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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Bailén (5 page)

BOOK: Bailén
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—¡Que España será francesa, que España será de Napoleón! —exclamó el Gran Capitán encendido en violenta ira—. Sr. de Santorcaz, Vd. es un insolente, usted es un deslenguado, Vd. no tiene respeto a mis canas. Ya ¿qué se puede esperar de un trapisondista calavera como Vd. que abandonó a su familia por irse al extranjero a aprender malas mañas? ¡Decir que España ha de ser francesa! Salga Vd. de mi casa, y no ponga más los pies en ella. ¿Qué te parece, Gregoria? Mujer, ¿te estás con esa calma y no bufas de cólera como yo?

Y levantándose de su asiento, indicó a Santorcaz con majestuoso gesto la puerta de la sala; mas como D. Luis no tuviera humor de marcharse, porque todos los días se repetía la misma escena sin resultado alguno, preparábase a comer tranquilamente, dejando que se desvaneciera, como efectivamente se desvaneció sin efusión de sangre, la ira de su honrado amigo. Durante la comida, D. Santiago gruñó un poco; pero la prudencia y discreción de su esposa evitó un choque que pudiera haber tenido calamitosas consecuencias.

- IV -

Lo que he contado pasaba el 20 de Mayo, si no me engaña la memoria. Poco a poco fui avanzando en mi convalecencia, y en pocos días me hallé ya con fuerzas suficientes para levantarme y dar algunos paseos por los grandes corredores de la casa, pues la vivienda del Gran Capitán tenía como único desahogo el largo pasillo, en cuya pared se abrían hasta veinte puertas numeradas, albergues de otras tantas familias. Peor que mi cuerpo se hallaba mi alma, llena de turbaciones, de sobresaltos y congojas, tan apenada por terribles recuerdos como por angustiosas presunciones, de tal modo que mi pensamiento corría a refugiarse alternativamente de lo pasado a lo futuro, buscando en vano un poco de paz.

La muerte del cura de Aranjuez, sin dejar de formar en mi alma un gran vacío, me era menos sensible de lo que a primera vista pudiera parecer, porque conceptuándola yo como tránsito que había llevado un nuevo santo a las falanges del Paraíso, consideraba a mi amigo en su verdadero lugar, y no tan lejos de nosotros que pudiera desampararnos si le invocábamos.

En cuanto a Inés, no dudaba que existía en poder de alguien que la protegiera por encargo de los parientes de su madre, y aunque para esta creencia no tenía más dato que la relación del alucinado Juan de Dios, yo me confirmaba cada vez más en ella, fundándome en antecedentes que omito por ser de mis lectores conocidos, y en la sórdida avaricia del licenciado Lobo, a cuyo carácter correspondía perfectamente una buena recompensa, a quien deseaba poseerla.

Todo mi afán consistía en hallarme completamente restablecido para poder salir a la calle, y cuando lo conseguí, tuve el gusto de darme a conocer a todos mis amigos como un verdadero resucitado, o alma del otro mundo, que vuelve con forma corporal a cobrar deudas atrasadas.

No tendrán Vds. idea del aspecto que ofrecía entonces Madrid, si no les digo que la gente toda andaba azorada y aturdida, a veces llena de miedo y a veces haciendo esfuerzos para disimular su alegría. El odio a los franceses no era odio, era un fanatismo de que no he conocido después ningún ejemplo; era un sentimiento que ocupaba los corazones por entero sin dejar hueco para otro alguno, de modo que el amar a los semejantes, el amarse a sí mismo, y hasta me atrevo a decir el amar a Dios se adoptaban y sometían como fenómenos secundarios al gran aborrecimiento que inspiraban los verdugos del pueblo de Madrid.

A estos se les veía solos en todos los sitios: su presencia hacía detener o apresurar a los transeúntes, y era tan extraordinario este desvío, que hasta parecían ellos mismos afectados de profundo pesar, y se les observaba taciturnos y foscos, sintiendo que el suelo les quemaba las plantas de los pies. Habían llenado de trincheras y baterías el Retiro, y para ver en todo su orgullo y presunción a los invasores, no había más que dirigir el paseo hacia Oriente, y se les encontraba en grandes grupos alrededor de las cantinas, o paseando por la carretera de Aragón. Ningún español se encaminaba hacia allí, a no ser los granujas que entonces, como ahora, gustaban de meter las narices en todas partes. Yo, llevado de mi curiosidad, me acerqué al Retiro, y también recorrí otros sitios hacia el Mediodía, igualmente ocupados como posiciones ventajosas.

