Azazel (9 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

BOOK: Azazel
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—Completamente —respondía yo—. Eso forma parte de la curación.

Pero, más adelante, un día vino a verme, y su rostro mostraba una expresión ceñuda.

—Escucha —dijo—. Acabo de ir al Banco para preguntar el saldo de mi cuenta corriente, que es un poco más bajo de lo que debiera por la forma en que te las arreglas para marcharte de los restaurante antes de que traigan la cuenta, y no he podido obtener respuesta porque el ordenador se ha estropeado justo en el momento en que yo entraba. Todo el mundo se hallaba desconcertado. ¿Está desapareciendo el efecto de la curación?

—Es imposible —respondí—. Quizá no tenga nada que ver contigo. Podría haber por ahí algún otro
teleklutz
que no se haya curado. Tal vez le dio por entrar justo en el momento en que tú lo hacías.

Pero no era eso. El ordenador del Banco se averió en otras dos ocasiones en que trató de comprobar el estado de su cuenta corriente. (Su nerviosismo por las miserables sumas de las que yo había olvidado hacerme cargo resultaba completamente nauseabundo en un hombre adulto.) Finalmente, cuando el ordenador de su empresa se estropeó al pasar él ante la oficina en que se hallaba instalado, vino a mí en un estado que sólo puedo describir como pánico.

—¡Ha vuelto! —exclamó con un chillido—. ¡Te digo que ha vuelto! Esta vez no puedo soportarlo. Ahora que me he acostumbrado a la normalidad, no puedo volver a mi antigua vida. Tendré que suicidarme.

—No, no, Menander. Eso es ir demasiado lejos.

Pareció reprimirse cuando estaba a punto de lanzar otro chillido, y reflexionó en mis juiciosas palabras.

—Tienes razón —dijo—. Eso sería ir demasiado lejos. Supongamos que, en lugar de ello, te mato a ti. Al fin y al cabo, nadie te echará de menos, y yo me sentiré «un poco» mejor.

Yo comprendía su postura, pero sólo hasta cierto punto.

—Antes de que hagas nada —le dije—, déjame que compruebe esto. Ten paciencia, Menander. Después de todo, hasta el momento sólo ha ocurrido con ordenadores, ¿y a quién le importan los ordenadores?

Me marché rápidamente, antes de que pudiera preguntarme cómo se las iba a arreglar para obtener el saldo de su cuenta corriente si los ordenadores se estropeaban siempre que él se acercaba. En realidad, era un mono-maniaco del tema.

Y también lo era Azazel, en otro tema. Parece ser que esta vez se hallaba realmente dedicado a lo que fuera que estuviese haciendo con las dos
saminis
, y cuando llegó, todavía estaba dando saltos mortales. Hoy es el día en que aún no sé qué tenían que ver los saltos mortales con ello.

No creo que llegara a serenarse de verdad, pero logró explicarme lo que sucedía, y entonces me vi en el trance de hacer lo propio con Menander.

Insistí en reunirme con él en el parque. Elegí una zona bastante concurrida, ya que tendría que contar con un salvamento rápido si él perdía la cabeza en sentido figurado e intentaba que yo perdiese la mía en sentido literal.

—Menander, tu
teleklutzismo
todavía funciona —le expliqué—, pero sólo con los ordenadores. «Sólo con los ordenadores». Te doy mi palabra. Respecto a todo lo demás, estás curado «para siempre».

—Bueno, entonces cúrame para los ordenadores.

—Es que eso no se puede hacer, Menander. No estás curado para los ordenadores, y eso es para siempre. —Apenas susurré las últimas palabras, pero me oyó.

—¿Por qué? ¿Qué clase de atolondrado, imbécil, superferolítico y omnilutzístico culo de camello bacteriano enfermo eres tú?

—Haces que parezca como si hubiera muchas clases, Menander, lo cual es absurdo. ¿No comprendes que querías salvar al mundo, y que a eso se debe lo que ha sucedido?

—No, no lo entiendo. Explícamelo y tómate tiempo. Tienes quince segundos.

—¡Sé razonable! La Humanidad se está enfrentando a una sobresaturación de ordenadores. Los ordenadores van a hacerse rápidamente más versátiles, más capaces y más inteligentes. Los seres humanos cada vez dependen más de ellos. Se acabará construyendo un ordenador que asumirá rápidamente la dirección del mundo y dejará a la Humanidad sin nada que hacer. Es muy posible que decida destruir a la Humanidad como innecesaria. Naturalmente, nos decimos a nosotros mismos que siempre podemos «desenchufarlo», pero tú sabes que no podremos hacer eso. Un ordenador lo suficiente inteligente como para realizar sin nosotros el trabajo del mundo, podrá defender su propio enchufe y, si de eso se trata, encontrar su propia electricidad.

»Será invencible, y la Humanidad se hallará condenada. Y ahí, amigo mío, es donde intervienes tú. Serás conducido a su presencia, o quizá te baste con pasar a unos kilómetros de él, y la Humanidad quedará salvada. ¡La Humanidad quedará salvada! ¡Piensa en ello! ¡Piensa en ello!

