—Y eso soy yo —dijo—. Deriva de una palabra
yiddish
que, tomada literalmente, significa trozo de madera, leño, tronco; y, naturalmente, eso es, como sabes, lo que significa mi apellido, Block.
Suspiró profundamente.
—Y, sin embargo, no soy un
klutz
en el sentido estricto de la palabra. No hay en mí nada rudo ni torpe. Bailo con la ligereza de un céfiro y con la gracia de una libélula; mis movimientos son como los de los silfos; y si yo juzgase oportuno permitírselo, numerosas mujeres podrían dar testimonio de mi habilidad como discípulo del arte amatorio. Lo que ocurre, más bien, es que soy un
klutz
a larga distancia. Sin que yo mismo resulte afectado, todo a mi alrededor adquiere características
klutz
. El Universo entero parece tropezar con sus pies cósmicos. Supongo que, si mezclamos idiomas y combinamos el griego con el
yiddish
, soy un «
teleklutz
».
—¿Cuánto tiempo lleva sucediendo eso, Menander? —le pregunté.
—Toda mi vida, pero, naturalmente, sólo de adulto me percaté de que poseía esa peculiar cualidad. De joven, simplemente daba por supuesto que lo que me sucedía era normal por completo.
—¿Has hablado de esto con alguien?
—Claro que no, George. Me tomarían por loco. ¿Se puede visitar a un psiquiatra, por ejemplo, enfrentándose al fenómeno del
teleklutzismo
? Me metería en un asilo mental desde la primera sesión y escribiría un informe sobre su descubrimiento de una nueva psicosis, y es probable que se hiciese millonario con ello. No pienso ir a un manicomio sólo para enriquecer a algún avispado mediquillo mental. No le puedo contar esto a «nadie».
—Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí, Menander?
—Porque, por otra parte, me parece que debo contárselo a alguien si quiero seguir funcionando. Y resulta que a ti por lo menos te conozco.
No entendía su razonamiento, pero me di cuenta de que me iba a ver sometido una vez más a las nada deseables confidencias de mis amigos. Sabía bien que ése era el precio que debía pagar por mi comprensión, simpatía y, sobre todo, por mi proverbial reserva… Ni que decir tiene que contigo hago una excepción, ya que es sabido que tienes un período máximo de atención de cinco segundos y un período de memoria bastante menor.
Con un gesto, pedí otra copa y, mediante un arcano signo que sólo yo conozco, indiqué que se lo cargasen a la cuenta de Menander. Después de todo, un trabajador se merece su salario.
—¿Cómo se manifiesta ese
teleklutzismo
, Menander?
—En su forma más simple, y en la manera en que primero llamó mi atención, se manifiesta en el tiempo peculiar que acompaña a mis viajes. No viajo mucho, y cuando lo hago, voy en coche; y cuando viajo en coche, llueve. No importa cuál sea el pronóstico meteorológico ni lo brillantemente que luzca el sol cuando salgo. Las nubes se agolpan, oscurece y empieza a lloviznar, y luego, a diluviar. Cuando mi
teleklutzismo
está en plena acción, la temperatura baja de golpe y tenemos una tormenta de nieve.
»Naturalmente, tengo buen cuidado de no cometer imprudencias. Me abstengo de ir en coche a Nueva Inglaterra hasta bien pasado marzo. La primavera pasada fui a. Boston el 6 de abril, y no tardó en producirse la primera nevada abrileña en toda la historia de la Oficina Meteorológica de Boston. En una ocasión, me dirigí a Williamsburg, Virginia, el 28 de marzo, suponiendo que dispondría de unos días de gracia, habida cuenta de que estaba entrando en el cálido Sur. ¡Ja! Williamsburg se encontró aquel día con veinte centímetros de nieve, y los nativos la frotaban entre sus dedos preguntándose unos a otros qué sería aquella cosa blanca.
»He pensado muchas veces que, si imaginamos el Universo colocado bajo la dirección personal de Dios, podríamos representarnos al arcángel Gabriel acudiendo presuroso ante la presencia divina y exclamando: «Dos galaxias están a punto de colisionar en una catástrofe enorme, oh Santísimo», y Dios respondería: «No me molestes ahora, Gabriel, estoy ocupado haciendo llover sobre Menander».
—Podrías sacar partido de la situación, Menander —dije—. ¿Por qué no vendes tus servicios como especialista en terminar con sequías por sumas fabulosas?
—Ya lo he sopesado, pero sólo el pensar en ello elimina cualquier lluvia que pudiera producirse durante mis viajes. Además, si la lluvia llegara cuando se la necesita, es probable que produjera una inundación.
»Y no es sólo la lluvia, o los embotellamientos de tráfico, o la desaparición de mojones de señalización; hay millares de otras cosas. Valiosos objetos se rompen espontáneamente en mi presencia, o se les caen a otras personas, sin que pueda atribuírseme ninguna responsabilidad en ello. En Batavia, Illinois, funciona un avanzado acelerador de partículas. Un día, un experimento particularmente importante resultó frustrado a consecuencia de un fallo en su sistema de vacío, un fallo completamente inesperado. Sólo yo sabía —al día siguiente, es decir, cuando leí en el periódico la noticia del incidente— que en el preciso momento de producirse la avería yo pasaba en un autobús por las afueras de Batavia. Naturalmente, llovía.
