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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Bailén (4 page)

BOOK: Bailén
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Oído esto, le hice varias preguntas acerca de su condición y la calidad de la casa, a las que satisfizo bondadosamente diciendo que su esposo era portero en una oficina del ramo de la Guerra, y que con su sueldo, y lo que el Sr. Juan de Dios les daba por su modesto pupilaje, pasaban la vida pobres y contentos.

—Esta no es casa de huéspedes, porque nosotros no queremos barullo —añadió—, pero hace mucho tiempo que conocemos al Sr. de Arroiz y por eso le tenemos aquí. Este Sr. de Santorcaz que has visto anoche y que no ha de tardar en venir, es un joven a quien conocimos en Alcalá, cuando estábamos allí establecidos, y él corría la tuna en aquella célebre Universidad. Ha sido muy calavera, y sus padres no le han vuelto a ver desde que se marchó a Francia hace quince años, huyendo de una persecución muy merecida, a consecuencia de sus barrabasadas y viciosas costumbres. ¡Desgraciado joven! Allá ha sido soldado, y cuando nos cuenta sus trabajos y penalidades nos quedamos como si oyéramos leer la novela
El asombro de la Francia, Marta la Romarantina
, aunque Santiago dice que todo lo que cuenta es mentira. A pesar de es un tarambana, nosotros apreciamos a este mala cabeza de Santorcaz, y él no nos quiere mal; así es que cuando se aparece por España, siempre viene a parar a nuestra casa, donde le damos hospitalidad por bien poco dinero. ¡Ay!, sí, por bien poco dinero: verdad es que si le pidiéramos mucho, el infeliz no podría dárnoslo, porque no lo tiene. Y no es porque haya nacido de las yerbas del campo, pues su familia a un buen solar de tierra de Salamanca pertenece: sólo que como no es primogénito… su padre se empeñó en dedicarle a la Iglesia, y el pobre chico no tenía afición de misacantano…

Estábamos doña Gregoria y yo enfrascados en este coloquio que no dejaba de interesarme, cuando volviendo de su oficina D. Santiago Fernández, quitose gravemente el pesado uniforme, que su consorte colgó en la percha no lejos de la amenazadora lanza, y se dispuso a comer:

—Grandes noticias te traigo, mujer —dijo con retozona sonrisa, sentado ya en el sillón de cuero y con ambas manos posadas en las respectivas rodillas, mientras con lento compás movía el cuerpo—. Te vas a poner más contenta…

—No puede ser sino que el Gran Duque ha reventado ya de los cólicos que padecía.

—No, no es eso, mujer. ¿Quién te dijo que Navalagamella le había declarado la guerra a la
canalla
? No es Navalagamella sólo, mujer, es Asturias, León, Galicia, Valencia, Toledo, Burgos, Valladolid, y se cree que también Sevilla, Badajoz, Granada y Cádiz. En la oficina lo han dicho, y si vieras cómo están todos bailando de contento. Oficial conozco que no ha dormido en toda la noche esperando el correo, y si supieras, mujer… A ti te lo puedo decir, y no importa que lo oiga este chico. Oye, oíd los dos: muchos oficiales se han fugado, sin que en los cuarteles, ni en sus casas se sepa dónde están. Y dirás tú, «¿pues dónde están?». Yo lo sé, sí señora, yo lo sé: se han ido a unirse a los ejércitos españoles que se están formando… ¿a que no sabes dónde se están formando? Pues yo lo sé, sí señora, yo lo sé: uno se está formando en Valladolid, y lo mandará D. Gregorio de la Cuesta: otro en Asturias y Galicia, que corre a cargo de Blake… y el tercero… Esta es la más gorda de todas: ¿te la digo?

—Hombre sí, dila: no nos dejes a media miel.

—Pues se dice por ahí que las tropas de Andalucía se sublevarán, sí señor, se sublevarán. Pues no se han de sublevar. Si en cuanto uno dé la voz empieza a desfilar nuestra gente, y ni un ranchero español quedará a las órdenes de Murat, ni de la Junta.

—Veo que lo van a pasar mal, Santiago. Pero siento golpes en la puerta. Son los vecinos que vienen a saber noticias… Pase Vd., Sr. D. Roque; pasen ustedes niñas; pase Vd. Sr. de Cuervatón.

Abrió doña Gregoria la puerta y penetraron en ordenada falange como una docena de personas de uno y otro sexo, y de diferentes edades y fachas, las cuales personas eran los vecinos más adictos a la simpática persona del Gran Capitán, y además entusiastas creyentes de sus noticias, por lo cual acudían todas las mañanas cuando aquel regresaba de la oficina, con el anhelo de saciar en la fuente más pura y cristalina la ardorosa curiosidad que entonces devoraba a los habitantes de Madrid. ¿Debo detenerme en enumerar a tan dignas personas? ¿Para qué, si el lector no necesita conocer al lañador, ni al talabartero, ni tampoco a D. Roque, el arruinado comerciante, ni al Sr. de Cuervatón, ni menos a las niñas de la bordadora en fino? Dejémosles envueltos en el velo de su discreto incógnito, y oigamos a Fernández, que desbordándose de su propio ser, a causa de la exorbitante hinchazón de su orgulloso júbilo, iba contando lo que oyera, sin dejar de aderezar sus relatos con la sal y pimienta de la exageración.

