Azazel asintió, pensativamente, con la cabeza.
—Desprecio la adulación de mal gusto, por supuesto —explicó—. Supongo que tengo el deber de mantenerme en lo alto en mi papel de modelo para los miembros inferiores de mi especie. —Lanzó un suspiro con una especie de silbido estridente—. Es fastidioso y embarazoso, pero es mi deber.
Yo también tenía mis deberes. Pensé que debía quedarme entre el vecindario durante el intervalo que precedería al cambio. Mi amigo, el de los caballos de carreras, me alojó gratuitamente en compensación por mi habilidad en aconsejarle sobre los resultados de diversas carreras experimentales y, a consecuencia de esto, mi amigo perdió muy poco dinero.
Cada día buscaba una excusa para ver a Maggie y los resultados empezaron a mostrarse poco a poco. Su pelo crecía más fuerte y formando unas airosas ondas. Comenzaron a aparecer en él unos destellos dorados que le proporcionaban una agradable brillantez.
Poco a poco, su mandíbula se hizo más prominente y sus pómulos se hicieron más suaves y más altos. Sus ojos adquirieron un color azul ya definido aunque, día a día, el azul se hacía más profundo hasta alcanzar un tono casi violeta. Los párpados se tornaron finos con un sesgo oriental. Sus orejas se iban haciendo más proporcionadas y los lóbulos aparecieron en ellas. Se fue engordando hasta conseguir una silueta casi opulenta mientras su cintura se estrechaba.
La gente estaba perpleja. Oía yo mismo sus comentarios.
—Maggie —decían—, ¿qué te ha pasado? Tu pelo te está quedando de maravilla. Pareces diez años más joven.
—Yo no he hecho «nada» —decía Maggie.
Ella estaba tan sorprendida como lo estaban los otros. Excepto yo, naturalmente.
Me preguntó:
—¿Nota algún cambio en mí, tío George?
—Tienes un aspecto encantador —le dije—, pero a mí siempre me has parecido encantadora, Maggie.
—Quizá sea así —contestó—, pero nunca me he encontrado tan encantadora como últimamente. No lo entiendo. Ayer, uno de esos hombres atrevidos que andan por ahí, se volvió para mirarme. Este tipo de hombres suelen pasar apresurados, ocultando sus ojos. Éste, sin embargo, me «guiñó» el ojo. Me cogió tan de sorpresa que no pude evitar el sonreírle.
Pocas semanas más tarde me encontré con su marido, Octavius, en un restaurante donde yo estaba mirando la carta en una mesa junto a la ventana. Desde el momento en que entró para comer allí, no hizo falta ni un minuto para que me invitara a acompañarle, ni medio minuto para que yo aceptara.
—Parece usted desdichado, Octavius —dije.
—Soy desdichado —respondió—. No sé lo que le está ocurriendo a Maggie últimamente. Parece tan distraída que me ignora la mayor parte del tiempo. Cada vez le apetece más llevar una vida social más intensa. Y ayer…
Su rostro se inundó de un angustioso sufrimiento ante el cual a casi todo el mundo le hubiera avergonzado reírse.
—¿Ayer? —dije—. ¿Qué pasó ayer?
—Ayer me pidió que la llamara… Melisande. No puedo llamar a Maggie con un nombre tan ridículo como Melisande.
—¿Por qué no? Es su nombre de pila.
—Pero ella es mi Maggie. Melisande es tan extraño.
—En fin, ella ha cambiado un poco —expliqué—. ¿No se ha dado cuenta de que estos últimos días parece más bonita?
—Sí —dijo Octavius, mordiéndose la lengua.
—¿Y no es eso algo bueno?
—No —contestó aún más tajante—. Yo quiero a mi sencilla y graciosa Maggie. Esa nueva Melisande está siempre arreglándose el pelo, maquillándose las sombras de los ojos, probándose nuevos vestidos, sujetadores más grandes, y apenas me dirige la palabra.
El almuerzo continuó con un silencio de abatimiento por su parte.
Pensé que lo mejor era ver a Maggie y tener una larga conversación con ella.
—Maggie —dije.
—Llámeme Melisande, por favor —contestó.
—Melisande —seguí—. Me parece que Octavius es desdichado.
—También yo lo soy —prosiguió ella ásperamente—. Octavius se está volviendo muy aburrido. No quiere salir. No quiere divertirse. Le molestan mis vestidos, mi maquillaje. ¿Quién demonios se cree que es?
—Solías decir que era un rey entre los hombres.
—Estúpida de mí. Es sencillamente un pequeño tipo feo con el que me molesta ser vista.
—Pero querías ser bonita sólo para él.
—¿Qué quiere usted decir con «quería» ser bonita? «Soy» hermosa. Siempre fui hermosa. Se trataba, simplemente, de dar el estilo adecuado a mi pelo y de saber cómo maquillarme correctamente. No puedo permitir que Octavius se interponga en mi camino.