»En este mismo momento, amigo mío, algunos de los exquisitos vinos que envejecen en las bodegas de este magnífico establecimiento se están avinagrando. Alguien que pase ahora junto a esta mesa se encontrará al llegar a su casa con que las cañerías de su sótano han reventado en el preciso momento en que pasaba a mi lado; salvo que no sabrá que pasó junto a mí en ese preciso instante ni que el hecho de pasar a mi lado fue la causa. Y, así, habrá docenas de accidentes…, es decir, supuestos accidentes.
Sentí compasión hacia mi joven amigo. Y se me heló la sangre al pensar que yo estaba sentado a su lado y que podrían estar ocurriendo catástrofes inimaginables en mi acogedora morada.
—En resumen —dije— ¡tú eres un gafe!
Menander echó hacia atrás la cabeza y me miró altivamente.
—Gafe —aclaró— es el nombre vulgar;
teleklutz
, el científico.
—Bueno, pues gafe o
teleklutz
, supón que te dijese que yo podría liberarte de esa maldición.
—Ciertamente, es una maldición —dijo con aire sombrío Menander—. Muchas veces he pensado que, cuando nací, algún hada perversa, irritada por no haber sido invitada al bautizo… ¿Estás tratando de decirme que tú puedes anular maldiciones porque eres un hada buena?
—No soy ninguna clase de hada —repliqué con severidad—. Pero supón que puedo eliminar ese mal…, esa condición tuya.
—¿Cómo diablos podrías hacerlo?
—Una expresión muy adecuada —comenté—. Bien, ¿qué me dices?
—¿Qué sacas «tú» con ello? —preguntó recelosamente.
—La reconfortante sensación de haber ayudado a un amigo a salvarse de una vida horrible.
Menander reflexionó unos instantes y, luego, meneó vigorosamente la cabeza.
—Eso no es suficiente.
—Naturalmente, si quieres ofrecerme alguna pequeña suma…
—No, no. Yo no pensaría en insultarte de esta manera. ¿Ofrecer una suma de dinero a un «amigo»? ¿Fijar un valor fiscal a la amistad? ¿Cómo has podido pensar eso de mí, George? Lo que quería decir es que suprimir mi
teleklutzismo
no es suficiente. Debes hacer algo más que eso.
—¿Cómo se puede hacer más?
—¡Reflexiona! Durante toda mi vida he sido responsable de innumerables daños, desde simples molestias hasta auténticas catástrofes, que le han acaecido tal vez a millones de personas inocentes. Aunque a partir de este momento no le traiga mala suerte a nadie, el mal que he causado hasta ahora, a pesar de que nunca haya sido de manera voluntaria ni algo por lo que se me pueda considerar culpable, es más de lo que puedo soportar. Debo tener algo que lo compense todo.
—¿Por ejemplo?
—Debo ponerme en situación de salvar a la Humanidad.
—¿Salvar a la Humanidad?
—¿Qué otra cosa puede compensar el inconmensurable daño que he causado? Si vas a eliminar mi maldición, sustitúyela por la capacidad de salvar a la Humanidad en alguna gran crisis.
—No estoy seguro de que pueda hacerlo.
—«Inténtalo», George. No retrocedas en este momento decisivo. Yo siempre digo que si vas a hacer algo, hazlo bien. Piensa en la Humanidad, amigo mío.
—Espera un instante —dije, alarmado—, estás echando todo este asunto sobre mis hombros.
—Claro que sí, George —respondió Menander de manera encendida—. ¡Hombros anchos y resistentes! ¡Hechos para soportar cargas! Ve a casa, George, y haz lo necesario para apartar de mí esta maldición. Una Humanidad agradecida derramará sobre ti sus bendiciones, salvo, naturalmente, que nunca lo sabrá, pues yo no se lo diré a nadie. Tus buenas acciones no deben quedar mancilladas saliendo a la luz pública, y, confía en mí, yo no las sacaré.
Hay en la amistad desinteresada algo maravilloso que no puede ser igualado por ninguna otra cosa en la Tierra. Me levanté al instante para realizar mi tarea, y lo hice con tanta rapidez que olvidé pagar la mitad de la cuenta que me correspondía. Por fortuna, Menander no se dio cuenta de ello hasta que yo hube salido sin contratiempos del restaurante.
Me costó un poco establecer contacto con Azazel, y cuando lo logré, él no parecía de muy buen humor. Su cuerpecillo de dos centímetros de altura estaba envuelto en un sonrosado resplandor, y dijo con su voz aguda:
—¿No has pensado que podría estar duchándome?
—Se trata de una emergencia grave, oh «Poderoso-para-quien-las-palabras-son-insuficientes».