En el interior de Madrid las tiendas estaban desiertas, pues todas las personas que se juntaban para pedir o comunicar noticias se reunían en parajes ocultos, siendo de notar que ya entonces comenzaban a dar sus primeras señales de vida las sociedades secretas, aunque yo no vi ninguna, y digo esto sólo con referencia a vagos rumores. Como el afán por tener noticias relativas al levantamiento de las provincias, era una fiebre de que no estaban exentos ni los niños, ni los ancianos, ni las mujeres, cuando se sabía que D. Fulano de Tal había recibido una carta de Andalucía o de Galicia o de Cataluña, la casa se llenaba de amigos, y hasta los desconocidos se permitían invadirla ruidosamente para no esperar a que se les contara el gran suceso. Sacábanse copias de las cartas que hablaban de la Junta de Sevilla y de la sublevación de las tropas de San Roque, y aquellas copias circulaban con una rapidez que envidiaría la moderna imprenta. Todos los días y a todas horas se hablaba de los oficiales que habían huido de Madrid para unirse a los ejércitos de Cuesta o de Blake, y cuando se tropezaba con un militar o con algún joven paisano de buen porte y bríos, no se le hacía otra pregunta que esta: «¿Usted cuándo se va?». Las familias de las víctimas se habían olvidado ya de rezar por los muertos, y pensaban en equipar a los vivos. Escaseaban los jornaleros y menestrales, porque de los barrios bajos partían diariamente muchos hombres a engrosar las partidas de Toledo y la Mancha, y a pesar de los brutales bandos del general francés, ni faltaban armas en las casas, ni los fugitivos partían con las manos vacías.

Los invasores, que vigilaban el odio de la capital con la suspicacia medrosa del que ha padecido sus terribles efectos, no permitían, siendo tan grande su número y fuerza, que se manifestara lo que los madrileños pensaban y sentían; pero aun así, ¡cuántos cantares, cuántas jácaras, romances y décimas brotaron de improviso de la vena popular, ya amenazando con rencor, ya zahiriendo con picantes chistes a los que nadie conocía sino por el injurioso nombre de la
canalla
!

En el fondo de aquella grande agitación, y entre tantos recelos, había un júbilo secreto, pues como un día y otro llegaban noticias de nuevos levantamientos, todos consideraban a los franceses como puestos en el vergonzoso trance de retirarse. Aquel júbilo, aquella confianza, aquella fe ciega en la superioridad de las heterogéneas y discordes fuerzas populares, aquel esperar siempre, aquel no creer en la derrota, aquel
no importa
con que curaban el descalabro, fueron causa de la definitiva victoria en tan larga guerra, y bien puede decirse que la estrategia, y la fuerza y la táctica, que son cosas humanas, no pueden ni podrán nunca nada contra el entusiasmo, que es divino.

Como era natural, las noticias del levantamiento se exageraban mucho, y el entusiasmo popular veía miles de hombres donde no había sino centenares. Cuando las noticias venían de Bayona, eran objeto de sistemático desprecio, y las disposiciones del palacio de Marrás, así como la convocatoria de irrisorias Cortes en la ciudad del Adour, y el pleito homenaje por algunos grandes tributado a Bonaparte, daban pábulo a las sátiras sangrientas. Cuando alguno decía que vendría de Rey a Madrid el hermano de Napoleón, daba pie para las más ingeniosas improvisaciones del género epigramático. Todas las tertulias, que entonces eran muchas, pues la sociedad no se desparramaba aún por los cafés, eran, digámoslo así, verdaderos clubs donde latía sorda y terrible la conspiración nacional. Se conspiraba con el deseo, con las noticias, con las sospechas, con las exageraciones, con las sátiras, con verdades y mentiras, con el llanto tributado a los muertos y las oraciones por el triunfo de los vivos.

Tal era Madrid a fines de Mayo de 1808, antes de que sonaran los primeros cañonazos de Cabezón y los primeros tiros del Bruch. Dicho esto, se me permitirá que hable un poco de mi persona, pues atendiendo a que la desgracia halla siempre eco en las personas discretas y sensibles, creo que no soy saco de paja a los ojos de mis lectores, y que algún interés les inspiran los penosos trances de mi borrascosa existencia. Necesito, además, explicar por qué causas emprendí mi viaje a Andalucía entre Mayo y Junio; y si de buenas a primeras me presentara camino de Despeñaperros en compañía del desconocido Santorcaz, Vds. no acertarían a explicarse ni los móviles de jornada tan peligrosa, ni mi repentino acomodamiento con aquel hombre singular.

