Azazel (5 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

BOOK: Azazel
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—Déjame decirlo de este modo —murmuré—. Mientras la fotografía permanezca aquí, Kevin se mostrará infeliz, furioso y malhumorado.

—Seguro que se quedará aquí —dijo Rosie, devolviéndola firmemente a su lugar—, y no acabo de comprender por qué estás diciendo todas esas estupideces acerca de un maravilloso objeto… Bueno, vamos a tomar un poco de café.

Se dirigió nerviosamente hacia la cocina, y pude ver que se sentía de lo más ofendida.

Hice lo único que podía hacer. Después de todo, yo había sido quien había tomado la foto. Era responsable —a través de Azazel— de sus arcanas propiedades. Tomé rápidamente el marco, quité con cuidado el soporte trasero, luego retiré la foto. Rasgué la foto en dos…, luego en cuatro…, en seis…, en ocho, y me metí finalmente los trozos en el bolsillo.

El teléfono sonó en el momento en que terminaba mi operación, y Rosie entró corriendo en la sala de estar para responder. Volví a colocar la parte de atrás y devolví el marco a su lugar. Se quedó mirándome vacío desde allí.

Oí la voz de Rosie chillando de alegría y excitación.

—Oh, Kevin —la oí decir—, qué maravilloso. Oh, me siento tan feliz… ¿Pero por qué no me lo dijiste? ¡No vuelvas a hacerlo nunca!

Acudió a mi lado, el rostro radiante.

—¿Sabes lo que hizo ese terrible de Kevin? Tenía una piedra en el riñón desde hace casi tres semanas…, viendo a un doctor y todo eso…, sufriendo terribles dolores y enfrentándose a una posible operación…, y no ha querido decirme nada por temor a preocuparme. ¡El idiota! No me extraña que se sintiera tan mal, y ni una vez se le ocurrió pensar que todo eso lo único que haría sería hacerme sentir más infeliz que si me lo hubiera dicho. ¡De veras! Los hombres no deberían salir nunca solos ni siquiera a la calle.

—Pero ¿por qué estás ahora tan alegre?

—Porque ha conseguido expulsar la piedra. La expulsó hace un momento, y lo primero que ha hecho ha sido llamarme, lo cual ha sido muy considerado por su parte…, y muy oportuno. Sonaba tan feliz y alegre… Imagino que su expresión debía ser como la de la fotografía que… —Luego, casi en un grito—: ¿Dónde está la fotografía?

Yo estaba de pie, preparándome para irme. Empecé a dirigirme hacia la puerta, mientras decía:

—La destruí. Por eso consiguió expulsar la piedra. De otro modo…

—¿Tú la destruiste? ¿Tú…?

Yo ya estaba al otro lado de la puerta. No esperaba gratitud, por supuesto, sino más bien un asesinato. No esperé al ascensor; bajé a pie la escalera tan rápido como razonablemente pude, con el sonido de sus gritos atravesando la puerta y llegando a mis oídos durante dos pisos enteros.

Quemé los trozos de la fotografía cuando llegué a casa.

Nunca he vuelto a verla desde entonces. Por lo que he podido saber, Kevin es un amante y encantador esposo y son más felices juntos que nunca, pero la carta que recibí de ella —siete páginas de letra pequeña, casi incoherente— dejaba bien claro que era de la opinión que la piedra en el riñón era toda la explicación del mal humor de Kevin, y que su aparición y expulsión exactamente sincronizadas con la fotografía eran una simple coincidencia.

Efectuaba también algunas indiscretas amenazas contra mi vida y, de una forma completamente anticlimática, contra ciertas porciones de mi cuerpo, utilizando palabras y frases que hubiera jurado que nunca podía haber oído en su vida, y mucho menos utilizado.

Y supongo que nunca volverá a besarme de nuevo, algo que considero, por alguna extraña razón, terriblemente frustrante.

Al vencedor

No veo a menudo a mi amigo George, pero cuando lo hago siempre le pregunto por Azazel, el pequeño demonio al que asegura que puede llamar. Por supuesto, insiste en que no es un demonio, sino un ser procedente de un mundo de avanzada tecnología.

—Un anciano y calvo escritor de ciencia ficción —me dijo George— ha señalado que una tecnología lo suficientemente adelantada con respecto al observador, sería para éste indistinguible de la magia
[3]
. Eso es lo que pasa con mi pequeño amigo Azazel. Sólo mide dos centímetros de estatura, pero puede hacer cosas realmente sorprendentes. Por cierto, ¿cómo te has enterado de su existencia?

—Escuchándote.

—Nunca menciono a Azazel —replicó George fríamente y con cara de desaprobación.

—Excepto cuando hablas —dije—. ¿Qué ha estado haciendo últimamente?

George expelió un gemido aromatizado de cerveza desde lo más hondo de su ser, y dijo:

—Has tocado un punto que me llena de tristeza. Mi joven amigo Theophilus nos tiene muy preocupados, a Azazel y a mí.

Alzó su jarra de cerveza y dio un largo trago.