—Pues en Andalucía —dijo—, en Andalucía… ya saben Vds. dónde está Andalucía; como si dijéramos en Cádiz… pues. Dicen que la Junta de Sevilla ha armado un gran ejército, con las tropas que estaban en San Roque. ¿Saben Vds. lo que es San Roque? Pues es como si dijéramos… supongan Vds. que aquí está Gibraltar, pues aquí abajito está San Roque.

—Este D. Santiago lo sabe todo.

—Ya, como quien ha visto tantas tierras, y ha estado en tantas batallas.

—En San Roque están las mejores tropas de España, tanto en infantería como en artillería y caballos; de modo que si se forma ese ejército, y viene sobre Madrid… ¡Jesús!

—¡Jesús! —repitió un coro de diez voces.

—¿Vd. cree que vendrá sobre Madrid? —preguntó uno de los concurrentes.

—Eso es lo que no puedo asegurar —repuso con énfasis el Gran Capitán—. Pero a lo que yo entiendo y según la experiencia que adquirí en aquellas terribles guerras, me atrevo a decir que el ejército de Andalucía viene sobre Madrid, y si hace lo mismo el de don Gregorio de la Cuesta, juzguen Vds. el susto que pasarán los franceses. Hay que guardar el secreto: mucho cuidado, señores, y Vds., niñas, guárdense muy bien de ir contando estas cosas cuando vayan a la costura, porque puede llegar a oídos del gran duque de Berg… Yo creo que pasará lo siguiente. El ejército de Andalucía vendrá a la Mancha: los franceses irán a batirlos, dejando libre a Madrid, donde entrará D. Gregorio de la Cuesta, el cual si sigue después hacia el Mediodía, les picará la retaguardia por Tarancón, y como al mismo tiempo los de allí le harán retroceder hacia el Tajo, viéndose los franceses atacados por todos lados, por fuerza tendrán que caer en el río, donde se ahogarán.

—¡Cuánto sabe este hombre! Es un asombro que de esa manera pueda anunciar los movimientos del enemigo. Y no hay duda, así tiene que suceder.

—Y como la sublevación es general —añadió Fernández—, no podrán acudir a todos lados. Además no pueden contar con un solo soldado español que les ayude, porque todos desertan; de modo que si Napoleón quiere continuar la guerra en España, ya puede mandar gente.

—Y como de los que vienen, la mitad mueren de borrachera…

—El mismo Murat está padeciendo unos cólicos que se lo llevarán al otro mundo.

—¡Quia! Si lo que tiene es una enfermedad vergonzosa.

—Así pagará las que ha hecho. ¿Pues qué puede ser eso, sino castigo de Dios por su barbarie y crueldad?

—No es eso, señora; es que según dicen es aficionado a la bebida.

—¡Menudas borracheras habrá tomado desde que está aquí! ¿Y se marchará o no se marchará?

—Yo creo que sí —dijo Fernández—. Tengo entendido que está muy disgustado, porque Napoleón no le quiere hacer rey de España.

—Angelito; pues no pide poco que digamos.

—Y como parece que mandan de rey al que lo es de Nápoles, un D. José, al cual según dicen también le gusta aquello…

—Se conoce que es afición de familia.

—Lo que debiera hacer el Sr. Fernández —dijo el lañador—, es irse a cualquiera de esos ejércitos, donde sin duda se había de lucir, y quién sabe si nos lo harían general de la noche a la mañana.

—Yo no sirvo para nada —contestó el Gran Capitán—. Yo tuve mi época, y ahora que trabajen otros como trabajamos los de entonces. Aquellas sí eran guerras, señores… Esto de ahora es una bobería, y sino, ya verán Vds. cómo en menos que canta un gallo se acaba todo.

—Pero lo del ejército de Andalucía, ¿es cierto o es puro barrunto de Vd.? Sepámoslo de una vez.

—Es cierto, señores. Me parece que Santiago Fernández tiene motivos para saber lo que hace un ejército y lo que deja de hacer. Cuando empiecen nuestros generales a decir «por aquí te doy», ya les tendré a Vds. al tanto de todo día por día.

A este punto llegaba, cuando entró Santorcaz, y no bien le vieron las honradas personas que formaban el auditorio del buen Fernández, empezaron todos a desfilar de muy mal talante, porque la presencia del citado
flamasón
era harto desagradable a todos los habitantes de la casa.