Y no lo permitió. Medio año más tarde, Octavius y ella se divorciaron y al cabo de otro medio año Maggie…, o Melisande, se casó de nuevo con un hombre bien parecido físicamente y sin ningún mérito en cuanto a carácter. Una vez cené con él y dudó tanto hasta coger la cuenta, que me temí que iba a tenerme que hacer cargo yo de la misma.
Vi a Octavius, aproximadamente, un año después de su divorcio. Éste, naturalmente, no se había vuelto a casar, ya que su apariencia era más ridícula que nunca, al punto de que incluso la leche se hubiera cuajado en su presencia. Estábamos sentados en su apartamento, que se hallaba lleno de fotografías de Maggie, la vieja Maggie, y cada una de ellas más horrible que la siguiente.
—Todavía debe usted echarla en falta, Octavius —dije.
—¡Muchísimo! —respondió—. Sólo espero que sea feliz.
—Creo entender que no lo es —respondí—. Quizá vuelva con usted.
Octavius negó con la cabeza, abatido.
—Maggie no puede jamás volver conmigo. Quizá desee volver una mujer llamada Melisande, pero yo no podría aceptarla si ésta regresara. Ella no es Maggie…, mi encantadora Maggie.
—Melisande —dije— es más hermosa que Maggie.
Octavius se quedó mirándome con fijeza y durante un largo rato.
—¿A los ojos de quién? —dijo—. Por supuesto, a los míos no.
Fue la última vez que los vi.
Me quedé sentado un momento en silencio, luego dije:
—Me asombra usted, George. En realidad no me ha prestado ningún consuelo.
La verdad es que elegí mal mis palabras. George dijo:
—Eso me recuerda, viejo amigo… ¿Podría usted prestarme cinco dólares por, aproximadamente, una semana? Máximo diez días.
Le alargué un billete de cinco dólares, vacilé y luego dije.
—Aquí lo tiene. Su historia vale la pena. Es un regalo. Es suyo.
(¿Por qué no? Todos los préstamos a George son regalos
de facto
.)
George cogió el billete sin hacer ningún comentario y lo metió en su ajada cartera. (Debía ya de estar ajada cuando la compró porque no la usa nunca.) Dijo:
—Volviendo al tema. ¿Podría usted prestarme cinco dólares por aproximadamente, una semana? Diez días máximo.
—Pero si ya le he dado los cinco dólares.
—Ése es «mi» dinero —replicó George—, y no tiene nada que ver con el suyo. ¿Le hago yo algún comentario sobre el estado de sus finanzas cuando usted me pide dinero prestado a mí?
—Pero yo nunca le he… —empecé a decir.
Luego, lancé un suspiro y le entregué cinco dólares más.
Sorprendentemente, George había permanecido en silencio durante la cena, y ni siquiera se había molestado en interrumpirme cuando yo me tomé la molestia de contarle algunas frases ingeniosas que se me habían ocurrido a lo largo de los últimos días. Una leve risita burlona al oír la mejor de ellas fue todo lo que se dignó otorgarme.
A los postres (tarta de bayas caliente
á la mode
), lanzó un profundo suspiro, salido desde el fondo mismo del abdomen, ofreciéndome una actualización en absoluto agradable del revuelto de gambas que había tomado al principio de la cena.
—¿Qué ocurre, George? —pregunté—. Parece como si te preocupase algo.
—Me sorprendes —dijo George—, al mostrar esta insospechada sensibilidad. Por lo general, estás demasiado absorto en tus propios y triviales problemas literarios como para advertir los sufrimientos ajenos.
—Sí, pero ya que lo he advertido —dije—, no desperdiciemos el esfuerzo que me ha costado.
—Simplemente estaba pensando en un amigo mío. Pobrecillo. Se llamaba Vissarion Johnson. Supongo que nunca has oído hablar de él.
—En efecto —respondí.
—Bueno, así es la fama, aunque me imagino que no es ninguna ignominia permanecer desconocido para una persona de tu limitada visión. Lo cierto es que Vissarion fue un gran economista.
—Seguramente bromeas —dije—. ¿Cómo pudiste llegar a relacionarte con un economista? Eso sería caer demasiado bajo, incluso para ti.
—No lo creas. Vissarion Johnson era un hombre de grandes conocimientos.
—No lo dudo ni por un momento —repuse—. Es la integridad de la profesión lo que pongo en tela de juicio. Hay una anécdota según la cual el presidente Reagan, preocupado por el Presupuesto Federal y tratando de sacarlo adelante, preguntó a un físico: «¿Cuántas son dos y dos?» El físico respondió al instante: «Cuatro, señor Presidente».
»Reagan consideró esto unos momentos, utilizando los dedos, y no se quedó satisfecho. Por consiguiente, preguntó a un experto en estadística: «¿Cuántas son dos y dos?» Después de reflexionar, el experto respondió: «La última encuesta realizada entre estudiantes de cuarto grado, señor Presidente, revela un conjunto de respuestas que dan un promedio muy próximo a cuatro».
