No! Los bárbaros de todas las épocas eran más felices; no nos engañemos. Pero nuestro
instinto de conocimiento
se ha desarrollado demasiado para que podamos seguir apreciando la felicidad sin conocimiento, o por lo menos la felicidad de una ilusión sólida y vigorosa.
La sola imaginación de un estado así nos causa dolor. La inquietud de descubrir y adivinar ha adquirido para nosotros un encanto tal que ha llegado a sernos tan indispensable como el amor no correspondido lo es para el enamorado, que no lo cambiaría a ningún precio por una actitud de indiferencia. Quizá seamos nosotros también amantes
desgraciados
. El conocimiento se ha convertido para nosotros en una pasión, a la que no asusta sacrificio alguno ni teme otra cosa que extinguirse. Creemos sinceramente que toda la humanidad, agobiada por el peso de esta pasión, se cree más grande y mejor consolada de lo que nunca estuvo hasta ahora, dado que aún no había superado las satisfacciones groseras que acompañan a la barbarie. La pasión por conocer acabará quizá haciendo que perezca la humanidad. Pero tampoco esta idea nos impresiona. ¿Se asustó acaso el cristianismo ante una idea semejante? ¿No van hermanadas la pasión y la muerte? Sí, odiamos la barbarie, todos preferimos que perezca la humanidad antes de que retroceda y se pierda el conocimiento. Y, en última instancia, si la
pasión
no hace perecer a la humanidad, ésta sucumbirá por
debilidad
. ¿Qué es preferible? ¿Queremos que la humanidad encuentre su fin en el fuego y la luz, o en la arena?
430. También esto es heroico.
Hacer las cosas más malolientes, esas cosas de las que ni siquiera nos atrevemos a hablar, pero que son útiles y necesarias, constituye también un heroísmo. Los griegos no se avergonzaron de incluir, entre los trabajos de Hércules, la limpieza de un establo.
431. Las opiniones de los adversarios.
Para calibrar la medida natural de sutileza o de debilidad de los cerebros —incluidos los más inteligentes—, no hay forma mejor que fijarse en cómo conciben y expresan las opiniones de sus adversarios: en esto se revela la medida natural de la inteligencia. El sabio perfecto eleva involuntariamente a su adversario en la idea que se forma de él y, limpia la contradicción de éste de toda mancha y de todo lo accidental; sólo lucha con su adversario, cuando éste se ha convertido en un dios de relucientes armas.
432. Investigador y tanteador.
No hay método científico fuera del cual no exista saber. Es preciso que procedamos con las cosas como por tanteo; que seamos con ellas unas veces buenos y otras malos, actuando alternativamente con justicia, con pasión y con frialdad. Hay quien trata a las cosas como un policía, o como un confesor, ó como un viajero curioso. Con simpatía o con violencia se consigue arrebatarles una partecita de ellas. Uno avanza y llega a ver claro gracias a la veneración que les inspiran los secretos de las cosas; otro, merced a la forma indiscreta y maliciosa en que interpreta los misterios. Nosotros los investigadores, como todos los conquistadores, los exploradores, los navegantes y los aventureros, tenemos una moral audaz, y es bueno que nos tengan por malos.
433. Ver con buenos ojos.
Si, como creo que es cierto, la belleza artística ha consistido siempre en la
representación del hombre feliz
, según la idea de felicidad que tiene una época, un pueblo o un individuo singular que se autolegisla gustosamente, ¿qué revelará respecto a la felicidad de hoy ese arte de los artistas actuales al que llaman realismo? Es indudable que ésta es la clase de belleza que hoy captamos con mayor facilidad y la que más nos hace disfrutar. Cabe deducir, por consiguiente, que a la felicidad actual, a
nuestra
felicidad, le complace el realismo, con una sensibilidad lo más afinada posible y con una concepción lo más fiel posible de la realidad. Ahora bien, lo que agrada no es la realidad en sí, sino lo que
se sabe acerca de la realidad
. Los resultados de la ciencia han avanzado tanto en profundidad y en extensión, que los artistas de nuestro siglo se han convertido involuntariamente en los panegiristas de la
suprema felicidad
científica.
