—Eso mismo digo yo —indicó doña Gregoria—. Bien saben todos que tú no eres ningún rana, y que has escupido en corro con guardias de Corps y walonas y generales de aquellos que había antes, tan valientes que sólo con mirar al enemigo le hacían correr.
—Y no se trate —prosiguió el Gran Capitán— de embobarnos con cuentos de brujas como los que desembucha el Sr. de Santorcaz. A las niñas del lañador y a doña Melchora, la que borda en fino, les puede trastornar el seso este caballero contándoles esas batallas fabulosas de prusianos y rusos, con lo de que si el Emperador fue por aquí o vino por allí. Hombres como yo no se tragan bolas tan terribles, ni ha estado uno veinte años mordiendo el cartucho y peinando los rizos del señor marqués de Sarriá, para dar crédito a tales novelas de caballerías. Conque ¿cómo fue aquello? —añadió en tono de mofa y sentándose junto a Santorcaz—. Dijo Vd. que cuatro mil franceses atacaron a la bayoneta a diez mil rusos y los hicieron caer en un pantano donde se ahogaron la mitad. Pues ¡y lo de que rompieron el hielo a cañonazos para que se hundieran los enemigos que estaban encima!… ¡Bonito modo de hacer la guerra! Pero hombre de Dios, si andaban por sobre el hielo se resbalarían y… pobres nalgas del Emperador… digo, de los tres emperadores, pues ahí dice Vd. que eran tres nada menos. ¿Sabes, Gregoria, que es aprovechada la familia?
El Gran Capitán hizo reír a su digna esposa con estos chistes, hijos de su inexperta fatuidad, y ambos celebraron recíprocamente sus ocurrencias.
—Si es novela de caballerías lo que he contado —dijo Santorcaz—, pronto lo hemos de ver en España, porque pasan de cien mil los Esplandianes que andan desparramados por ahí esperando que su amo y señor les mande empezar la función.
—¡Los asesinos de Madrid! —exclamó el Gran Capitán inflamándose en patriótico ardor—. ¿Y cree Vd. que les tenemos miedo? ¡Santa María de la Cabeza! Ya veo que están fortificando el Retiro, y que no permiten que vuele una mosca alrededor de sus señorías; pero ya hablaremos. Esto es ahora, porque estamos sin tropa; pero ¿sabe Vd. lo que se va a formar en Andalucía?, un ejército. ¿Y en Valencia?, otro ejército. Y en Galicia y en Castilla, otro y otro ejército. ¿Cuántos españoles hay en España, Sr. de Santorcaz? Pues ponga Vd. en el tablero tantos soldados como hombres somos aquí, y veremos. ¿A que no sabe Vd. lo que me ha dicho hoy el portero de la secretaría de la Guerra? Pues me ha dicho que mi pueblo ha declarado la guerra a Napoleón. ¿Qué tal?
—¿Cuál es el pueblo de Vd.?
—Valdesogo de Abajo. Y no es cualquier cosa, pues bien se pueden juntar allí hasta cien hombres como castillos, no como esos rusos de alfeñique de que Vd. habla, sino tan fieros, que despacharán un regimiento francés como quien sorbe un huevo.
—Pues una mujer que ha venido hoy de la sierra —dijo doña Gregoria—, me ha contado que también mi pueblo va a declarar la guerra a ese ladrón de caminos, sí, Sr. de Santorcaz, mi pueblo, Navalagamella. Y allí no se andarán con juegos, sino al bulto derechitos. Si esos pueblos que Vd. nombra, las Austrias y las Prusias fueran como Navalagamella, la
canalla
no los hubiera vencido, y se conoce que todos los austriacos y prusiacos son gente de mucha facha y nada más.
—No se dice prusiacos, sino prusianos —indicó enfáticamente a su esposa el Gran Capitán.
