Bajo el hielo (17 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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El semblante de Éric Lombard se ensombreció de pronto. «Nunca ha perdonado a su padre». Servaz cayó en la cuenta con un escalofrío de las grandes similitudes que había entre Lombard y él. Tanto para el uno como para el otro, los recuerdos familiares constituían una superposición de alegrías y sufrimiento, de instantes radiantes y de horror. Observó de reojo a Ziegler, que seguía hablando por teléfono en el otro extremo del salón, de espaldas a ellos.

De repente se volvió y su mirada se cruzó con la de Servaz. Este percibió una señal de alerta: algo de lo que acababa de oír por teléfono la había perturbado.

—¿Y quién le puso al corriente de todas esas cosas sobre sus padres?

Lombard emitió una lúgubre carcajada.

—Contraté a un periodista hace unos años para que indagara en la historia familiar. —Titubeó un instante—. Hacía mucho que quería saber más sobre mi padre y mi madre. Desde mi posición ya sabía perfectamente que no formaban una pareja armoniosa, por decirlo en términos suaves. Aun así, no esperaba esa clase de revelaciones. Después compré el silencio de ese periodista. Me costó caro, pero valió la pena.

—Y desde entonces, ¿ningún otro periodista ha venido a husmear en ese asunto?

Lombard miró con fijeza a Servaz. Volvía a ser el hombre de negocios inflexible.

—Sí, desde luego. Los he comprado a todos, uno tras otro. He gastado una fortuna… Pero, a partir de cierta suma, todo el mundo está en venta…

Volvió a clavar la mirada en Servaz y este comprendió el mensaje: «Usted también». El policía sintió que lo invadía la rabia. Lo exasperaba aquella arrogancia. Al mismo tiempo, tuvo que reconocer que aquel hombre tenía razón. Él quizás habría tenido la fuerza de rehusar, en nombre del código ético que había adoptado al ingresar en la policía. No obstante, suponiendo que hubiera sido periodista y que el hombre que tenía delante de él le hubiera propuesto las mejores escuelas para su hija, los mejores profesores, las mejores universidades y, más tarde, un puesto garantizado en la profesión que soñaba ejercer, ¿habría tenido el valor de rechazar ese porvenir para Margot? En cierto modo, Lombard tenía razón: a partir de ciertos límites todo el mundo estaba en venta. El padre había comprado a su mujer; el hijo compraba a los periodistas… y sin duda también a los políticos. Éric Lombard se parecía más a su padre de lo que creía.

Servaz no tenía más preguntas.

Dejó la taza vacía en la mesa mientras Ziegler regresaba. La observó discretamente. Estaba tensa e inquieta.

—Bueno, ahora querría saber si tienen alguna pista —dijo Lombard con frialdad.

La simpatía que Servaz había sentido un instante atrás desapareció de golpe. Aquel individuo volvía a hablarles como si fueran sus criados.

—Lo siento —se apresuró a contestar con una sonrisa de inspector fiscal—. En esta fase preferimos evitar comentar la investigación con todas las personas implicadas en ella.

Lombard lo escrutó un buen momento. Servaz vio claramente que dudaba entre dos opciones: recurrir de nuevo a la amenaza o asumir una retirada transitoria. Optó por la segunda opción.

—Comprendo. De todas maneras, sé a quién debo dirigirme para obtener esa información. Gracias por haber venido y haberme dedicado su tiempo.

Se levantó, poniendo fin a la entrevista. No había nada que añadir.

Desanduvieron el camino. A su alrededor, las tinieblas se adueñaban del corredor de salones. Fuera el viento había arreciado y agitaba los árboles. Servaz pensó que tal vez iba a nevar. Miró el reloj: las 16.40. El sol declinaba; las sombras de los animales esculpidos en boj se alargaban en el suelo. Lanzó una ojeada tras él, hacia la fachada de la mansión, y descubrió a Éric Lombard observándoles, inmóvil, desde una de las múltiples ventanas de la planta baja. A su lado había dos hombres, uno de ellos era el tal Otto. Servaz volvió a plantearse la hipótesis de antes: los investigadores sometidos a su vez a investigación. En el sombrío rectángulo de la ventana, Lombard y sus hombres de confianza parecían reflejos de un cristal, extraños, silenciosos e inquietantes.

—¿Qué pasa? —preguntó a Ziegler en cuanto subieron al coche.

—Acaban de llamar de Rosny-sous-Bois. Han terminado los análisis de ADN.

La miró con incredulidad. Las muestras se habían tomado hacía apenas cuarenta y ocho horas; jamás realizaban un análisis de ADN en tan poco tiempo. ¡Los laboratorios estaban desbordados! Algún capitoste debía de haber dado prioridad al caso.