434. Intercesión.
Los paisajes sin pretensiones son para los grandes paisajistas; los paisajes singulares y raros, para los pequeños. Es decir, que las grandes cosas de la naturaleza y de la humanidad deben interceder con sus admiradores en favor de todo lo pequeño, mediocre y vanidoso; y lo
grande
intercede por las cosas sencillas.
435. No perecer imperceptiblemente.
No una vez, sino constantemente, quedan estirilizadas nuestra capacidad y nuestra grandeza; la vegetación parasitaria que crece por todas partes, aniquila lo que hay de grande en nosotros. Todo contribuye a ello: la pequeñez de nuestro ambiente, lo que tenemos diariamente y a todas horas ante la vista, las mil raicillas de este o de aquel sentimiento mezquino que crece a nuestro alrededor, aquello que frecuentamos y el uso que hacemos de nuestro tiempo. Si dejamos que crezca esta hierbecita, sin que lo notemos, nos hará perecer imperceptiblemente. Y si queréis perderos, es preferible que lo hagáis
de golpe
y repentinamente. Al menos, lo que quede de vosotros serán unas
ruinas altivas
y no madrigueras de topos, como es de temer que suceda ahora. El musgo y la mala hierba que cubren esas madrigueras de topos son indicios de pequeñas victorias, de victorias humildes como en otro tiempo y demasiado mezquinas para acabar triunfando.
436. Casuística.
Hay una amarga alternativa que sorprende a nuestra valentía y a nuestro carácter: consiste en descubrir, cuando viajamos en barco, que el capitán y el piloto cometen errores peligrosos y que nosotros les superamos en conocimientos náuticos. Entonces nos preguntamos: «¿Y si organizamos un motín y los hacemos prisioneros a ambos? ¿No nos obliga a ello nuestra superioridad? Pero ellos, a su vez, ¿no tienen derecho a encerrarnos, puesto que conspiramos contra su obediencia?».
Este ejemplo constituye un símbolo de situaciones más elevadas y más comprometidas, y, a fin de cuentas, siempre queda en pie la cuestión de saber qué es lo que en tales casos garantiza nuestra superioridad y la confianza en nosotros mismos. ¿El éxito? Pues entonces es preciso llevar a cabo la empresa en cuestión, que implica toda suerte de peligros, no sólo para nosotros, sino también para la embarcación.
437. Privilegios.
Quien es, realmente, dueño de sí mismo, esto es, quien se ha
conquistado
definitivamente, considera que uno de sus privilegios consiste en castigarse, perdonarse, compadecerse de sí mismo. No necesita conceder esto a nadie, aunque puede transferirlo libremente a otro, por ejemplo, a un amigo; pues sabe que, haciéndolo, le otorga un
derecho
, y que, para conferir derechos, antes hay que estar en posesión del
poder
.
438. El hombre y las cosas.
¿Por que no ve el hombre las cosas? Porque es él mismo quien se interpone en el camino, ocultando las cosas con su cuerpo.
439. Signos característicos de la felicidad.
Todas las sensaciones de poder tienen dos cosas en común: la
plenitud
del sentimiento y la
vanidad
que deriva de él, de forma que el hombre feliz se encuentra tan en su elemento como el pez en el agua. Los buenos cristianos saben muy bien lo que es la prodigalidad cristiana.
440. No abdicar.
Renunciar al mundo sin conocerlo, como una
monja
, equivale a realizar un sacrificio estéril, quizá melancólico. Esto no tiene nada que ver con la soledad de la vida contemplativa que lleva el pensador. Cuando éste escoge dicha soledad, no trata de renunciar a nada; por el contrario, la renuncia, la melancolía y la autodestrucción serían, para él, el continuar llevando una vida activa. Renuncia a ésta porque la conoce y se conoce. Así es como da un salto en su agua; así conquista su serenidad.