»No obstante, era el Presupuesto lo que estaba en juego, así que Reagan consideró que debía llevar la pregunta hasta la cumbre. Por consiguiente, preguntó a un economista: «¿Cuántas son dos y dos?» El economista echó las persianas, miró rápidamente a ambos lados y, luego, susurró: «¿Cuál le gustaría que fuese la respuesta, señor Presidente?».
George no demostró con expresión verbal ni facial alguna que esto le hubiera hecho la menor gracia.
—Es obvio que no sabes nada de economía, amigo mío —dijo.
—Ni tampoco los economistas, George —respondí.
—Bueno, entonces permíteme que te cuente la triste historia de mi buen amigo el economista Vissarion Johnson. Sucedió hace unos años.
Como te explicaba —dijo George—, Vissarion era un economista que había llegado a la cumbre, o casi, de su profesión. Había estudiado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, donde aprendió a escribir las más abstrusas ecuaciones sin que le temblara la tiza.
Una vez graduado, comenzó a ejercer inmediatamente, y gracias a los fondos puestos a su disposición por cierto número de clientes, aprendió mucho acerca de las aleatorias vicisitudes de la marcha cotidiana de la Bolsa. Fue tal su habilidad, que algunos de sus clientes apenas si perdieron nada.
En varías ocasiones fue lo bastante audaz como para predecir que al día siguiente la Bolsa subiría o bajaría dependiendo de que la atmósfera fuese favorable o desfavorable, respectivamente, y en todos los casos la Bolsa se comportó exactamente como él había predicho.
Naturalmente, triunfos de éstos le lucieron famoso como el «Chacal de Watt Street», y sus consejos eran solicitados por muchos de los más famosos practicantes del arte de ganar dinero con facilidad.
Sin embargo, él tenía los ojos puestos en algo más grande que la Bolsa y que las maquinaciones comerciales, algo más grande aún que la capacidad de predecir el futuro. Lo que quería era nada menos que el puesto de economista jefe de los Estados Unidos o, como más familiarmente suele ser conocido este funcionario, «Consejero económico del Presidente».
Difícilmente puede esperarse que tú, con tus limitados intereses, conozcas la posición sumamente delicada que ocupa el economista jefe. El Presidente de los Estados Unidos debe tomar las decisiones que determinan las regulaciones gubernamentales del comercio y los negocios; controlar la masa de dinero y los Bancos; proponer o vetar medidas que afectarán a la agricultura, el comercio y la industria; decidir la distribución de los ingresos obtenidos por los impuestos, determinando cuánto debe destinarse a gastos militares y, si se diera la circunstancia de que sobrara algo, cuánto para todo lo demás. Y en todos estos casos, él recurre, ante todo y sobre todo, al asesoramiento del economista jefe.
Y cuando el Presidente recurre a él, el economista jefe debe ser capaz de decidir, instantánea y exactamente, qué es lo que el Presidente quiere oír, y debe dárselo, juntamente con las necesarias frases sin sentido que el Presidente, a su vez entonces puede ofrecer al público norteamericano. Cuando me contaste la historia del Presidente, el físico, el experto en estadística y el economista, por un momento creí que comprendías la delicada naturaleza de la tarea del economista, pero la risa totalmente inapropiada en que prorrumpiste me demostró con toda claridad que no habías entendido nada.
Para cuando cumplió los cuarenta años, Vissarion había obtenido todas las calificaciones necesarias para cualquier puesto, por alto que fuese. Por los pasillos del Instituto de Economía Gubernamental se comentaba que ni una sola vez en los siete últimos años Vissarion Johnson le había dicho nada a nadie que no quisiera oír. Es más, había sido aprobado por aclamación su ingreso en el pequeño círculo del CRD.
Tú, en tu inexperiencia de todo cuanto se halle situado más allá de tu máquina de escribir, es probable que nunca hayas oído hablar del CRD, que es el acrónimo del «Club de Rendimientos Decrecientes». De hecho, muy pocas personas tienen conocimiento de su existencia. Incluso entre los economistas de más bajo rango hay muchos que la ignoran. Es el pequeño y exclusivo grupo de economistas que han llegado a dominar plenamente el intrincado terreno de la economía taumatúrgica…, o, como una vez la llamó un político, con su estilo curiosamente rústico, «economía vudú».
Era bien sabido que nadie que estuviera fuera del CRD podía triunfar en el Gobierno federal, pero que podría hacerlo cualquiera que estuviese dentro de él. Así, pues, cuando inesperadamente murió el presidente del CRD y un comité de la organización se entrevistó con Vissarion para ofrecerle el puesto, el corazón le dio un vuelco en el pecho. Como presidente, a la primera oportunidad sin duda sería nombrado economista jefe, y se encontraría en la fuente misma del poder, moviendo la mano del Presidente exactamente en la dirección que el Presidente quisiera.
Sin embargo, había un detalle que le preocupaba a Vissarion y le dejaba sumido en terribles dudas: sentía que necesitaba la ayuda de alguien de mente equilibrada y aguda inteligencia, y recurrió a mí, como naturalmente habría hecho cualquiera que se encontrase en aquella situación.