—La mayoría de los restos de ADN hallados en la cabina (cabello, saliva, pelos, uñas) corresponde a los obreros o a los empleados de la central, pero han encontrado también un resto de saliva en un vidrio. Pertenece a alguien que no tiene nada que ver con la central… alguien que está fichado en el archivo nacional de huellas genéticas. Alguien que no debería haberse encontrado allí…

Servaz se puso tenso. El archivo nacional de huellas genéticas suscitaba bastantes controversias. En él no solo se consignaba el ADN de los violadores, los asesinos y los pedófilos, sino también el de personas que habían cometido toda clase de delitos menores, desde un robo de poca monta a la posesión de unos gramos de marihuana. Como consecuencia de ello, el año anterior el número de perfiles de la base se había elevado a 470.492. Por más que aquel fuera el archivo sujeto al control jurídico más estricto de Francia, aquella inclusión indiscriminada preocupaba, y no sin razón, a abogados y magistrados. Al mismo tiempo, la tendencia a ampliar el archivo más allá de sus límites naturales había permitido ya la feliz culminación de unas cuantas operaciones, dado que la delincuencia desbordaba con frecuencia las casillas en las que se la pretendía acotar: un violador podía ser también un ladrón o un atracador. De ese modo, los restos de ADN encontrados en escenarios de atraco habían propiciado ya la detención de autores de agresiones sexuales múltiples.

—¿Quién? —inquirió.

Ziegler le lanzó una mirada de desconcierto.

—Julian Hirtmann. ¿Le suena de algo?

Por el frío aire empezaban a descender algunos copos de nieve. El viento de la locura había irrumpido en el habitáculo del coche. «¡Imposible!», le gritó el cerebro.

Servaz recordaba haber leído varios artículos en
La dépêche du Midi
en los que se informaba del traslado del célebre asesino en serie suizo al centro de los Pirineos. En ellos se describían con detalle las medidas de seguridad excepcionales que habían rodeado su traslado. ¿Cómo había podido conseguir Hirtmann salir del recinto del Instituto, cometer aquel acto demencial y volver luego a su celda?

—Es imposible —musitó Ziegler, poniendo voz a sus propios pensamientos.

Servaz la miraba con igual incredulidad. Después observó los copos de nieve, a través del parabrisas.


Credo quia absurdum
—dijo por fin.

—Otra vez latín —constató ella—. ¿Qué significa?

—«Lo creo porque es absurdo».

9

Diane estaba sentada en su despacho desde hacía una hora cuando la puerta se abrió bruscamente y se volvió a cerrar con igual celeridad. Alzó la vista preguntándose quién podía entrar de ese modo sin llamar, esperando ver a Xavier o a Lisa Ferney ante sí.

Nadie.

Demoró, perpleja, la mirada en la puerta cerrada. Unos pasos resonaron en la habitación, pero la habitación estaba vacía… La luz proveniente de la ventana de vidrio esmerilado tenía una tonalidad azul grisácea y solo iluminaba un papel pintado ajado y un archivador metálico. Los pasos se detuvieron y alguien corrió una silla. Sonaron otros pasos, de tacones de mujer, esa vez, que también cesaron enseguida.

—¿Cómo están los internos hoy? —preguntó la voz de Xavier.

Miró la pared. «La oficina del psiquiatra», se dijo; los ruidos provenían de la habitación de al lado. La pared que los separaba era, sin embargo, muy gruesa. Tardó medio segundo en comprender. Posó la vista en la boca de ventilación situada en lo alto de la pared, en el rincón, bajo el techo: los sonidos pasaban por allí.

—Nerviosos —respondió Lisa Ferney—. No hablan más que de ese asunto del caballo. Parece que los excita a todos.

El extraño fenómeno acústico volvía perfectamente audibles cada una de las palabras y las sílabas pronunciadas por la enfermera.

—Aumente las dosis si es preciso —indicó Xavier.

—Ya lo he hecho.

—Muy bien.

Podía incluso captar el más mínimo matiz, la más mínima inflexión… hasta en los momentos en que las voces se reducían casi a un murmullo. Se preguntó si Xavier lo sabría; probablemente no se había dado cuenta nunca. En aquella habitación no había nadie antes de su llegada y ella apenas hacía ruido. Tal vez los sonidos circulaban solo en un sentido. Ocupaba una pequeña habitación polvorienta de cuatro metros por dos que anteriormente servía de trastero. Todavía había cajas de archivos apiladas en un rincón. Olía a polvo, pero también a otra cosa… un olor indefinible pero desagradable. Por más que le hubieran instalado a toda prisa un despacho, un ordenador y un sillón, tenía más o menos la misma impresión que si le hubieran montado una oficina en el local de las basuras.

—¿Qué piensas de la noticia? —preguntó Élisabeth Ferney.

Diane se irguió, con el oído atento.

—¿Y tú, qué piensas?

—No sé, ahí está el problema. ¿Se te ha ocurrido que la policía vendrá aquí seguramente a causa de ese caballo?

—¿Y qué?

—Husmearán por todas partes. ¿No tienes miedo?

—¿Miedo de qué? —dijo Xavier.

Hubo una pausa. Diane levantó la cabeza en dirección al conducto de ventilación.

—¿Por qué debería tener miedo? No tengo nada que ocultar.