Menander pensó en ello. No parecía sentirse muy feliz. Luego, dijo:

—Pero, mientras tanto, no puedo acercarme a los ordenadores.

—Bueno, era preciso afianzar y hacer absolutamente permanente el
klutzismo
en lo referente a los ordenadores para estar seguro de que nada saldría mal cuando llegase el momento, de que el ordenador no se defendería de alguna manera contra ti. Es el precio que se ha de pagar por este gran don de salvación que tú mismo pediste, y por el que serás eternamente honrado en el futuro por la Historia.

—¿Sí? —dijo—. ¿Y cuándo va a tener lugar esa salvación?

—Según Azaz…, según mis fuentes —respondí—, debe ocurrir dentro de unos sesenta años, aproximadamente. No obstante, míralo de esta manera. Ahora sabes que, por lo menos, vivirás noventa años.

—Y, entretanto —dijo Menander levantando la voz, indiferente a la forma en que las gentes que pasaban se volvían para mirarnos—, entretanto el mundo se irá llenando más y más de ordenadores, y yo me veré privado de hacer cada vez más cosas y me hallaré encerrado en mi propia cárcel…

—¡Pero al final salvarás a la Humanidad! ¡Eso es lo que querías!

—¡Al diablo la Humanidad! —aulló Menander, y se levantó y se precipitó sobre mí.

Logré escabullirme, pero sólo porque varias personas que se encontraban en las proximidades sujetaron al pobre hombre.

En la actualidad, Menander está en tratamiento con un psiquiatra freudiano del tipo más resuelto. Seguramente, le costará una fortuna, y, por supuesto, no le servirá de nada.

Terminado su relato, George clavó la vista en su jarra de cerveza, que yo sabía que tendría que pagar de mi bolsillo.

—Esta historia tiene una moraleja —dijo.

—¿Cuál?

—El mundo está lleno de desagradecidos.

Una cuestión de principios

George miró sombríamente su vaso, que contenía mi bebida —en el sentido de que seguramente la acabaría pagando—, y dijo:

—Es sólo una cuestión de principios lo que hace que yo sea un hombre pobre.

Luego, hizo brotar desde la región de su ombligo un poderoso suspiro y añadió:

—Al hablar de «principios», naturalmente debo excusarme por utilizar un término que a ti te resultará extraño, salvo, quizá, como denominación del director de la escuela elemental en que casi llegaste a graduarte
[4]
. En realidad, yo soy un hombre de principios.

—¿De veras? —repliqué—. Supongo que esa cualidad te la habrá otorgado Azazel hace sólo dos minutos, pues nunca hasta ahora habías dado muestras de poseerla, al menos que nadie sepa.

George me miró con aire apesadumbrado. Azazel es el demonio de dos centímetros de estatura que posee asombrosos poderes mágicos…, y que sólo George es capaz de conjurar a voluntad.

—No puedo imaginar dónde has oído hablar de Azazel —dijo.

—También para mí es un completo misterio —respondí afablemente—, o lo sería si últimamente no constituyera tu único tema de conversación.

—No seas ridículo —exclamó George—. Yo nunca hablo de él.

Gottlieb Jones —dijo George— también era un hombre de principios. Podría pensarse que eso constituía una absoluta imposibilidad, habida cuenta de que su ocupación era la de redactor publicitario, pero él se elevaba por encima de su vil oficio con un ardor sumamente agradable de contemplar.

Muchas veces me decía, mientras nos tomábamos una hamburguesa con patatas fritas:

—George, no hay palabras para describir el horror que siento por mi trabajo, ni la desesperación que me invade al pensar que debo encontrar formas de vender productos respecto de los cuales todos mis instintos me dicen que los seres humanos pasarían mejor sin ellos. Ayer mismo tuve que ayudar a vender un insecticida que, según se ha comprobado, hace que los mosquitos emitan gritos supersónicos de placer mientras acuden en masa hacia él desde varios kilómetros a la redonda. «No sea un cebo para los mosquitos —dice mi eslogan—. Use “Skeeter-Hate”».

—¿«Skeeter-Hate»? —repetí con un estremecimiento.

Gottlieb se tapó los ojos con una mano. Estoy seguro de que habría utilizado las dos si no se estuviera atiborrando de patatas fritas con la otra.

—Vivo con esta vergüenza, George, y tarde o temprano debo abandonar el empleo. Viola mis principios de ética comercial y mis ideales de escritor, y yo soy un hombre de principios.

—Te reporta cincuenta mil dólares al año, Gottlieb —dije cortésmente—, y tienes una joven y bella esposa y un hijo que mantener.

—¡El dinero es basura! —exclamó violentamente Gottlieb—. Es el despreciable soborno por el que un hombre vende su alma. Yo lo rechazo, George, lo arrojo lejos de mí con desdén; no quiero tener nada que ver con él.

—Pero, Gottlieb, seguramente que no estás haciendo semejante cosa. Aceptas tu sueldo, ¿no?