—Bien, hombre; los rusos y los prusos, lo mismo da. Lo que digo es que si Valdesogo de Abajo y Navalagamella, que son dos pueblos como dos lentejas comparados con la grandeza de todo el Reino, se ponen en ese pie, los demás lugares y ciudades harán lo mismo, y entonces, áteme esa mosca el Sr. de Santorcaz. No, no quedará un francés para contarlo, y la que hicieron aquí a primeros del mes, la pagarán muy cara. ¿Hase visto alguna vez bribonada semejante? ¡Fusilar en cuadrilla a tantos pobrecitos, sin perdonar a sacerdotes ancianos, a inocentes doncellas y a infelices muchachos como el que está en esa cama! ¡Ay! Vd. no vio aquello, Sr. de Santorcaz, porque llegó a Madrid tres días después; ¡pero si Vd. lo hubiera visto! Por esta calle del Barquillo pasaron esas fieras, y como les arrojaron algunos ladrillos desde los andamios de la casa que se está fabricando en la esquina, mataron a una pobre mujer que pasaba con un niño en brazos. Al ver esto, todas las vecinas de la casa que estábamos en los balcones, empezamos a tirarles cuanto teníamos. Una les echaba una cazuela de agua hirviendo, otra la sartén con el aceite frito; yo cogí el puchero que había empezado a cocer, y sin pensarlo dije
allá va
, y aunque aquel día nos quedamos sin comer, no me pesó, no señor. Después entre Juanita la lañadora, las niñas de al lado y yo, cogimos una cómoda y echándola a la calle aplastamos a uno. Querían subir a matarnos; pero ¡quia! Todo facha, nada más que facha. Más de cuarenta mujeres nos apostamos en la escalera, unas con tenedores, otras con tenacillas, estas con asadores, aquella con un berbiquí, estotra con una vara de apalear lana. Si llegan a subir les hacemos pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las tan famosas guerras, y poniéndose delante de nosotras en la escalera nos arengó, y dispuso cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente aunque me esté mal el decirlo. Mi marido quería salir a la calle al frente de todas nosotras; pero le convencimos de que esto era una locura. Con su carga de setenta a la espalda, él hubiera partido de un lanzazo a cuantos mamelucos encontrara en la calle. ¡Ay qué día! Cuando nos retiramos cada una a nuestro cuarto, en toda la casa no se oía más que «¡viva el Gran Capitán!».
—¡Qué día! —exclamó melancólicamente Fernández, disimulando el legítimo orgullo que el recuerdo de sus proezas le causara—. A eso de las ocho de la mañana vi salir de la oficina al capitán D. Luis Daoíz. El día anterior me había mandado por unas botas a la zapatería de la calle del Lobo, y desde allí se las llevé a su casa en la calle de la Ternera, y cuando volví después de hacer el mandado, viendo que había cumplido con la puntualidad y el esmero que son en mí peculiar, me dio dos reales, que guardo en este pañuelo como memoria de hombre tan valiente.
Diciendo esto, trajo un pañuelo y desdoblando una de las puntas despaciosamente, y como si se tratara de la más vulnerable y santa reliquia, sacó una moneda de plata que puso ante la vista de Santorcaz sin permitirle que la tocara.
—Esto me dio —añadió enjugando con el mismísimo pañuelo las lágrimas que de improviso corrieron de sus ojos—; esto me dio con sus propias manos aquel que vivirá en la memoria de los españoles mientras haya españoles en el mundo. Yo estaba barriendo la oficina cuando entró D. Pedro Velarde buscándole y le dije: «Mi capitán, hace un rato que salió con D. Jacinto Ruiz». Después D. Pedro entró y estuvo disputando con el coronel: al cabo de un cuarto de hora volvió a pasar por delante de mí. Quién me había de decir…
El Gran Capitán no pudo continuar, porque la pena ahogaba su voz; doña Gregoria se llevó también la punta del delantal sucesivamente a sus dos ojos, y Santorcaz más serio y grave que antes respetaba el dolor de sus dos amigos.
—Me han asegurado —dijo después de una pausa—, que ese D. Pedro Velarde iba a comer todos los días en casa de Murat. ¿Es que simpatizaba con los franceses?