—Bien, entonces dime de qué se trata, pero, ojo, no te tomes todo el día para hacerlo.
—Desde luego —dije, y expuse el asunto con admirable precisión.
—Hum —murmuró Azazel—. Por una vez, me has presentado un problema interesante.
—¿Sí? ¿Quieres decir que realmente existe algo como el
teleklutzismo
?
—Oh, sí. La mecánica cuántica deja perfectamente claro que las propiedades del Universo dependen, en cierta medida, del observador. Así como el Universo afecta al observador, el observador afecta al Universo. Algunos observadores afectan al Universo adversamente o, al menos, adversamente con respecto a otros observadores. De modo que un observador puede acelerar el proceso de formación de una supernova, lo cual irritaría a otros observadores que pudieran encontrarse incómodos cerca de la estrella en ese momento.
—Comprendo. Bien, ¿puedes ayudar a mi amigo Menander y librarle de ese efecto cuántico-observacional?
—¡Oh, desde luego! ¡Es muy sencillo! Tardaré diez segundos y, luego, podré volver a mi ducha y al rito de las
korati
, que realizaré con dos
saminis
de belleza inimaginable.
—¡Espera! ¡Espera! Eso no es suficiente.
—No seas estúpido. Dos
saminis
son «de sobra» suficientes. Sólo un libertino querría tres.
—Me refiero a que no es suficiente suprimir el
teleklutzismo
. Menander, además, quiere estar en situación de salvar a la Humanidad.
Por un momento, pensé que Azazel iba a olvidar nuestra larga amistad y todo lo que yo había hecho por él, proponiéndole interesantes problemas que es probable que perfeccionasen su inteligencia y sus habilidades mágicas. No entendí todo lo que dijo, pues la mayoría de las palabras pertenecían a su propio idioma, pero sonaban como sierras que se restregasen contra clavos oxidados.
Finalmente, cuando se hubo calmado su acaloramiento, dijo:
—¿Cómo voy a hacer eso?
—¿Es demasiado para el «Apóstol de lo Increíble»?
—¡Ya lo creo! Pero, veamos…
Meditó unos instantes, y luego exclamó:
—Pero ¿qué puede «querer» salvar a la Humanidad? ¿Qué valor tiene eso? Hacéis que apeste toda esta sección… Bien, bien, creo que se puede hacer.
No tardó diez segundos, sino media hora, y fue media hora muy penosa, con Azazel gruñendo durante parte del tiempo, y cuando no lo hacía, se preguntaba dónde le iban a esperar las
samini
.
Acabó totalmente fatigado, lo que, por supuesto, significaba que yo tendría que comprobar el asunto sobre Menander Block.
La siguiente ocasión que vi a Menander, le dije:
—Estás curado.
Me miró con hostilidad.
—¿Sabes que me endosaste la cuenta de la cena la otra noche?
—Seguramente que eso carece de importancia en comparación con el hecho de que estás curado.
—Yo no me siento curado.
—Anda, ven. Vamos a dar una vuelta en coche. Ponte tú al volante.
—Parece que ya se está nublando. ¡Valiente curación!
—¡Conduce! ¿Qué tienes que perder?
Sacó el coche del garaje en marcha atrás. Un hombre que pasaba por el otro lado de la calle no tropezó con un rebosante cubo de basura.
Menander condujo calle abajo. El disco no se puso en rojo cuando se acercó a él, y dos coches patinaron el uno hacia el otro en el cruce siguiente, pero pasaron a confortable distancia entre sí.
Para cuando llegó al puente, el tiempo había despejado y un cálido sol brillaba sobre el coche; pero no en sus ojos.
Cuando finalmente llegamos a casa, estaba llorando, y no hacía el menor esfuerzo por ocultarlo. Me encargué de aparcar el coche y le hice un pequeño rasguño. No obstante, no era «yo» quien se había curado del
teleklutzismo
. Sin embargo, podría haber sido peor: podría haber rozado mi propio coche.
Durante los días siguientes, estuvo buscándome continuamente. Al fin y al cabo, yo era el único que podía comprender el milagro que se había producido.
Decía:
—Fui a un baile, y ni una sola persona tropezó con los pies de su pareja y se cayó y se rompió una clavícula. Yo podía bailar ágilmente, con total abandono, y mi pareja no se mareaba ni se le revolvía el estómago, ni siquiera aunque hubiera comido en exceso.
O:
—En el trabajo estaban instalando un nuevo aparato de aire acondicionado, y ni una sola vez se le cayó en los pies al operario, rompiéndole los dedos de manera permanente.
O, incluso:
—He visitado a un amigo en el hospital, cosa que antes ni siquiera habría soñado hacer, y en ninguna de las habitaciones ante las que pasé se salió de una vena la aguja intravenosa. Ni tampoco falló su objetivo una sola jeringuilla hipodérmica.
A veces, me preguntaba con voz entrecortada:
—¿Estás seguro de que tendré una oportunidad de salvar a la Humanidad?