Mi amigo Theophilus —siguió George—, al que nunca te habrás encontrado, pues se mueve en círculos bastante más elevados que los sórdidos ambientes que tú frecuentas, es un joven refinado que admira profundamente las graciosas facciones y la divina estructura de las mujeres —cosas a las que yo, afortunadamente, soy inmune—, pero carece de la capacidad de inspirar reciprocidad en ellas.

—No puedo entenderlo, George —me decía Theophilus—. Tengo un buen cerebro. Soy un excelente conversador. Soy ingenioso, amable, razonablemente atractivo…

—Sí —dije yo—, tienes ojos, nariz, boca y barbilla, todo ello en el lugar y número habituales.

—Y además —añadió— soy increíblemente avezado en la teoría del amor, aunque no haya tenido muchas ocasiones de ponerla en práctica. Sin embargo, parezco incapaz de atraer la atención de esas deliciosas criaturas. Observa que parecen estar por todas partes, a nuestro alrededor, y sin embargo ninguna de ellas hace el menor intento de entrar en contacto conmigo, pese a que estoy aquí sentado con la más genial de las expresiones en mi rostro.

Mi corazón sangraba por él. Le conocía desde niño; una vez le sostuve a petición de su madre, que acababa de darle de mamar hasta la saciedad, mientras ésta se reabrochaba la blusa. Este tipo de cosas crean fuertes vínculos.

—¿Serías más feliz, mi querido amigo —le pregunté—, si se fijaran en ti?

—Eso sería el paraíso —respondió simplemente.

¿Podía yo negarle el paraíso? Le planteé la cuestión a Azazel, que, como de costumbre, se mostró reticente.

—¿No podrías pedirme un diamante? —me dijo—. Podría hacerte una buena piedra de medio quilate reordenando los átomos de un trocito de carbón… Pero irresistible para las mujeres… ¿Cómo puedo hacer una cosa así?

—¿No puedes reordenar algunos átomos en él? —sugerí, tratando de colaborar—. Quiero hacer algo por él, aunque sólo sea en memoria del impresionante equipamiento nutricional de su madre.

—Bueno, déjame pensar. Las increíblemente simples formas de vida de este miserable planeta vuestro recurren a la comunicación química como forma de estimular el afecto mutuo. La polilla hembra emite una substancia denominada feromona, que la polilla macho puede detectar con ardor a un par de kilómetros de distancia.

—Nunca he sido una polilla macho, pero si tú lo dices…

—Y también los seres humanos poseen feromonas —prosiguió Azazel, ignorándome—. Desde luego, con vuestra costumbre actual de bañaros continuamente y perfumaros con aromas artificiales, sois escasamente conscientes de esta manera natural de inspirar sentimientos. Tal vez pueda alterar la constitución bioquímica de tu amigo, de manera que produzca una cantidad inusual de una feromona inusualmente eficaz cuando la imagen de una de las desgarbadas hembras de vuestra repelente especie incida en su retina.

—¿Quieres decir que olerá?

—En absoluto. Será un olor prácticamente imperceptible a nivel consciente, pero en las hembras de la especie provocará un profundo y atávico deseo de acercarse y sonreír. Probablemente eso estimulará en ellas la emisión de sus propias feromonas, y supongo que lo que suceda a continuación será automático.

—De lo que estoy seguro —dije— es de que el joven Theophilus pondrá lo mejor de su parte. Es un muchacho despierto, lleno de empuje y ambición.

El tratamiento de Azazel resultó efectivo, como comprobé en mi siguiente encuentro con Theophilus, en la terraza de un bar.

Me llevó unos segundos verle, pues lo que inicialmente atrajo mi atención fue un grupo de jóvenes mujeres que formaba un círculo compacto. Afortunadamente, a mí las jóvenes no me perturban, pues ya he alcanzado la edad de la discreción, pero era verano y ellas iban vestidas con una calculada insuficiencia de ropa que yo —como es propio de un hombre discreto— estudié discretamente.

Sólo después de varios minutos, durante los cuales noté la tensión que estaba actuando sobre un botón de una determinada blusa y especulé sobre la posibilidad de que… Pero me estoy alejando del tema. Sólo después de varios minutos me di cuenta de que no era otro que Theophilus quien se hallaba en el centro de aquel círculo de mujeres. Sin duda el calor de la tarde acentuaba su potencia feromónica.

Me abrí camino a través de aquel cerco de feminidad mediante una serie de guiños y sonrisas paternales, más algún que otro golpecito en el hombro, me senté junto a Theophilus en una silla que una atractiva joven me cedió con un mohín petulante, y dije:

—Theophilus, mi joven amigo, qué visión tan encantadora y sugestiva.

Entonces me di cuenta de que en su rostro había una leve sombra de tristeza.

—¿Qué es lo que no va bien? —pregunté.

Habló sin apenas mover los labios, en un susurro tan bajo que casi no le oí.

—Por lo que más quieras, sácame de aquí.

Por supuesto, yo soy, como sabes, un hombre de innumerables recursos. Fue cuestión de un momento para mí levantarme y decir:

—Señoritas, mi joven amigo, con motivo de una inexcusable urgencia biológica, ha de hacer una visita al servicio de caballeros. Si son tan amables de esperar un momento, estará de vuelta enseguida.

