Le soplé en la cola, y eso pareció ayudarle y aliviarle.
—Será preciso un aparato antigravedad —dijo—, que, naturalmente, puedo conseguir para ti, así como la completa cooperación del sistema nervioso autónomo de tu amigo, suponiendo que lo tenga.
—Creo que lo tiene —dije—, pero ¿cómo puede hacer que coopere?
Azazel titubeó.
—Supongo que eso equivale a que debe «creer» que puede volar.
Dos días después, visité a Baldur en su modesto apartamento. Le mostré el aparato y dije:
—Toma.
No era un aparato espectacular. Tenía el tamaño y la forma de una nuez, y si uno se lo acercaba al oído, se oía un leve zumbido. No sabría decir cuál era la fuente energética, pero Azazel me aseguró que no se agotaría.
También dijo que debía permanecer en contacto con la piel del volador, así que había hecho que lo pusieran en una cadenita, convirtiéndolo en un medallón.
—Toma —repetí, mientras Baldur retrocedía suspicazmente—. Ponte la cadena alrededor del cuello y llévalo bajo la camisa. En caso de que tengas camiseta, póntelo debajo.
—¿Qué es, George? —preguntó.
—Es un aparato antigravedad, Baldur. El último grito. Muy científico y muy secreto. No debes hablar nunca de él a nadie. Alargó la mano para cogerlo.
—¿Estás seguro? ¿Te dio esto tu amigo?
Asentí con la cabeza.
—Póntelo.
Con ademanes vacilantes, se lo pasó por la cabeza y, con un poco de ánimo por mi parte, se desabrochó la camisa, lo dejó caer bajo la camiseta y volvió a abrocharse.
—¿Y ahora qué? —dijo.
—Ahora, agita los brazos y volarás.
Agitó los brazos, y no sucedió nada. Sus cejas se juntaron amenazadoramente sobre sus pequeños ojos.
—¿Te estás burlando de mí?
—No. Tienes que «creer» que vas a volar. ¿Has visto
Peter Pan
, la película de Walt Disney? Te tienes que decir a ti mismo: «Puedo volar, puedo volar, puedo volar.»
—Ellos se echaban una especie de polvos.
—Eso no es científico. Lo que tú llevas es científico. Te tienes que decir a ti mismo que puedes volar.
Baldur me dirigió una larga y severa mirada, y debo decirte que, aunque soy valiente como un león, me sentí un poco inquieto.
—Hace falta un poco de tiempo, Baldur —le dije—. Tienes que aprender a hacerlo.
Aún me miraba, pero agitó vigorosamente los brazos y dijo:
—Puedo volar. Puedo volar. Puedo volar.
No sucedió nada.
—¡Salta! —dije—. Coge un poco de impulso.
Nervioso, me preguntaba si Azazel habría sabido esta vez lo que hacía.
Baldur, mirándome todavía con fiereza y agitando los brazos, dio un salto. Se elevó unos treinta centímetros en el aire, permaneció allí mientras yo contaba hasta tres y, luego, descendió lentamente.
—Eh —dijo de manera elocuente.
—Eh —respondí yo, con considerable sorpresa.
—He flotado ahí.
—Y muy airosamente —le señalé—. Sí. Oye, «puedo» volar. Probemos otra vez.
Lo hizo, y su pelo dejó una visible mancha de grasa en el lugar en donde tocó el techo. Bajó frotándose la cabeza.
—Sólo puedes subir unos dos metros, ya sabes —dije.
—Aquí dentro, sí. Vamos fuera.
—¿Estás loco? ¿No querrás que la gente sepa que puedes volar? Te quitarían el aparato antigravedad para que los científicos pudieran estudiarlo, y nunca podrías volver a volar. Mi amigo es el único que lo conoce, y es secreto.
—Bueno, ¿qué voy a hacer?
—Disfruta volando por la habitación.
—Eso no es mucho.
—¿Que no es mucho? ¿Cuánto podías volar hace cinco minutos?