—No, no; y quien lo dijere miente —exclamó don Santiago, dejando caer de plano sobre la mesa sus dos pesadísimas manos—. D. Pedro Velarde pasaba por un oficial muy entendido en el arma, y como fue de los que el Rey envió a Somosierra a recibir al
melenudo
, este le trató, supo conocer sus buenas dotes y quiso atraérselo. ¡Bonito genio tenía D. Pedro Velarde para andarse con mieles! Le convidaban a comer, obsequiábanle mucho; pero bien sabían todos que si nuestro capitán pisaba las alfombras de aquel palacio era
para conocer más de cerca a la canalla
, como él mismo decía.
—Él y sus compañeros de Monteleón —dijo Santorcaz—, demostraron un valor tanto más admirable, cuanto que es completamente inútil. Aquí están ciegos y locos. Creen que es posible luchar ventajosamente contra las tropas más aguerridas del mundo, sin otros elementos que un ejército escaso, mal instruido, y esas nubes de paisanos que quieren armarse en todos los pueblos. La obstinación ridícula de esta gente hará que sean más dolorosos los sacrificios, y el número de víctimas mucho más grande, sin que puedan vanagloriarse al morir de haber comprado con su sangre la independencia de la patria. España sucumbirá, como han sucumbido Austria y Prusia, Naciones poderosas que contaban con buenos ejércitos y Reyes muy valientes.
—¡Esos países no tienen vergüenza! —exclamó con furor D. Santiago Fernández, levantándose otra vez de su asiento—. En Austria y Prusia habrá lo que Vd. quiera; pero no hay un Valdesogo de Abajo, ni un Navalagamella.
Discretísimo lector: no te rías de esta presuntuosa afirmación del Gran Capitán, porque bajo su aparente simpleza encierra una profunda verdad histórica.
Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el acaloramiento de su amigo, cuyas patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:
—Aquí somos de otra manera, Sr. de Santorcaz. Usted viviendo por allá tanto tiempo, se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo se toman aquí las cosas.
—Por lo mismo que he estado fuera tanto tiempo, tengo motivos para saber lo que digo. He servido algunos años en el ejército francés; conozco lo que es Napoleón para la guerra, y lo que son capaces de hacer sus soldados y sus generales. Cien mil de aquellos han entrado en España al mando de los jefes más queridos del Emperador. ¿Saben Vds. quién es Lefebvre? Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben Vds. quién es Pedro Dupont de l'Etang? Pues es el héroe de Friedland. ¿Conocen Vds. al duque de Istria? Pues es quien principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de Joaquín Murat? Pues es el gran soldado de las Pirámides, y el que mandó la caballería en Marengo…
—No, no le nombre Vd. —dijo doña Gregoria—, porque si todos los demás son como ese de
las melenas
, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en España.
—Sr. de Santorcaz —añadió con grave comedimiento el Gran Capitán—, ya sabe Vd. que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y del general Flautas las vamos a ver de manifiesto ahora, sí señor. Y supongo que Vd. habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues quien tanto les alaba y admira, es natural que les ayude.
—No —repuso Santorcaz—; yo he vuelto a España para un asunto de intereses, y dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando arregle mi negocio, me volveré a Francia.
—¡Qué mal hombre es Vd.! —exclamó doña Gregoria—. Y su pobre padre, y toda la familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder traer al buen camino a este calaverilla que durante quince años y desde aquella famosa aventura… Pero chitón —añadió volviendo la cara hacia mí—; me parece que el chico se ha despertado y nos está oyendo.
Los tres me miraron y yo observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes, ni mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente vendado se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Algunas láminas de santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro mecheros, y junto a ella sentados en sendas sillas de cuero, que lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.
Todos fijaron en mí la atención, y doña Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así:
—¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito: ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Nos ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la doña Inés, que te traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser natural, sano y completo y cuerdo, tal y como estabas, antes de que aquellos caribes…?