441. Por qué el prójimo está cada vez más lejos de nosotros.
Cuanto más pensamos en todo lo que ha sido y en todo lo que será, más atenuado nos parece lo que se encuentra fortuitamente en el presente. Si vivimos con los muertos y si morimos con su agonía, ¿qué es el
prójimo
para nosotros? Nos volvemos más solitarios, porque todo el oleaje de la humanidad bulle a nuestro alrededor. El ardor que hay en nosotros, ese ardor que abrasa todo lo humano, aumenta sin cesar; por eso miramos cuanto nos rodea como si cada vez nos resultara más indiferente, más semejante a un fantasma. Pero la frialdad de nuestra mirada
ofende
.
442. La regla.
Quien piense que la regla es más interesante que la excepción, habrá avanzado mucho en el conocimiento y se encontrará entre los iniciados.
443. Respecto a la educación.
Poco a poco he ido viendo claro cuál es el defecto más general de nuestra forma de enseñar y de educar. Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña
a soportar la soledad
.
444. La sorpresa que provoca la resistencia.
Cuando algo ha terminado siendo transparente para nosotros, nos figuramos que ya no se nos podrá resistir, y nos encontramos con que podemos ver a través de ello, pero no atravesarlo. Es la misma necedad y la misma sorpresa de la mosca que se encuentra ante un cristal.
445. En lo que se engañan los más nobles.
Acabamos dando a alguien lo mejor que tenemos, nuestro tesoro; y, después, el amor ya no tiene nada más para dar. Pero el que lo acepta no encuentra en ello lo mejor que tiene, y, por consiguiente, carece de esa gratitud plena y definitiva con la que cuenta el que da.
446. Clasificación.
Hay, primero, pensadores superficiales; segundo, pensadores profundos, que ven en las profundidades de las cosas; y, tercero, pensadores fundamentales, que descienden hasta el fondo último de las cosas, lo que tiene más valor que asomarse simplemente a sus profundidades. Por último, hay pensadores que sumergen la cabeza en la ciénaga, lo que no debe tomarse como una muestra de profundidad ni de pensamiento profundo.
447. Maestro y discípulo.
Es preciso que el maestro ponga a sus discípulos en guardia contra él. Esto forma parte de su humanitarismo.
448. Honrar la realidad.
¿Cómo podemos contemplar sin lágrimas y sin aplausos esa alegre muchedumbre popular? En otros tiempos, considerábamos despreciativamente sus motivos de alegría, y lo mismo seguiría ocurriendo hoy si no hubiésemos
vivido
también nosotros esas alegrías. ¿Adonde pueden arrastrarnos los acontecimientos? ¿Qué son nuestras opiniones? Para no perdernos, para no perder la razón, hay que huir ante los acontecimientos. Así es como Platón huye de la realidad y no quiere contemplar más que las pálidas imágenes ideales de las cosas; su extrema sensibilidad le hacía ver lo fácilmente que pasan sobre la razón las olas de la sensibilidad. ¿Debería decirse, por consiguiente, el sabio: «quiero honrar la
realidad
, pero volviéndole la espalda, porque la conozco y la temo? ¿Debería hacer como ciertos pueblos africanos que, cuando están delante de su soberano, no se acercan a él, sino que retroceden, como muestra de veneración y al mismo tiempo de temor?»
449. Lo que sería vivir.
¡Ay! ¡Cómo me repugna imponer a otros mis pensamientos! Quiero alegrarme con cada pensamiento que me llega, con cada cambio íntimo que se produce en mí, en el que las ideas de otros se resisten contra las mías. Pero de vez en cuando se produce una alegría mayor aún: cuando tenemos la posibilidad de esparcir nuestros bienes espirituales, como el confesor que, sentado en el confesionario, espera que llegue a él alguien que necesite consuelo y que le hable de la miseria de sus pensamientos, para colmarle de nuevo el corazón y las manos, y para aliviar su alma inquieta. El confesor no sólo renuncia a la gloria por el bien que hace, sino que quisiera escapar incluso de la gratitud, ya que ésta resulta indiscreta e impúdica ante la soledad y el silencio.