Mi poderosa lógica, como de costumbre, fue convincente.
Debo reconocer que, mientras le veía evolucionar libre y graciosamente en el aire un tanto viciado de los limitados confines de su no muy grande cuarto de estar, experimenté un fuerte impulso a probarlo por mí mismo. Sin embargo, no estaba seguro de que él me cediera el aparato de gravedad y, lo que es más, tenía la fuerte sospecha de que conmigo no funcionaría.
Azazel se niega siempre, por lo que él llama motivos éticos, a hacer nada directamente para mí. Sus dádivas, dice con su estúpida forma de hablar, están destinadas únicamente a beneficiar a otros. Ojalá no pensara así, y ojalá no pensaran así tampoco los otros. Nunca he podido persuadir a los beneficiarios de mi beneficencia para que me enriquecieran de forma perceptible.
Finalmente, Baldur descendió hasta posarse en una de sus sillas y dijo con tono complacido:
—¿Quieres decir que puedo hacer esto porque creo?
—Exactamente —respondí—. Es un vuelo de fantasía.
Me gustó la expresión, pero Baldur es sordo para el ingenio, si se me permite inventar el término.
—Mira, George —dijo—, es mucho mejor creer en la Ciencia que en el cielo y en toda esa basura sobre alas de ángeles.
—Indudablemente —dije—. ¿Lo dejamos ahora para cenar y tomar luego unas copas?
—Encantado —respondió, y pasamos una velada excelente.
No obstante, las cosas no marchaban bien. Una profunda melancolía pareció tender su velo sobre Baldur. Dejó de acudir a los lugares que hasta entonces había frecuentado y encontró nuevos establecimientos de bebidas.
No me importaba. Los nuevos lugares eran un calco de los antiguos, y por lo general servían unos martinis secos excelentes. Pero yo sentía curiosidad, y le pregunté sobre el particular.
—Ya no puedo discutir con esos imbéciles —dijo sombríamente Baldur—. Me dan ganas de decirles que puedo volar como un ángel, pero ¿qué van a hacer, adorarme? ¿Y me creerían? Ellos se tragan toda esa morralla de serpientes que hablan y tías que se convierten en estatuas de sal…, cuentos de hadas, nada más que cuentos de hadas. Sin embargo, «a mi» no me creerían; ni por lo más remoto. Así que tengo que mantenerme apartado de ellos. Hasta la Biblia dice: «No frecuentes la compañía de necios, ni te sientes en el asiento de los desdeñosos.»
Y periódicamente exclamaba:
—No puedo hacerlo sólo en mi apartamento. No hay «sitio». No lo saboreo. Tengo que hacerlo al aire libre. Tengo que elevarme en el firmamento y evolucionar de un lado a otro.
—Te verán.
—Puedo hacerlo de noche.
—Entonces, te estrellarás contra una montaña y te matarás.
—No, si subo muy alto.
—¿Y qué verás de noche? Daría lo mismo que estuvieses volando por tu habitación.
—Encontraré un lugar donde no haya gente —dijo.
—¿«Dónde» no hay gente en estos tiempos? —pregunté.
Mi poderosa lógica vencía siempre, pero él se iba sintiendo cada vez más desdichado y, por último, pasé varios días sin verle. No estaba en casa. La compañía de taxis para la que trabajaba dijo que se había tomado dos semanas de vacaciones, y no, no sabían dónde se encontraba. No es que me importase quedarme sin su hospitalidad —al menos, no me importaba demasiado—, pero me preocupaba lo que pudiera estar haciendo con toda aquella locura de volar por los aires.
Finalmente lo averigüé cuando regresó a su apartamento y me telefoneó. Apenas si reconocí su cascada voz, y, naturalmente, me apresuré a acudir a su lado cuando comentó que me necesitaba con urgencia.
Se hallaba en su habitación, abatido y desconsolado.
—George —dijo—, nunca debí hacerlo.
