516. No meter nuestro demonio en el prójimo.
Aceptamos de momento que lo que constituye al hombre bueno es la benevolencia y los beneficios, pero no dejemos de añadir: «a condición de que empiece por ser benévolo consigo mismo y por hacerse beneficios a sí mismo», pues de lo contrario huirá de sí mismo, se detestará y se hará daño, con lo que no será un hombre bueno. En tal caso, no hará más que salvarse de sí mismo
en los demás
: que éstos se cuiden de que no les pase nada malo, a pesar de todo el bien que aquél parece desearles. Pero esto precisamente, es decir, huir de nuestro
yo
y odiarle, vivir en los demás y para los demás, es lo que se ha venido considerando hasta hoy —con tanta sinrazón como seguridad—
no egoísta
, y, en consecuencia,
bueno
.
517. Inducir a amarse.
A quien se odia a sí mismo hay que tenerle miedo, ya que podemos ser víctimas de su cólera y de su venganza. Procuremos, pues, inducirle a que se ame a sí mismo.
518. Resignación.
¿Qué es la resignación? Es la situación más cómoda en la que se encuentra un enfermo a quien sus dolores le han perturbado lo suficiente para
descubrirla
, y al que esa perturbación le ha dejado
cansado
, lo que le ha hecho dar con la resignación.
519. Engañarse.
«Desde el momento en que quieras hacer algo, has de cerrar las puertas a la duda», decía un hombre de acción. «¿Y no temes engañarte?», preguntaba un contemplativo.
520. La eterna ceremonia fúnebre.
Si prestamos atención a la historia en general, podríamos creer que oímos una oración fúnebre continua; siempre se ha estado enterrando, y se sigue enterrando aún, lo más querido: pensamientos y esperanzas, mientras que se recibe, en cambio, orgullo, gloria del mundo; es decir, la pompa del discurso necrológico. Así es como lo arreglamos todo, y el que pronuncia la oración fúnebre es el mayor bienhechor público.
521. Vanidad excepcional.
Ese hombre tiene una elevada cualidad, que le sirve de consuelo; sus ojos miran con desprecio lo restante de su ser… y casi todo él es eso restante. Pero el hombre en cuestión descansa de si mismo cuando se refugia en esa especie de santuario; hasta el camino que sube hasta él le parece compuesto por anchos y cómodos escalones. ¡Qué crueles sois, cuando pretendéis llamarle vanidoso por eso!
522. La sabiduría sin oídos.
Oír diariamente lo que dicen de nosotros y tratar de descubrir incluso lo que piensan de nosotros, es algo que termina aniquilando hasta al individuo más fuerte. Si los otros nos dejan vivir, es para tener diariamente razón contra nosotros. No nos soportarían, si fuéramos nosotros quienes tuviésemos razón contra ellos, y menos aún si
pretendiéramos
tener razón. En suma, hagamos este sacrificio en aras de la buena armonía general; no escuchemos cuando hablen de nosotros, cuando nos alaben o nos critiquen; y ni siquiera pensemos en ello.
523. Preguntas insidiosas.
Cuando un hombre deja entrever algo, permitiendo que se haga visible, podemos preguntar: ¿qué trata de ocultar, de dónde quiere distraer nuestra mirada, a qué prejuicio intenta recurrir, hasta dónde alcanza la sutileza de su disimulo, y en qué medida se equivoca al actuar así?
524. Celos de los solitarios.
Entre los caracteres sociables y los caracteres solitarios se da esta diferencia (suponiendo que ambos son inteligentes): los primeros se satisfacen o casi se satisfacen con una cosa, cualquiera que sea, y en cuanto descubren en su espíritu una ocurrencia afortunada y comunicable relativa a ese tema, esto les reconcilia hasta con el diablo. Los solitarios, en cambio, sienten un placer callado ante las cosas, o bien éstas les producen un dolor silencioso; detestan exponer de una forma ingeniosa y brillante sus problemas íntimos, del mismo modo que rechazan que la mujer a quien aman se ponga un vestido muy llamativo: entonces la miran con melancolía, como si sospecharan que trata de gustar a otros. Estos son los celos que tienen respecto a la inteligencia todos los pensadores solitarios y todos los soñadores apasionados.
525. Los efectos de las alabanzas.
Cuando les alaban mucho, unos se avergüenzan y otros se ponen impertinentes.
526. No querer servir de símbolo.
Compadezco a los príncipes, porque no les está permitido anularse de vez en cuando en sociedad, y por eso no pueden conocer a los hombres más que en una postura incómoda y en un estado de disimulo constante; la obligación continua de representar algo acaba convirtiéndoles en solemnes nulidades. Lo mismo les pasa a todos los que tienen el deber de ser un símbolo.
527. Los hombres ocultos.
¿No os habéis encontrado aún con uno de esos hombres que contienen su encantador corazón, que lo oprimen, y que prefieren guardar silencio a perder la vergüenza de la proporción y la medida? ¿Y no habéis tropezado tampoco con uno de esos hombres molestos y muchas veces bonachones, que quieren pasar desapercibidos, que borran las huellas que dejan en la arena, y que llegan incluso a engañarse y a engañar, con tal de permanecer ocultos?