No obstante, incluso a través de una boca de ventilación, la voz del psiquiatra proclamaba lo contrario. Diane se sintió incómoda de repente. Estaba espiando de manera involuntaria una conversación que adquiriría un giro muy embarazoso si llegaran a sorprenderla. Sacó el teléfono móvil de la bata y se apresuró a apagarlo, pese a que había escasas posibilidades de que la llamaran allí.

—Yo de ti me las arreglaría para que vean lo menos posible —aconsejó Lisa Ferney—. ¿Piensas enseñarles a Julian?

—Solo si lo piden.

—Tendré que ir a hacerle una visita, en ese caso.

—Sí.

Diane percibió el crujido de la tela de la bata de Lisa Ferney cuando esta se movió. Luego se hizo el silencio.

—Para —reclamó Xavier un segundo después—, no es el momento.

—Estás demasiado tenso. Podría ayudarte.

La voz de la enfermera se había vuelto zalamera, acariciadora.

—Por el amor de Dios, Lisa… Si alguien viniera…

—Qué cerdo, te pones a punto a la primera.

—Lisa, Lisa, te lo ruego… Aquí no… Dios mío, Lisa…

Diane notó un violento rubor en las mejillas. ¿Cuánto tiempo hacía que eran amantes Xavier y Lisa Ferney? El psiquiatra llevaba tan solo seis meses en el Instituto. Después se dijo que ella misma y Spitzner… Aun así, no llegaba a concretar por qué lo situaba en un nivel distinto. Quizá se debía a ese lugar, a todas aquellas pulsiones, odios, psicosis, rabias, manías que se cocían dando lugar a un caldo insalubre… pero percibía que en aquella relación había algo profundamente malsano.

—Quieres que pare, ¿es eso? —susurró Lisa Ferney al otro lado—. Dilo. Di que pare.

—Noooooo…

—Vámonos. Nos están observando.

Había anochecido. Ziegler volvió la cabeza y advirtió a su vez a Lombard detrás de la ventana, solo ahora.

Arrancó el coche y lo encaró hacia la avenida. Como antes, las verjas se abrieron delante de ellos. Servaz lanzó una ojeada por el retrovisor. Le pareció distinguir la silueta de Lombard, que se alejaba de la ventana, cada vez más pequeña.

—¿Y las huellas dactilares y las otras muestras? —inquirió Servaz.

—Por ahora no hay nada concreto, aunque aún les falta bastante para terminar. Hay cientos de huellas y restos. Van a tardar días. Por el momento, todos parecen corresponder al personal. Es evidente que el que cometió el delito utilizó guantes.

—Pero de todas formas dejó un poco de saliva en el vidrio.

—¿Cree que se trata de una especie de mensaje de su parte?

Desvió la vista de la carretera para mirarlo.

—Un reto… ¿Quién sabe? —apuntó—. En este caso no se debe descartar nada.

—O un banal accidente. Ocurre con más frecuencia de lo que se cree. Basta con que estornudase cerca del cristal.

—¿Qué sabe de ese Hirtmann?

Ziegler puso en marcha el limpiaparabrisas: los copos de nieve eran cada vez más densos en el sombrío cielo.

—Es un asesino organizado. No es psicótico delirante, como algunos internos del Instituto, sino un gran perverso psicópata, un depredador social particularmente temible e inteligente. Lo condenaron por el asesinato de su mujer y del amante de esta en atroces circunstancias, pero también se sospecha que asesinó a casi cuarenta personas, todas mujeres, en Suiza, en la región de Saboya, en el norte de Italia, en Austria… En cinco países en total. Lo que ocurre es que nunca confesó nada y no se pudo demostrar. Incluso en el caso de su mujer, jamás lo hubieran descubierto de no haber concurrido diversas circunstancias.

—Parece que conoce bien su historial.

—Me interesé en él en mis momentos libres hace dieciséis meses, cuando lo trasladaron al Instituto Wargnier. La prensa habló de él entonces. Pero nunca lo he visto.

—En cualquier caso, esto supone un cambio radical. A partir de ahora debemos partir de la hipótesis de que Hirtmann es la persona que buscamos, incluso aunque de primeras parezca imposible. ¿Qué sabemos de él? ¿En qué condiciones está encerrado en el Instituto? Esas cuestiones adquieren prioridad.

Ziegler asintió con la cabeza, con la vista fija en los márgenes de la carretera.

—También debemos pensar en lo que le vamos a decir —agregó Servaz—, en las preguntas que le vamos a plantear. Tenemos que preparar esa visita. No conozco tan bien el historial como usted, pero hay algo evidente: Hirtmann no es una persona cualquiera.

—También está la cuestión de las eventuales complicidades con que haya podido contar en el interior del Instituto —señaló Ziegler—, y de los fallos en el sistema de seguridad.

—Así es. Es imprescindible celebrar una reunión preparatoria. Las cosas acaban de precisarse bruscamente y de complicarse a la vez. Debemos tomar en cuenta todos los aspectos del problema antes de ir allá.

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