—¿Hacer qué, Baldur?
—¿Recuerdas que te dije que quería encontrar un lugar en el que no hubiera gente?
—Lo recuerdo.
—Pues se me ocurrió una idea. Me tomé unos días de vacaciones cuando las predicciones meteorológicas anunciaron que habría una serie de días claros y soleados, y alquilé un avión. Fui a uno de esos aeropuertos en los que se puede dar un paseo si lo pagas…, igual que un taxi, sólo que volando.
—Lo sé, lo sé —dije.
—Le indiqué al fulano que se dirigiera a los suburbios y sobrevolara las zonas rurales, que quería ver el paisaje. Lo que iba a hacer era buscar lugares realmente vacíos, y cuando encontrase uno, preguntaría qué era, con el fin de ir allí algún fin de semana y volar como realmente lo he querido hacer toda mi vida.
—Baldur —dije—, no se puede distinguir desde el aire. Desde allá arriba, un lugar puede parecer vacío y, sin embargo, estar lleno de gente.
—De nada sirve que me digas eso «ahora» —respondió amargamente.
Hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó:
—Era uno de esos aviones antiguos. Carlinga descubierta delante y asiento para pasajero, también, descubierto, detrás; yo me asomo para poder ver el suelo y cerciorarme de que no hay carreteras, ni automóviles, ni granjas. Me suelto el cinturón de seguridad para ver mejor…, como puedo volar, no me da miedo estar a mucha altura, en el aire. Sólo que me inclino al asomarme, y el piloto, que no sabe lo que estoy haciendo, efectúa un viraje, como consecuencia, el avión se ladea en la dirección que yo estoy mirando, y antes de que me pueda agarrar a algo, caigo al vacío.
—Santo cielo —exclamé.
Baldur tenía una lata de cerveza a su lado, e hizo una pausa para beber con ansiedad. Se secó los labios con el dorso de la mano y dijo:
—George, ¿te has caído alguna vez de un avión sin paracaídas?
—No —respondí—. Ahora que lo pienso, creo que nunca he hecho eso.
—Bueno, pues pruébalo un día —dijo Baldur—. Es una sensación extraña. A mí me cogió totalmente por sorpresa. Durante un rato no pude entender lo que ocurría, únicamente había aire por todas partes, y el suelo estaba dando vueltas y ascendía, luego pasaba por encima de mi cabeza y alrededor de mí, y yo me decía: «¿Qué diablos está pasando?» Y al cabo de cierto tiempo, noto un fuerte viento que sopla cada vez con más intensidad, sólo que no puedo decir exactamente desde qué dirección. Y entonces me doy cuenta de que estoy cayendo. Me digo a mí mismo: «Eh, que estoy cayendo.» Y, nada más decirlo, veo que así es, y el suelo parece que está abajo y yo avanzo rápidamente hacia él, y sé que voy a estrellarme y que taparme los ojos no va a servir de nada.
»Lo creas o no, George, durante todo ese tiempo no he pensado ni un momento que podía volar. Estaba demasiado sorprendido. Podría haberme matado. Pero entonces, cuando ya casi he llegado al suelo, lo recuerdo, y me digo a mí mismo: «¡Puedo volar! ¡Puedo volar!» Fue como patinar en el aire, como si el aire se convirtiese en una gran banda de goma que estuviera tirando de mí hacia arriba, de modo que mi velocidad de caída comienza a disminuir, y cuando llego a la altura de las copas de los árboles, ya voy realmente despacio y pienso: «Quizá sea éste el momento indicado para ponerme a evolucionar por el aire.» Sin embargo, me siento cansado, y queda muy poca distancia hasta el suelo, así que me enderezo, disminuyo un poco más la velocidad y aterrizo sobre los pies con un ligerísimo golpe.
»Y, desde luego, tienes razón, George. Todo parecía vacío cuando yo estaba arriba, pero una vez en el suelo, había toda una muchedumbre congregada a mi alrededor, y cerca había una especie de iglesia con una torre…, que supongo que yo no había distinguido desde arriba por causa de los árboles.