528. Abstinencia rara.
Muchas veces constituye una muestra de humanitarismo que no carece de importancia el no querer juzgar a alguien y negarse a hacer consideraciones sobre él.
529. Cómo adquieren brillo los hombres y los pueblos.
¡De cuántos actos muy individuales nos abstenemos sólo porque, antes de realizarlos, tememos que sean mal interpretados o nos asalta la duda de que puedan serlo! Estos actos son, precisamente, los que tienen un
auténtico valor
, ya sea en un sentido bueno o en un sentido malo. Por consiguiente, cuanto más estime a los individuos una época o un pueblo, y más derechos y supremacías les conceda, más actos de esta clase saldrán a la luz del día. De este modo se extiende sobre las épocas y sobre pueblos enteros un cierto destello de sinceridad y de franqueza, en un sentido bueno y en un sentido malo; algunos, como en el caso de los griegos, continúan proyectando sus rayos incluso miles de años después de su desaparición.
530. Rodeos del pensador.
En algunos hombres la marcha del pensamiento es severa, inflexiblemente audaz y, en ocasiones, incluso cruel consigo mismo. En los detalles, sin embargo, estos destellos, son amables y flexibles; dan cien vueltas en torno a una cosa, vacilando con benevolencia, pero terminan siguiendo su camino recto. Son ríos con múltiples curvas y con parajes aislados; hay lugares en los que las aguas juegan al escondite consigo mismas, y, al pasar, se permiten coquetear brevemente con los islotes, con los árboles, con las grutas y con las cascadas; luego, siguen su curso entre las rocas, abriéndose camino a través de los más duros peñascos.
531. Sentir el arte de otro modo.
Desde el momento en que un hombre se pone a hacer vida de ermitaño, sin otra compañía que sus pensamientos profundos y fértiles, o bien no quiere saber ya nada del arte, o bien le exige algo distinto, es decir cambia de gusto. Antes quería penetrar por un instante, a través del arte, en el elemento donde hoy vive de una manera estable; entonces evocaba en sueños el encanto de la posesión; ahora, en cambio, posee. Por el contrarío, lo que ahora le causa placer es desprenderse de lo que tiene y soñar que es pobre, niño, mendigo y loco.
532. El amor nos hace iguales.
El amor tiende a impedir que el amante se sienta ajeno a la persona que ama; por consiguiente, recurre a disimulos y asimilaciones, engaña sin cesar y finge una igualdad que no existe en la realidad. Esto se hace tan instintivamente, que muchas mujeres enamoradas niegan que se dé este disimulo y este engaño dulce y constante, y se atreven a sostener que el amor
nos hace iguales
(es decir, que realiza el mayor de los milagros).
Este fenómeno es muy sencillo cuando una persona
deja que le amen
, sin fingimientos, dejando esta labor a cargo del otro amante; pero no hay comedia más embrollada ni más intrincada que ésta, cuando ambos están llenos de pasión mutua. Entonces, cada uno de ellos renuncia a sí mismo y se coloca en el nivel del otro, tratando de obrar siempre como él; en ese sentido ninguno sabe ya lo que debe imitar, lo que debe fingir, cómo debe presentarse. La locura que supone semejante espectáculo es demasiado hermosa para este mundo y demasiado sutil para los ojos humanos.
533. Nosotros, los principiantes.
¡Cuántas cosas ve y adivina un cómico cuando observa la actuación de otro! Aprecia cuándo un músculo no acompaña a un gesto; deja a un lado esas cosas ficticias que se ensayan por separado y a sangre fría delante del espejo y que no logran fundirse con el conjunto; advierte cuándo el actor se ve sorprendido en escena por su propio artificio y con su sorpresa echa a perder el efecto. ¡De qué modo tan distinto ve un pintor al hombre que se mueve delante de él! Ante todo, ve muchas más cosas de las que existen en realidad, para poder completar lo que tiene delante y producir el efecto; ensaya en su memoria diferentes iluminaciones de un mismo objeto; da variedad al conjunto, a base de añadir a él una oposición. ¡Ojalá tuviéramos los ojos de ese cómico y de ese pintor para mirar el mundo del alma humana!
534. Las pequeñas dosis.
Para que una transformación se extienda todo lo posible y llegue hasta lo más profundo, hay que administrar el remedio en pequeñas dosis, pero ininterrumpidamente, a lo largo de un amplio período de tiempo. ¿Qué cosa que sea realmente grande puede crearse de un golpe? Nos guardaremos mucho de cambiar, precipitada y violentamente, las condiciones morales a las que estamos acostumbrados, ante una nueva valoración de las cosas; por el contrario, deseamos seguir viviendo así mucho tiempo, hasta que advirtamos —quizá muy tarde— que la
nueva valoración
ha acabado siendo dominante en nosotros, y que las pequeñas dosis,
a las que nos tenemos que acostumbrar a partir de ese momento
, han producido en nosotros una segunda naturaleza. De esta forma, empezamos a darnos cuenta de que el instinto definitivo de llevar a cabo un gran cambio en las valoraciones relativas a las cuestiones políticas —esto es, la
gran revolución
— no fue mas que una patética y sangrienta charlatanería, que, en virtud de crisis repentinas, supo inculcar en la crédula Europa la esperanza de una curación
súbita
, lo cual ha hecho que todos los enfermos políticos se vuelvan impacientes y
peligrosos
.