Debo reconocer que por un angustioso instante pensé en un Gottlieb sin un centavo y en el número de almuerzos que su virtud le impediría pagar.

—Sí, es cierto. Mi querida esposa Marilyn tiene la desconcertante costumbre de introducir su apartado de gastos domésticos en conversaciones, por el contrario, de carácter puramente intelectual, por no hablar de sus indolentes alusiones a diferentes compras que atolondradamente realiza en tiendas de ropas y de suministros domésticos. Esto ejerce una influencia obstaculizadora sobre mis planes de acción. En cuanto al pequeño Gottlieb, que ya tiene casi seis meses, no está preparado para comprender la absoluta falta de importancia del dinero…, aunque le haré la justicia de reconocer que todavía nunca me ha pedido un céntimo.

Suspiró, y yo suspiré con él. Había oído hablar con frecuencia de la naturaleza poco cooperativa de esposas e hijos en lo que a cuestiones económicas se refiere, y ésa es, naturalmente, la principal razón de que me haya mantenido libre de compromisos en este aspecto a lo largo de toda una vida, durante la cual, mi inefable atractivo me ha hecho ser perseguido ardientemente por una gran diversidad de hermosas mujeres.

Inconscientemente, Gottlieb Jones interrumpió algunas agradables reminiscencias a las que yo me estaba entregando, cuando dijo:

—¿Sabes cuál es mi sueño secreto, George?

Y por unos instantes se reflejó en sus ojos un brillo tan lúbrico, que experimenté un leve sobresalto de alarma, con la impresión de que, de alguna manera, había leído mis pensamientos.

Pero lo que dijo fue:

—Mi sueño es ser novelista, escribir vigorosas descripciones de las palpitantes profundidades del alma humana; presentar, ante una Humanidad a la vez estremecida y deleitada, las gloriosas complejidades de la condición humana, inscribir mi nombre, con letras grandes e indelebles, en el frontispicio de la literatura clásica, y caminar a lo largo de las generaciones en la gloriosa compañía de hombres y mujeres tales como Esquilo, Shakespeare y Ellison.

Habíamos terminado nuestro almuerzo, y yo esperé tenso la cuenta, calculando con extrema precisión el momento en que dejaría que se distrajese mi atención. El camarero, sopesando la cuestión con la aguda perspicacia inherente a su profesión, se la entregó a Gottlieb.

Me relajé y dije:

—Considera, mi querido Gottlieb, las horribles consecuencias que podrían derivarse. He leído, hace poco, en un periódico de toda confianza que un caballero tenía en sus manos cerca de mí, que en los Estados Unidos hay 350.000 novelistas con alguna obra publicada; que de éstos, menos de 750 se ganan la vida escribiendo; y que cincuenta, sólo cincuenta, amigo mío, son ricos. En comparación con esto, tu sueldo actual…

—Bah —exclamó Gottlieb—, para mí apenas tiene importancia la cuestión de si gano o no dinero; lo importante es que consiga la inmortalidad y haga entrega de un valiosísimo presente de discernimiento y comprensión a todas las generaciones futuras. Podría soportar con facilidad el inconveniente de hacer que Marilyn realizara un trabajo de camarera, conductora de autobús o algún otro puesto de escasa calificación. Estoy completamente seguro de que ella consideraría, o debería considerar, un honor trabajar de día y cuidar del pequeño Gottlieb por la noche a fin de que mi talento pudiera manifestarse plenamente. Sólo que… —Hizo una pausa.

—¿Sólo que…? —dije, con tono alentador.

—Verás, no sé a qué se debe, George —respondió, ahora con acento ligeramente irritado—, pero hay un pequeño detalle que se interpone en mi camino. Parezco totalmente incapaz de superarlo. Mi cerebro rebosa de ideas con una fuerza tremenda. Escenas, retazos de diálogos, situaciones de extraordinaria vitalidad que constantemente cruzan mi mente de modo tumultuoso. Es sólo el insignificante detalle de poner todo ello en palabras lo que parece que se me resiste. Tiene que ser un problema de poca monta, pues cualquier incompetente plumífero, como ese amigo tuyo de extraño apellido, parece no tener la más mínima dificultad en producir libros a centenares, y, sin embargo, yo no logro dar con la solución.

(Debía de referirse a ti, mi querido amigo, ya que la expresión «incompetente plumífero» parece muy adecuada. Yo te habría defendido, naturalmente, pero pensé que sería una empresa sin esperanzas.)

—Seguramente, es que no te has esforzado lo suficiente —dije.

—¿Que no? Tengo cientos de hojas de papel, cada una de las cuales contiene el primer párrafo de una novela maravillosa…, el primer párrafo nada más. Cientos de primeros párrafos para cientos de novelas diferentes. Es en el segundo párrafo donde siempre me estrello.

Se me ocurrió una brillante idea, lo cual no me sorprendió; mi mente siempre rebosa de ideas brillantes.

—Gottlieb —dije—, yo puedo resolver tu problema. Puedo hacer de ti un novelista. Puedo hacerte rico.

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