Es, pues, el caso que no satisfecho con las noticias que acerca de Inés me dio Juan de Dios, traté de averiguar la verdad y tuve la feliz ocurrencia, mejor dicho, la inspiración, de presentarme en casa de la marquesa, a quien no hallé; mas quiso la Divina Providencia que un criado, conocido mío desde la famosa noche de la representación, me saliera al encuentro, y después de mostrarse muy obsequioso, satisficiera mi curiosidad sobre aquel punto. Según me dijo, el mismo día 3 de Mayo se presentó allí un hombre de antiparras verdes, el cual conducía dentro de una litera a cierta joven llorona y al parecer enferma. No encontrando a la señora, preguntó por su hermano, con el cual hubo de conferenciar más de dos horas, después de cuyo tiempo despidiose, dejando a la muchacha en la casa. El hermano de la marquesa, que no era otro que aquel simpático diplomático a quien conocimos en Octubre de 1807, partió el día 4 para Córdoba a unirse con su hermana y sobrina, y ¡cosa rara! —decía aquel curioso servidor—, se llevó consigo a la jovenzuela.

—¿De modo que ahora están todos en Córdoba? —le pregunté.

—Sí, y según noticias, no piensan venir hasta que no se acaben estas cosas. Eso de la muchacha que trajeron en la litera ha dado mucho que hablar a la servidumbre, y según dice mi mujer… más vale callar. El hombre aquel de las antiparras verdes había estado ya algunos días aquí, y unas veces la señora condesa, otras su tía, le recibían. Mal hombre parece.

—¿Y la muchacha no hizo resistencia cuando se la quisieron llevar?

—Si parecía muerta; ¿qué resistencia podía hacer? Si tuvimos que cargarla entre dos para ponerla en el coche…

Ignoro si esto que oí y puntualmente refiero, llamará la atención de Vds., pero lo que sí les ha de causar sorpresa ¡qué digo sorpresa!, asombro grandísimo, es el saber que me atreví a desafiar las iras del licenciado Lobo, del mismo Lobo de marras, no vacilando en arriesgarlo todo por esclarecer más aún que tan hondamente me inquietaba. No queriendo aparecer ni aun en sombra por la aborrecida calle de la Sal, busquelo allá por la alcaldía de Casa y Corte, donde con toda seguridad pensaba encontrarle, y al punto que me vio… No, no es verosímil, no lo van ustedes a creer. ¿Necesitaré jurarlo? Pues lo juro: juro que es la pura verdad… Pues bien: al pronto que me vio, echome los brazos al cuello, demostrando gran interés por mi persona, y no sólo me pidió nuevas acerca de mi salud, sino que me rogó le contase algunos pormenores acerca de mi fusilamiento y para él milagrosa resurrección.

Esto me dejó atónito, aunque no tranquilo, pues presumí que tan desusadas blanduras serían obra de su refinada astucia, y preparación de algún nuevo golpe contra mí; pero cuando le pregunté por el estado en que se hallaba el proceso célebre, respondiome que ya no se pensaba en tal cosa, porque como los franceses eran amigos del Príncipe de la Paz, no convenía molestar a los servidores y amigos de este.

—No quiero —añadió—, que S. A. el Gran Duque se amosque. Aquello fue una broma, y de haberte prendido, al punto hubieras sido puesto en libertad. Pero di, picarón… ¿conque tú eras galán de D.ª Inés? Cuéntame todo: ¿dónde la conociste? ¡Ah, bien comprendía Requejo que guardaba un tesoro en su casa! Yo lo sabía todo… ¿y tú?, sospecho que también, perillán. Lo que sí no sabías es que a fines del mes de Abril se acordó en consejo de familia recoger e identificar a esa jovencita para darle la posición que le corresponde. Como yo estaba al tanto de todo, y además tenía el honor de conocer a la señora marquesa, comprometime a entregarla, haciéndoles creer que había grandes dificultades para arrancarla de casa de los parientes de su supuesta madre. Hijo, es preciso hacer algo por la vida: a fe que es un pobre con mujer, nueve hijos, dos suegras y tres cuñadas; dos suegras, sí señor, la madre y la abuela de mi mujer, y si uno no se da maña para mantener a este familión… La verdad es que a todos les di cordelejo, a D. Mauro, al papanatas de Juan de Dios, y a ti mismo, que ahora resucitas para pedirme a Inesita. ¿Pero la amabas tú? Anda, zanguango, cortéjala, a ver si logras casarte con ella, lo cual aunque difícil, no es imposible… la niña tendrá una dote regular y quizás pueda heredar el mayorazgo y el título, lo cual será según el tenor de las escrituras… ¡Ah pelafustán! Me parece que tú traes un proyectillo entre ceja y ceja. ¿Vas a Córdoba? Oye: recuerdo que la palomita te llamaba con exclamaciones muy tiernas, cuando medio muerta la conducíamos en la litera mi pasante y yo. ¡Ja, ja, ja! ¿Sabes de qué me río? De ese ganso de Juan de Dios, que estuvo aquí el otro día, y poniéndose de rodillas delante de mí, me dijo: «¡Deme Vd. a Inés porque me muero sin ella! ¡Démela Vd. hoy y máteme mañana!». Fue una comedia, Gabriel, y aunque nos reímos mucho, al fin nos cansó tanto que tuvimos que echarle a palos de la escribanía.

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