Entramos en el pequeño restaurante y salimos por la puerta de atrás. Una de las jóvenes, con unos bíceps que destacaban de forma un tanto inquietante, y con una expresión de desconfianza igualmente inquietante, había dado la vuelta hasta la parte de atrás del restaurante; pero la vimos a tiempo y pudimos meternos en un taxi. Nos persiguió, con sorprendente rapidez, a lo largo de dos manzanas.

Una vez a salvo en la habitación de Theophilus le dije:

—Evidentemente. Theophilus, has descubierto la forma de atraer a las mujeres. ¿No era ése el paraíso que buscabas?

—No del todo —respondió Theophilus, mientras se relajaba lentamente con ayuda del aire acondicionado—. Se protegen unas a otras con su mera presencia. No sé cómo sucedió, pero súbitamente se me acercó, hace algún tiempo, una joven y me preguntó si no nos habíamos visto en Atlantic City. Nunca en mi vida —añadió con indignación— he estado en Atlantic City. Y acababa de negar esa posibilidad, cuando se acercó otra afirmando que yo había dejado caer mi pañuelo y quería devolvérmelo. Entonces llegó una tercera y me dijo: «¿Quieres trabajar en el cine, muchacho?».

—Lo que tenías que haber hecho era elegir a una de ellas —le dije—. Yo hubiera escogido a la que te ofrecía trabajar en el cine. Es una vida suave, y hubieras estado rodeado de suaves actrices.

—Pero es que no podía escoger a «ninguna» de ellas. Se miraban las unas a las otras como halcones. En cuanto me mostraba atraído por una de ellas, las demás empezaban a tirarle del pelo. Estoy tan sin mujeres como siempre.

Mi corazón sangraba por él; le dije:

—¿Por qué no organizas una eliminatoria? Cuando estés rodeado de mujeres, como hoy, diles: «Queridas, me siento profundamente atraído por todas y cada una de vosotras. Por tanto, os ruego que os pongáis en fila por orden alfabético para que todas podáis besarme por turno. La que lo haga de la forma más refinada será mi huésped esta noche». Lo peor que puede pasar es que recibas un montón de besos ávidos.

—Mmmm… ¿Por qué no? —dijo Theophilus—. Al vencedor corresponde el trofeo, y me encantaría ser el trofeo de la vencedora adecuada. —Se pasó la lengua por los labios y luego practicó dando unos cuantos besos al aire—. Creo que podré hacerlo. ¿Te parece que será menos fatigoso si les pido que mantengan las manos a la espalda mientras me besan?

—No creo que sea conveniente. Theophilus, amigo mío —le dije—. Deberías poner algo de esfuerzo por tu parte. Pienso que no poner barreras a las efusiones será la mejor regla.

—Tal vez tengas razón —dijo Theophilus con la expresión de alguien con amplia experiencia en tales asuntos.

Por esa época tuve que salir de la ciudad por motivos de trabajo, y no volví a ver a Theophilus hasta un mes después. Fue en un supermercado, y él estaba empujando un carro moderadamente lleno de compras. La expresión de su cara me alarmó. Parecía un hombre acosado.

Cuando me aproximé a él, emitió un grito ahogado; entonces me reconoció y dijo:

—¡Gracias a Dios! Había temido que fueras una mujer.

Me estrechó la mano. Le pregunté:

—¿Todavía tienes el mismo problema? ¿No pusiste en práctica lo de la prueba eliminatoria?

—Lo intenté. Eso fue el problema.

—¿Qué sucedió?

—Bueno…

Miró a su alrededor y se metió en un pasillo lateral. Satisfecho al ver la zona despejada, me habló en voz baja y apresurada, como alguien que sabe que hay poco tiempo y la discreción es fundamental.

—Lo preparé todo —me dijo—. Les hice llenar instancias con todos los datos: edad, marca de dentífrico empleado, referencias… lo normal en estos casos, y luego fijé la fecha. Como lugar del torneo elegí el salón de baile del Waldorf Astoria. Me hice con un amplio surtido de protector labial y contraté los servicios de un masajista profesional con un tanque de oxígeno para mantenerme en forma. Sin embargo, el día antes del torneo se presentó un hombre en mi apartamento… He dicho un hombre, pero más bien parecía un montón de ladrillos animado. Medía dos metros de alto por uno y medio de ancho, y tenía unos puños como martillos pilones. Sonrió, mostrando unos colmillos impresionantes, y dijo:

»—Señor, mi hermana es una de las que competirán en el torneo de mañana.

»—Cuánto me alegro de oír eso —dije yo, ansioso de mantener la conversación en un terreno cordial.

»—Mi hermanita —prosiguió—, una delicada flor de nuestro recio y ancestral árbol genealógico, es la niña de los ojos de mis tres hermanos y yo, y ninguno de nosotros podría soportar la idea de que fuera eliminada.

»—¿Se parecen a usted sus hermanos, señor? —le pregunté.

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