—Grandes noticias, grandes noticias traigo, señor D. Gonzalo Fernández de Córdoba —exclamó desde la puerta—. Aguárdense todos, si quieren saber la verdad pura. ¿Pero se van estas niñas? ¿Por qué me tienen miedo? ¿Y Vd., D. Roque, no quiere escuchar?… Vayan noramala, pues, y Vds. se lo pierden, porque no saben lo que ocurre… La lanza, Sr. Fernández, tome Vd. al punto la lanza, y prepárese al combate, porque se acerca lo tremendo, y ahora verá quiénes son buenos patriotas y quiénes no lo son.

—No tomemos a broma estas graves cosas, señor D. Luis —dijo algo amoscado el que podremos llamar vencedor de Cerinola
[1]
—, ni nos escandalice a la vecindad con sus endemoniados aspavientos.

—¿A que no sabe Vd. lo que yo sé? —añadió Santorcaz—. ¿A que no sabe Vd. que el general Dupont, que estaba en Toledo, ha recibido orden de marchar a Andalucía, y que Moncey sale mañana de aquí para Valencia, y que Lefebvre, que está en Pamplona, irá pronto sobre la capital de Aragón; que Duhesme se extenderá por Cataluña y que Bessières baja hacia Valladolid a toda prisa con las divisiones de Lasalle y de Merle?

—¡Cómo se conoce que Vd. escupe en corro con la canalla! ¿Y cómo están sus mercedes del estómago? Se han hecho al fin al vino de España? Y el gran duque de Berg, ¿cómo anda de sus calenturas? ¿Hay mieditis? Porque yo tengo para mí que si a esos señores se les caen los calzones es porque, como dijo el otro, al que mal vive, el miedo le sigue. Yo, en verdad, no sabía lo que Vd. acaba de decir; pero allá en la oficina oí decir otras cosillas que no sé si sonarán bien en las orejas de la canalla. ¿Por qué no va mi Sr. D. Luis a contárselas, a ver si con el gusto se les quita el destemple?

—¿Qué noticias son esas?

—Nada, poca cosa. Cuando el francés las sepa, verá Vd. qué contento se pone… Que en todas las ciudades se han nombrado o se van a nombrar Juntas, las cuales no harán caso de lo que se mande en Bayona, sino que…

—Pero si Fernando VII no es ya Rey de España, porque ha cedido sus derechos al Emperador, lo mismo que Carlos IV. ¿Qué son esas Juntas más que cuadrillas de insurgentes?

—Sí… pues que las quiten: es cosa fácil. ¡Demonios de Juntas! Y los muy simples están formando unos ejércitos… cosa de juego, Sr. de Santorcaz; cuatro gatos que estaban ahí en el Campo de San Roque con unos cuantos cañoncillos… Y también han dado en armarse los paisanos, lo mismo en Castilla que en Cataluña, que en Valencia, que en Andalucía… pero eso no vale nada; son hombres de alfeñique y alcorza, y no digo yo con balas, con saliva los destruirán los franceses.

—¿Y todo lo que sabe Vd. se reduce a que la Junta de Sevilla está formando un ejército con las tropas de San Roque que manda Castaños, y las de Granada que están a las órdenes de Reding? Pues eso lo sabe todo Madrid.

—Mira, Fernández —dijo oficiosamente doña Gregoria—, haces mal en revelar lo que sabes por tan buen conducto, porque yo no soy lerda para conocer que lo que hace nuestro ejército no se debe decir. Y sino, pongo por caso: si tú que estás enterado de todo, a causa de tu gran tino para la guerra, descubres lo que hace el ejército de Andalucía y llega a oídos del francés, puede aprovecharse de la noticia y entonces…

—¡Qué ha de aprovecharse, mujer, ni qué entiendes tú de estas cosas! Al contrario, yo quiero que el señor de Santorcaz vaya con el cuento. Y también en Castilla…

—Otro ejército, sí, compuesto de guardias de corps, acostumbrados a hacer la guerra en los palacios, de estudiantes, de paletos y contrabandistas ¡Ah! —exclamó Santorcaz, dando tregua a las bromas y hablando con completa seriedad—. Es una desgracia para nosotros el tener que confesar que no podemos batirnos con los franceses. ¿Qué importa que se armen multitud de paisanos, si esas turbas indisciplinadas antes que ayuda serán elemento de desconcierto para el escaso ejército español? ¿Qué obstáculo pueden ofrecer a los que han sometido la Europa entera, esos infelices alucinados, a quienes engaña su ignorancia? ¿Han visto alguna vez un campo de batalla? ¿Tienen idea de lo que significa la previsión, la táctica, el genio de un jefe experto para decidir la victoria? Es una triste cosa haber llegado a este extremo por las torpezas de nuestros Reyes; pero una vez aquí, no hay más remedio que someterse a lo que la Providencia ha querido hacer de nosotros. España no puede resistir la invasión, porque si la resistiera haría un milagro, una hazaña sobrenatural nunca vista. Condenada a ser de Napoleón y a ver sentado en su trono a un Rey de la familia imperial, lo más cuerdo es resignarse a este resultado con la conciencia de haberlo merecido.

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