535. La verdad necesita del poder.
En sí misma, la verdad no es una potencia, pese a lo que digan los retóricos del racionalismo. Por el contrario, necesita que la fuerza se ponga de su parte o ponerse ella de parte de la fuerza, ya qué de lo contrario perecerá siempre. Esto ha quedado demostrado hasta la saciedad.
536. Los grilletes.
Nos indigna ver con cuánta crueldad impone cada individuo a los demás sus virtudes particulares, cuando carecen de ellas, y cómo les atormenta con tales virtudes. Seamos, pues, nosotros también humanos con el
espíritu de lealtad
, cualquiera que sea la certeza que tengamos de que, con él, poseemos unos grilletes capaces de hacer que sangren todos esos grandiosos egoístas que quieren imponer a todo el mundo su forma de pensar. Obremos así nosotros que hemos probado en nuestra propia carne esos grilletes.
537. Maestría.
Hemos alcanzado la maestría cuando no nos equivocamos
ni vacilamos
en la ejecución.
538. Enajenación moral del genio.
En ciertos ingenios destacados se observa un espectáculo penoso y a veces horrible: sus momentos más fecundos, sus vuelos elevados y distantes no se acomodan a su constitución y hasta parecen sobrepasar su fuerza de una manera u otra, de forma que siempre queda una tara, y, a la larga, queda al descubierto un
defecto de la máquina
, que se manifiesta, en los individuos tan sumamente inteligentes a los que nos referimos, en toda clase de síntomas morales e intelectuales con mucha mayor regularidad que las enfermedades físicas.
Estos aspectos incomprensibles de la naturaleza de los hombres superiores, lo que tienen de tímidos, de vanidosos, de biliosos, de envidiosos, de estrechos y de angustiosos, que se manifiesta en ellos de repente —lo que hay de excesivamente personal en caracteres como los de Rousseau y Schopenhauer—, podría ser muy bien una consecuencia de una enfermedad cardiaca periódica, que fuera a su vez resultado de una enfermedad nerviosa, y así sucesivamente.
Mientras se da en nosotros el genio, nos sentimos llenos de osadía, estamos como locos, y no nos importan nada ni la salud ni la vida ni el honor; volamos tan libres como las águilas y vemos en la oscuridad como los búhos. Pero si de pronto nos abandona el genio, nos invade inmediatamente un gran miedo; no nos comprendemos a nosotros mismos; todo lo que hemos vivido y hasta lo que no hemos vivido nos hace padecer; es como si estuviéramos sobre una roca pelada bajo la tempestad o como la pobre alma de un niño a quien le asusta cualquier rumor o cualquier sombra. Las tres cuartas partes del mal que se hace en el mundo se debe al miedo; y el miedo es, ante todo, un fenómeno fisiológico.
539. Pero ¿sabéis lo que queréis?
¿Nunca os habéis sentido atormentados por el miedo de no ser plenamente capaces de captar la verdad, por el miedo de que vuestros sentidos estén todavía demasiado atrofiados y de que la agudeza de vuestra vista sea aún demasiado primitiva? ¡Si pudieseis intuir por un momento qué voluntad domina detrás de vuestra misión! Por ejemplo, ¡cómo ayer querías ver
más
que otro y hoy queréis ver
de distinta manera
que ese otro, o cómo aspiráis a ver algo que esté en conformidad o en oposición con lo que habéis creído ver hasta ahora! ¡Qué ansias vergonzosas! ¡Con cuánta frecuencia acecháis un efecto violento o algo que os tranquilice, cuando os sentís cansados! ¡Siempre llenos de presentimientos íntimos sobre cómo debería ser la verdad para que vosotros, precisamente vosotros, pudierais aceptarla! ¿O es que creéis que hoy, porque os habéis helado y estáis secos como una mañana de invierno, sin que nada os oprima el corazón, vuestro corazón ve mejor que vuestros ojos? ¿No hace falta calor y entusiasmo para hacer justicia a aquello que se piensa? ¿No es esto
lo que llaman ver
? ¡Cómo si pudierais tener con los objetos del pensamiento relaciones distintas de las que tenéis con los hombres! Hay en estas relaciones la misma moralidad, la misma honradez, la misma segunda intención, el mismo relajamiento e idéntico temor, en ellas se encuentra todo lo que tiene de amable y de odioso vuestro yo. Vuestras debilidades físicas darán a las cosas colores suaves; vuestras fiebres las convertirán en monstruos. ¿No ilumina las cosas vuestra mañana de un modo diferente que vuestro atardecer? ¿No os da miedo encontrar en la cueva de vuestro conocimiento el fantasma del que se disfraza la verdad para presentarse ante vosotros? ¿No es ésta una comedia horrible en la que queréis representar un papel tan aturdidamente?