Baldur cerró los ojos, y durante unos momentos se limitó a respirar con dificultad.
—¿Qué ocurrió, Baldur? —pregunté por fin.
—Nunca lo adivinarías —dijo.
—No quiero adivinarlo —repuse—. Dímelo tú.
Abrió los ojos y dijo:
—Todos habían salido de la iglesia, alguna iglesia de creyentes en la Biblia, y uno de ellos cae de rodillas, levanta los brazos y grita: «¡Milagro! ¡Milagro!», y el resto hace lo mismo. Nunca has oído semejante estruendo. Y aparece un fulano, un tipo bajo y gordo, y dice: «Soy médico. Dígame qué ha sucedido.» A mí no se me ocurre nada. Quiero decir que, ¿cómo puede uno explicar que ha bajado del cielo? No tardarán en proclamar que soy un ángel. Así que digo la verdad: «Me he caído accidentalmente de un avión.» Y todos empiezan a gritar: «¡Milagro! ¡Milagro!»
»El médico pregunta: «¿Tenía usted paracaídas?» Cómo voy a decir que tenía paracaídas, cuando no hay ninguno junto a mí, así que respondo: «No.» Y luego añade: «Se le ha visto a usted caer y, posteriormente, reducir la velocidad y aterrizar suavemente.» Y otro tipo, que resultó ser el predicador de la iglesia, dice: «Ha sido la mano de Dios que le ha sostenido.»
»Bueno, yo, como no puedo aguantar eso, le aclaro: «No. Ha sido un aparato antigravedad que tengo.» Y el médico me pregunta: «¿Un qué?» «Un aparato antigravedad», respondo. Y se echa a reír y exclama: «Yo, en su lugar, preferiría la mano de Dios», como si yo hubiera dicho un chiste.
»Para entonces, el piloto ya ha aterrizado y se ha acercado al grupo, está blanco como el papel: «No ha sido culpa mía. El maldito imbécil se desabrochó el cinturón de seguridad.» Y me ve allí, de pie, y casi se desmaya: «¿Cómo ha llegado aquí? Usted no tenía paracaídas.» Y todo el mundo empieza a cantar una especie de salmo o algo así, y el predicador coge de la mano al piloto y le dice que ha sido la mano de Dios y que yo he sido salvado porque estoy destinado a realizar alguna gran obra en el mundo y cómo todos los miembros de su congregación que se hallaban presentes estaban más seguros que nunca de que Dios estaba en su trono y continuaba realizando sus buenas obras, y toda clase de cosas por el estilo.
»Incluso me hizo a mí pensar en ello, en que yo había sido salvado para algo grande. Luego vinieron unos periodistas y varios médicos más, no sé quién los había llamado; me estuvieron haciendo preguntas hasta que creí que me iba a volver loco; sin embargo, los médicos les interrumpieron y me llevaron a un hospital para hacerme un reconocimiento.
Al oírlo, quedé estupefacto.
—¿Te llevaron realmente a un hospital?
—No me dejaron solo ni un minuto. El periódico local me sacó en primera plana, y vino un científico de Rutgers o de no sé dónde y no paraba de hacerme preguntas. Yo dije que tenía ese aparato antigravedad, y él se echó a reír. Le pregunté: «Entonces, ¿usted cree que fue un milagro? ¿Usted? ¿Un científico?» Y él respondió: «Hay muchos científicos que creen en Dios, pero no hay un solo científico que crea posible la antigravedad.» A continuación dijo: «Pero enséñeme cómo funciona, señor Anderson, y tal vez cambie de opinión.» Y, naturalmente, no pude hacerlo funcionar, y sigo sin poder hacerlo.
Para mi horror, Baldur se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.
—No te apures, Baldur —le dije—. «Tiene» que funcionar.
Meneó la cabeza y dijo con voz apagada: